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El Circo de la Triste Figura

Enviado por Mauricio Uribe


Partes: 1, 2, 3, 4

    El Circo de la Triste Figura

    1

    El circo apareció en el pueblo una mañana de primavera, hacía calor. Timoteo iba enfundado en paños transparentes. Caminaba por las polvorientas calles meneando las caderas. Su cabellera rizada ondeaba al viento. Timoteo era la bailarina estrella del circo. Las gentes del pueblo miraban extasiadas la alegría de los payasos. Un circo era siempre un acontecimiento. Los niños perseguían los carros donde se transportaban los animales. La llovizna del mar ensombrecía el cutis de Timoteo. Sus dedos intentaban delinear el rimel que bajaba por la línea de la nariz. Sacó un pañuelo y un espejo. Se detuvo. Se miró detenidamente. "Estoy muy fea", se dijo. La caravana se detuvo en una planicie; las rocas y el mar acallaban las voces. El maestro de ceremonia discutía con un funcionario municipal. Los payasos hacían cabriolas, intentando entusiasmar a los habitantes del pueblo.

    -Con este bullicio no podremos realizar nuestro show. Es imposible, el ruido del mar es terrible.

    El hombrecillo miró al maestro de ceremonia con desenfado.

    -Ustedes tienen permiso de asentarse en Infiernillo. Ustedes deciden. Aquí o en alta mar.

    Timoteo se acercó, sus tacones se hundían en la tierra.

    -Jaimito, ¿qué sucede?

    La voz ronca de Timoteo impresionó al funcionario.

    -El señor alcalde -respondió el maestro de ceremonia- nos quiere jorobar. Nos han traído a este infierno para que nuestras culpas sean bendecidas por el Señor. Con este mar embravecido los clientes no podrán escuchar los diálogos. Se lo estoy explicando a este señor, pero me dice que el alcalde ha sido enfático: "el circo de los maricones a Infiernillo". Este lugar es un desastre.

    -Al menos no nos han tirado tomates -murmuró Timoteo.

    El sol enardecía el corazón de Jaimito Prudencio. Estaba irritado. Llamó a viva voz a Carmelo. Tuvo que gritar varias veces hasta que Carmelo escuchó. El hombre se acercó corriendo, venía extenuado. Prudencio le ordenó armar la carpa del circo en la planicie. Carmelo se sorprendió; pero acató la orden. A las seis de la tarde el circo estaba armado.

    -¿Esta noche habrá función? -preguntó Timoteo- Estoy cansadísima.

    El ronco sonsonete del mar le respondió.

    No tenían el permiso municipal, no hubo función esa noche. Varios días pasaron hasta que el alcalde por fin autorizó el show de los travestis. "Maricones", gritaba la autoridad comunal, "malditos maricones".

    Infiernillo era el peor lugar del pueblo, el mar era un tormento. Los payasos, las bailarinas, los músicos, los animales no podían conciliar el sueño. Timoteo tenía unas ojeras que deslucían su rostro. Se encremó las mejillas, afeitó los signos de su masculinidad. Debía estar la piel suave: el colorete, el lápiz labial y el rush hicieron el milagro. Timoteo estaba tan bella como una mujer.

    El mar embravecido salpicaba de algas la costa. Timoteo caminó por el acantilado. Respiró profundo, el aire enrarecido de la ciudad enturbiaba sus pulmones. Bajar a la playa era imposible. Varios metros separaban la planicie de las aguas. Timoteo entonó una canción. Su voz era dulce, pero tan ronca como el mar. "Si pudiera ser yo virgen, y entregarme a ti, amor". La melodía era altisonante. Estuvo cantando unos treinta minutos. Se sentó a la orilla del acantilado. Arrojó una piedra, el golpe fue seco. "Quitarse la vida es tan fácil. Saltando, saltando hasta rodar bajo las aguas. ¿Dolerá? Podría hacer la prueba, pero nadie ha regresado de la muerte". Timoteo cerró los ojos y se imaginó muerta. Un amor en la ciudad le había tratado mal. Estaba sola y deprimida. Prudencio y su circo solamente le anclaban a la vida. "No estoy pidiéndote nada", cantaba Timoteo, "sólo te pido qué me ames".

    -¿Todavía lo recuerdas?

    La voz de Pancracio era ahuecada como el viento.

    -¿A quién? -preguntó distraída Timoteo

    -A tu novio -respondió Carmelo.

    -Ya no, qué se pudra.

    Permanecieron en silencio escuchando el mar.

    -¿Y por qué cantas entonces? -dijo Pancracio.

    -Estoy enamorada de otro.

    Carmelo se sorprendió, no había notado actitudes de mujer en celo en Timoteo.

    -Mañana hay función. El permiso ha llegado. Es nuestra última noche de tranquilidad.

    -Siempre es bueno trabajar.

    Carmelo abrazó a Timoteo. Hacía frío. La llovizna humedecía las ropas. Escucharon el llanto del mar por un rato. Timoteo se enderezó. Con un gesto comunicó que se iba a descansar. Pancracio le siguió.

    -¿No quieres compañía esta noche? -preguntó el hombre.

    -Ya te he dicho, estoy enamorada.

    Carmelo se encogió de hombros.

