Poco después, gracias a los buenos oficios de un corredor de bienes inmuebles, Tales y Babi se instalaron en el último piso de un edificio que albergaba dieciocho de ellos y, para bien de su ejercitación, sus elevadores, según decían los vecinos del inmueble, estaban rotos y sin piezas de repuesto desde largo tiempo atrás, hecho que alegró sobremanera a Tales para acentuar sus prácticas deportivas, y, efectivamente, en unas pocas semanas de residencia en el nuevo hogar, ya casi no tenía barriga adiposa prominente y sus canillas, duras como cabillas de acero, pero Babi fue invadida por un profundo hastío.
Aunque ella solo se dedicaba a la atención de su marido y de las demás obligaciones domésticas, echaba de menos a su añorado jardín, ahora abandonado en razón de las ventajas sanitarias del nuevo domicilio.
Tales desesperaba al ver a su media naranja sumida en cavilaciones, reveladoras de su malestar emocional.
Pero la sagacidad científica del esposo le infundió, para su fuero interno, la siguiente idea: le sugeriría a su consorte que cultivara un pequeño jardín en uno de los balcones del apartamento, el que se orientaba hacia el sol naciente, como sano esparcimiento para conjurar su hastío.
Al comunicárselo, los ojos de Babi brillaron de alegría y desde el mismo instante, con bríos renovados, se dio a la tarea de acondicionar el área libre escogida.
En pocas semanas, la exuberancia de verdes enredaderas, helechos, musgos, bonsáis de diferentes especies y hongos de sombrerillo, se asomaban retadores por sobre el muro de su balcón, e insensiblemente, la gravedad los hacía crecer hacia los planos inferiores del elevado edificio.
Algún que otro vecino se quejaba de la umbría selva que se tejía y descendía desde el nivel superior extremo del majestuoso inmueble; pero ahí, donde había disenso con la botánica, la palabra persuasiva de Babi se hacía escuchar convincentemente.
Tales se ufanaba de la obra de su esposa y de su perenne contentura.
Ya llegaban al mustio jardín perimetral del edificio los zarcillos de las enredaderas y las frondes de las plantas sin semillas, cuando sobrevino la desgracia.
Como ya sabíamos, los elevadores del edificio no funcionaban pero un ingenioso inquilino, por más señas mecánico automotriz, se las ideó para echarlos a andar verticalmente.
En su cuarto intento, equilibrando los contrapesos, cables y ruedas de uno de los ascensores eléctricos, su acerado filamento quebró por la tensión ejercida sobre él, y se proyectó, cual látigo que flagela espaldas esclavas, contra el entramado de enredaderas, desde su punto más alto en la azotea del inmueble; atrapado en ellas, como acróbata circense que cae al vacío pero encuentra la malla salvadora, el cable arrancó de cuajo, piso a piso, en vertiginoso descenso, una a una, las enredaderas y helechos acompañantes, formando un amasijo en el suelo.
Llanto desconsolado se dejó escuchar con desgarradores gritos en el último piso del edificio.
Tales maldijo la reparación de los elevadores: el jardín colgante de su esposa se confundía con las malas hierbas del jardín.
Nuestro conocido Bías, como filósofo convencido de lo perecedero del diario vivir, se preparaba para su muerte (la intuía todavía muy lejana en el tiempo), y como la avaricia siempre fue su sesgo temperamental distintivo, se dio con afán a la tarea de reconstruir un panteón familiar que había adquirido en su natal villa del Dios Padre, del Dios Hijo y del Dios Santo Espíritu.
Por haber nacido en esta bendita villa antillana aseguraba a los suyos que tenía garantizada la entrada al Paraíso (¿sería el barrio de igual nombre en su municipalidad?) pero que, como entre Paraíso y tierra media el cementerio, imprescindible resultaba en esta antesala de espera y destino de ánimas, poseer una a la altura de su jerarquía social, moral y material.
