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Introducción al proceso civil. Tomo I


    PRESENTACIÓN

    "Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol".

    (GEORG CHRISTOPH LICHTENBERG)

    Lo que sigue más que una presentación es una confesión. Escribo porque no sé pintar, componer, actuar, ni siquiera cantar. Y si lo hago es porque la necesidad de comunicarme es superior a los medios con que cuento para tal fin.

    Cada lector, no tengo duda, es dueño absoluto de lo que aquí pueda encontrar. Si mis objetivos fueran distintos a los de cada uno, tal situación solo hará más fecunda la aventura intelectual propuesta. Si bien esta obra trata sobre los aspectos generales de una ciencia jurídica -La teoría del proceso-, me parece imprescindible compartir sus motivaciones: un abogado latinoamericano que tiene la fortuna de escribir asume un compromiso trascendente con su comunidad, de tal manera que el contenido jurídico de su mensaje solo debe ser el vehículo para ayudar al descubrimiento de nuestra identidad colectiva. Sería absurdo y soberbio considerar que compartir algunos datos sobre derecho procesal va a cambiar la realidad. Es tan necio como negar que tal información puede coadyuvar a tal empeño. Después de todo, no existe disciplina jurídica más ligada a los acontecimientos cotidianos de una sociedad -y, por eso a su historia– que el proceso judicial, un permanente fenómeno de masas.

    El derecho tiene una manera singular de manifestarse en esta parte del mundo llamada Latinoamérica. Lo que represente para los pobladores de estas tierras no tiene por qué ser lo mismo -de hecho no lo es- para los de otras. Nuestro ingreso tardío al escenario histórico de los hechos de resonancia mundial ha determinado que nos sea impuesto un derecho usado en oposición a la posibilidad de germinar y concretar un derecho nuevo y nuestro.

    Este derecho impuesto por la fuerza nos ha exigido una renuncia obligada a nuestras prácticas y hábitos cotidianos. Sin pedirlo y mucho menos merecerlo, nos venimos sometiendo por siglos a mandatos jurídicos cuya razón suficiente nunca nos fue comunicada, pero que debemos obedecer. En el Estado Inca, por ejemplo, no existió el derecho de propiedad en los términos -exclusivos e individualistas elaborados por el derecho privado occidental. Pero la conquista obligó a nuestros antepasados a aceptar una forma de transmisión hereditaria de la propiedad que no solo atentó contra su concepción de la familia, sino contra su célula social básica, el Ayllu.

    Este derecho se transmite a través de un método escolástico y dogmático que nos condena a ser receptores pasivos de una imposición cultural. Nos obliga a pensar que somos otros. Ha generado una cultura jurídica aislada de su realidad. En las universidades se transmite información jurídica impregnada de un sofisticado contenido teórico que divorcia cada día el hecho del derecho. Otras veces el aprendizaje solo consiste en la transferencia mecánica de datos legales, lo cual reduce las ciencias jurídicas a apenas un mezquino esfuerzo memorístico. Los abogados, por nuestro lado, hemos desarrollado un metalenguaje que se levanta como un muro de incomprensión entre el derecho y el ciudadano, quien suele espectar aterrado cómo su problema no solo no se soluciona al judicializarse, sino que es traducido a un idioma esotérico que lo margina y, por si fuera poco, lo convierte en mercancía.

    Nos comportamos como acólitos de una ciencia que la consideramos "pura", totalmente liberada de influencias materiales. Nos place difundir un saber "neutro" respecto de los problemas sociales, aunque intuyamos que tal imparcialidad sea un fiasco: solo sirve para disfrazar una defensa cerrada del sistema.

    Un derecho que es ininteligible para las mayorías es perverso, inútil, frustrante y, sobre todo, antisocial. Esta situación se agudiza en regiones como la nuestra donde describir un hecho es lo mismo que denunciado.

    El derecho importado disfraza su parálisis insinuando una evolución a través de la ley. El mito de la norma escrita viene dejando una profunda huella en el quehacer jurídico nacional. Así, se presume que la realidad es modificada por la nueva norma desde el momento en que esta decreta que los hechos no son lo que son sino lo que ella dice que deben ser.