    Timoteo caminó hasta la carpa donde había cuatro camastros. Allí dormían sus compañeras de baile. Se desnudó. Los ronquidos no le permitían el descanso. "Qué se callen estas niñas", pensó Timoteo. Dorotea se despertó gritando. Las mujeres se le acercaron calmándola. Encendieron una luz. Se veían extrañas las mujeres sin sus afeites femeninos.

    -¿Qué te sucede, niña? -Preguntó Patricia.

    -No quiero, no quiero -gimoteaba Dorotea.

    -¿Qué es lo que no quieres? -preguntó Timoteo.

    -No quiero que me castren.

    Las mujeres se miraron con curiosidad. Sus ropas íntimas dejaban traslucir su sexo masculino.

    -¿Qué dices, niña? -esputó Patricia.

    Dorotea se chupó el labio superior, un bigotillo afloraba. Se acurrucó en el camastro. Helena permanecía muda. Patricia estaba un poco exasperada. La noche era bastante fría como para estar desnudas en una carpa tan pequeña.

    -Tuve un sueño, parece.

    Dorotea guardó silencio. Luego de mirar a cada una fijamente a los ojos, dijo:

    -Estamos jodidas, esto no es Infiernillo, es el infierno.

    Después de pronunciar las palabras gritó con tanta fuerza que despertó a toda la tropa de payasos y de músicos.

    -Reacciona -gritó Helena con voz ronca-. Estás histérica. Hay que darle un calmante. Esta cabra debe estar embarazada.

    Las mujeres se echaron a reír.

    -Ya me veo un travesti embarazado -dijo intempestivamente Prudencio-. ¿Qué sucede aquí, niñas? Están gritando como si las estuvieran matando. ¿Acaso se ha metido entre sus ropas algún ratón que no quiere pagar el precio adecuado? Yo ya les tengo prohibido que se prostituyan cuando andamos de gira en provincia. Sólo en la ciudad. Pueblo chico, problemas grandes.

    Timoteo se cubrió sus partes íntimas con un camisón transparente. Pancracio le miró sin disimulo. Patricia fue en busca de agua. Regresó con una cubeta. Helena se abotonó el sostén, no quería aparecer grotesca ante la mirada de los hombres del circo que se habían apiñado en la entrada de la carpa. Dorotea lloraba, el poco rimel que le quedaba se había esparcido por sus mejillas. "Realmente es duro ser mujer", pensó Timoteo.

    -Nos van a matar en este pueblo -sentenció Dorotea-. La gran puta ha venido en sueños y me lo ha pronosticado. Ella dice que a todos nos van a matar; que nos van a castrar sin piedad.

    Prudencio estalló en una risotada. La gran puta era la antigua cabrona del prostíbulo en donde habían crecido las cuatro bailarinas del circo. Los payasos esbozaron una sonrisa. Pancracio recordó a Pitonisa, una vieja puta que leía las cartas. "El destino está escrito en las estrellas, hijo. No te confundas". Eran las palabras de Pitonisa. "Tú te acuestas conmigo porque yo te leo las cartas. Cuando muera vendré en sueños a hacerte cositas ricas". Pancracio se persignó. Pitonisa aún estaba viva, era muy vieja, todavía no merodeaba su pubis en busca de la eternidad.

    -La gran puta está muerta -dijo Timoteo-. Dejemos que los muertos descansen en paz. Ella hizo mucho por nosotras, nos enseñó un oficio, nos dio categoría. Ahora somos artistas, no putas. Ahora vamos de pueblo en pueblo entregando alegría. ¿Quién querría matarnos? ¿O castrarnos? Quizás ya lo estemos, ¿no te parece?

    Los músicos estallaron en risotadas y en groserías.

    -Sí, qué lo muestre.

    -Yo también quiero ver.

    -Muchachos -dijo Prudencio-, ha sido una pesadilla. Mañana hay función. El señor alcalde estará presente. No quiero malas palabras. Pueden censurar nuestro acto. Ya es difícil hacer un buen espectáculo en este lugar con este mar que todo lo acalla. El señor alcalde es un conservador, un político de derecha. Extrema las preocupaciones de la moral. Yo quiero que ninguna de ustedes -apuntó a los travestis- estén metidas en romances con los pueblerinos, eso es fundamental. Ni besos ni metidas de nada ni escapes de culo. ¿Entendido?

    -Tenemos que marcharnos hoy mismo -dijo Dorotea-. Estamos condenadas a morir.

    -Acallar, o yo mismo te castro con este cuchillo.

    Prudencio desenfundó amenazadoramente el arma blanca. El brillo asesino en los ojos de Jaimito calmó a Dorotea. Los payasos se retiraron, los músicos también, cada cual a su guarida. Prudencio se quedó por un rato en la carpa de los travestis, esperando quizás el silencio de la muerte o del sueño.

    2

    La noche del espectáculo llegó tan estrepitosa como el mar. El pueblo se había congregado en la carpa del circo. Los músicos tocaban las melodías de moda. Aún no aparecía el alcalde, pero estaban los representantes del gabinete municipal. El ambiente era de alegría. Los payasos hacían estallar de risa a la concurrencia. Prudencio con elegante prestancia deleitaba al público con alocuciones curiosas, festivas y dicharacheras. En los vestidores, las bailarinas se preparaban para entrar en escena. Timoteo estaba nerviosa, Dorotea se rasuraba las piernas, había despertado tarde, la sensación de la pesadilla no la había abandonado en toda la noche. "Nos fregamos", se decía. "La gran puta ha resucitado". Se escuchó por los altoparlantes la llegada del señor alcalde. La gente aplaudió desganada. Prudencio alabó la labor del edil. Los payasos escondieron una risa fingida detrás de sus maquillajes. El mar azotaba con fuerza. El ruido ensombrecía los chistes de los payasos.