El panteón, ubicado en el lugar más sórdido de la necrópolis, urgía de una reparación capital para dotarle de la magnificencia a la que aspiraba Bías, dado su status ya visto; pero, consecuentemente, así serían las inversiones de moneda dura para su rehabilitación.
A pesar de su natural tacañería, no escatimó recurso alguno para su reconstrucción.
Con su presupuesto monetario en mano, convocó a cinco expertos albañiles en monumentos funerarios y, en su presencia, desplegó el plano arquitectónico para su tumba, por él mismo diseñado.
Señaló a los albañiles que fundirían una gran losa de hormigón reforzado, rectangular, cuyos lados medirían 6 por 4 metros; dicha losa cubriría ocho literas fúnebres, dispuestas en dos secciones paralelas, una frente a la otra, cada una con cuatro criptas mortuorias.
Sobre esta plataforma se situarían 36 mojones escultóricos, con formas de ánforas griegas, sobre cuyos ápices descansaría otra losa, más chica, la que, a su vez, soportaría una pesada escultura en acero inoxidable y bronce, de casi ocho metros de altura, que perpetuaría para las venideras generaciones el vehículo con el que Bías había alcanzado pleno éxito económico: una bicicleta destinada a la venta de pan.
El ciclo monumentario, imitación de una marca nacional, tendría una dimensión idéntica a las usadas por sus conciudadanos: 26 pulgadas de radio en sus ciclos, una amplia cesta sobre su rueda delantera, espacioso manubrio con frenos de manos, un voluminoso cajón en la rueda trasera.
Por sentado se da que quien tripulaba el ecológico y alimentario ciclo era Bías, quien aparecía conduciéndolo, las manos en alto, en señal de sus habilidades anti gravitacionales y los pies, en franco pedaleo cuesta arriba.
Le acompañaba en el complejo estatuario su esposa, Artilugia, cuya regia escultura simulaba comer un pedazo del rico pan, mientras ceñía el cuerpo de su consorte con uno de sus brazos.
Andaba Bías en estas consideraciones estéticas y técnicas cuando un automóvil de la municipalidad se estacionó a la vera de los hablantes; de él descendieron dos individuos, una autoridad policíaca y otra administrativa.
Dichos funcionario, con su súbita aparición cual si fueren almas en pena escapadas de sus tumbas, congelaron palabras y acciones de aquellos, al declararles que el recinto funerario, sobre el que tantos sueños había tejido Bías, quedaban en suspenso, en tanto y en cuanto no se aclarara su legítimo propietario, dado que un presunto heredero, preterido, según aclaraba, del túmulo funerario, de apellido Goytisolo, se erigía como único dueño, según disponía en sus cláusulas testamentarias el titular original del inmueble, e imputándole a Bías que, gracias a subterfugios legales y dadivosas ofrendas, se había adjudicado el referido panteón, amén de que los restos del occiso habían sido exhumados ilegalmente por órdenes de Bías.
El pobre Bías tuvo que soportar estoicamente (¡al fin y al cabo era un filósofo!) tales imputaciones, anhelando que un terremoto acabara con su ridícula situación, como aquel de antaño, pero este no sobrevino y, el profanador de sepulcros fue conducido a la cárcel.
Artilugia, la sufrida esposa de Bías, tuvo que contentarse solo con horas de visitas a la penitenciaría donde extinguía su sanción. Si en ella muriera el reo, la consorte no llevaría adelante tan fastuoso sepulcro descabelladamente ideado por su esposo.
El perezoso de Cleóbulo, viejo conocido nuestro, asentado desde mucho ha en la sacra villa antillana, estaba casado con Almamisa, mujer en extremo hacendosa, verdadera antítesis de su consorte.
Entregada por entero a las faenas agropecuarias en la hacienda familiar, había desarrollado un singular método de explotación extensiva e intensiva de cultivos y cría de animales.
Su esposo la estimulaba en tal sentido aunque, en respeto a la verdad, con su abulia y pereza consuetudinarias, nada aportaba en energías físicas a la finca, salvo sus meditaciones filosóficas.