    Debido al influjo ideológico de su certificado de origen, el Derecho en Latinoamérica se ha reducido a una permanente gestación legislativa hecha desde el poder, por el poder y para el poder. Para expresarlo en términos propios de una sociedad de consumo, el productor jurídico elabora normas desde su perspectiva y para el ejercicio pleno del control político. Así, si le falta dinero, crea tributos o aumenta la tasa de los ya creados. Si le interesa ganar un proceso, modifica normas procesales y por medio de una curiosa "interpretación auténtica ", las aplica al proceso ya iniciado. En nuestros sistemas políticos el productor jurídico es onanista, se autosatisface.

    A escasos años de iniciarse el tercer milenio, ¿debemos renunciar a seguir recibiendo y difundiendo un derecho frío, calculador y ajeno, que en la práctica solo ha consistido en un instrumento para negarnos culturalmente? ¿Podemos proveernos de un derecho que sirva para ser nosotros? La respuesta es afirmativa, tal como enseña la historia.

    En los últimos tres siglos, los nacientes Estados europeos utilizaron el derecho para afirmar su independencia y autonomía. Las pugnas entre los juristas por la paternidad de una institución o de una escuela eran luchas encarnizadas por afianzar la conciencia nacional a través del derecho, que aportó, entonces, una cuota importante para la autoafirmación de los Estados europeos. Si bien el fin del presente siglo los encuentra en la ruta inversa -gestando un derecho común- se trata de una tendencia originada en las necesidades del capitalismo monopolístico1 , que le impone a la Europa occidental la necesidad de contar con un solo derecho a fin de ser más eficaz.

    Entonces, la historia nos enseña que el derecho, como la verdad, nos puede hacer libres. Para ello solo tenemos que convertirlo en una expresión auténtica de nuestros valores, intereses y objetivos.

    Por otro lado, debemos exigir al productor jurídico -a quien a veces se nos concede el derecho de elegir- que realice su actividad teniendo como referencia inmediata las necesidades, urgencias y preocupaciones del consumidor jurídico. Solo desplazando el centro de gravedad e importancia de la actividad jurídica hacia el usuario -nos referimos al sujeto a quien se dirige el mandato- se puede empezar a generar un tipo de derecho nuestro.

    En materia jurídica conservar es bueno, hasta que descubrimos que aquello que mantenemos ha dejado de tener utilidad y correspondencia con las exigencias sociales de la época. En ese momento la conservación se convierte en reacción y a la función del jurista se incorpora el deber científico y moral de aportar su creatividad para producir el cambio. Aunque la propuesta sea poca, bastará que crea en otro sistema jurídico más real y más humano para que su aporte sea valioso. Cambiar no es fácil, sí lo es conservar2 .

    Lo expresado es aplicable a los estudios procesales. Hemos recibido en herencia los errores históricos de otros, con la misma fatalidad con que el buey admite su destino. En materia procesal civil por ejemplo: son pocas las diferencias que existen entre el procedimiento extraordinario (cognitio extraordinem) del derecho romano (siglo III d. C.) con el juicio ordinario vigente en nuestro país hasta mediados de 1993. El estudio de los procedimientos sumarios, en auge durante el apogeo del comercio en las ciudades- estado italianas (Génova, Verona, Padua, Venecia), fue despreciado por aquellos de quienes fuimos herederos y, por eso, también lo despreciamos. Privilegiar los estudios y el diseño de los ordenamientos procesales a partir del procedimiento más extenso en desmedro de los breves y expeditivos ha sido un severo error histórico que todavía hoy pagamos con creces.

    Veamos el caso peruano. Luego de tres años de vigencia, la aplicación del Código peruano enfrenta dos retos. Por un lado, sobrevivir al absoluto abandono a que ha sido sometido por el Estado, fundamentalmente en materia de número de jueces, de su remuneración y de la infraestructura idónea para cumplir con los actos procesales que propone. Por otro, seguimos empeñados en concretar análisis procedimentales del Código, como en los viejos tiempos. Así, nos dedicamos a descubrir defectos en la norma, sin conocer previamente la institución procesal a la que esta pertenece. Es decir, investigamos los signos de puntuación sin interesarnos por el contenido de la novela.

    Dentro de un esquema procedimental, la norma positiva suele ser el comienzo y el fin de los estudios tradicionales. El procedimentalista, fiel a la Escuela de la Exégesis -de la que es discípulo a veces sin saberlo-, practica "anatomía" con la norma, persigue con delirio su "interpretación adecuada" y la "encuentra" a su enésima lectura. El procedimentalista es escolástico en el método, dogmático en sus creencias y, finalmente, formalístico en el análisis.

