Ahora mismo, por ejemplo, me río mientras escribo esto porque me da por pensar que soy un escribiente.
Vila-Matas
Una legión de copistas sustituye, en medio de la ironía posmoderna, a los académicos que frecuentaban las aulas de las universidades. La escritura –el pensamiento escrito- es desalojado y, en su lugar, aparecen los escribientes. El libro le da paso al fragmento, a la guía instructiva, al módulo, a la hoja suelta, al chiste y al videoclip. Se reacondiciona la escritura para que encaje entre los piñones de la oferta –ganga- académica. La voz que se escucha es la que sale de las pantallas instaladas, como tótem, en medio de las aulas. Hay una escritura que renuncia a la sugerencia, a los matices, a las metáforas y se ajusta a la superficie, tomada por el ruido, la brevedad y la insignificancia. Los escribientes embadurnan hojas, reescriben sentencias oficiales, repiten frases, acumulan verbos en infinitivo, enumeran objetivos, recrean listados de cosas inútiles, tachan frases cargadas de humor, subrayan el tono imperativo de los memorandos, silencian el disgusto que les producen palabras como emancipar, pensar y autonomía.
Los escribientes renuncian a la posibilidad de pensar su lugar en el contexto de los copistas. Son contratados para no pensar ni tomar decisiones sin haber consultado previamente a su jefe inmediato. La escritura del copista renuncia a la postura crítica, a los universos sugerentes de la imaginación; por eso mismo, sus textos están disecados, escritos como si hubiesen sido dictados por alguien. Todos son iguales; terminan pareciéndose: ninguno parece llevar impresa la impronta de quien lo escribe, quizás por ello son copistas: repiten un texto una y otra vez hasta que quede exacto al original. Los escribientes se acomodan a su función y, como no están preparados para asumir el riesgo de la escritura, llenan el blanco de las páginas, suman oraciones, apiñan frases, reiteran preposiciones y conectores.
La sintaxis de los escribientes se anuda, se amontona, se junta; crece renunciando al sentido, puesto que de lo que se trata es de rellenar formatos: es lo que han aprendido. La sintaxis es similar a la de los jóvenes que dicen enseñar: llena de incorrecciones, de ideas sueltas y peor argumentadas. El escribiente sigue redactando como habla; su escritura es la traducción y transcripción del habla en las páginas que va llenando. No corrige, no revisa, no reescribe ni lee de nuevo el texto original. El escribiente suele vivir de la cháchara. Seducido por la pura oralidad, por la verbosidad, confunde el parloteo con la disertación. De allí que termine apabullado por los espacios en blanco, las márgenes que lo arrinconan y lo superan. Congelado entre las líneas de las grafías que lo señalan, el escribiente acude al plagio. Según este caso, no podría considerarse estrambótico que reclame como propio "Pierre Menard, autor del Quijote".
Si los escribientes se han posesionado de las aulas y, sobre todo, de los escritorios, es apenas lógico que las universidades – las empresas que contratan escribientes- recurran al silencio. O que, en el peor de los casos, recurran a las llamadas publicaciones universitarias.
Por lo general, son textos mal escritos y peor editados. Uno diría que son estrategias para reciclar resúmenes y comentarios, exámenes y reseñas. Poco de aventura y riesgo en el acto de pensar, investigar y transgredir lo establecido. Son ediciones de tirajes muy limitados, apenas los necesarios para satisfacer el ego de los autores. Textos que con el tiempo se irán olvidando, en medio de toneladas de papel al servicio del comején. Para ampliar este apartado, mejor los invito a leer el texto del profesor Pablo Rolando Arango, La farsa de las publicaciones universitarias, publicado en la Revista Malpensante.
Es claro, entonces, que la universidad se quedó muda: ya no escribe ni publica ni replica sobre los asuntos importantes del estado. Guarda sospechoso silencio. Como nunca antes había ocurrido, se ha guardado, enconchado, alejado y distanciado de su realidad más inmediata: ella misma. La universidad no se piensa. Lejos de cualquier debate que importe, se hunde y hunde su cabeza como avestruz, aquejada quizás por los quebrantos propios de la sobrevivencia, de la re-significación a que es sometida por los vientos globalizadores. Hoy, la universidad es una empresa más, un negocio que compite con otros y por cuya mercancía –el conocimiento– paga el ciudadano como cuando adquiere cualquier otro bien o servicio.