Tanta prosperidad generó los planes de ampliación de las instalaciones inmobiliarias en la rústica propiedad.
A Almamisa, lectora infatigable de relatos mitológicos de la antigüedad, empeño que alternaba con las ocupaciones agropecuarias, se le ocurrió, fruto de dichas lecturas, levantar un enorme cobertizo, para su propio engreimiento, cuyas dimensiones remedaban una sala techada para la práctica de deportes como el voleibol o el baloncesto.
Su superficie tenía 350 pies de largo por 170 de ancho; el techo, de piezas de asbesto cemento solapadas, reposaba sobre 125 pilotes de caguairán, de más de 60 pies de alto, exquisitamente labrados a manera de tótem mágico de los pueblos aborígenes, labor artística que demandó muchas horas de trabajo y cubos de sudor, por la extrema dureza de la madera, a sus artífices.
El espacio entre techo y piso, desprovisto de muebles u ornamentos, provocaba una aplastante sensación de vacío que Almamisa decidió ocuparlo con las jóvenes crías de los búfalos asiáticos que, con sumo esmero, se proponía aclimatar en la región; además, en el centro de tan vasto cubículo, ordenó la edificación, de hormigón prefabricado, de una gigantesca estatua cuyo rostro parodiaba el de la mismísima Almamisa y, postrado delante de sus pies, hincado de rodillas, en notorio gesto de súplica, como complemento monumentario, la estatua de Cleóbulo.
Dos veces al día, Almamisa, portando sus botas vaqueras, su jean azul ajustado al cuerpo, relieve anatómico que aún denotaba interesantes curvas y recurvas, una camisa de largas mangas y un sombrero tejano sobre su cabeza, alimentaba con abundante forrajes a sus becerros.
Cuando esto sucedía, en varias leguas a la redonda, se dejaba escuchar un rumor de mugidos en pugna por la hierba mustia.
Cierta vez, una partida de delincuentes, conocidos todos ellos como miembros de la pandilla Los Gordos, no tanto por sus abultados vientres como por los desmanes que perpetraban sobre las masas ganaderas , en asuntos de hurto y sacrificios ilegales de aquellas, merodeaba por los alrededores del peculiar establo, atraídos por los altisonantes mugidos.
De consuno, esperaron el crepúsculo y al cerrar la noche sin luna, irrumpieron en el establo de Almamisa; maniatados sus centinelas, prendieron fuego a las pacas de forraje y provocaron la masiva estampida de los tiernos bóvidos, no sin antes acuchillar, desollar, trucidar a varios de estos y embalar sus rojizos despojos en sacos de nylon.
En el ínterin, las llamas mordieron los duros caguairanes, algunos de los cuales cayeron al piso, y con su caída, colapsó el enorme techo, multiplicado en miles de pedazos al golpear el rígido suelo.
Sobresaltados con el crepitar de llamas y el ruidoso desplome, muy pronto Almamisa, Cleóbulo y un puñado de paisanos, apenas cubiertas sus regiones pudendas, casi enloquecen al contemplar la magnitud del siniestro y sus concomitantes pérdidas en bienes inmuebles y semovientes.
El humo se diluía entre los rosáceos tintes de la aurora cuando, ante los incrédulos ojos de los espectadores, se insinuaba una elevada figura, surgida de entre las todavía humeantes ruinas, cual si de ave fénix se tratare: ¡la estatua de Almamisa, apenas chamuscada y cubierta de hollín!
Solo en su pedestal las llamas se habían ensañado con crueldad; la pétrea cabeza de Cleóbulo no existía, solo se divisaba una mezcla pegajosa y caliente de concreto, mas continuaba prosternado ante la esposa.
Atónita, Almamisa exclamó: -¡Es un milagro!-
Cleóbulo no sabía dónde esconderse, tan apenado estaba.