    Jaime Prudencio se acercó al micrófono que descansaba en un pedestal. El sombrero de hongo lucía elegante. Su ropa de frac estaba un poco arrugada. Respiró hondo, sabía que el número más esperado era el show de las bailarinas.

    -Señoras y señores, gentiles damas y caballeros, ahora con ustedes el ritmo divino de las cuatro doncellas del viento. Un gran aplauso por favor.

    El tambor retumbó y los instrumentos de viento soplaron la melodía característica del circo. Las cortinas se abrieron mientras la enana acallaba los rugidos del tigre. Las cuatro bailarinas, semi desnudas, se desplazaron por la pista de baile. Los músicos entonaban una melodía armoniosa, cadenciosa, peniana. El público, asombrado de la belleza femenina de los travestis, aplaudía a rabiar. Patricia, Helena, Timoteo y Dorotea danzaban con los vientres dibujando un zigzag. El show duró unos quince minutos. El público, de pie, aplaudió con estrépito. Prudencio agradeció la presencia del señor alcalde. "Este desgraciado no ha aplaudido a las niña", pensó el maestro de ceremonia.

    La enana del circo se acercó a Dorotea. Llevaba un fajo de cartas.

    -Yo te voy a leer tu destino. La gran puta se me ha presentado también a mí en sueños.

    Dorotea quedó perpleja. No pudo pronunciar palabras. Timoteo escuchó a la enana. Se acercó furiosa. La actitud complaciente de la tarotista calmó a Timoteo.

    -Yo también quiero leerme las cartas -dijo Timoteo-. No creo en el destino pero sí en el amor.

    Timoteo se cruzó de brazos, el mar azotaba con fuerza la frágil tela de la carpa del circo. La enana tragó saliva. Tomó de la mano a Dorotea. Se la llevó hasta un rincón iluminado por la luna. Timoteo las siguió. La enana se enfureció, sus ojos echaban chispas. La gran puta le había profetizado la muerte de los travestis. La enana quería estar a solas con Dorotea. Decidió por lo más sano. Su boca mal oliente escupió unas cuantas palabras:

    -A usted también le voy a leer las cartas pero a solas. Ahora déjenos en paz.

    Timoteo se sintió ofendido por el tono agresivo. Se dio media vuelta. Fue a sentarse en una banca esperando que acabara el turno de los payasos. Los aplausos eran estrepitosos. La enana acercó una lámpara a una mesa. Dorotea se sentó en una silla. Las cartas estaban ordenadas. El barullo era ensordecedor: el mar escupía con fuerza su espuma marina. Tenían poco tiempo para darse un recreo con el tarot. Las bailarinas finalizaban la función. Al parece era urgente el secreto que la enana quería develar a Dorotea. El travesti dijo su nombre tres veces; también su edad. Con la mano izquierda fue retirando las cartas que la enana enmarcaba en la mesa. La mujer dio vuelta las cartas una a una. Su rostro denotaba preocupación.

    -El símbolo de la muerte, una mala carta. El destino está trazado en la sangre -la voz de la enana era chillona-. Un accidente hay en tu vida, la gran puta viene en busca de sus hijas. Esta carta es residual.

    -¿Qué significa residual?

    Dorotea tenía el rostro desencajado.

    -Muerte, mujer. Ha llegado el fin.

    El travesti dejó escapar un alarido.

    -Me largo esta misma noche entonces.

    Dorotea estaba nerviosa. Su vida era la danza en el circo, pero la voz de la enana era sentenciosa: "muerte". Ella quería escapar, amaba la vida. Estaba acostumbrada al circo. Si no afrontaba el símbolo de la muerte debería dedicarse al viejo oficio; ya no era joven; los hombre aún la deseaban; pero quería dejar las cosas en claro; ella no era cobarde, la maldición de la gran puta había llegado al circo para quedarse.

    Prudencio anunció el baile de cierre de variedad. Prudencio había sido enfático con las muchachas: "Si llega el señor alcalde sean recatadas en el acto". Los tambores retumbaron, el público se entusiasmó, los animales habían hecho sus acrobacias, los malabaristas también. Mientras Prudencio alababa las condiciones histriónicas de las bailarinas, Dorotea estalló en lágrimas. Timoteo, que había observado todo a prudente distancia, se acercó a la enana. Le esputó con violencia. Patricia y Helena también se dieron cuenta del alboroto. El ímpetu del mar acallaba el llanto de Dorotea.

    -Estamos jorobados -dijo la enana-. Ha llegado la maldición de la gran puta.

    Las bailarinas enmudecieron.

    -¿Qué sucede? -preguntó Carmelo.

    -Dorotea está con ataque de llanto.

    Pancracio acarició la cabellera del travesti.

