Indice1. Introducción 2. Historia De La Inquisición 3. La Inquisición española 4. La Inquisición hispanoamericana
1. Introducción
Indiscutiblemente el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición ha sido una de las instituciones más debatidas y peor comprendidas de todos los tiempos. Intereses de carácter político, cuando no religioso, han dado lugar a una serie de prejuicios que impiden obtener una imagen clara y objetiva sobre esta institución. Numerosos estudiosos contemporáneos, desde diferentes ópticas, utilizando la abundante documentación que se conserva en diferentes archivos del mundo, han reducido los márgenes de la discusión, desvirtuando por completo la leyenda negra creada en torno al Santo Oficio por los enemigos de España y de la Iglesia Católica. Para analizar esta institución debemos hacerlo teniendo siempre en cuenta que fue fruto de una época en que la intolerancia –política, religiosa, etc.- era el común denominador no sólo en España y sus colonias sino también en los países protestantes, musulmanes, etc. En dicho contexto la Inquisición fue una de las formas en que la intolerancia se institucionaliza.
En nuestra ciudad capital, la Ciudad de los Reyes, estuvo la sede de uno de los tribunales inquisitoriales; sin embargo, poco es lo que comúnmente se conoce sobre sus motivaciones, procedimientos, objetivos y limitaciones. Debemos advertir al lector que se inicia en el tema que debe diferenciar dos instituciones que, más allá de sus similitudes, resultan distintas: la Inquisición medieval y la Inquisición española. Ambas se debieron a causas diferentes, poseyendo atribuciones y procedimientos distintos. Una de las principales diferencias es el carácter mixto -estatal y eclesiástico- de la segunda, que implicaba su dependencia de la corona. El Tribunal de Lima, por su parte, no constituyó sino un distrito de esta última, rigiéndose por su respectiva normatividad. Por ello, su existencia fue paralela al dominio hispano.
Inquisición medieval La Inquisición surgió lentamente como un instrumento destinado a la defensa de la fe y de la sociedad amenazada por la acción de los herejes. Herejía es por definición el error en materia de fe sostenido con pertinacia. La Iglesia vio en los herejes un grave peligro para su propia existencia y, sobre todo, para la salvación de las almas de los creyentes, los que podrían ser confundidos con sus enseñanzas. Además, los herejes atentaban contra la Iglesia, el Estado, el orden público y las autoridades constituidas. En consecuencia, los reales alcances del delito de herejía se explican no sólo por factores estrictamente teológicos sino también por factores políticos, sociales, jurídicos y económicos; sin esa consideración no tendríamos una visión clara de su significación.
Desde los comienzos del cristianismo se presentaron los primeros grupos heréticos. Algunos pretendían que la ley judaica era necesaria para la salvación de las almas; otros no atribuían a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad sino un carácter divino inferior al de Dios Padre (subordinacianos) o una divinidad por adopción (adopcionistas); hubo, asimismo, quienes no distinguían a las Personas de la Santísima Trinidad, no viendo en ellas sino modos diferentes de la misma divinidad (modalistas). Los gnósticos, por su parte, constituyeron otra forma de herejía: afirmaban poseer conocimientos profundos inaccesibles a la gente común. A su turno, los partidarios de Montano pretendían la inminencia de la venida de Cristo y se preparaban para ella; los milenaristas sostenían que entre el fin del mundo y el juicio final, nuestro Señor Jesucristo volvería a la Tierra a pasar mil años con los escogidos.
Durante la cuarta y quinta centuria nuevas herejías turbaron la tranquilidad de la Iglesia y de la sociedad cristiana. Dos de ellas centraron sus ataques en la Santísima Trinidad (el arrianismo y el macedonismo); mientras otras lo hicieron en la encarnación de Cristo (los pelagianistas y los semi-pelagianistas). A finales del siglo XII surgieron en Europa dos nuevos grupos de herejes particularmente violentos: cátaros y valdenses. Los cátaros rechazaban los ritos católicos y los sacramentos, dedicando sus mayores esfuerzos a una prédica y práctica totalmente anticatólica, la que incluyó numerosos hechos de sangre; entre ellos, el asesinato del nuncio papal. En cuanto a los valdenses, el iniciador de su movimiento fue Pedro Valdo, acaudalado comerciante de Lyon quien, después de hacerse traducir los evangelios, buscó vivir conforme a sus enseñanzas: vendió sus bienes, dejó a su familia y se dedicó a predicar (1170). Sus discípulos también eran conocidos como los pobres de Lyon. Sostenían los valdenses el derecho de las mujeres y los laicos a predicar; negaban el valor de la misa, las ofrendas y las plegarias por los muertos; algunos, inclusive, discutían la existencia del purgatorio y predicaban la ineficacia de ir a rezar a los templos. Al parecer, por sus ataques a las propiedades de la Iglesia, atrajeron la opinión favorable de mucha gente, logrando expandirse por toda Europa.