Al día siguiente, Almamisa convocó a las mujeres de la zona y, en pública asamblea, se tomó un solo acuerdo: ¡reconstruir lo destruido con las generosas dádivas femeninas!
Lleno de ira, condición suya por derecho genético propio, deambulaba Periandro, redivivo gracias a los avances de las ciencias médicas, por las estrechas callejas cercanas al puerto de su cristiana villa isleña, maquinando qué podría hacer para mostrar su gran valía plástica frente a sus detractores.
El mal humor no le abandonaba desde aquella polémica que sostuvo con unos conocidos suyos, todos los cuales, como el propio Periandro, eran aficionados a la escultura, la talla de maderas y la pintura, bellas artes maltratadas por estos principiantes, sin academia y talento para desandar en tan difíciles mañas de manos e ingenio.
Aguijoneado su amor propio con los denuestos proferidos por sus contrincantes de artes plásticas, la materia gris, no muy abundante y obnubilada por la cólera omnipresente, de Periandro, le aconsejó buscar en viejas ediciones de libros de arte las imágenes de obras realizadas por célebres escultores como Mirón, Fidias, Miguel Ángel o cualquier otro de los grandes.
Quiso la mera casualidad que en una maltratada revista de arte escultórico se posara su mirada y sus ojos pestañaran, asombrados, con una paradigmática obra estatuaria de la antigüedad helespóntica, recreada por artífices contemporáneos, dado que la pieza original, esculpida por Fidias, ya no existía, y sólo habían llegado hasta nuestros días los relatos, deformados por los cronistas, de entre aquellos escogidos que pudieron observarla.
Sin pensarlo mucho, Periandro se entregó como un obseso a la búsqueda del sitio de enclave de su escultura, los materiales que necesitaría para su concreción y, por supuesto, los fondos monetarios para tales fines.
Estos últimos no tardaron en aparecer porque, a pesar de ser gruñón, Periandro honraba sus deudas.
Un poco más difícil fue hallar el sitio ideal para su emplazamiento, pero también lo encontró en las cercanías de ciertos solares yermos, colindantes con un basurero metropolitano, abandonado desde hacía años.
Finalmente, con dinero suficiente y lugar idóneo para la labor escultórica, Periandro movió sus hilos y tentáculos en el mercado subterráneo local y compró, no sin cólera y regateos, todo lo que urgía a la obra, y le puso manos, pecho y cabeza.
Primero, limpió el área de las malas hierbas que la tapaban; luego fundió un piso de hormigón de 500 metros cuadrados; después, levantó en su justo medio un pedestal de tres niveles, el primero de los cuales medía 15 metros por cada dimensión (largo, ancho y alto), y en el último nivel de esta pirámide trunca, comenzó a ensamblar las piezas metálicas compuestas de planchas y cabillas de acero de diferentes diámetros y longitudes.
Esta faena artística la acometió sin ayuda alguna, impulsado por su sello plástico, libre de mixtificaciones e intrusos.
Rendido el último punto de soldadura y apretada la tuerca final, solo restaba su pintura y alguna que otra ornamentación complementaria y un artificio mecánico.
En la base de este singular obelisco, fijó a sus paredes, por cada lado, los cinco anillos olímpicos, con sus colores típicos, símbolo de la magnificencia griega.
Por fin, cubrió la colosal estatua con una cortina corrediza hecha de paños de sacos blancos, de los destinados al acarreo de harina de pan, la que, mediante un cordoncillo, se descorría y así develaba lo que ocultaba a los ojos ajenos.
Como todo llega en la vida, así llegó el día anhelado de su exhibición.
Periandro invitó a la ceremonia inaugural a sus conocidos y a sus rivales en arte y, ante todos ellos, pronunció un antológico discurso, lleno de encomio, sobre su labor escultórica.
Entre otros elementos, acotó el valor patrimonial de su obra, su inspiración en los cánones artísticos de Fidias y el nombre heleno con que la bautizó: el Xenón Olímpico.
