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Antología de William Shakespeare (página 3)

Enviado por Jazmín Vázquez


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

GRUMIO.-Pues si lo sabes, sigue tú contando. ¿Ves?, de no haberme interrumpido hubieras sabido cómo el caballo ha caído, y ella debajo, pero precisamente encimita del cenagal. Luego, la clase de cenagal que era; de qué modo se rebozó en el barro; cómo el amo la dejó, caballo y todo sobre ella; y cómo a mí me sacudió por haber tropezado el caballo del ama. Luego lo que ella chapoteó en el barro para venir a librarme de sus manos; de qué manera él juraba, ¡y cuanto ella le suplicaba! Ella, que jamás había suplicado antes. Y como yo chillaba de tal modo, que los caballos salieron escapados. Cómo la brida del ama se rompió. Cómo yo perdí mi grupera. Y muchas otras cosas más dignas de memoria, pero que morirán en el olvido, mientras tú, ignorante de lo que ha pasado, bajarás a la tumba. 

CURTIS.-A juzgar por lo que dices, está él más rabioso que ella. 

GRUMIO-De ello no hay duda. Y esto, tanto tú como el más majo de la casa lo descubriréis en cuanto llegue. ¿Pero a qué tantas palabras? Llama a Nataniel, a José, a Nicolás, a Felipe, a Walter Pilón de Azúcar y a todos los demás. Y ¡mucho ojo! Que estén bien peinados, las libreas azules bien cepilladas y las ligas perfectamente atadas. Que hagan la reverencia con la pierna izquierda, y que no se to-men la libertad de tocar una crin de la cola del caballo del amo sin previamente haberle enviado un beso con la mano. ¿Están todos dispuestos? CURTIS.-Lo están. 

GRUMIO.-Llámales entonces. 

CURTIS.-(A voces.) ¡A ver! ¿me oís? ¡Que cada uno vaya al encuentro del amo, con objeto de hacer buena cara al ama! 

GRUMIO.-¿Cómo? Te advierto ella tiene ya su cara. 

CURTIS.-¿Quién podría ignorarlo? 

GRUMIO.-Diríase que tu, puesto que les llamas para que le hagan una buena. 

CURTIS.-Lo que hago es invitarles a que le presten sus respetos. 

GRUMIO.-¿Pero es que tú crees que ella viene aquí a que le presten algo? (Entran cuatro o cinco servidores, que se agrupan en torno a Grumio.) 

NATANIEL.-Bienvenido, Grumio. 

FELIPE.-¿Qué tal, Grumio? 

NICOLÁS.-¡Querido Grumio! 

NATANIEL.-¿Cómo, te ha ido, muchacho? 

GRUMIO.-Hola tú… Y tú, ¿cómo estás?… ¿Estás tú aquí también… Adiós, compadre… y ya basta de saludos. Y ahora, mis buenos mozos, ¿es que todo está dispuesto? ¿Todo en orden? NATANIEL.-Todo. ¿A qué distancia está el amo? 

GRUMIO.-A dos pasos. Ya debe incluso haberse apeado del caballo. Luego basta de charla. Pero, ¡silencio, por el gallo de la Pasión, que ya le oigo! (Entran Petruchio y Catalina, llenos de barro.) 

PETRUCHIO.-¿Dónde, están ese hatajo de inútiles? ¿De modo que nadie a la puerta para tenerme el estribo y para recoger al caballo? ¿Dónde está Nataniel? ¿Dónde Gregorio? ¿Dónde Felipe? 

LOS CRIADOS.-¡Aquí! ¡Aquí, señor! ¡Aquí! 

PETRUCHIO.-¡Aquí! ¡Aquí, Señor! ¡Aquí! ¡Tarugos! ¡Asnos! ¡Unos grandes asnos!, he aquí lo que sois. Aquí estáis, pero nadie se ha presentado para servirnos. Nadie para saludarnos y desearnos la bienvenida. ¿Dónde, está ese idiota, ese papanatas al que he enviado por delante? 

GRUMIO.-Aquí estoy, señor, tan idiota como de costumbre. 

PETRUCHIO.-¡Palurdo!, ¡rocín de cervecero! ¡hijo de zorra! ¿No te había dicho que salieses a esperarme al parque en unión de esta cuadrilla de gaznápiros? 

GRUMIO.-Señor, la librea de Nataniel no estaba completamente acabada y los escarpines de Gabriel estaban, por el contrario, perfectamente acabados por los tacones.

No había negro de humo para dar una mano al sombrero de Pedro, y la daga de Gontrán aún no se la había enviado el fabricante de vainas. Es decir, ninguno estaba listo a excepción de Adán, Raúl y Gregorio. Los demás estaban, por decirlo así, hechos jirones. Más usados en sus trajes, que mendigos. No obstante, tal cual estaban han venido a vuestro encuentro. PETRUCHIO.-¡Largo, bribones! ¡Id a buscar la cena! (Los criados salen. Petruchio canta.) ¡Qué fue de la vida que yo llevaba!… ¿dónde están…? (Fijándose en Catalina.) Pero siéntate y sé la bienvenida, Lina… A comer, a comer, ¡a comer! (Entran los criados trayendo la Cena.) ¿Qué? ¿Llega la cena, al fin? Ea, mi buena, mi dulce Lina, anímate. Pero, ¿qué hacéis que no me quitáis las botas, canallas? ¡Vivos! (Canta.) «En otro tiempo, un fraile gris siempre que iba de viaje…»  ¡Detente animal, que me tuerces el pie! … (Le pega.) ¡Toma! ¡Así tendrás más cuidado al sacar la otra!… Alégrate, Lina… Pero, ¿no hay agua? (Entra un criado trayéndola.) ¿Y dónde está Troilus, mi podenco? En cuanto a ti, bribón, escapa de aquí y ve a rogar a mi primo Fernando que venga. (El criado sale.) Se trata de alguien, Lina al que será preciso que abraces y al que quiero que conozcas. ¿Dónde están mis zapatillas? Y esa agua, ¿llega o no llega? (Le presentan la aljofaina por segunda vez.) Ven Lina, ven a lavarte, y de todo corazón, sé la bien venida. (Empuja al criado, que deja caer el agua.) ¡Idiota! ¡Hijo de perdida! ¡Ni que decir tiene que la has tirado toda! (Le pega.) 