La represión inicial de los herejes estuvo a cargo del poder civil, el cual se veía amenazado por la inestabilidad generada por las revueltas. Por dicha razón las autoridades laicas, antes de la existencia de la Inquisición, en aplicación de las normas del Derecho Romano, disponían la pena de hoguera, en razón de que la herejía era conceptuada como un delito contra Dios y contra el Estado y debía ser castigada con igual rigurosidad que los demás delitos de lesa majestad.
Ante la rápida expansión lograda por los albigenses y, en menor grado, por los valdenses, se precisaba uniformar la legislación de los diferentes reinos cristianos, por lo cual diversas autoridades solicitaron el apoyo de los pontífices. Lucio III dispuso, en el Concilio de Verona (1184), que los obispos realizasen inquisición en los sitios en los que se sospechase la presencia de herejes. Así se dio nombre al Tribunal de la Fe. Pero esto no fue suficiente. Inocencio III hizo esfuerzos notables, con el apoyo de los monarcas y nobles católicos, para llamar a los herejes paternalmente al arrepentimiento; fracasados estos intentos se convocó a una cruzada en su contra (1209-1229). La victoria militar de las huestes católicas se consolidó con la actuación inquisitorial. En la mayor parte de Europa occidental surgieron tribunales inquisitoriales dependientes de los obispos respectivos. La incansable actividad desempeñada por la Orden de Frailes Predicadores (los dominicos) contra los herejes así como la mejor preparación de sus miembros y su organización internacional -que escapaba a las limitaciones territoriales de las diócesis- hizo que se les delegara la mayor parte de las labores inquisitoriales.
Originalmente, la Inquisición no era un tribunal permanente; constituía más bien una atribución de los obispos en el ámbito de sus diócesis; sin embargo, lo recargado de su labor impedía que se dedicaran a tales tareas. Por ello, los papas designaron inquisidores pontificios quienes ejercían sus funciones ante indicios de la existencia de grupos de herejes para una determinada zona. Antes de actuar, publicaban un edicto de gracia -especie de indulto general- que otorgaba el perdón a todos los que voluntariamente se presentasen a confesar sus culpas y se arrepintieran de su conducta herética. Vencido el plazo, comenzaban a realizar los respectivos procesos. A los inquisidores sólo les correspondía la aplicación de sanciones espirituales, tales como el rezo de oraciones, la realización de ayunos, ordenar la colocación de sambenitos y, la peor de todas, la excomunión de los pertinaces. Estos últimos eran entregados a las autoridades civiles para que les aplicasen las sanciones dispuestas por los respectivos monarcas: la confiscación de sus bienes y la quema en hoguera. Cabe precisarse que fueron pocas las personas condenadas a esta última sanción.
Recordemos que, por entonces, el fundamento de la sociedad y del Estado era la religión, la cual constituía la base del ordenamiento político y jurídico. En una sociedad que se preciaba de cristiana, donde la Revelación tenía carácter divino, esta venía a ser la ley social fundamental cuya violación entrañaba un grave delito. En un Estado católico, el príncipe estaba obligado a proteger la única religión verdadera. De dicha obligación dimanaba el derecho de dar leyes penales contra los perturbadores del orden y la unidad religiosos y, por eso mismo, del orden público. Como consecuencia de este entrecruzamiento de motivaciones religiosas y políticas las pugnas entre católicos y herejes se daban en ambos terrenos -contra la Iglesia y las autoridades establecidas- constituyendo, de hecho, no solamente actos subversivos sino verdaderas guerras civiles. Cabe destacar que en la época que nos ocupa, era normal que los laicos fueran más rígidos que los propios clérigos en el castigo de los herejes ya que estos eran repudiados por la gente común y corriente. A su turno, el Papa se mostraba mucho más indulgente que el clero local, que solía ser impulsado por los fieles a un mayor rigor.