Emocionado, de un golpe, descorrió la cortinilla que se vino abajo estrepitosamente por el vigor del tirón; después, en toda su largura, se dejó ver la monumental escultura.
De entre los espectadores, algunos soltaron risotadas en tanto que otros, más circunspectos, la consideraron salida de las manos y, sobre todo, del cerebro de un lunático.
El Xenón Olímpico de Periandro superaba en cuatro codos al auténtico de Fidias; tenía una larga columna de cabillas de las que partían otras tantas, más finas, para conformar piernas y brazos; Xenón, sentado en un taburete, exhibía su mano derecha en alto, con los dedos índice y del medio, abiertos en forma de V, y los tres restantes recogidos sobre la palma; con la izquierda, empuñaba una larga lanza medieval, al estilo de las que portaban en sus torneos los caballeros de la Mesa Redonda del rey Arturo, en cuyo extremo reposaba un guantelete; tenía Xenón el rostro cubierto con un yelmo del que escapaban luengas barbas, y coronado por un penacho de metálicas plumas.
En estos estaban los asistentes al acto cuando una socarrona voz se dejó escuchar por todo lo alto:
-¡Solo le falta un caballo flaco para ser Don Quijote!-
Encendido de rabia por la burla espetada, más el energizante recuerdo de su episodio con cierto híbrido equino, Periandro persiguió al atrevido irreverente más allá del recinto escultórico, y ya casi lo alcanzaba para golpearlo cuando, una cuadrilla de operarios de la municipalidad se presentaba en el lugar, acompañada por un edil, con la orden de demoler todo lo edificado por atentar contra el ornato citadino y carecer su autor de la licencia de construcción.
Quiso Periandro en este instante que la madre tierra abriera sus fauces y se lo tragara con todos.
Sabemos que Pítaco mientras se arrullaba en los brazos de Morfeo o dormía como un lirón (¡tanta era su versatilidad en metamorfosis onírica!), la envidia embargaba sus sueños.
Ahora se empeñaba en exaltar las dotes de genial inventor de su sobrino Rodrigo, descendiente en línea zigzagueante de aquel rey visigodo, homónimo suyo, derrotado por los árabes en la batalla de Guadalete en el año 711.
Rodrigo, el inventor, o mejor Rodri, como cariñosamente le llamaba su tío, se afanaba en crear una máquina de movimiento perpetuo, infructuosamente anhelada desde muchas centurias atrás.
Rodri, convencido de que no podría, por el momento, inventarla, acuciado por los ruegos de su tío, quien le había diseñado en un plano ingenieril un artefacto capaz de generar energía eléctrica, cuya fuerza impulsora primigenia procedería de la combinación del aire más el empuje de una corriente fluvial, decidió complacer a su pariente.
Puestos a la obra y adquiridos los aditamentos básicos en un depósito de chatarra, se dieron a la tarea de ensamblarla, luego de encontrar el lugar más favorecido por la naturaleza.
El punto topográfico ideal hallado fue en un pronunciado declive, en las afueras de la villa mediterránea donde residían, en el que convergían diferentes canales de desagüe de aguas negras cuyos detritus se precipitaban a una velocidad cercana a la del sonido, óptima para su artefacto; ya estaba resuelta la fuente energética hidráulica, solo faltaba la eólica
Pero todo estaba muy bien pensado por tío y sobrino: en cada orilla de la pútrida corriente levantaron sendos molinos de vientos, más parecidos a los destinados a la trituración de granos que a los de la saca de agua, crecidos unos metros más con la adición de las correspondientes estructuras metálicas; todo ello en busca de corrientes más favorables de aire.
En lo más alto de cada uno, instalaron las aspas, remedo de aquellas que cierto enajenado mental manchego equivocó como brazos de gigantes.