La universidad no se piensa en razón de su condición y porque ha renunciado a uno de sus mayores fundamentos, la posibilidad de pensar y publicar, poner por escrito, sus más íntimas inquietudes, en la medida en que son las de la sociedad en la que se inscribe. Como empresa no parece reconocerse en las problemáticas de la misma sociedad, porque su función ha mutado; es otra muy distinta. Las empresas producen bienes y servicios, mercancías y productos, y su función no es pensar las problemáticas sociales; su función y objetivo más inmediato es producir resultados positivos, es decir, mayor capital. Si no hay ganancias, la empresa se hunde, quiebra y cierra. Ese es el imperativo empresarial. En ese mismo horizonte, la universidad no está interesada en las nobles tareas humanitarias de educar para emancipar. Ahora se trata de vender bienes y servicios.
Bajo estos criterios, la universidad no promulga el uso de la razón pública, consigna cara a la Ilustración. Por eso mismo, no promueve el pensamiento escrito, reflexivo y crítico. La empresa, por su misma condición, renuncia y reniega del pensamiento crítico, en actitud coherente con sus verdaderos principios. Sería contraproducente y contrario a su naturaleza, que la universidad como empresa promoviese el espíritu emancipador y el pensamiento crítico. El pensamiento que promueve la universidad, si es que propicia alguno, tiene que ver con el negocio. Escribir, en este sentido, no está dentro de los intereses de la universidad. Escribir-leer puede llegar a producir sujetos pensantes, críticos, imaginativos, autónomos, con cierto de tipo de sensibilidad social. Escribir-leer desarrolla el lenguaje, enriquece el vocabulario, la actitud reflexiva; produce eso que alguna vez llamaron "nichos de subjetividad". Y claro, hoy es necesario "adelgazar" esos sujetos y esas subjetividades. Eliminar, negar o excluir la lectura-escritura de los programas académicos, en buena medida, permite ese tipo de propósito. Hoy es normal presenciar hordas de escribientes que se toman las redes sociales y convierten un presentimiento en una catástrofe, como en el cuento de García Márquez, -La idea que da vueltas-. Sin mayor resistencia crítica se asume como verdad incuestionable lo que diga un determinado líder, un medio de comunicación o el simple rumor, convertido en noticia. Moverse por emociones, creencias y supersticiones parece ser "la lógica" en la era de la información.
La universidad ya no tiene como objetivo emancipar o liberar al sujeto de sus propias ataduras, como se llegó a pensar alguna vez. La universidad ya no emancipa, ahora gradúa y certifica competencias laborales. Los profesionales egresados de estas instituciones responden, muchas veces, por sus competencias, aunque resulte evidente su incapacidad para producir-comprender textos de alguna complejidad. Luego, la escritura que promueve la universidad corresponde a su nueva condición. Ahora, de lo que se trata es de "des-emancipar", de convertir al sujeto en un ciudadano en tanto que consumidor compulsivo. El ciudadano se redefine a partir de su capacidad de consumo. La búsqueda del confort – de lo confortable, aunque confort igual pudiese decir conforme, cómodo, unánime- es equiparable a la búsqueda de la felicidad. Un sujeto cómodo es un sujeto feliz. ¿Para qué hablarle de emancipación a un individuo que se arrebuja entre sábanas y le llega el desayuno a la cama? «Según la justa expresión de André Tosel, estamos en la época de la escuela "desemancipadora"» (Laval, 2004, p.79).