    El procesalista, en cambio, es investigador de los orígenes, fundamentos y alternativas de uso de las instituciones procesales. Solo llega al estudio de la norma una vez que identifica la concepción jurídica que la sustenta. Para el procesalista, la norma es solo una opción legislativa; para el procedimentalista, su razón de ser.

    Las instituciones procesales son instrumentos al servicio de una justicia certera y expeditiva. El reto de escoger la institución pertinente y adecuarla a la idiosincrasia de nuestro consumidor jurídico es difícil, pero bien vale intentarlo. Desde esta perspectiva, el Código peruano no es el fin de los estudios procesales, sino apenas su punto de partida. La investigación sobre la pertinencia en la elección de las instituciones es el camino, en nuestra opinión, por donde debe discurrir la labor del jurista nacional.

    En testimonio de lo expresado, este libro no analiza las normas del Código -aunque las cita como ejemplos permanentemente-, sino las instituciones procesales consideradas básicas para enfrentar el reto de transformar nuestro servicio de justicia. Es probable que muchas de las teorías aquí descritas sean consideradas superadas en otras latitudes. Sin embargo, más allá de la certeza de tal afirmación, lo importante es que elaboremos nuestro propio camino, tengamos nuestros aciertos particulares y nuestros desengaños exclusivos.

    Atendiendo a la incesante producción bibliográfica que se viene dando en sede nacional sobre temas procesales, en unos años estaremos en condiciones de proponer variantes teóricas sobre cualquier institución procesal, las que serán reflejo de nuestras necesidades y carencias particulares.

    La construcción de una disciplina jurídica socialmente útil empieza por compartir colectivamente sus conceptos básicos. La circunstancia histórica de estar o sentirnos atrasados en la información que compartimos no nos debe confundir ni arredrar. No siempre estar adelante significa ser el mejor; si así fuera, la manera natural de movilizarse del hombre sería corriendo. Los trabajos sobre derecho procesal, por lo menos en sede nacional y por un tiempo más, deben continuar siendo fundacionales. Una vez afirmada y masificada la información básica, estaremos en condiciones de desarrollar todo nuestro esfuerzo creativo en la materia.

    Si el proceso civil es el medio para solucionar conflictos de intereses, entonces es un instrumento de paz social. Para que cumpla su trascendente función es imprescindible concederle todo nuestro esfuerzo y sacrificio. La paz social no se encuentra ni se descubre, sino es consecuencia de una laboriosa construcción colectiva. Esta obra pretende ser un aporte -y a la vez un homenaje- a la esforzada y meritoria labor que están desarrollando los jueces y abogados del país con tal objetivo. La difusión y utilidad social de los estudios procesales, constituye la cuota que todo procesalista debe aportar para la obtención de la paz social. Creer que esta se puede lograr sin lucha y sacrificio es como pensar que puede haber amor sin dolor.

    JUAN MONROY CALVEZ

    Lima, agosto de 1996

    PRÓLOGO

    Afirma el escritor argentino-galo HÉCTOR BIANCIOTTI que "hay que darle tiempo a las abejas de la imaginación", expresando así, con elegancia, su convencimiento acerca de que es necesaria una cierta dosis de maduración interna para abordar tareas en las cuales el espíritu humano se compromete grandemente. Entre dichas tareas, se cuenta la redacción de un libro técnico, donde se vuelca toda la experiencia y los conocimientos adquiridos por su autor.