CATALINA.-Tened paciencia, os lo ruego. Lo ha hecho sin querer.

 PETRUCHIO.-¡Es un hijo de zorra!, ¡una cabeza de leño!, ¡un orejas de asno! Ea, Lina, ven a sentarte, que sé que tienes mucha hambre. ¿Quieres decir el Pater Noster, mi querida Lina, o lo digo yo? Pero, ¿qué es esto?, ¿carnero? 

PRIMER CRIADO.-Sí, mi amo. 

PETRUCHIO.-¿Quién le ha traído? 

PRIMER CRIADO.-Yo. 

PETRUCHIO.-¡Pero si está todo quemado! ¡Toda la carne está quemada! ¡Perros del demonio, qué sois! ¿Dónde está ese maldito cocinero? ¿Cómo habéis tenido la audacia de traer una carne semejante y de servírmela en este estado, sabiendo de qué modo la detesto así? ¡Quitadme de delante todo eso! ¡Platos, vasos, todo! (Les tira la cena a la cabeza. ) ¡Idiotas! ¡Imbéciles! ¡Animales! ¡Malenseñados! ¿Cómo? ¿Y aún refunfuñáis? ¡Dentro de un instante me las entenderé con vosotros! (Echa a todos de la sala menos a Curtis.) 

CATALINA.-Por favor, esposo, no os atormentéis así. En cuanto a la carne, en su punto estaba, podéis creerme. 

PETRUCHIO.-Pues yo digo, Lina, que estaba toda quemada; toda seca. Y la carne a tal punto asa-da me está enteramente prohibida. No debo ni probarla. Parece ser que produce bilis y que mueve a la cólera. Vale, pues, más para nosotros dos que de naturaleza somos ya un poco irritables, quedarnos en ayunas, que comer una carne como ésta, demasiado asada. Ten paciencia. Mañana irá la cosa mejor. Ea, ven. Voy a conducirte a la cámara nupcial. (Salen seguidos de Curtis. Los criados entran poco a poco.) 

NATANIEL.-Pedro, ¿viste jamás cosa semejante? 

PEDRO.-La está domando a fuerza de imitar su carácter. (Curtis vuelve.) 

GRUMIO.-¿Dónde está? CURTIS.-En el cuarto de su mujer, pronunciando un gran discurso sobre la continencia. Maldice, jura truena de tal modo que la pobre criatura no sa-be ya qué hacer, adónde mirar ni qué decir. Ha acabado por sentarse y está como alguien que acaba de despertar de un sueño. (Entra Petruchio.) 

PETRUCHIO.-Creo que he comenzado mi reinado como hábil político y espero llevar mi empresa a un buen fin. Por lo pronto, mi halcón está hambriento y con el estómago una patena. Hasta que no esté bien amaestrada será preciso que no se vea harta; de otro modo, no habría medio de que acudiese al señuelo. Y aun conozco otro medio de do-mar a mi ave de presa; de hacerla que aprenda a conocer mi voz y acuda a mi mano: que es impedirla que duerma; como se hace con los milanos que agitan las alas y no quieren obedecer. Nada ha comido hoy y nada comerá mañana aún. La noche última no durmió y ésta no dormirá tampoco. Del mismo modo que con la cena, ya encontraré una estratagema cualquiera, por ejemplo sobre el modo como han hecho la cama, y hallada, todo irá por los aires; aquí la almohada; allá, el almohadón; las mantas, por un lado; las sábanas, por otro. Y, naturalmente, en medio del escándalo no dejaré de jurar y de repetir que cuanto hago es por ella; en atención y solicitud hacia ella. En una palabra, velará toda la noche, pues en cuanto incline la cabeza me pondré a jurar y a maldecir como un condenado, y con voces no habrá medio de que pegue los ojos. ¡He aquí cómo agobia a una mujer a fuerza de la bondad! Si alguien conoce un medio mejor para domar a una fiera, que hable; haría una verdadera caridad indicándomelo.

 ESCENA II

Padua. Una plaza. Ante la casa de Bautista (LUCENTIO [como Cambio] y BLANCA, sentados en un banco, leen un libro; ´TRANIO [en Lucentio siempre] y HORTENSIO salen de una casa situada al otro lado de la plaza) 

TRANIO.-¿Sería posible, amigo Licio, que la señora Blanca se interesase por otro hombre que por mí, Lucentio? Os aseguro que no puede estar conmigo más amable. HORTENSIO.-Pues para que os convenzáis de lo que os he dicho, no tenéis sino observar, sin que os vean, cómo le da su lección. 

LUCENTIO.-Y bien, señora ¿sacáis provecho de vuestras lecturas? 

BLANCA.-Y vos, maestro, ¿cuales son las vuestras? Responded primero a esto. 

LUCENTIO.-Yo leo lo que profeso: El arte de amar. 

BLANCA.- ¡Ojalá lleguéis a ser un maestro en vuestro arte! 

LUCENTIO.-Lo seré mientras vos, amor mío, séais la dueña de mi corazón. (Se levantan, se besan y salen embelesados.) 

HORTENSIO-Sus progresos, ¡pardiez!, no pueden ser más rápidos. Conque, ¿qué decís ahora? Hacedme el favor de responder, pues hace un momento os atrevíais a jurar que vuestra señora, Blanca no amaba en el mundo a, nadie tanto como a Lucentio. 

TRANIO.-¡Oh engañador amor! ¡Oh inconstancia de las mujeres! Es coma para no creerlo, Licio, te lo aseguro. 