La organización de la Inquisición medieval no fue la obra de un solo papa sino la resultante de un largo proceso, iniciado durante la gestión de Lucio III, continuado en el pontificado de Inocencio III y culminado por Gregorio IX quien, a través de tres diferentes bulas -entre los años 1231 y 1233- le dio su estructuración definitiva. La Inquisición fue, al igual que la mayor parte de las instituciones de la Edad Media, el producto de una práctica inicialmente restringida y, luego, gradualmente extendida y perfeccionada.
La actual España, a inicios del siglo VIII, estaba constituida por los pueblos visigodos, mayoritariamente católicos y, asimismo, por diversos grupos religiosos, entre los cuales cabe destacar la presencia de la mayor comunidad judía del mundo. Dichos pueblos coexistían en medio de una reconocida libertad religiosa, sin más limitaciones que algunos incidentes esporádicos. Como es sabido, el año 711 se produjo la invasión musulmana a la Península Ibérica. Dicha invasión tuvo, a un mismo tiempo, carácter religioso, político, social y económico. La conquista, el dogmatismo, la intolerancia, el fanatismo y los abusos de los musulmanes hicieron surgir los odios y la intolerancia religiosos. Los católicos, por su parte, no renunciaron a su fe, se refugiaron en el norte de la Península Ibérica, en el llamado Reino de Asturias y desde allí se enfrentaron a los invasores musulmanes en una larga y cruenta guerra que, con intervalos de paz, duró desde el año 711 hasta 1492 en que, con la toma de la ciudad de Granada, cayó el último baluarte moro en España. Fácil es comprender que la intolerancia religiosa fue el común denominador de la época, que cada persona veía en las otras de diferente creencia a un enemigo de Dios y del Rey, con las que estaba en una lucha constante por la sobrevivencia y el dominio absoluto de los territorios.
Causas Explicada brevemente la compleja trama que se teje en este período, superando los simplismos unilaterales, podemos agregar entre las principales causas las siguientes:
La "amenaza judía" Indiscutiblemente la causa más importante que directamente motivó la creación del Tribunal hispano fue la denominada "amenaza judía". Las graves crisis económicas que sacudieron Europa durante los siglos XIV y XV, a las cuales contribuyeron las pestes y epidemias que originaron una caída demográfica sin precedentes, condujeron al empobrecimiento masivo de la población y a restricciones económicas de la corona. En medio de la crisis, los únicos que consolidaban sus posiciones económicas eran los prestamistas y los arrendatarios de los tributos reales, oficios virtualmente monopolizados por los judíos. Estos practicamente se habían convertido en dueños de las finanzas hispanas. Una de las razones de tal situación era el hecho de que los préstamos con intereses se consideraban moralmente cuestionables por estar incursos en el pecado de usura, mientras que los judíos los consideraban perfectamente lícitos. Además, se les cuestionaba por la administración que realizaban del cobro de los tributos reales -oficio de por sí poco comprendido en todas las épocas- responsabilizándoseles por su falta de transparencia en el manejo de las cargas impuestas por los soberanos. Por si fuera poco, los judíos eran vistos como un Estado dentro del Estado pues, antes que buenos y leales súbditos de la corona eran, por sobre todo, judíos: una nación sin territorio y, por ende, en busca de uno propio.
Estas razones y las diferencias religiosas alimentaron el antisemitismo, el cual surge así como una expresión de la animadversión a una burguesía que se enriquecía en medio de la pobreza generalizada; el resentimiento con los cobradores deshonestos de impuestos y el odio a los usureros. En ese contexto, se produjeron diversos sucesos y protestas antijudías que echaban la culpa de todos los males de la época a la benevolencia de las autoridades para con el "pueblo deicida" por lo cual supuestamente Dios castigaba a la población.