    Indudablemente, MONROY GÁLVEZ le ha dado tiempo "a las abejas de su imaginación" para recién después confeccionar esta obra, que no es la primera ni seguramente la última y decimos ello porque el resultado de la empresa es óptimo. En efecto: estamos ante una entrega editorial que constituye una suerte de "precipitado" de largas y profundas lecturas que han fructificado, también, en planteos originales. Pruebas al canto: por lo común un libro de las características del aquí presentado, no incluye el tratamiento por separado de los hechos, actos y negocios procesales. Nuestro autor, en cambio, se ha preocupado por regalarnos una ilustrada y personal visión del tema, precedida por una muy interesante -e indispensable para la mejor comprensión del asunto exposición del tema desde la perspectiva de la Teoría general del derecho. ¿Y qué decir del capítulo X dedicado al análisis del derecho de acción a través de recordatorio de las doctrinas de los grandes maestros de la procesalística, sin por ello olvidarse de aportar su propia opinión en la materia? Le confesamos al lector que experimentamos poca simpatía hacia los autores que se limitan a reiterar lo "probado y sabido" sin adosarle pizca alguna de ingenio propio. Claro está que obras como la que acabamos de ver -en las cuales se abordan tantas y tantas cuestiones diferentes y con distinta trascendencia- son poco propicias para que sus hacedores adopten posiciones novedosas respecto de todos los tópicos tratados. Pero igualmente lo es que los creadores de ficciones que somos los escritores -también los de materia jurídica- sabemos que el deqnso de toda obra siempre proporciona algún resquicio para procurar fascinar al lector merced a una concepción ingeniosa y original. De algún modo participa de lo que venimos señalando ERNESTO SABATO, cuando enseña que: "una ficción es como un continente, en que para llegar a lugares que han de fascinarnos, debe atravesarse estúpidas llanuras sin otros atributos que el polvo, el cansancio y la monotonía".

    En otro orden de cosas, consignamos que nos parece que Introducción al proceso civil, por su vasto contenido y por la sencillez de la prosa empleada, puede ser calificado como un libro "polifuncional". Es que su lectura puede ser aprovechada tanto por el estudioso -ya avezado- de la disciplina procesal, como por el estudiante que virginalmente se introduce en sus procelosas aguas por vez primera.

    Corriendo el riesgo de que se nos considere poco objetivas, nos vence el impulso de introducir el argumento ad hominen, conforme el cual también se puede juzgar a una obra por los méritos (o deméritos) de la persona del autor. Sucede que MONROY GÁLVEZ es uno de los principales responsables de la suerte de revolución que se ha registrado en la procesalística civil peruana, en los últimos años. La frescura de su pensamiento y su vigor intelectual, han posibilitado que quedaran de lado malas y morosas prácticas procedimentales que se habían enquistado en las tierras del Rimac.

    No es nuestro cometido ni nuestro propósito formular un panegírico del autor de Introducción al proceso civil, pero reputamos importante que cuando se consulta un libro técnico también se tenga una mínima noticia -para el caso que no se tuviera- de la trayectoria de su hacedor.

    A esta altura, quien esté leyendo estas líneas se habrá formado opinión respecto de que pensamos que el libro prologado "merece" a su autor y este a su libro. ¿Qué más podríamos expresar sin que sonara a ditirambo? Nada. Mejor, entonces, que callemos, y que la obra hable por sí sola.

    JORGE W. PEYRANO

    CAPÍTULO I

    ORIGEN HISTÓRICO DEL PROCESO

    "La justicia es el único amigo que acompaña al hombre después de la muerte; todo lo demás perece con el cuerpo" (Manú. Libro VIII, 17).

    1. DE LA ACCIÓN DIRECTA A LA ACCIÓN CIVIL

    En 1978 el líder de la democracia cristiana italiana Aldo Moro fue secuestrado. Varios días después su cuerpo fue encontrado: había sido asesinado por sus raptores. Uno de los grupos terroristas que reivindicó su "colaboración" con las Brigadas Rojas en el crimen, era francés y se autodenominaba Acción Directa (Action Directe).

    La acción directa, sin embargo, es mucho más que el nombre de un grupo extraviado, es una etapa en la evolución histórica de la humanidad. Imaginemos una escena para explicarnos: en el Paleolítico inferior se produce una disputa entre dos hombres primitivos, originada en que uno le ha arrebatado la lanza-su instrumento de supervivencia- a otro. Luego del despojo, el perjudicado busca recuperar la lanza a la fuerza; por tanto, la manera de solucionar el conflicto de intereses originado en la posesión de la lanza es la confrontación física directa entre los protagonistas, con la probable desaparición o inutilización de ambos contendientes. Así se resolvieron los conflictos interpersonales al inicio de nuestra agitada aventura de sobrevivir en la tierra. De igual parecer son COUTURE3 y ALZAMORA VALDEZ4 .