Luego, y a propósito de la escritura académica, se pregunta uno ¿si la universidad-empresa que regenta los destinos de los jóvenes colombianos, urge de académicos, de intelectuales que produzcan textos y libros que cuestionen la misma idea de universidad, de democracia, de ciencia y de investigación? El docente que busca la universidad, y que hoy ocupa esos espacios ha dejado de lado la escritura para pasar a la escribanía –valga el término-. Así como existe la cháchara, existe la escribanía (¿la escribidera?). Y entiendo por escribano la obligación del que escribe, atendiendo solamente las órdenes y requerimientos inmediatos y puramente administrativos. Es escribir para cumplir con requisitos y de acuerdo con formatos y normas establecidas dentro de las nuevas funciones de un docente que pasará el resto de sus días aprendiendo a rellenar listados, planillas y formatos de toda índole, en particular aquellos que hacen referencia a la "excelencia académica". Elaine Glaser dice: "Los académicos se pasan cada vez menos tiempo pensando, leyendo y escribiendo y más tiempo rellenando formularios". En esta acepción cabe toda aquella producción escrita que corresponde a la investigación y otros productos para los que, al escribirlos, debió dejar de lado escrúpulos, emociones, pudor ético y hasta sus propias consideraciones sobre la estética para, en cambio, producir un texto acorde con la demanda del mercado.
Bien se podría decir que la universidad se llenó de funcionarios escribientes, a los que sus estudiantes acostumbran a llamar "profe", a secas. Pasan buena parte de su tiempo sentados en un cubículo, sin atreverse a mirar a nadie, salvo la pantalla del computador que parpadea de manera intermitente; están sumidos siempre en un silencio obligado; permanecen agachados, diligenciando formatos, rellenando informes; son copistas de oficio, replicadores de textos establecidos, producidos o pensados por otros, es decir, que muchos de ellos se dedican al bello y exquisito arte del plagio. El plagio no es solo el robo de las ideas, sino aquella tendencia, muy posmoderna, a la que llaman intertextualidad. Si bien es cierto, un copista o un escribiente no es un plagiador, en el sentido lato del término, sí se puede decir que es fraude. No tener nada que decir, pero estar obligado a escribir sobre cualquier asunto sólo para atender una orden de un superior jerárquico, es hacer fraude. O lo que escribe es un fraude o el fraude es uno mismo.
Los copistas, esos hombres de oficina que se especializan en rellenar formatos, y a quienes suelen llamar docentes o profesores, ya fueron anunciados por Melville en su famoso libro "Bartleby, el escribiente". Vila- Matas, ese otro extraño escritor, retoma a Bartleby y escribe una suerte de diario (novela–ensayo) que refleja eso que se podría llamar la cultura de la negación, los que escribieron un libro y luego guardaron silencio: son esos bartlebys que se encuentran en la literatura. Sin embargo, bien sabemos que la burocracia y los estados burocráticos generan este tipo de personajes. El escribiente, el escribano, es alguien a quien se le demanda la escritura de textos, la producción de toda clase de textos, como a cualquier profesor universitario. Y no puede haber nada más molesto que escribir para complacer al cliente, en este caso al jefe.
Todos conocemos a los bartlebys, son seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante prolongados lapsos, se queda de pie mirando por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección de un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte, pues vive en la oficina, incluso pasa en ella los domingos; que nunca ha dicho quién es, ni de dónde viene, ni si tiene parientes en este mundo; que, cuando le preguntan dónde nació o se le encarga un trabajo o se le pide que cuente algo sobre él, responde siempre diciendo: "Preferiría no hacerlo" (Vila-Matas, 2000, pp.7-8).
Debiera decir entonces que la universidad se fue llenando de bartlebys, de copistas, de sujetos que llegaron a escribir, incluso publicar, una tesis doctoral pero, igual, nunca más volvieron a escribir, ni siquiera una nota para pegar en la nevera. El desgano por la escritura y por las formas del pensamiento escrito produce esos pequeños seres dibujados por Melville y retomados, caricaturizados, por Vila-Matas. Y, por supuesto, no solo es desgano; también es desconocimiento y ausencia de las "competencias" necesarias para producir un texto escrito. Las carencias no solucionadas, en su debido momento, por el sistema escolar producen bartlebys, copistas y escribientes. Y si el asunto fuese sólo de técnicas tanto para enseñar como para aprender, el problema de la escritura se resolvería de manera fácil. Contratar buenos didactas sería suficiente. No obstante, el problema no se resuelve de manera mágica. No es aprendiendo técnicas, repitiendo y memorizando normas gramaticales como se aprende a escribir: "Aprender a escribir es aprender a pensar. Usted no sabe nada con claridad, a menos que pueda ponerlo por escrito", dijo S. I. Hayakawa, alguna vez. Y creo que tiene razón.