HORTENSIO.-Pues bien, cese la equivocación en lo que a mí afecta; yo no me llamo Licio, ni soy un músico, como aparento, sino un hombre harto de cubrirse con esta apariencia y de fingir por una mujer capaz de dejar plantado a un hidalgo para hacer su dios de semejante majadero. Sabed, caballero, que yo me llamo Hortensio.

 TRANIO.-Señor Hortensio, con frecuencia he oído hablar de vuestro profundo afecto hacia Blanca; y puesto que mis ojos son testigos de su ligereza, quiero, al mismo tiempo que vos, si me lo permitís, abjurar para siempre de ella y de su amor. 

HORTENSIO.-¡Ya habéis visto cómo se besan y se acarician! Señor Lucentio, he aquí mi mano. Desde este momento me comprometo formalmente a no hacerle más la corte y a renegar de ella como de criatura indigna de los homenajes con que hasta ahora la he halagado tan locamente. 

TRANIO.-Y yo, asimismo, hago juramento sin-cero de no desposarla jamás; incluso si me lo suplicase. ¡Se acabó para mí esta mujer! ¡Ved, ved aún los repugnantes cariños que le hace! 

HORTENSIO.- ¡Merecería que el mundo entero, menos él, renegase de ella! En cuanto a mí, con objeto de estar aún más seguro de cumplir lo que prometo, voy a casarme antes de tres días con una viuda rica que no ha dejado de adorarme mientras yo amaba a esta desdeñosa y vanidosa faisana. Pos consiguiente, adiós, señor Lucentio. En adelante no serán los lindos rostros de las mujeres, sino la bon-dad de su corazón, lo que conseguirá mi amor. Me despido de vos resuelto a cumplir lo que acabo de jurar. (Salen. Tranio va en busca de los enamorados, que vuelven a su vez.) 

TRANIO.-¡Que el cielo os conceda, señora Blanca, todos los favores patrimonio de los amantes felices! Debo deciros que, habiendo sorprendido vuestras caricias, tanto Hortensio como yo, hemos renunciado a vos. BLANCA.-¿No hablas en broma, Tranio? ¿Habéis renunciado, en verdad, a mí? 

TRANIO.-Así es, señora. 

LUCENTIO.-Henos, pues, desembarazados de Licio. 

TRANIO.-Ha partido en busca de una buena moza, viuda por más señas, que se dejará seducir y desposar en un día. 

BLANCA.-¡Buen provecho les haga! 

TRANIO.-Y, además, él pronto la habrá domado. 

BLANCA.-Al menos lo dirá, Tranio. 

TRANIO.-Seguro, pues ha partido en dirección a la escuela donde se aprende a domar a las mujeres. BLANCA.-¿La escuela donde se aprende a do-mar a las mujeres?, pero, ¿existe tal escuela? 

TRANIO.-Por supuesto, señora. Y en ella, Petruchio es el maestro. El enseña los procedimientos, que caen como un treinta y un uno, para domar a las mujeres ariscas, y para hacer dormir su lengua cuando es demasiado violenta. (Entra Biondello, corriendo.) 

BIONDELLO.-¡Amo, amo! A fuerza de estar a la espera, como un perro, estoy derrengado. Mas, por fortuna, he acabado por divisar a un viejo, a un buen ángel, que bajaba por la colina, y que creo nos servirá perfectamente. 

TRANIO.-¿Qué clase de hombre es, Biondello? 

BIONDELLO.- O un «mercadero» o un pedagogo, no lo sé. Pero la compostura de su traje y la gravedad de su rostro y de su aspecto, le dan enteramente el aire de un buen padre. LUCENTIO.-¿Y qué quieres hacer con él, Tranio? 

TRANIO.-De ser crédulo y de dar fe a lo que voy a contarle, conseguiré que acepte con solicitud y diligencia el papel de Vincentio, con objeto de que garantice a Bautista Minola lo que haría el verdadero Vincentio.

Conque llevaos a vuestra amada y dejadme solo. (Lucentio y Blanca entran en la casa y el Pedagogo aparece.) 

EL PEDAGOGO.-¡Dios os guarde, caballero! 

TRANIO.-Y a vos también, señor mío, sed bien venido. ¿Estáis de paso aquí, tan solo, o habéis llegado al término de vuestro viaje? EL PEDAGOGO.-Voy a estar aquí durante una semana o dos. Luego volveré a partir e iré hasta Roma. Y de Roma, a Trípoli. Si Dios me concede vida.

 TRANIO.-¿De dónde sois, señor? 

EL PEDAGOGO.-De Mantua. 

TRANIO.-¿De Mantua? ¡Santo cielo! ¿Y venís a Padua sin temor vuestra vida? 

EL PEDAGOGO.-¿Sin temor por mi vida, decís? ¿Y por qué habría temer? Decídmelo, os lo rue-go. 

TRANIO.-Pero, ¿no sabéis que es la muerte, para todo habitante de Mantua, el venir a Padua? ¿E ignoráis acaso el por qué? En Venecia han confiscado vuestras naves, y nuestro Duque, a consecuencia de una querella privada con el vuestro, ha hecho proclamar por todas partes un edicto anunciando esta pena. Claro que, como acabáis de llegar, lo ignoráis aún; de otro modo, extraordinario sería que no hubieseis oído hablar ello. 

EL PEDAGOGO.-Pues caballero, la cosa es tanto más peligrosa para mí cuanto que soy portador de letras de cambio establecidas en Florencia, y que debía presentar al cobro aquí. TRANIO.-En efecto. Mas con objeto de ayudaros y por pura cortesía, he aquí lo que estoy dispuesto a hacer y lo que os aconsejo. Pero ante todo, decidme: ¿habéis ido alguna vez a Pisa? EL PEDAGOGO.-Sí, he ido con frecuencia a Pisa, ciudad afamada a causa de la seriedad de sus ciudadanos. 