    Los hechos descritos -el asesinato de Moro y la pelea en el Paleolítico inferior-, prescindiendo de los miles de años que los separan, constituyen manifestaciones de una misma conducta: acción directa. Son actos en que el animal humano resuelve en forma inmediata, práctica e instantánea sus conflictos intersubjetivos, teniendo como instrumento exclusivo el uso de la fuerza. La acción directa es la prescindencia de todo método razonable para solucionar un conflicto de intereses5 .

    Si el grupo humano hubiera dependido exclusivamente de la acción directa para solucionar sus conflictos, muy prontamente se hubiera extinguido. Ante un medio ambiente agresivo y hostil, la única posibilidad que tuvo el animal humano para subsistir dependió de la formación de grupos (clanes, tribus, gangs, etc.). Lo que explica un rasgo del hombre tan antiguo como su existencia: su sociabilidad.

    Así y todo, la estabilidad de estos grupos estuvo condicionada a que el hombre consiguiera su primer éxito político y colectivo: la prohibición de la acción directa. En estricto, todo lo logrado a la fecha en materia de desarrollo y progreso de la humanidad es consecuencia de la aplicación relativamente exitosa de una breve norma de conducta: la prohibición de la acción directa.

    Si tal prohibición ha ido evolucionando hasta convertirse en aceptablemente exitosa, se debe a que el hombre encontró un medio adecuado para sustituir la violencia, expresión material de la acción directa. Este importante avance del espíritu humano consistió en delegar a una persona del grupo social la responsabilidad de resolver el conflicto de intereses.

    PODETTI describe así esta situación:

    "Desde el momento en que la tribu o el clan, asume la defensa de la colectividad y coopera con el individuo o se sustituye a este en las sanciones que representan la justicia, la aplicación de esta requiere un modo o procedimiento, que paulatinamente, por rutina o conveniencia, se hace estable y constituye lo que puede calificarse como primera norma procesal"6 .

    Sin embargo, la sustitución del sistema de la acción directa -llamada también autodefensa7 – no fue un cambio brusco. En la práctica se produjo un proceso en el que inicialmente se privilegió la venganza o la represión antes que la composición justa, equilibrada o por lo menos racional del conflicto de intereses. La Roma primitiva nos muestra experiencias que corroboran lo dicho.8

    En la práctica, como ya se adelantó, la sustitución de la acción directa consistió en aceptar que el conflicto de intereses debía ser resuelto por una persona que no fuera partícipe de este, es decir, por alguien que fuera ajeno a sus efectos. Esta elección de un tercero para resolver el conflicto, quizás sea el primer acto de derecho9 que crea y ejecuta el hombre, y es precisamente también aquello que denominamos acción civil.

    La elección de la persona encargada de resolver los conflictos de intereses intersubjetivos se hizo con criterios diferentes en las distintas culturas primitivas. Es probable que inicialmente algunas sociedades eligieran al más fuerte a fin de que la decisión tuviera un elemento coercitivo adicional10 .

    Sin embargo, es predecible también que pronto el profundo sentido mítico del hombre primitivo lo llevara a considerar que el indicado para resolver los conflictos fuera la persona del grupo que tuviera contacto más cercano con lo desconocido. Esta es la razón por la que el elegido pasó a ser el brujo, el hechicero, el mago o el curandero.

    La evolución cultural del grupo llevó a sus miembros a afinar el criterio para elegir ala autoridad encargada de dirimir conflictos. Entonces, en la comunidad empieza un proceso histórico paulatino pero sostenido, destinado a exigir que el acto de resolver los conflictos tenga menos relación con lo sobrenatural y más con la realidad.

    Esta exigencia se expresa en el hecho de que la elección comienza a recaer en la persona con más experiencia. Por eso, no es extraño que los grupos humanos hayan continuado su evolución en este tema eligiendo al anciano. Así se explica que el senado (del latín senilis que da origen a la palabra senil: relativo a la vejez) -el consejo supremo de la antigua Roma- se encargara inicialmente de solucionar los conflictos de intereses entre particulares.

    Conforme el grupo humano se fue haciendo más grande, la trama de las relaciones sociales se tomó más compleja. Esto determinó que el acto de solucionar conflictos adquiriese considerable importancia como expresión de superioridad a tal punto que, al ser ejercida por quien tenía el poder político, produjo la concentración de la supremacía de este, lo que llevó a que el monarca o soberano se convirtiera en jefe absoluto. La figura bíblica del Rey Salomón resolviendo el conflicto entre dos mujeres respecto de la filiación materna de un niño es un ejemplo conocido de la concentración de poder político y jurisdiccional en una misma persona.