    -Usted es una llorona, mírese, es una preciosura, con ese cuerpo y esas curvas, debería dedicarse a reina, no a llorona. Ahora seque esas lágrimas, mire que Prudencio las está llamando; a bailar se ha dicho.

    Las mujeres tomaron del brazo a Dorotea. Con fuerza la tironearon, los músicos tocaron sus instrumentos, la ejecución era altisonante, opacada en gran medida por la potencia del mar. Carmelo Pancracio abofeteó a la enana. Le gruñó. "Qué te he dicho", le dijo. "No andes armado cahuin". La enana ni se inmutó. Guardó las cartas en un pañuelo, las ató en cruz. "La muerte ha llegado para quedarse", dijo la mujer. Prudencio, entre tanto, trataba de hilar palabras, sudaba, algo sucedía, era anormal que las danzarinas se retrazaran. Inventaba historias (falsas por su puesto), daba nombres a personajes ficticios, intentaba darle vida a un circo de triste estampa.

    -Con ustedes las famosas danzarinas de Chile, las inigualables, las excelsas, las magníficas, las decorosas y siempre elegantes…

    En este punto Prudencio se nubló, ya no encontraba palabras, los adjetivos se habían volatizado.

    -Las muy casca… nueces… de Infiernillo y el señor… alcalde… que siempre nos…

    Las danzarinas aparecieron por fin. Prudencio respiró excitadísimo. Timoteo gimoteaba incoherencias, estaba irritado, Dorotea lloriqueaba, el público, si embargo, no se daba cuenta, el ritmo del tambor y la furiosa embestida del mar opacaban el espectáculo. Los travestis danzaban acompasadamente, la gente deliraba, la música era suave, tan sonora como el viento. El señor alcalde respingó la nariz, le molestaba la presencia de los hombres vestidos de mujer. Supuestamente; pero de las habladurías no estaba seguro.

    Las espaldas al aire, las piernas depiladas, las caderas anchas, las angostas cinturas, los senos abultados con papel picado. Dorotea no danzaba, estaba quieta como una pared. Los otro travestis intentaban darle armonía al conjunto. Los hombres gritaban obscenidades, el público reía, todos estaban felices. Timoteo se acercó a Dorotea, acurrucó sus manos maternalmente, el travesti no respondió a la súplica de su compañera. Transcurrían ya cinco minutos. Prudencio se había dado cuenta de lo inusual del baile. Estaba nerviosísimo. De pronto Dorotea extendió los brazos, se abrazó a Timoteo, se desenredó el pelo violentamente, abrió su boca y esputó a todo pulmón:

    -Sí, sí, soy un maldito maricón.

    Las personas escucharon el alarido, el mar no pudo silenciar la confesión de Dorotea.

    Los payasos salieron a escena, apoyados por las palabras alambicadas de Prudencio. El caos no se generó. El señor alcalde esbozó una sonrisita, estaba conforme, había conseguido un objetivo: desenmascarar a los travestis. Pancracio tomó en brazos a Dorotea, se había desmayado después de exhalar unos gritillos histéricos. El circo se llenó de risas, de luces, de tormenta marina. El circo se hizo fiesta, se hizo alegría. Era ya tarde cuando el último espectador abandonó las graderías. Tarde para los travestis; la maldición de la gran puta se había propagado como el mar manchado de petróleo.

    3

    Me envuelve un traje que no soporta explicación. Timoteo me llaman. No es mi nombre verdadero. Me llamo Rogelio González. El mar es para mí la exaltación masculina. Me aterra el mar. Nací hombre pero soy mujer. Estoy ahora dormida. Estoy soñando. Las olas golpean con dureza la carcaza de la realidad. Las olas emigran como palomas. La carpa de lona donde yazgo atontada por el sueño es un refugio mezquino; hace frío, pero mi cuerpo no lo siente, estoy dormida. De niño quería ser militar. Un dos tres, el ritmo del tambor; pero me gustaba más vestirme de novia. Sueño con barcos surcando el océano. Sueño con marineros bestiales que cruzan mi cuerpo con impiedad. He tenido muchos hombres. También me he enamorado. Pancracio me ha dado muestras de afecto. Pero él es un enamorado de las féminas. Yo no comulgo con el engaño. Tampoco me gusta estar enredado con compañeros de trabajo. No es buena salud para el cuerpo ni para el alma. ¿Existirá Dios? Me lo pregunto, porque Dios me hizo raro. Quizá exista la eternidad: un vacío insomne cuyo laberinto es una casa vacía. ¿Existirá el infierno? Tal vez yo esté ya muerta… y bien muerta. El infierno de cabalgar con hombres queriendo cabalgar en paz consigo misma. Quizá engendrar un vástago; dar a luz un hijo; abrir las patas y dejar que mi vagina sea poseída; pero no; Dios me hizo hombre; me hizo feo, hediondo y peludo.