La ingeniosidad de Rodri, bajo la supervisión técnica de Pítaco, contribuyó, con acelerado ritmo, al montaje de piñones, ruedas dentadas, barras, correas y tubos, amén de las propias aspas, que permitieron concentrar el empuje del viento en un canal estrecho que descendía desde lo alto de los molinos hasta la poderosa corriente hidráulica, en cuya dirección el artefacto presentaba una propela en contra del flujo licuado que se precipitaba al vacío, así, este empuje adicional se sumaba al de las aspas aéreas. Ambas fuerzas movían una dínamo capaz de generar una corriente eléctrica de 12 voltios, suficientes para encender cuatro lámparas fluorescentes que utilizarían en sus noches de estudio en tan apartado lugar.
Pronto tan trascendental invención fue conocida por todos los que moraban en esta villa.
Tío y sobrino, gozosos de producir energía eléctrica limpia, sin el uso de combustibles fósiles, convocaron a los vecinos para su puesta en marcha públicamente; entre estos se corrió la voz y bautizaron, con gran tino de gracejo popular, la obra de ingeniería como el Coloso de Rodri, débil remembranza de aquel otro que terminó sus días como chatarra.
La exhibición del ingenio eléctrico se hizo cuando la noche había cerrado completamente.
A pesar de las inclemencias del tiempo que barruntaba tempestades, una gran multitud se congregó en ambas orillas para presenciar el espectáculo.
Todo listo, tío y sobrino, al unísono, liberaron los frenos de los molinos de vientos y de la propela hidráulica; apenas libres, estos aditamentos comenzaron a rotar, según el medio en el que se encontraban, muy débilmente al principio, luego, más rápidamente y, finalmente, a una velocidad vertiginosa.
Por su parte, las lámparas, macilentas en su primer instante, luego brillaron esplendorosamente, rasgando la oscuridad de la noche.
La multitud aplaudía delirantemente; los inventores, los pechos en alto, henchidos de orgullo.
En eso, dos fenómenos indeseados, abruptamente, irrumpieron en la escena: el primero, proveniente de la indomeñada naturaleza, una tormenta local severísima, con vientos superiores a los 150 kilómetros por hora; el segundo, por desidia humana, una flotilla de camiones cisternas, colectores de heces y excretas de toda laya, vertieron, todos a una, sus contenidos en la corriente de aguas albañales, y, cual maremoto incontenible, corrieron raudas hacia el declive.
Los espectadores, puestos a buen recaudo, presenciaron la hecatombe: las aspas y sus torres se vinieron abajo y se hundieron en el alud fecal.
Rodri, cubierta su magullada cabeza por un pedazo de aspa, contemplaba a su tío Pítaco que, cual marrano en corral, se sacudía el detritus que embadurnaba su rostro y cuerpo.
El coloso de Rodri repitió el destino de aquel, levantado en honor de Helios, pero este, de efímera existencia, redundó en el deshonor de tío y sobrino.
A pesar de su soberbia incontenida y transpirada por cada uno de los poros de su epidermis, Quilón sabía atraer féminas infelices con sus uniones matrimoniales, de hecho o de derecho.
Cuando esto se proponía, simulaba una humildad visceral, camaleónica, estado que le hacía abjurar de su acostumbrada altivez y, prosternándose ante la víctima de ocasión, la hacía caer, con estos señuelos, en la trampa de Eros.
Su proverbial infidelidad, reconocida por su esposa Quelonia, le hacía mantenerse en guardia perenne ante estos arrebatos de justificados celos, desencadenantes de furias incontrolables en aquella, que el propio Quilón temía.
Ahora, la dama de turno fue la esposa de un tal Alejandro, bibliotecario de ocupación, siempre embebecido en la lectura de viejos libros, en razón de los cuales olvidaba frecuentemente sus obligaciones de varón para con su consorte, llamada Lesbia.
Alejandro y Lesbia (sus patronímicos, por pura coincidencia, rememoran un guerrero macedonio de la antigüedad y una islilla localizada en el mar Egeo, que nada tienen que ver en esta historia), luego de unos pocos años de lazo conyugal, sobrepasada las ansias eróticas en el varón, comenzó un relajamiento en las prácticas más íntimas de la joven pareja, elemento que tendió a su paulatina disolución.