    En plena Edad Media ubicamos la figura del señor feudal. El llamado "derecho de pernada"11 nos parece un ejemplo definitivo para constatar el ejercicio de su poder absoluto. Precisamente, a fines de esta época, en la etapa germinal de la formación de los estados nacionales en el Occidente europeo, la considerable densidad de las sociedades en comparación con los grupos humanos primitivos trajo consigo una decisión política impostergable: el poder central debió delegar la función de resolver conflictos en personas cercanas a él, dada la imposibilidad de hacerlo directamente.

    Estas personas, regularmente cercanas al entorno social del titular del poder central, llegaron a formar verdaderas castas sociales. Al margen del ejercicio privado de su función -no se olvide de que cobraban a las partes por su intervención, un honorario llamado espórtula-, son el antecedente directo de lo que después va a convertirse en el servicio estatal de justicia.

    Adviértase que tal decisión importó una reducción o concesión del poder central, pérdida de la cual el rey o monarca fue siempre consciente. Esto explica el origen de una constante histórica que atraviesa el eje del ejercicio del poder en casi todas las sociedades y en casi todas las épocas, inclusive la actual: la función de solución de conflictos ha sido, es y será interés preferente y exclusivo de quien ostenta el poder político, porque es expresión de poder en su forma más pura. A pesar de que la delegación de la función fue un acto necesario, el titular del poder central ha realizado, viene realizando y realizará -en las distintas sociedades- una serie de actos -algunos sofisticados y otros burdos- destinados a mantener o recuperar, según sea el caso, el control del sistema estatal de solución de conflictos, es decir, del servicio de justicia.

    Afirmamos que todas las renovadas defensas que los juristas contemporáneos realizan sobre la autonomía e independencia de la función jurisdiccional son alegatos contra un mal histórico: desde que el titular del poder político-militar descentralizó la función jurisdiccional, ha venido usando múltiples métodos destinados a recuperar su control en la práctica, aun cuando la evidencia de lo absurdo lo haya hecho abandonar la idea de ejercer un control abierto.

    Entonces, cuando en las sociedades contemporáneas el poder político busca ya veces encuentra fórmulas legales (se reserva la elección de los jueces, restringe sus ingresos, no les da formación especializada, etc.) para mantener el control sobre la función jurisdiccional, solo está haciendo emerger subliminalmente la memoria histórica de los pueblos o el inconsciente colectivo como lo denomina JUNG12 .

    En síntesis, la facultad de resolver los conflictos de intereses intersubjetivos fue exclusiva del soberano en un momento determinado de la evolución social hasta que debió delegarla por razones de densidad demográfica y extensión territorial.

    2. DISPUTA HISTÓRICA ENTRE JUSTICIA y CERTEZA

    Pasada la época feudal, nos encontramos en los tiempos en que el grupo humano empieza a variar su exigencia respecto del servicio de justicia. En principio, las soluciones de los conflictos tienen como sustento la consideración personal -intuitiva o racional- de lo que el juez estima justo para el caso concreto. Sin embargo, teniendo éste un amplio margen de discrecionalidad en la toma de decisión, el grupo humano advierte que los conflictos similares son a veces solucionados por el mismo juez de manera distinta, apareciendo un factor anómalo que va a minar la estructura del sistema vigente de solución dé conflictos: la desconfianza social.

    La desconfianza social antes anotada significó que la comunidad descubriera que tan importante como tener un órgano que solucione conflictos a través de decisiones justas, es que tales decisiones sean además certeras, es decir, previsibles. Entonces empieza una disputa histórica en los tribunales por el predominio de uno de estos valores: justicia o certeza.

    En el caso concreto de la Francia revolucionaria de 1789, por ejemplo, las espórtulas y la desconfianza social ya descritas son las expresiones típicas que determinaron se considerara a los Parlamentos -nombre del grupo social encargado del servicio de justicia- como expresión directa y concreta de la corrupción del Antiguo Régimen, razón por la cual fueron abolidos. Como sustituto de ellos, no solo se formó un nuevo servicio de justicia, sino que, en nuestro tema concreto, se exigió que las decisiones judiciales estuviesen sustentadas en la norma jurídica.