Por su parte, los judíos también protagonizaron algunos sucesos sangrientos contra los católicos, lo cual contribuyó a exacerbar los ánimos. Adicionalmente, a fin de ascender en la pirámide social y lograr posiciones reservadas a los católicos o por evitar los prejuicios y las restricciones en su contra, muchos judíos se convirtieron falsamente al cristianismo recibiendo el bautismo y participando externamente de su culto mientras, en privado y casi públicamente, seguían con sus anteriores prácticas religiosas. Esta conducta dual hizo que se ganaran las iras de los verdaderos cristianos que veían a los judeoconversos alcanzar las más altas dignidades y cargos de la sociedad, el Estado y la propia Iglesia -constituyéndose en una especie de infiltrados- con la finalidad de conquistar el poder e imponer en beneficio propio su religión y su organización política, social y económica.
Al ser establecida la Inquisición, durante los primeros años de su existencia se encargó principalmente de controlar a los judeoconversos ya que, para que alguien fuese procesado tenía que haberse hecho, libre y voluntariamente, católico. Sin embargo, la situación de los conversos se complicó pues se veían presionados por sus familiares y allegados judíos para que retornasen a su antigua religión y, al hacerlo, incurrían en apostasía y, por ende, se sujetaban al control de la Inquisición. Después de haber fracasado todos los intentos de los monarcas por asimilar a los judíos pacíficamente, terminaron por decretar la expulsión de todos aquellos que no se convirtiesen al cristianismo. Por entonces -desde mucho tiempo antes- el antisemitismo era un sentimiento común en la mayor parte de Europa. Así, antes que de España, los judíos habían sido expulsados de Inglaterra, Francia y otros reinos; además, habían sido víctimas de crueles matanzas y persecuciones en Alemania.
La afirmación del poder real y el surgimiento de España En la Edad Media, se explicaba el origen y el sustento del poder político como una consecuencia directa de la voluntad divina. La religión era el sustento de la sociedad y del Estado, la moral era la base del ordenamiento jurídico. Las luchas religiosas solían darse alimentadas por pugnas políticas. Así, las autoridades católicas veían en cada musulmán o judío, no sólo un hombre de otra religión sino también un conspirador potencial contra su poder, contra el régimen y sus fundamentos, contra la paz social y la tranquilidad pública; por ende, un enemigo político. Además, este supuesto doctrinal se veía confirmado por hechos históricos: la invasión y los continuos ataques de los musulmanes; las alianzas entre estos y los judíos contra los Reyes Católicos; el apoyo de los moriscos a los ataques musulmanes contra las costas de Andalucía; las conspiraciones de los moros para propiciar una invasión turca a la Península Ibérica, etc.
Por otro lado, durante la reconquista en la Península Ibérica se formaron dos grandes reinos católicos: Castilla y Aragón. Isabel de Castilla se casó con Fernando, príncipe heredero de la corona de Aragón; cinco años después, Isabel se convirtió en Reina de Castilla y, en otro lapso igual, Fernando fue coronado como Rey de Aragón. El matrimonio de ambos no originó la unificación de España porque ambos reinos seguían siendo independientes el uno del otro. Isabel y Fernando concibieron el proyecto de centralizar en ellos el poder político, anteriormente disperso en la nobleza, llevando, a la postre, a la a unión de sus coronas en un solo Estado. Para ello, entre sus primeras medidas, procedieron a crear cinco consejos reales, uno de los cuales fue el Consejo de la Suprema y General Inquisición. Esta es la primera institución que con un solo jefe común -el Inquisidor General- para ambos reinos, tuvo bajo su poder toda España y sus colonias. Así, los reyes emplearon la unificación espiritual con una finalidad claramente política: la unidad española. De esta manera nació España, forjada en la milenaria lucha contra los infieles, consolidada en las pugnas contra los judaizantes, alimentada en las guerras con los protestantes, confirmada en la vasta tarea de evangelizar todo un nuevo mundo; baluarte de la Fe Católica; siempre defensora de la cristiandad y de la fidelidad a la Iglesia, siempre devota.