    Esto que ahora cavilo, yo no lo pienso, lo estoy soñando. Me cuesta reconocer ciertas cosas. Cuando estoy despierto soy más… travesti. Eso sí, yo soy muy hombrecito. Nunca me he metido con hombres casados. Claro está, que en el prostíbulo todos se auto proclamaban solteros. Pero yo saber de un casado: ¡no!, eso de ningún modo. Pancracio es viudo. Me ha dicho que no ve el ojo de la papa desde hace como dos décadas. Dice que yo le gusto. Que soy una mujer hermosa. Eso no me lo ha dicho. Es parte de la irrealidad del sueño que me sofoca. Yo estoy durmiendo, ya lo dije; sólo divago como un canario. ¿Cómo se llamará el canario hembra? Hablando animalezcamente: soy un toro sin cuernos. O un toro disfrazado de vaca lechera. Qué hermoso. Amamantar a un lindo bebé. Cambiarle ropita. Aceitarle el cuerpecito. Es un sueño el mío. Quizá debería soñar con ser mujer; ser una doncella: ¡qué va!; una parturienta; una mujer con senos y leche materna. Eso sería bello. Pero no, esos sueños no son para mí, esos sueños son para un hombre…, digo, para una mujer normal. Yo sueño con marineros que embisten embravecidos, con tabernas llenas de gente inescrupulosa, con escritores (bisexuales) que se entregan al frenesí de transcribir la vida de un travesti.

    ¿Escritor? Estoy en medio de una pesadilla, parece. Nunca he leído una novela; como puedo saber lo que piensa un escritor. No me gustan las pesadillas; son como el mar que todo lo aborrasca. El mar es un calzoncillo lavado con Sapolio. O peor aún, lavado con jabón gringo. Mi madre me lavaba los calzoncillos en una artesa. Fregaba y fregaba todo el día. Mi madre era canuta. Me leía la Biblia todas las noches. Yo, como soy agnóstica, no creo en Dios; o creo, pero a mi manera. No estoy contenta, yo quería un cuerpo de mujer, no uno de hombre. Eso me ha hecho ser incrédula. Tal vez sea injusta con Él. Quizá me ame por lo que soy, una puta. No la gran puta que soñó mi padre; sino, una puta del tercer mundo; una puta pobre.

    Mi padre era mecánico: arreglaba bicicletas. De niño me llevaba a los prostíbulos. Yo no me acostaba en el puerto con nadie: me gustaba ver las bolitas de luz difuminándose en el salón de té. Las niñas vestían alegremente trajes de seda importada. Al puerto llegaban extranjeros: alemanes, rusos, ingleses, griegos. Lenguas malolientes que buscaban satisfacer un solo fin. ¿Qué hacía mi padre en aquellos lugares? Yo no sé. Tampoco probaba mujer, sólo se quedaba allí espiando la vida del puerto.

    Mi infancia fue harto rara, como este sueño que tengo. No me violaron cuando niño, como a casi todos los travestis que conozco; tampoco abusaron de mí. Con mi madre iba de esquina en esquina predicando la palabra de Dios. "Alabado sea Jehová, nuestro Señor. Alabado el Altísimo. Con ustedes está el demonio que mata. El demonio qué cría cuervos, qué condena el alma. Alabado sea el Omnipotente. Él es nuestro pastor. Nosotros somos las ovejas. El camino está en la predicación del evangelio. Alabado sea el gran Maestro. El que bendice nuestras vidas, el que ama nuestro destino. Cantemos a nuestro Señor una alabanza sin mácula". Mi madre era persistente en la palabra de Dios. A veces ella sola recorría las calles del puerto, tocando una guitarra. Otras veces había un grupo de feligreses. A mí me gustaba el canto, lo encontraba agradable. La palabra de Dios era para mí una bebida gustosa, una fruta madura. Gozaba con los arrumacos de los canutos. Qué lindo muchacho, es una preciosura. ¿Cómo te llamas? Rogelio, respondía yo. Rogelio González Vera.

    La vida del puerto era pecaminosa. Mi padre yendo a los prostíbulos a investigar yo no sé qué; y mi madre dándonos sermones a diestra y siniestra. ¿Fue un buen ejemplo de vida? Yo no sé. Mi padre me llevaba a escondidas. Tal vez él intuía algo raro en mí. Una vez me sorprendió vestida de novia. Me sacó la cresta. La paliza no la he olvidado. Mis padres están vivos. Pero no los he visto en años. Soy una pálida figura difuminándose en un sueño. ¿Qué hago ahora?, me pregunto. Los cantos de mi madre me salpican el rostro. "Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas, y sed como hombres que esperan a su amo devuelta de las bodas". ¿Quién se casa, mamá?, preguntaba yo. Mi marido, pensaba. Yo quiero un marido.

    He tenido muchos hombres; pero nunca un amor. Tengo treinta años y soy virgen del alma. Me gustaría enamorarme, tener una familia; pero es difícil para mí. ¿Quién me comprará un anillo? Casarme por la iglesia. Eso es lo que quiero. Ahora estoy soñando: podría inventarme un marido, un párroco, una iglesia, un ramo de flores, un vestido de novia. Y soy la enamorada. Soy Timoteo, ¿o Rogelio González? Me caso, mamá, tendré familia, mi marido me cuidará y me amará hasta la muerte. Es el sueño de toda mujer. Yo soy mujer, sí, mujer. No me llamo Rogelio, me estoy casando en estos momentos. Soy feliz, el arroz golpea mi cara. Estoy durmiendo. Qué sueño tengo. No quiero despertar. No es lícito despertar. Mi marido me besa la boca. Es amor. No veo su rostro, sé que es un príncipe azul. Es tierno, elegante, educado. Me besa con timidez. Yo visto de blanco, soy virgen, me caso virgen. Chúpense esa. ¿Qué mujer se casa virgen en la actualidad? Ninguna. Son todas unas víboras. Yo no, yo soy una beata, una figurilla de percal. Mi madre me ha enseñado. "Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre". Ése hijo del hombre es mío, yo lo tengo entre mis brazos, le beso, estoy enamorada. Soy casta, no le temo al mar. Mi madre tan tierna llora, mi padre sonríe. El párroco celebra la misa. Los declaro marido y mujer. Ahora puede besar a la novia. Qué bonito, qué hermoso sueño. Estoy feliz, es hora de despertar. Es tarde, escucho pasos allá afuera. El recuerdo del sueño se desvanece. Pienso una y otra vez intentando recordar, pero nada, no hay imágenes, todo se lo ha tragado este infernal barullo. Me despierto, Pancracio me está mirando. Dudo por un instante. Me vuelvo a dormir.