    El valor justicia está representado por el juez y por la ventaja que significa para el logro de una decisión justa permitirle a este que aplique con discrecionalidad su criterio al caso concreto. El valor certeza, en cambio, se expresa a través del legislador, y se manifiesta en la seguridad que se obtiene del hecho de que un juez resuelva un caso teniendo como referente un conjunto de normas creadas previamente por el legislador – las que presuntamente recogen los patrones de conducta regulares en el grupo social, por lo que son deseables para la mayoría de los que conforman este- y respecto de las cuales el juez no debe apartarse.

    Los dos últimos siglos nos demuestran que para la llamada cultura Occidental, la disputa entre justicia y certeza no se resolvió en el triunfo de uno de ellas de manera definitiva, por lo menos; pero la historia reciente guarda la existencia de un ganador: el legislador. La teoría estatal de la división de los poderes ha sido el pretexto para presentar una autonomía e independencia funcional entre el legislativo y el judicial, sin embargo, bien sabemos que en el plano de las relaciones concretas, es decir en el plano real, son escasas -por no decir exóticas- las sociedades en las que esta autonomía e independencia se han presentado13 .

    Por lo demás, el triunfo del legislador en las sociedades actuales es explicable en términos de vigencia ideológica. Así, un proceso histórico signado por una distribución desigual de los bienes, por un elitizado sistema de propiedad de los medios de producción y, finalmente, por un acelerado proceso de acumulación de riqueza, requiere de un instrumento regulador que le dé seguridad a las relaciones, que garantice una circulación expeditiva de las mercancías y provea un eficaz control que evite alteraciones sociales profundas.

    Es decir, tanto en sus esbozos como actualmente en su manifestación más perfeccionada, la sociedad capitalista va a preferir la certeza a la justicia. Si advertimos que el derecho es finalmente una manifestación de las relaciones sociales de producción y consumo al interior de una sociedad determinada, no debe parecer extraño que su actuación sirva para consolidar el sistema social que lo define y explica, sin que sea relevante apreciar o valorar cuánto tiene de injusto.

    Si bien la tendencia contemporánea es reivindicar el rol creador del juez, que por lo demás ha estado presente desde muy antiguo en las sociedades clásicas14 , permitiéndole inclusive que supere el apretado corsé del marco legal al expresar su voluntad para decidir el caso concreto -siempre que fundamente su fallo-, lo cierto es que en casi toda Latinoamérica aún retumba la frase de MONTESQUIEU según la cual, el juez "(…) solo es la boca que pronuncia las palabras de la ley (…)". Superar esta concepción anacrónica de la función jurisdiccional, es el reto más trascendente que el pensamiento procesal latinoamericano debe enfrentar.

    3. A MANERA DE SÍNTESIS

    En un intento de concentrar lo expresado, podemos afirmar -sin llegar a la exageración que recusa el maestro JORGE BASADRE15 – que el origen del proceso civil es, de alguna manera, el origen de la civilización. Que el hombre sea hoy la especie animal predominante se debe, entre otras razones, a que aprendió a solucionar sus conflictos sin destruirse, recurriendo a un tercero.

    El rol determinante que cumplió el "tercero" no solo para la solución del conflicto, sino de manera genérica para asegurar la supervivencia del grupo, es la misma función protagónica que miles de años después debe realizar el juez para asegurar la existencia de una sociedad justa.

    El acto de recurrir a un tercero es el germen de lo que siglos después va a denominarse derecho de acción.

    El trámite que el tercero da al conflicto de intereses a fin de solucionarlo, es el antecedente directo de lo que tiempo después vamos a conocer con el nombre de proceso.

    En consecuencia, es posible concluir que mucho antes de que apareciera la idea de derecho, la humanidad -por razones de supervivencia- debió contar imprescindiblemente con juez, acción y proceso, aun cuando no les concediera tales denominaciones.

    Por otro lado, si nos atenemos a la dialéctica de la historia, podemos concluir afirmando que aquello que hemos denominado acción civil es un acto que surge dramáticamente para impedir la destrucción del grupo a través del ejercicio de la acción directa, que no es más que hacer justicia por mano propia, es decir, violencia. Lo que significa también que entre los conceptos acción civil y acción directa, existe una relación inversamente proporcional: mientras más acción civil exista en una sociedad, habrá menos acción directa en ella, y viceversa.