TRANIO.-Y entre ellos, ¿conocéis a uno llama-do Vincentio? 

EL PEDAGOGO.-Conocerle no le conozco, pero sí he oído hablar de él. Es un mercader inmensamente rico. 

TRANIO.-Pues es mi padre, señor. Y, en verdad, que hasta os parecéis un poco a él. 

BIONDELLO.(Aparte.)-Exactamente como una manzana a una ostra. Se equivocaría uno. 

TRANIO.-Pues bien, con objeto de salvaros la vida, pues vuestro caso es muy grave, he aquí el servicio que estoy dispuesto a prestaros, y que os hará ver que no es poca suerte para vos el pareceros a Vincentio; vais a tomar aquí su nombre y a haceros pasar por él. Por supuesto, seréis alojado en mi casa y como corresponde a un amigo. Por vuestra parte, cuanto habréis de hacer consistirá en representar vuestro papel como es debido.

¿Me comprendéis? Por consiguiente, permaneceréis en mi casa hasta que hayáis terminado vuestros quehaceres en esta ciudad. Si este ofrecimiento, señor, os place, no tenéis sino aceptarle. 

EL PEDAGOGO.-¡Pues no lo he de aceptar, caballero! Y siempre os consideraré como el protector de mi vida y de mi libertad. 

TRANIO.-En este caso, venid conmigo, que va-mos a disponer todo como es debido. ¡Ay!, y a propósito; es preciso que os diga que precisamente espero todos los días a mi padre para que asegure los derechos de viudedad a la hija de un tal Bautista, con la cual debo casarme. Pero ya os pondré al corriente de todos los detalles. Venid conmigo, señor, con objeto de que os vistáis cual conviene a vuestra actual categoría. (Salen.)

 ESCENA III

Una gran sala en casa de Petruchio (Entran CATALINA y GRUMIO) 

GRUMIO.-No, no; de veras que no; por nada del mundo me atrevería. 

CATALINA.-Cuanto más sufro, más encolerizado está él. Además, ¿es que se ha casado conmigo para matarme de hambre? Los mendigos que llegan a la puerta de mi padre no tienen sino pedir y al momento reciben la limosna que imploran. Y si se les negase allí, en otra parte hallarían caridad. Pero yo, que jamás aprendí a implorar, que jamás tuve necesidad de implorar, privada me veo de alimento y la cabeza se me va por falta de sueño. Despierta me tiene a fuerza de juramentos y maldiciones, y sólo con escándalos me alimenta. Y lo que aún me desespera más que todas las privaciones, es ver que todo lo hace con el pretexto de un amor perfecto; es decir, cual si comiendo y durmiendo fuese a sobrevenirme una enfermedad mortal o una muerte súbita. Por lo tanto, te lo ruego una vez más; ve a buscarme algo de comer. No importa el qué, con tal de que sea un alimento sano. 

GRUMIO.-¿Qué os parecería un pie de ternera? 

CATALINA.-¡Pero un pie de ternera es delicioso! ¡Tráemelo al punto! 

GRUMIO.-Ahora me pregunto si no sería un manjar demasiado fuerte. ¿Qué os parecerían, si no, unos callos bien preparados? 

CATALINA.-¡Oh los callos! ¡Loca me vuelven! ¡ Corre a por ellos, mi buen Grumio! 

GRUMIO.-¿Qué hacer? ¿Y si os resultan irritantes? ¿No sería tal vez mejor un buen pedazo de vaca con su poquito de mostaza? 

CATALINA.-¡Es uno de mis platos preferidos! 

GRUMIO.-Sí, pero he hablado de mostaza y la mostaza es, seguramente, condimento demasiado fuerte. 

CATALINA.-Pues bien, tráeme la carne y vaya al diablo la mostaza. 

GRUMIO.-No. Eso de ningún modo. Grumio os traerá, señora, la vaca con su buena mostaza, o nada. 

CATALINA.-Bueno; bien; sí; las dos cosas. O una sin la otra. O lo que tú quieras. 

GRUMIO.-Tal vez entonces la mostaza sin la carne? 

CATALINA.-(Pegándole.) ¡Vete de aquí, insolente, que te burlas de mí, y como todo alimento no haces sino enumerarme los platos! ¡Ay de ti y de toda la miserable banda que de tal modo abusa de mi desgracia! ¡vete! ¿No te digo que te vayas? (Entran Petruchio y Hortensio trayendo platos con comida.) 

PETRUCHIO.-¿Cómo está mi dulce Linita? Pero, ¿qué tienes, amor mío? ¿Qué carita es ésa de cadáver? 

HORTENSIO.-¿Cómo estáis, señora? 

CATALINA.-Si he de decir la verdad, tan mal como es posible estar.

 PETRUCHIO.-No, querida. ¡Arriba el ánimo! Mírame con alegría. Ea, bien mío, mira cómo me he ocupado de ti con toda presteza. Yo mismo he preparado tu desayuno y aquí te lo traigo. (Ponen los platos sobre la mesa.) Y esta atención, Lina, bien creo que merece unas «gracias» afectuosas… ¿No? ¿Ni siquiera una palabra?. Entonces es que no te gusta lo que te traigo y que toda mi diligencia ha sido por nada, ¡A ver!, ¡llevaos este plato! 

CATALINA. – ¡No! Dejadle. Os lo ruego. 

PETRUCHIO.-El servicio más modesto suele ser recompensado con un «gracias». Tú recompensarás, pues, el mío, antes de tocar este plato.

 CATALINA.-Muchas gracias, señor. (Se sienta a la mesa. Petruchio permanece de pie.) 

HORTENSIO.-(Sentándose frente a Catalina.) ¿No te sientas tú? Haces mal. Pues comamos nosotros, señora. Yo os acompañaré. 