Creación La Inquisición española fue creada, previa autorización del Papa Sixto IV, por los Reyes Católicos en 1478. Dos años después inició sus acciones en la ciudad de Sevilla para expandirse posteriormente por el resto de España y sus colonias. Por aquel entonces, la monarquía española, para centralizar y organizar su poder, tenía constituidos cinco consejos reales: Castilla, Aragón, Hacienda, Estado y el de la Suprema y General Inquisición. La corona empleó a este último como un organismo de control social, dirigiendo sus esfuerzos tanto a la defensa de la fe y la moral pública y privada, así como a la de la fidelidad a los monarcas y la paz social
Procedimientos Cuando una persona era denunciada ante el Santo Oficio por algún delito que estuviera comprendido en sus competencias este iniciaba la respectiva investigación. El Tribunal tenía competencia sobre los siguientes tipos de delitos: 1. Contra la fe y la religión: herejía, apostasía, blasfemia, etc. 2. Contra la moral y las buenas costumbres: bigamia, supersticiones (brujería, adivinación, etc.). 3. Contra la dignidad del sacerdocio y de los votos sagrados: decir misa sin estar ordenado; hacerse pasar como religioso o sacerdote sin serlo; solicitar favores sexuales a las devotas durante el acto de confesión, etc. 4. Contra el Santo Oficio: en este rubro se consideraba toda actividad que en alguna forma impidiese o dificultase las labores del tribunal así como aquellas que atentasen contra sus integrantes. 5. El Tribunal actuaba asimismo como censor. Mientras que las autoridades civiles ejercían la censura previa a la publicación de cualquier escrito, la Inquisición ejercía la censura posterior. La realizaba a través de dos modalidades: la purgación o la prohibición.
Se pedía al denunciante que aportase pruebas u otros testimonios que avalasen sus declaraciones. De existir al menos tres realizados por personas honorables y que no tuviesen ninguna animadversión contra el denunciado, se daba inicio al proceso, para lo cual detenían a este. Las denuncias eran cuidadosamente revisadas por los inquisidores, quienes disponían investigaciones complementarias. Generalmente consultaban el caso con los calificadores -especie de asesores con los que contaba el Tribunal- quienes hacían el papel de instancia previa al inicio del proceso inquisitorial y su fallo podía dar lugar a archivar el expediente. En este caso, quedaban la denuncia y lo actuado en una especie de suspensión indefinida, que podría ser resuelta en el futuro, ante una nueva denuncia o reiteración de las anteriores así como en el caso de la presentación de pruebas o testimonios adicionales.
Los calificadores eran designados entre expertos en materia teológica y jurídica; generalmente, eran autoridades eclesiásticas del más alto nivel o catedráticos especialistas en el tema. La opinión de ellos era tomada como de gran valor pero, al decidir, primaba el criterio de los inquisidores. Después de reunidas las pruebas, el encausado era apresado y conducido a las cárceles secretas de la Inquisición, en las cuales se le solicitaba en forma reiterada que se arrepintiese y confesase el motivo de su detención. Asimismo, se le incomunicaba completamente, no permitiéndosele ningún tipo de visitas, ni siquiera la de sus familiares más cercanos. A los detenidos se les proveía de una ración alimenticia adecuada -superior a la de las prisiones comunes de la época- en la que se incluía carne, leche, frutas y vinos. Si el procesado tenía recursos económicos se le deducía el valor de sus alimentos de sus bienes, los cuales eran secuestrados; en caso contrario, su costo era asumido por el Tribunal.
Se exigía al reo guardar total reserva de los hechos sucedidos durante su permanencia en las instalaciones inquisitoriales. Su habitual aislamiento sólo era interrumpido por los funcionarios del Tribunal quienes, cada cierto tiempo, lo visitaban para persuadirlo a confesar sus culpas. El motivo de la insistencia en la confesión voluntaria se originaba en que el Tribunal no buscaba la sanción del hereje sino su salvación. Para ello, era fundamental el arrepentimiento del procesado, lo que se manifestaría en su predisposición a confesar los hechos que habían dado origen al proceso. En los casos en que los reos se autoinculpaban las sanciones solían ser benignas; en la mayoría de dichos casos las acciones culminarían en el pago de alguna multa o en escuchar, vestido de penitente, misa en la Iglesia mayor; en realizar peregrinaciones, rezar algunas oraciones, etc. Si existían pruebas -entre ellas tres testigos por lo menos- pero el reo no reconocía las faltas que se le atribuían o si había cometido perjurio en sus declaraciones, después de haber utilizado sin resultado todos los mecanismos posibles para obtener su confesión, previas advertencias del caso, se le podía aplicar tormento, en conformidad con los procedimientos de los tribunales civiles de la época.