    4

    Dorotea había interpuesto una denuncia por presunta desgracia. Dos funcionarios municipales estaban conversando con ella. El mar escupía su baba con furor; el mar en Infiernillo siempre era desastroso, la tierra temblaba, la sal manchaba los rostros de los payasos. Dorotea estaba en bata, su labio superior denotaba un vello bastante crecido. No se había podido depilar. Los funcionarios la pillaron durmiendo. El alcalde los había mandado para comprobar la denuncia del travesti. La enana le había aconsejado ese camino; el tarot era persistente: la muerte era temida para los hombres vestidos de mujer.

    -Señora -dijo el funcionario-, ¿con qué nombre fue bautizada?

    -Me llamo Dorotea y punto.

    -¿Dorotea? -preguntó el funcionario más bajo que había permanecido en silencio.

    -Sí, Dorotea.

    -Pero sus padres le habrán llamado de otro modo.

    Dorotea se acordó del bigotito. No se había maquillado.

    -Sí, sí, tal vez, pero ¿a qué viene la pregunta?

    -Si usted quiere instaurar una denuncia, debe darnos su nombre completo. Dorotea ¿cuánto?

    -Bueno, me llamo Dorotea desde mi adolescencia.

    Los funcionarios se miraron contrariados.

    -Muéstreme su carné de identidad.

    -No tengo -respondió Dorotea.

    -Por última vez, señorita, ¿cuál es su nombre?

    Dorotea se sintió conmovida, el mar embravecido salpicaba sus ropas con la brisa.

    -Fernando Álvarez es mi nombre.

    -Don Fernando…

    -Llámeme Dorotea por favor.

    Hubo un silencio. Las gaviotas picoteaban la basura. La enana miraba con atención al dúo de funcionarios. Pancracio estaba en la carpa conversando con Timoteo. El circo se preparaba para su segunda función. Una semana estarían en Infiernillo, era un mal pueblo para darse una buena vida, el alcalde era muy riguroso en cuestiones morales.

    -Señorita -titubeó el funcionario que llevaba la voz cantante-, hemos recibido su denuncia. ¿Presunta castración y muerte? Queremos cooperar con usted, pero, ¿no sería mejor poner una denuncia en carabineros? Ellos son solícitos, calmos, ponderados. Usted estaría a salvo con ellos.

    -No, gracias. Ni siquiera los he llamado, ya sé lo que me dirán. Qué soy un travesti, qué merezco la muerte, qué si no me gusta la pichula que mejor me la corte. Esas cosas ya me las han dicho, por eso los he llamado a ustedes, para que me ayuden. Estoy atrapada, no tengo locomoción propia, en una semana nos iremos, pero yo quiero largarme ahora. ¿Algún hombre gentil podrá llevarme?

    Dorotea se puso coqueta. La mujer era fogosa. Los funcionarios se miraron asombrados, el vello labial era vistoso.

    -Yo no sé -dijo el funcionario más bajo-, no podemos, además usted quiere escapar de no sé qué. Nada le ha pasado a nadie, el pueblo es muy tranquilo. Apenas hay un carabinero para toda la población.

    -Por eso mismo. El asesino busca sangre; la sangre nuestra. Y yo no estoy disponible. ¿Entienden? Ustedes me llevan ahora mismo o soy capaz de hacer un escándalo. No entienden: la gran puta era una vieja agorera, ella era nuestra mentora en el prostíbulo, sí, trabajé de puta para ganarme los porotos. La enana ya me lo ha advertido, todas vamos a morir en Infiernillo, vamos a morir desangradas o tragadas por este mar inclemente. Tengo miedo, caballeros, tienen que ayudarme, soy una mujer en peligro, la orden del alcalde seguramente es protegerme, yo soy Dorotea, una respetable bailarina, pero aquí yo no sé, estoy volviéndome loca. ¿Qué hacer?, es la pregunta. Tomamos vuestra camioneta y nos largamos, yo puedo pagar, no tengo mucho dinero pero si un cuerpo excepcional, ¿quieren, muchachos?, ¿no soy linda acaso?

    -Sí, señora, es muy linda; pero si llega a saber el señor alcalde que la hemos llevado en la camioneta nos hacen sumario. Nosotros somos modestos funcionarios, hemos venido aquí para consolarla, no se aflija, no ponga esa cara, no se saque la bata, no se desnude, mire que somos de carne y hueso.