PETRUCHIO.-(Por lo bajo a Hortensio).- Hortensio, si me quieres hacer un favor, ¡cómetelo todo! (A Catalina, en voz alta.) Que te haga muy buen provecho lo que vas a comer, corazón mío. Y date prisa te lo ruego, Lina mía, porque inmediatamente, mi dulce compañera querida, volveremos a casa de tu padre, adonde quiero que te presentes con trajes tan ricos como los de las más ricas damas. Trajes, abrigos, sombreros, sortijas de oro, gorgueras, puños de encaje verdugados y mil otras cosas bellas, sin olvidar los chales, los abanicos y las joyas a profusión, tales que brazaletes de ámbar, collares de todo eso que tanto os agrada a las mujeres(Grumio arrambla con los platos.) ¡Ah! ¿Has acabado ya de desayunar? Pues muy bien. El sastre sólo espera que te plazca recibirle para adornar tu graciosa persona con los más suaves y acariciadores atavíos. (Entra un sastre, llevando un traje al brazo.) Adelante, sastre, y veamos ese traje. Muestra tu maravilla. (Entra un mercero con una caja.) Y tú mercero, ¿qué te trae? EL MERCERO.-Traigo, vedla aquí, la toca que Vuestra Señoría me ha encargado. 

PETRUCHIO.-¿Llamas a esto una toca? ¿Las has modelado, acaso con una escudilla? ¿Toca dices? ¡Esto lo que es, es un orinal de terciopelo! ¡Quítamelo de delante! Es no solamente fea, sino repugnante ¡Llamar toca a una especie de vaina!, ¡a una cáscara de nuez!, ¡a una baratija! ¡a un perendengue!, ¡a un juguete!, ¡a un gorrillo de muñeca! ¡Al diablo tu toca! Yo quiero algo más grande. 

CATALINA.-Pues yo no quiero una cosa más grande. Esta toca está a la moda. Las damas de buen tono llevan tocas como ésta. 

PETRUCHIO.-¡Cuando dulcifiques el tuyo tendrás una; no antes! 

HORTENSIO.-(Aparte.) Pues ya escampa. 

CATALINA.-¿Cómo? ¿Es que yo no tengo derecho a opinar? Pues sabed que diré aquello que de-ba decir, porque yo no soy ni una niña ni un muñeco. Gentes de más campanillas que vos tuvieron que soportar que dijese lo que pensaba; de modo que si vos no podéis soportarlo no tenéis sino taparos los oídos. Porque preciso es que mi lengua exprese la indignación que llena ya mi corazón, o que éste estalle a fuerza de cólera. Y antes de que tal ocurra, quiero ser libre, absolutamente libre de hablar como me plazca. 

PETRUCHIO.-Pardiez, dices mucha verdad. Esta toca es lastimosa. Es fruslería. Una corteza de pastel. Algo como de confitería montado sobre se-da. Te amo aún más viendo que no te gusta. CATALINA.-Me améis o no me améis, a mí me gusta la toca. Y quiero ésa o ninguna. (Grumio hace salir al mercero.) 

PETRUCHIO.-¿Tu vestido dices? ¡Ah, sí!, es verdad. Acércate, sastre. Muestra lo que traes. (El sastre obedece.) ¡Bondad divina de bondad divina! ¡Pero es un traje de carnaval! ¿Esto qué es?, ¿una man-ga? ¡Pero si parece un cañón!, ¡una bombarda! Y… ¡qué veo, además! ¿Cortado de arriba abajo como una tarta de manzanas? ¡Más cortes, cortaduras y picados: tajado agujereado, como el calentador de la peluquería de un barbero! ¿Qué diablo de nombre de demonio das tú a esto, sastre?

HORTENSIO.-(A parte.) Que me cuelguen si no se queda sin toca ni vestido.

 SASTRE.-Me habéis encargado, señor, que le hiciera elegante, bonito, a la última moda. 

PETRUCHIO.-¡Naturalmente! Pero lo que no te he dicho es que degollases la moda. ¡Largo! Fuera de aquí. A tu casa por calles y arroyos, lo más pronto posible, y sin esperanza de que yo sea tu parroquiano. En cuanto al traje. ¡Ni verle quiero! Quítate de mi vista. Haz con él lo que te plazca. 

CATALINA.-Pues yo no he visto nunca un vestido mejor cortado, más elegante, más bonito y más como es debido. Diríase que os empeñáis en tratarme como a un pelele. SASTRE.-Ya lo oís, señor. Bien claro dice que vuestra señoría quiere tratarla como a un pelele. 

PETRUCHIO.-¡Será atrevido el afilado bellaco. ¡Mientes, hembra humana!, ¡hilo!, ¡hebra!, ¡dedal, ¡vara de medir!, ¡tres cuartos de vara!, ¡media vara tan sólo!, ¡cuarto apenas! ¡Mientes; clavo, pulga, piojo, grillo de invierno! ¡Largo de aquí! ¡Pues no viene este estropajo a enfrentarse conmigo en mi propia casa! ¡Fuera, trapo sucio, pedazo, cacho, trozo de hombre, aborto humano! ¡Fuera o te mediré de tal modo con tu propia vara que te acordarás to-da su vida de lo que te costó hablar delante de mí! Yo te digo y te repito que has estropeado el vestido. 

SASTRE.-Vuestra Señoría se equivoca. El traje ha sido hecho exactamente como mi maestro había recibido orden de hacerlo. Grumio puede decirlo, que fue quien vino a encargarle. 

GRUMIO.-Yo no encargué nada. Cuanto hice fue dejar la tela. SASTRE.-¿Y cómo dijiste que el vestido fuese hecho? 

GRUMIO.-¡Pardiez!, con hilos y agujas. 

SASTRE.-Pero, ¿no encargaste que estuviese bien acuchillado? 

GRUMIO.-Lo que seguramente ya habíais hecho más de una vez. SASTRE.-Naturalmente. ¿Y qué? 