Lesbia, de ardoroso temperamento, de piel canela, busto desafiante, glúteos prominentes, pelvis que con su cadencioso andar revelaba todo un tren inferior de miembros, esculpido por orfebre griego, cual el tranquilo vaivén de las olas espumeantes de un mar en calma pero con signos de repentino embravecimiento, era una empleada de la municipalidad donde laboraba Quilón en su alto escaño gubernativo.
Conocedor de sí mismo, tal era su divisa (¡Conócete a ti mismo primero!), cuando contempló a Lesbia por primera vez, quedó alelado con su despampanante anatomía.
Sabedor que la nueva empleada sería de inmediato asediada por insinuantes petimetres y chismosas del entorno, los primeros con galanteos seductores, y las segundas, revelándole su bien conocida soberbia, decidió adelantarse a tan fundadas presunciones y, así, de golpe, se le presentó y con ella, favorecido por su condición de destacada autoridad administrativa, desde el primer instante inició su acecho.
Transcurrieron de esta manera varias semanas; el lazo se estrechaba y, al fin, Lesbia, añorando las entregas varoniles abandonadas, se rindió a Quilón, ¡tantos fueron sus ruegos y promesas amatorias!
Lesbia parecía hallar en él un refugio tempestuoso frente a la calma chicha de Alejandro.
Los encuentros, cuerpo a cuerpo entre los amantes, se consumaban con frecuencia galopante, aquí, allá o acullá, lo mismo sobre mullido sofá o cama, o sobre duro piso, como en oficinas u hosterías de la villa.
Tantas citas conspiraban contra la moral y los recursos económicos de Quilón, razón por la que decidieron aprovechar las frecuentes salidas del marido burlado y utilizar la cama de la alcoba matrimonial de este, lecho que volvió a experimentar los espasmos telúricos del intruso con la ama de casa.
Satisfechos los deleites carnales de los adúlteros, el sosiego aconsejaba calma en la turbulenta relación pasional.
Como la habitación devenía en campo de batalla amoroso, sin costo alguno para el seductor, salvo el gasto natural de testosteronas y estrógenos, rápidamente reemplazados, Quilón y Lesbia descuidaron su prudencia para con los vecinos del inmueble, quienes murmuraban sobre las repetidas visitas de aquél en ausencia del dueño de casa, y escuchaban, además, las explosiones de placenteros quejidos en el apartamento, ubicado en el quinto piso del edifico multifamiliar que se levantaba frente a la fosa marina.
Alejandro, el burlado, escuchó algunos de estos rumores y, a pesar de su flema melancólica, le prevenía a Lesbia en relación con la deshonra que para él reportaría si tales chismes fueran reales; ella, por supuesto, negaba enfáticamente. Pero ni con estas, Alejandro ofrendaba como varón, a pesar de las zalamerías de Lesbia.
Calmado así por un tiempo, los rumores se hacían cada vez más ciertos y, un tanto desperezado de su abulia, Alejandro advirtió a su todavía consorte que si el adulterio se confirmaba, la sangre correría.
Ante tales amenazas, cauta pero atrevida Lesbia convino con Quilón que cuando Alejandro se ausentara del apartamento, ella, en señal inequívoca de libre acceso a la alcoba de ensoñaciones, situaría en el balcón un farol de luz blanca, utilizado por Alejandro en sus excursiones campestres, y aparecida esta, raudo podría trepar Quilón las escaleras que conducían hasta el quinto piso.
Así, siempre que fue posible, Quilón, agazapado en la oscura esquina, aguardaba por la bendita luz blanca del farol de Alejandro. Pero no tardaron mucho los vecinos, y poco después Alejandro y Quelonia, en descifrar tan enrevesado código de señales, y comprobar los furtivos encuentros de los adúlteros amantes.