Cuando faltan las competencias para escribir, se producen esos libros/textos que pocos leen. En primer lugar, porque recaen sobre ellos toda clase de sospechas; pero, también, porque ya a nadie le importa si las editoriales universitarias producen algo que justifique su publicación. El copista publica sus textos porque sabe que nadie los va a leer; toma ese riesgo nada infundado, salvo porque el autor plagiado se dé cuenta de que le han hecho "un homenaje" en cualquier otra universidad del mundo. Un ejemplo cercano fue noticia publicada en el periódico, de circulación nacional, El Espectador:
Una colombiana se graduó como historiadora de la Universidad Industrial de Santander (UIS) con una tesis de maestría de una argentina que reside en México. Con ese trabajo se ganó una beca de posgrado en la misma universidad en la que la extranjera había desarrollado la investigación, plagiada en un 90 %. ¿Cómo pueden ser idénticas una tesis de 2010 presentada en México y una, elaborada años después en Colombia? Hay un dato adicional: ambas alumnas tenían el mismo director de tesis. (28–12- 2016)
La misma nota del periódico citado entregaba cifras sobre la forma en que el plagio ha ido creciendo años tras año:
Las denuncias sobre este tipo de casos son alarmantes, especialmente desde el auge de internet: "Para 2005 la tasa de plagio de los contenidos digitales estaba en 25 %. En 2011 superó el 44 % y en 2014, ascendió a 63 %", según un registro de la compañía londinense Digital Media Rights, encargada de la protección y el reconocimiento de los derechos de propiedad intelectual.
Esperaría uno, siendo optimista y viendo la forma en que este ingenioso recurso ha ido ganando adeptos que, hacia 2016, el porcentaje se aproxime al 80%. Faltarían datos que den cuenta de otros recursos estéticos como el pastiche, por ejemplo, para redondear cifras y así poder mirar el futuro de manera más esperanzadora. Pronto, la aldea global se poblará de bartlebys y de copistas que se paran a mirar por la ventana de algún Wall Street criollo mientras pronuncian la consabida expresión: -"Preferiría no hacerlo", pensando, claro, en la tarea de escribir.
Manizales 2 de febrero de 2017
Referencias
Arango, P. R. (Mayo de 2009). La farsa de las publicaciones universitarias. El Malpensante. Recuperado de http://www.elmalpensante.com/articulo/1031/la_farsa_de_las_publicaciones_universitarias
Glaser, E. (29 de mayo de 2015). Esto es a lo que dedican de verdad su tiempo los profesores, aunque no quieran. El Confidencial. Recuperado de http://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2015-05-29/esto-es-a-lo-que-dedican-su-tiempo-los-profesores-aunque-no-lo-quieran_859151/
Hayakawa , S. I. (1997). El lenguaje, en el pensamiento y en la acción. México: UTEHA
Laval, Ch. (2004). La escuela no es una empresa. Barcelona, España: Paidós Editorial.
Méndez, S.M. (28 de diciembre de 2016) ¿Plagio o casualidad? En México y Colombia pelean por una tesis. El Espectador. Recuperado de http://www.elespectador.com/noticias/judicial/plagio-o-casualidad-mexico-y-colombia-pelean-una-tesis-articulo-672426
Melville, H. (1853). Bartleby, el escribiente. Recuperado de https://www.lectulandia.com/search/bartleby
Vila-Matas, E. (2000). Bartleby y compañía. https://www.lectulandia.com/search/bartleby
Autor:
Julio César Correa Díaz
Docente y poeta