GRUMIO.-Que no me acuchilles a mí, que yo no soy un vestido. Y si asimismo estás acostumbrado a vestir, no por ello debes vestirme a mí ahora con ropa que no merezco. Yo no quiero ni que me acuchillen ni que me vistan. Y repito que dije a tu maestro que cortase el vestido, pero que no le cortase en mil pedazos. Ergo, mientes. 

SASTRE.-¿Sí? Pues en prueba de lo contrario, he aquí la nota de encargo. 

PETRUCHIO.-Lee. 

GRUMIO.-Si dice que yo he dicho tal cosa, mentirá la nota. 

SASTRE.-(Leyendo.) Primero: un vestido con corpiño perdido.

GRUMIO.-(A Petruchio.) Mi amo; si yo he dicho jamás eso de vestido con corpiño perdido, que me cosan dentro de la falda y que me golpeen a muerte con un ovillo de hilo oscuro. Yo dije, tan sólo: un vestido. 

PETRUCHIO.-(Al sastre.) Continúa. 

SASTRE.-(Leyendo.) Con un cuello pequeñito, redondeado. 

GRUMIO.-Cierto. Pongo el cuello por lo del cuello. SASTRE.-(Leyendo siempre.) Con una manga de jamón. 

GRUMIO.-Confieso que dije no una sino dos. SASTRE.-Las mangas delicadamente recortadas. 

PETRUCHIO.-Y en ello está precisamente lo abominable. 

GRUMIO.-Error en la lista, señor; error en la lista. Lo que yo encargué fue que las mangas fuesen cortadas primero, y luego cosidas. Y esto, sastre, dispuesto estoy a probártelo pese a que tengas el meñique armado con un dedal. 

SASTRE.-Lo que yo digo es la verdad, y si estuviésemos en otra parte no tardarías en saberlo. 

GRUMIO.-Estoy a tu disposición desde ahora mismo. Coge como arma tu lista, dame la vara y no me tengas compasión. 

HORTENSIO.- ¡Dios me perdone, Grumio!, pero con las armas no le das ventaja. PETRUCHIO.-En una palabra, sastre, este vestido no es para mí. 

GRUMIO.-Tenéis razón, señor; es para el ama. 

PETRUCHIO.-Por consiguiente, llévatele y que tu maestro haga con él el uso que quiera. 

GRUMIO.-Lo que es eso, no, ¡bribón! ¡Por nada del mundo! Usar tu maestro un traje de mi señor ¡jamás! 

PETRUCHIO.-¿Qué dices ahí?, ¿qué broma es ésa? 

GRUMIO.-Nada de broma, señor; se trata de una cosa muy seria. ¿Usar su maestro un traje de mi ama? ¡Ah, no! 

PETRUCHIO.-(En voz baja a Hortensio.) Hortensio, ocúpate de que paguen al sastre. (Al sastre.) Lo dicho. ¡Largo!, llévate eso, y ni una palabra más. 

HORTENSIO.-(En voz baja al sastre.) Yo te pagaré mañana el vestido. Que no te enfaden sus modales algo bruscos. Vete sin cuidado y mil felicitaciones a tu maestro. (Sale sastre.) PETRUCHIO.-Ea, vamos, mi querida Lina. Ire-mos a casa de tu padre con los sencillos y modestos adornos que tenemos. Si nuestros vestidos son humildes, nuestra bolsa, en cambio, estará repleta. Lo que hace, en definitiva, rico al cuerpo, es el alma. Del mismo modo que el sol atraviesa las nubes más sombrías, así el honor muéstrase a través de los más pobres atavíos. Porque, ¿es que el arrendajo sería más precioso que la alondra tan sólo por tener las plumas más bellas, y la víbora valdría más que la anguila por ser los colores de su piel más gratos a los ojos? ¡En modo alguno, mi excelente Lina! Asimismo, tú no eres menos hermosa con tu modesto atavío y tu humilde compostura. Y si ello te hace enrojecer, ¡caiga sobre mí la vergüenza! Por consiguiente, alégrate a partir de este instante, con objeto de poder banquetear y festejar, como es debido, en casa de tu padre. (A Grumio.) Avisa a mi gente, pues partimos en seguida. Lleva los caballos al extremo del camino grande. Allí montaremos tras dar un buen paseo a pie. Vamos a ver, me parece que son aproximadamente las siete, de modo que podemos estar allá, perfectamente, para la hora del almuerzo. 

CATALINA.-Yo me atrevo a aseguraros, señor, que son cerca de las dos. Luego, lo que haremos será llegar para la cena. 

PETRUCHIO.-Las siete serán antes de que yo monte a caballo. Es curioso que diga lo que diga, haga lo que haga o piense lo que piense, siempre has de salir al paso para contrariarme. (A los criados.) Dejadnos. Ya no partiré hoy. Y cuando lo haga será a la hora que me plazca decir. 

HORTENSIO-He aquí, ¡por Cristo!, un barbián capaz de darle órdenes al sol. (Salen.) 

ESCENA IV

En Padua, delante de la casa de Bautista (Entran TRANIO [haciendo siempre de Lucentio) y el PEDAGOGO, vestido cual si fuese Vincentio, y con botas de viaje cual si acabase de llegar) 

TRANIO.-He aquí la casa, señor. ¿Os agradaría que llamase? 

EL PEDAGOGO.-Ciertamente. ¿Por qué no? Si mucho no me engaño, el señor Bautista recordará, tal vez haberme visto hace unos veinte años, en Génova, donde estábamos alojados en la posada del Pegaso.

 TRANIO.-¡Magnífico! Ocurra lo que ocurra, comportaos siempre con la gravedad propia de mi padre. 

EL PEDAGOGO.-Estad seguro de ello. (Llega Biondello.) Pero he aquí vuestro lacayo. Creo que sería conveniente ponerle al tanto de la cosa. 

TRANIO.-No os preocupéis por él. ¡Biondello!…, atención, que el momento ha llegado de que cumplas como es debido tu deber. No olvides que este señor es el propio Vincentio. BIONDELLO.- ¡Bah!, podéis estar tranquilos. 