    Tal vez lo expresado explique la frase de COUTURE16 según la cual:

    "La acción civil viene a ser así, en último término, el sustituto civilizado I de la venganza". Sin embargo, confesamos que la frase del maestro uruguayo nos parece más hermosa que sólida. La venganza, como impulso vindicativo, está contenida inicialmente en distintas normas del Código de Hammurabi17 . Es importante considerar que la ubicación histórica de este ordenamiento lo consideramos posterior a la acción directa -respecto de la cual es un avance-, en tanto que limita la satisfacción del agraviado a la reciprocidad y está referida más al campo penal, por lo menos así se advierte de sus antecedentes bíblicos18 e inclusive del dicho popular19 .

    4. LA RENOVADA VIGENCIA SOCIAL DE LA ACCIÓN DIRECTA

    El mundo contemporáneo viene padeciendo un número cada vez más creciente de actos de violencia colectiva, perpetrados por grupos políticos o religiosos, quienes en defensa de una determinada fe o ideología consideran que esta solo puede concretarse con la imposición material sobre los que no la comparten. Sin duda, tales fenómenos pueden explicarse a partir del contexto social e histórico que da origen a tal fundamentalismo; sin embargo, en su origen también tienen singular importancia los impulsos atávico s del animal humano, que lo empujan a sus orígenes, es decir, a la acción directa.

    No está de más recordar que en los momentos históricos en que la prohibición de la auto defensa naufragó y naufraga -sea por las ambiciones de un monarca embriagado de poder, las alucinaciones de un dictador ensoberbecido de su fuerza o la pesadilla criminal de un ideólogo perturbado-, la humanidad debió y debe ofrendar vidas inocentes, cual oscuro y absurdo culto a un dios sanguinario.

    De allí que, si acercamos ese análisis dialéctico a la actualidad, podemos afirmar que así como el inicio de la humanidad dependió del proceso, la posibilidad de impedir su destrucción vuelve a depender de este.

    Las diversas formas de violencia que afectan a las sociedades contemporáneas – prescindiendo del grado de sofisticación técnica que presenten- son expresiones de un estado de insatisfacción generado en condiciones de desigualdad y de desprecio de unos pocos por la condición humana de la mayoría, es decir, son la expresión social concreta y patética de la palabra injusticia.

    No es precisamente el objeto del proceso acabar con tal situación; no obstante, este puede y debe ser el medio normal y eficaz a través del cual la sociedad – dado que en última instancia el poder de impartir justicia emana del pueblo y no del Estado- debe realizar o concretar el valor justicia.

    Sin embargo, si los mecanismos del servicio estatal de justicia están enmohecidos y por eso son morosos; si su infraestructura es miserable y por eso no se le respeta y, finalmente, si sus ordenamientos procesales son anacrónicos y por eso las decisiones son tardías e inconfiables, se han dado las condiciones para que la comunidad renuncie a la acción civil, acto que es equivalente a retornar al uso de la acción directa20 .

    Esta es una opinión que comparten también DE LA OLIVA y FERNÁNDEZ:

    "Nunca se está completamente a salvo de una involución, que genere brotes, más o menos violentos, de ilícita auto tutela. Y en esos fenómenos involucionistas también se muestra la conexión entre derecho objetivo y jurisdicción. Las crisis de la administración de justicia acarrean, no solo inseguridad jurídica de facto, sino crisis del derecho objetivo mismo. Ya la inversa: las etapas de incontinencia legislativa, de reformas apresuradas, de improvisaciones o parches, de leyes oscuras o de uso alternativo, etc., acaban generando crisis de la jurisdicción (ligereza y hasta venalidad en los veredictos, pobreza de la motivación de estos, tremendos retrasos junto a apresuramientos inusitados, politización)"21 .

    El Perú es una dramática demostración de lo que la dialéctica de la historia nos puede mostrar y aun anticipar. Un servicio de justicia anquilosado, absurdo, moroso, es decir, antisocial, ha contribuido a producir el caldo de cultivo en donde ha germinado -de manera dramática-la amenaza social de la acción directa. La reforma de nuestro servicio de justicia es algo más que la modernización de un servicio estatal: es la posibilidad más viable de asegurar nuestra sobrevivencia como sociedad políticamente organizada.

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