    -Oye, Francisco, mira, yo no sé, que te parece, la muchacha es muy linda, mira ese cuerpo tan exquisito, si parece mujer de verdad. Yo que tú lo pensaría, podemos venir en la noche cuando nadie nos vea, pero usted debe compartir su intimidad con nosotros, la camioneta es amplia, no son cochinadas como tú estás pensando; Dorotea para mí es una mujer, ya nos ha mostrado su belleza y qué más da, los dos somos solteros y sin compromisos. ¿Qué te parece, Francisco?, ¿la llevamos?

    -Yo no, yo paso.

    Dorotea ha puesto a prueba la lealtad de los funcionarios; intenta corromper la moralidad. ¿Qué esperamos de unos bichos sin conciencia de clase, sin escrúpulos? ¿O quizás yo sea el prejuicioso? Pensándolo seriamente, me da pena por Javier Astorga. Busca sexo gratis en brazos de una bella ex prostituta. Dorotea ha desnudado su cuerpo, nadie del circo se ha percatado, todos están ansiosos con sus pequeños trabajos cotidianos. Dorotea se acerca a Francisco, le susurra al oído; el hombre se estremece; hablan procacidades; yo no transcribiré el diálogo; mi intención es ridiculizar, no solazar las conciencias de los lectores. Por otro lado, si dejo velado el diálogo, pierdo realismo; pero esta no es una novela realista; detesto el realismo. Dorotea se acerca a Francisco, ya lo dije; le esputa una observación obscena.

    -Yo te lo podría… Lo hago rico, muy rico.

    El funcionario se estremece. Piensa en su madre. Se irrita, no es homofóbico, pero le repugna la idea.

    -Yo no sé, ya le dije, usted, usted, no es una mujer de verdad, es de…

    -¿Acaso soy de goma?

    -No me interesa el asunto.

    -En fin… Y usted, caballero, qué piensa.

    -Si mi jefecito no quiere, yo tampoco.

    -Pero qué son calzonudos. Están desaprovechando este culito, soy una princesita riquísima, tengo miedo, yo no sé por qué tantas aprensiones, deberían tomarme y hacerme vivir, no quiero morir, quiero vivir, ¿entienden?

    Dorotea pensó en su vida pasada, sólo fue un segundo, pero recordó a la puta madre exigiéndole ganarse el dinero con los marineros. Recordó a su padre, a su tío, a su abuelo, a todos sus parientes burlándose de él. "Eres Fernando Álvarez, no Dorotea. Qué te sucede, hombre, sácate ese traje de mujer, ¿qué haces?, ¿bailar en los prostíbulos? Avergüenzas a tus parientes". Esas eran las frases de su tío, el mismo que lo violó a los cinco años. Pero dejémonos de truculencias; soy enemigo de las bifurcaciones sexuales; denigran al ser humano.

    -Yo no entiendo -dijo Dorotea-, ¿son pacos acaso?

    -No, señorita, somos funcionarios públicos.

    -Un funcionario público -dijo Dorotea-, he tenido a muchos. Son todos iguales, unos maricas, con el sueldo asegurado de por vida. Ustedes no son más buenos o más malos que yo, son distintos. Se creen los dioses, yo los conozco, se mueren por mí, nadie puede resistirme, soy la más bella de las danzarinas. Quiero, exijo, más bien, que me saquen de este infierno, no quiero que me castren, estoy bien con lo que tengo, no les parece, miren, miren, solácense, estoy desnuda, miren este cuerpo de mujer, miren, miren.

    Dorotea gritaba, estaba histérica. Los funcionarios públicos se arremangaron las mangas, hacía mucho calor. La corbata, la camisa blanca, los nudillos gastados, la chaqueta raída. Hacía calor, como dije. Prudencio escuchó los gritos. Se acercó corriendo, Timoteo también. Los payasos dejaron de reírse. La enana masculló palabras malignamente. Estaban afectados por la demencia de Dorotea. "Me van a castrar", gritaba Dorotea, "me van a castrar". La carpa del circo ondeaba al viento, el mar arremetía con fuerza, las gentes que caminaban por allí murmuraban; Infiernillo era un lugar apestoso. Los vecinos habían disfrutado de la función, estaban encantados, otra noche de juerga se avecinaba en el pueblo; Dorotea y su histeria era el punto negro del festejo. Prudencio tomó a la mujer de los brazos, la tironeó hasta que dejó de gritar. Esputó palabras sin sentido; los funcionarios se encogieron de hombros. "Ella quiso que viniéramos", dijeron. Trajeron agua con azúcar. Dorotea bebió al seco. Patricia estaba espantada, Helena caminaba por los alrededores; el ruido de las olas chocando contra las rocas había impedido que escuchara el alboroto. Prudencio se acercó a la enana. Prudencio estaba enojado.

    -¿Qué le dijiste?

    -Yo -dijo la enana-, nada, ¿por qué?

    Prudencio no respondió. Estaba seguro de que la enana había provocado el comportamiento extraño de Dorotea. Los payasos estaban sin la pintura, sus caras reflejan estupor, los animales gruñían, el circo con su alegría se había vuelto esquizoide. No había palabras para retratar lo funesto que se apreciaba en los rostros. Las carpas apostadas en tierra, los camiones desvencijados que tiraban los carros del tigre, los elefantes encadenados, el cerdo que criaba y daba de mamar, las cabritas, los monos, el mundo entero estaba en ebullición; y la causa era Dorotea y su espanto de castración.