TRANIO.-¿Has llevado mi mensaje a Bautista. 

BIONDELLO.-Sí. Le he dicho que vuestro padre estaba en Venecia, y que esperabais que hoy mismo llegaría a Padua. 

TRANIO.-¡Bien! Eres un muchacho astuto. (Dándole dinero.) Toma, para que eches un trago. (La puerta se abre y sale por ella Bautista, seguido de Lucentio haciendo siempre de Cambio.) He aquí a Bautista. Disponeos a manifestaros como es debido. Señor Bautista, nos encontramos oportunamente. (Al Pedagogo) Señor, he aquí al hidalgo del que os he hablado. De nuevo os ruego, pues que, como siempre, seáis un buen padre, y hagáis que Blanca sea mía, contra mi patrimonio. 

EL PEDAGOGO.-¡Calma, hijo mío, (A Bautista.) Caballero, permitidme que os diga que, habiendo venido a Padua a cobrar ciertas deudas, mi hijo Lucentio me ha puesto al corriente de un importante asunto de amor, entre vuestra hija y él. Y teniendo en cuenta lo mucho bueno que de vos he oído decir, y el gran amor que mi hijo siente hacia vuestra hija, al que, por lo visto, ella corresponde, decidido a no hacerle esperar demasiado tiempo, concedo, como es lógico que haga un buen padre, mi consentimiento a este matrimonio. Por consiguiente, si tal unión no os es tampoco desagradable, me hallaréis, una vez que nos hayamos puesto de acuerdo sobre ciertos extremos, enteramente dispuesto a consentir su matrimonio. Habiendo oído tanto bien de vos, señor Bautista, incapaz sería de suscitar dificultades.

 BAUTISTA.-Señor, dignaos excusar lo que voy a deciros. Vuestra franqueza y recta manera de expresar vuestros pensamientos, me agrada mucho. Cierto es que vuestro hijo, aquí presente, ama a mi hija, y que ella le corresponde; a menos que ambos fingiesen admirablemente sus verdaderos sentimientos. Por consiguiente, prometedme con sinceridad lo siguiente: que obraréis respecto a él como un buen padre, y que a mi hija la aseguraréis una viudedad eficiente. Esto dicho, convenido está el matrimonio. Vuestro hijo tendrá a mi hija con mi pleno consentimiento. 

TRANIO.-Mil gracias os doy, señor. ¿Dónde creerá que será mas conveniente que nos prometamos y que el contrato matrimonial sea establecido, de acuerdo con lo más conveniente para ambas partes? 

BAUTISTA.-En mi casa, no, Lucentio, pues ya sabéis lo de que las paredes oyen; y no son servidores lo que me falta. Sin contar que el viejo Gremio está siempre a la escucha, y fácilmente pudiéramos ser interrumpidos. 

TRANIO.-Entonces, si no os parece mal, pudiera ser donde yo habito. Allí, conmigo, se aloja mi padre. De modo que esta tarde misma arreglaremos privadamente el asunto. Advertídselo a vuestra hija mediante este servidor que os acompaña (hace un gesto a Lucentio), y el mío irá al instante en busca del nota-rio. El único inconveniente es que, cogidos así, de improviso estáis expuestos a cenar pobremente. 

BAUTISTA.-Ello mismo me complace. (A Lucentio.) Cambio, entra en casa y di a Blanca que se arregle y prepare.Dile lo que ocurre, te lo ruego. Es decir, que el padre de Lucentio ha llegado a Padua y añade que, sin duda, está destinada a ser la mujer de su hijo. (Lucentio se aparta, pero a una señal de Tranio, queda oculto) 

BIONDELLO.-¡Que tal ocurra a los dioses de todo corazón!

 TRANIO.-Deja a los dioses tranquilos, ¡escapa! (Biondello sale.) Señor Bautista, ¿me permitís que abra la marcha? Seréis el bien venido, pero como cena no hallaréis sino lo de costumbre. En Pisa será otra co-sa. Vamos. 

BAUTISTA-Os Sigo. (Salen Bautista, Tranio y el Pedagogo. Lucentio y Biondello entran de nuevo.) 

BIONDELLO.-¡Cambio! 

LUCENTIO.-¿Qué, Biondello? 

BIONDELLO.-¿Habéis visto a mi amo guiñaros el ojo y sonreír mirándoos? 

LUCENTIO.-Sí, pero, ¿qué quieres decir?  BIONDELLO.-Nada, sino que me ha encargado me quede aquí para explicaros el sentido y moralidad de sus gestos y guiños. LUCENTIO.-¿O sea? Venga la moral. BIONDELLO.-Hela aquí, señor: el señor Bautista está en lugar seguro, hablando con un padre postizo y un hijo imaginario. 

LUCENTIO.-Bien, ¿y qué? 

BIONDELLO.-Vos debéis conducir su hija a la cena.

 LUCENTIO.-¿Qué más? 

BIONDELLO.-Que el viejo cura de iglesia de San Lucas está a vuestra disposición a todas horas. 

LUCENTIO.-¿Consecuencia de todo ello? 

BIONDELLO.-¡Qué sé yo! A no ser que mientras ellos están ocupados en hacer un contrato falso, bien podríais vos redactar uno verdadero con toda clase de derechos y privilegios, y tras ello ir a la iglesia. Un cura, un empleado de notaría y algunos testigos honrados, completarían lo que faltase. Si no es ésta la ocasión que esperabais, no me queda sino callarme. Claro que no sin aconsejaros que digáis adiós a Blanca para siempre. (Hace ademán como para retirarse.) 

LUCENTIO.- ¡Espera! Escúchame, Biondello. 

BIONDELLO.-No Puedo esperar más tiempo. He conocido una muchacha a la que le bastó una tarde para casarse. Es decir, aprovechando el ir a su huerta a coger perejil para preparar un conejo. Haced como ella, señor. Tras lo cual ¡adiós mí amo! El otro me ha ordenado que vaya a la iglesia de San Lucas con objeto de decir al cura que esté dispuesto para el momento en que lleguéis con vuestra mitad. (Sale.) 