El Tribunal tenía entre sus atribuciones la capacidad de confiscar las propiedades de los acusados. El secuestro de bienes era dispuesto por los inquisidores al iniciarse el proceso, quienes, en los casos más graves -siempre y cuando se demostrase la culpabilidad del reo-, podían ordenar su confiscación. El dinero captado no ingresaba en el patrimonio de la Iglesia sino de la monarquía y se destinaba a financiar las acciones del propio Tribunal. Durante los primeros años de su funcionamiento la Inquisición española tuvo una ingente cantidad de recursos pero, al menos desde el siglo XVIII, no eran suficientes para cubrir sus propios gastos. Esto la llevó a recurrir constantemente al apoyo de la corona.
fdEl proceso se realizaba en el mayor secreto posible y tanto los procesados como sus acusadores y los propios funcionarios y servidores del Santo Oficio se veían obligados a no revelar nada de lo sucedido. En caso de que violasen esta prohibición se les trataba con una severidad similar a la usada con los herejes. Este secreto absoluto de los procedimientos inquisitoriales fue uno de los orígenes de la muy extendida leyenda negra sobre el Santo Oficio ya que la población solía inventar las historias más inverosímiles sobre el mismo, las que eran transmitidas de generación en generación. Estos cuentos eran enriquecidos por los añadidos que hacía cada nuevo narrador, cuando las refería a sus amistades de mayor confianza o a sus familiares cercanos. La gente buscaba, a través de sus conjeturas, entender el funcionamiento y fines de tan misterioso Tribunal, ante el cual habían visto comparecer a algunos de sus allegados y a otras personalidades de la época.
Los juicios no tenían una duración predeterminada y consistían en una serie de audiencias a las cuales se sometía al procesado con la intención de llegar a determinar sus responsabilidades. Los acusados eran llevados a la llamada sala de audiencias, en las cuales encontrarían a los inquisidores y al fiscal. Este sólo acusaba al sospechoso en términos genéricos, sin precisar en ningún momento hechos o circunstancias que le hicieran conocer la identidad de sus acusadores. Se hacía así para evitar posteriores represalias contra los testigos. Si los inquisidores consideraban necesaria la utilización de instrumentos de tortura para el esclarecimiento de los hechos, fracasadas las reconvenciones al reo para que confesase, dispondrían, mediante la respectiva sentencia, su sometimiento a la cuestión de tormento. Entre los instrumentos de tortura utilizados por la Inquisisición los principales fueron:
La garrucha: consistía en sujetar al reo con los brazos en la espalda, mediante una soga movida por una garrucha y subirlo lentamente. Cuando se encontraba a determinada altura se le soltaba de manera brusca, deteniéndolo abruptamente antes de que tocase el piso. El dolor producido en ese momento era mucho mayor que el originado por la subida.
El potro: colocaban al preso sobre una mesa, amarrándole sus extremidades con sogas unidas a una rueda. Esta, al ser girada poco a poco, las iba estirando en sentido contrario, causando un terrible dolor. En la época era el instrumento de tortura más empleado en el mundo.
El castigo del agua: estando el procesado totalmente inmovilizado sobre una mesa de madera le colocaban una toca o un trapo en la boca deslizándolos, en cada caso, hasta la garganta. Luego el verdugo procedía a echar agua lentamente, produciendo al preso la sensación de ahogo.
La persona que utilizaba estos instrumentos de tortura era el verdugo, trabajador rentado del Tribunal. En numerosas ocasiones se usaba al mismo verdugo de los tribunales civiles. Sólo podían ingresar a la cámara de tormentos, además del verdugo, los inquisidores, los alguaciles, el notario, el médico y el procesado. Al contrario de lo que generalmente se cree, la Inquisición no inventó la tortura como parte del procedimiento jurídico ni tampoco era el único tribunal que la utilizaba. Su uso era genérico a todos los tribunales de la época. Al respecto, podemos sostener que era más benigna en su empleo que los tribunales civiles porque, a diferencia de aquellos, sólo en casos excepcionales la autorizaba, el tiempo de duración máxima del tormento era una hora y cuarto, estaba prohibido producir derramamiento de sangre o el mutilamiento de algún miembro y el médico junto con los propios inquisidores -para evitar los abusos de los verdugos- supervisaban su aplicación.
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