    -¿Qué demonios pasa aquí? -gritó roncamente Helena.

    -Es Dorotea -respondió Tito-, se ha vuelto loca.

    Las palabras fueron lapidarias.

    Los payasos ya no reían, tenían las caras manchadas de arrugas. El mar azotaba la costa, los funcionarios municipales intentaban calmar a Dorotea, pero ésta no escuchaba razonamientos. Pedían a gritos un médico, pero en Infiernillo no había facultativos. "La posta rural está a dos días de camino". Estas fueron las palabras que pronunció Francisco Hernández. Tampoco tenían calmantes. Decidieron por lo más sano. Llevaron a Dorotea -la arrastraron más bien- hasta un poste de luz. Allí la amarraron con sogas. El espectáculo era chocante. Desnuda como estaba, con sus pechos al aire y la bata rasgada por el esfuerzo de las manos que intentaban ayudarla. "Qué no se golpee la cabeza", gritaban los hombres. Los animales estaban inquietos. Tito, el payaso, habló con tono dominante. Prudencio aceptó la moción. Habría que buscar un somnífero para que Dorotea se tranquilizara. No había píldoras tranquilizantes en el circo, sólo anticonceptivas. Javier Astorga propuso llevarla a la posta rural. Pero eran dos días por caminos sembrados de alimañas. "El señor alcalde quizá tenga en su despensa". Las palabras de Francisco fueron bien recibidas. La camioneta abandonó el lugar a toda velocidad.

    -No me castren -gritaba Dorotea-, es mi pichula, me moriré desangrada. Saquéenme de aquí, me voy a tirar al mar. Me voy a escapar nadando. ¡Saquéenme! ¡Saquéenme!

    -Tranquilita, mijita -dijo Pancracio-, aquí la vamos a cuidar. Yo llevo veinte años de viudez; los mismos años que llevo de célibe. Tengo la fuerza de un toro, nadie le va a tocar un pelo. Tranquilita.

    Las palabras de Pancracio no calmaron a Dorotea, siguió gritando como una loca.

    -Mamita, mamacita, ayúdame, me quieren matar. Tengo sed -gritó con furia Dorotea-, denme agua.

    Le trajeron un vaso con azúcar y líquido para beber.

    -Tal vez se calme -dijo Timoteo.

    Dorotea se bebió el contenido de un sorbo.

    -Aunque se calme -dijo Prudencio-, la mantendremos amarrada. Puede lanzarse al mar.

    Todos estuvieron de acuerdo. Al poco rato regresó Francisco. El señor alcalde les había prometido pastillas para dormir. No fue hasta que llegó la noche que Dorotea se calmó. El sueño fue apoderándose del travesti. Se escucharon sus últimos quejidos mientras los payasos hacían reír a la concurrencia. El circo se había difuminado, la luz era como una lágrima. Dorotea no lloraba, dormía. El circo se detuvo por un instante para recordar a una de sus bailarinas, enloquecida en el pueblo de Infiernillo.

    5

    La enana tiraba las cartas del tarot, estaba sola, se escucha el estruendo del mar. Los payasos hacían cabriolas, contaban chistes picantes, el público aplaudía, sordos, a los lamentos de la "loca". Dorotea ya dormía pero su sueño era inquieto. Prudencio anunciaba los actos circenses, vestía un traje negro, algunas personas se habían admirado de que una persona semi desnuda estuviera atada a un poste de luz. Pero las ganas de pasarlo bien habían coartado sus buenas intenciones. "Algo habrá hecho", se decían. El tigre gruñía con ferocidad, el domador estaba inquieto. Según la enana, era malo amarrar a Dorotea, el asesino tendría la presa calentita.

    -Ahora con ustedes, la danza de las lesbianas; digo, de las bailarinas.

    Prudencio escuchó la risa, los payasos festejaron la chambonada.

    El mar opacaba la armonía de la música, el baterista y el guitarrista hacían esfuerzos por concentrarse; la imagen de Dorotea amarrada a un poste de luz los aturdía. Todos estaban pendientes de los resultados de las cartas del tarot; hasta Prudencio abría los ojos buscando ayuda divina. La enana ordenaba las cartas, el mazo con los arcanos pintados de colores chillones danzaba en sus manos; era experta en el manejo de la baraja. "Esta carta sí, esta carta no". Se preocupaba la enana de ordenar el engranaje; el resultado era vital. Dorotea había enloquecido, el tigre permanecía inquieto, los elefantes también actuaban de forma errática. Mientras tanto, el pueblo comentaba la singularidad del circo. Estaban aterrados, pero el morbo los alentaba. No era terror, era un pudor eclesiástico. Se había corrido la voz de que las supuestas danzarinas eran hombres. Muchos sabían del aquello, pero callaban. Las gentes presenciaban el espectáculo llenas de una ira contenida.

    -Esta carta es terminante.

    La enana sonrió burlescamente.

    -No hay locura, hay muerte. Debemos salvar a Dorotea. La posta rural es peligrosa, puede encontrar la muerte en las manos de un practicante.

    Partes: 1, 2, 3, 4
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