Una de esas noches, cuando el farol alumbraba como nunca antes invadiendo la cómplice oscuridad y los tórtolos, entregados de lleno a sus caricias, irrumpen en la habitación Alejandro y Quelonia; él, cuchillo en mano; ella, llena de ira, sombrilla en mano.
Los amantes, abismados en el paroxismo del juego erótico, cuando arriban los indeseados, solo atinaron a escapar: ella, desnuda, con sus voluminosos glúteos al aire, se refugia en el baño; él, enfundado en la sábana pecaminosa, se lanza al vacío desde el balcón, agarrado del farol de Alejandro, en vano intento de sujeción instintiva, y su cuerpo cae, con acelerada velocidad, sobre el muelle lecho del camión colector de basura, salvando, milagrosamente, su vida.
Poco después, las autoridades policíacas, oportunamente llamadas por los vecinos, impiden que la sangre del adúltero llegue al río, herido por arma blanca o golpe contundente propinado por la iracunda esposa.
Alejandro y Quelonia fueron conducidos al precinto policiaco, en tanto que Lesbia, se consolaba con una vecina y Quilón, imploraba por un par de pantalones para cubrir sus partes pudendas.
Así se desplomó el farol de Alejandro pero el edificio multifamiliar que lo sostenía, todavía se yergue altivo, retando al mar, a la espera de algún movimiento tectónico abisal que socave su estructura.
Esta monografía, cual alígero caballo cervantino de Clavileño, sobre cuyo lomo el Caballero de la Triste Figura y su inseparable escudero Sancho Panza realizaran un fantástico viaje por ignotas regiones, nos ha permitido, virtualmente, viajar en el tiempo, asir el hilo del comportamiento social, particularmente el del isleño del mediterráneo caribeño, siempre reglado, y ponderar las volubles conductas humanas, ceñidas firmemente a las dinámicas relaciones de producción y su concomitante ordenamiento jurídico, como sombra acompañante sempiterna.
El relato breve, fantasioso, como recurso didáctico, ha sido el instrumento básico para recrear épocas pasadas y otras fabuladas, con las aventuras y desventuras de sus personajes, sazonadoras del momento histórico reseñado.
En todas las recreaciones contadas, engarzadas con su realidad histórica, se intenta insuflar una dosis de humor.
Desde tiempos inmemoriales el género humano se ha burlado de las más dramáticas situaciones que le ha tocado vivir. Baste recordar, a manera de singular ejemplo, la película La vida es bella del italiano Roberto Remigio Benigni que tanto ha hecho reír a sus espectadores, a pesar del hondo dramatismo de su argumento, desarrollado en un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Guiados con tal derrotero, acompañamos a los isleños, en franco contraste de costumbres y nos unimos a héroes, monumentos y divinidades griegas, amén de pecados capitales, contextualizándolos con nuestro entorno, intentando la risa pero a la vez, el conocimiento de aquella lejana cultura, paradigma de la llamada civilización occidental.
Retomemos, finalmente, a los inmortales héroes cervantinos y escuchemos su conversación:
-"Ahora digo – dijo a esta sazón Don Quijote – que el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho".
Amable lector, confío, si leíste estas narraciones, que ahora sepas más sobre la historia de griegos y su impacto sobre nuestra cotidianeidad insular.
Arias Sánchez, Arturo Manuel: Contextos jurídicos de expresiones literarias, Editorial Universitaria, La Habana, 2014. Edición digital.
Arias Sánchez, Arturo Manuel: Quijote y derecho: ley en ristre, Editorial Universitaria, La Habana, 2014. Edición digital.
Diccionario de Biografías: Editorial Océano, Barcelona, España, 2008 (1072 p).
Enciclopedia Ilustrada "Cumbre": Editorial Cumbre, México, 1980 (14 tomos).
Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado: Selecciones del Reader"s Digest: México, 1979 (12 tomos).
Autor:
Arturo Manuel Arias Sánchez
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