LUCENTIO.-Entendido y de acuerdo… si Blanca consiente. Que consentirá. ¿Podría dudarlo? Suceda lo que suceda le propondré la cosa sin tapujos; y mal tendría que irle a Cambio para volver sin ella.

(Sale.)

 ESCENA V

En el camino de Padua (PETRUCHIO, CATALINA, HORTENSIO y va-rios criados, descansan al borde de la ruta.) 

PETRUCHIO.- (Levantándose.) ¡En marcha, en nombre de Dios! En marcha hacia la casa de nuestro padre. ¡ Señor de bondad, con qué claridad magnífica resplandece la luna! CATALINA.-¿La luna, decís? Querréis decir el sol. ¿Dónde está la luna ahora? 

PETRUCHIO.-Yo digo que lo que brilla en el cielo es la luna.

 CATALINA.-Y yo que esta luz es la luz del sol. 

PETRUCHIO.-¿Cómo? ¡Por el hijo de mi madre! ¡Es decir, por mí mismo, que ha de ser la luna, una estrella o lo que me dé la gana! De lo contrario, no seguiré marchando hacia la casa de tu padre! ¡Atrás los caballos! ¡Cuidado que siempre ha de contradecirme! ¡Siempre lo contrario! ¡Eternamente opuesta a cuanto digo! 

HORTENSIO.-(En baja a Catalina.) Decid como él o no llegaremos jamás. 

CATALINA.-Continuemos, os lo ruego, ya que hemos venido hasta aquí. Y que sea luna, sol o lo que gustéis. Y si os place que lo que nos alumbra sea un cabo de vela, os juro que, en adelante, un cabo de vela será para mí. 

PETRUCHIO.-Yo digo que es la luna y basta. 

CATALINA.-Pues bien, la luna; seguro. 

PETRUCHIO.-¿Por qué mientes? ¡Es el bendito sol! 

CATALINA.-Sea entonces Dios bendito también. ¡El bendito sol es! Y dejará de serlo si decís que no lo es. Como la luna cambiará a medida que se os antoje. Nombre que deis a las cosas, tal será su nombre verdadero. Y lo será siempre. Al menos para Catalina. 

HORTENSIO.-Petruchio sigue tu camino. Todo el campo es tuyo ya. 

PETRUCHIO.- ¡Adelante entonces! Así es como debe rodar la bola, sin chocar ni tropezar torpemente… Pero… ¡calla! … ¿Quién llega? (Ven venir a Vincentio en traje de viaje. Petruchio se dirige a él del modo siguiente:) Buenos días, hermosa señora. ¿Adónde vais? Dime, querida Catalina, dime con toda franqueza: ¿Has visto jamás una joven con un tinte de cara tan fresco? Azucenas y rosas disputándose sus mejillas. Y, ¿qué estrellas esmaltaron jamás el cielo, con belleza semejante a los dos ojos que adornan su rostro celestial? Agradable y encantadora joven, una vez aún, ¡buenos días! Querida Lina, abrázala por amor a esa deliciosa belleza. 

HORTENSIO.-¡Va a volver loco a este hombre, queriendo hacer de él una mujer! 

CATALINA.-Joven virgen en flor, dulce, fresca y suavemente hermosa, ¿adónde vas y cuál es tu mo-rada? ¡Dichosos los padres de tan encantadora criatura! ¡Y más dichoso aún el hombre a quien su estrella favorable te destina, cual incomparable compañero de su lecho! 

PETRUCHIO.- ¡Pero, Lina! ¿Qué te ocurre? ¿Te has vuelto loca? ¡Considera que se trata de un hombre! De un anciano, todo lleno de arrugas. Ajado, marchito; no de una muchacha como tú dices. 

CATALINA.-Anciano padre, perdonad el error de mis ojos. Están de tal modo deslumbrados por este sol, que cuanto veo me parece envuelto en cegadora juventud. Mas ahora advierto, sí, que sois un venerable patriarca. Perdonad, pues, mi aturdida equivocación.

 PETRUCHIO.-Sí, perdón, noble anciano. Y decidnos, ¿hacia dónde dirigís vuestros pasos? Si vais allí, donde nosotros, felices seremos con vuestra compañía.

 VINCENTIO.-Buen caballero, y vos, encantadora señora, que por cierto mucho me habéis sorprendido con vuestra manera de abordarme (se inclina saludando), mi nombre es Vincentio, mi patria, Pisa, y voy a Padua para reunirme con mi hijo, al que no he visto hace mucho tiempo.

 PETRUCHIO.-¿Cómo se llama? 

VINCENTIO.-Lucentio, noble señor. 

PETRUCHIO..-¡Feliz encuentro el nuestro, y aún más para vuestro hijo! La ley, en efecto, lo mismo que vuestra venerable ancianidad, autorízanme a llamaros mi padre bien amado. Sabed que la hermana de mi mujer, la noble dama aquí pre-sente, acaba de casarse con vuestro hijo. Y que ello no os sorprenda ni os aflija, pues no solamente ella goza de la más excelente reputación, sino que su nacimiento es tan honroso como rica su dote. Por lo demás, dotada está, asimismo, de cuantas cualidades necesita la esposa de un verdadero hidalgo. Abrazadnos, pues, venerable Vincentio, y partamos juntos. Vayamos al encuentro de vuestro excelente hijo, al cual vuestra llegada colmará de gozo. 

VINCENTIO.-Pero, ¿es verdad cuanto oigo? ¿O es que, como viajeros llenos de buen humor, os entretenéis en bromear con cuantos encontráis en vuestro camino? 

HORTENSIO.-Os aseguro, venerable anciano, que cuanto os dice es la pura verdad. 

PETRUCHIO.-Ea, ea, venid con nosotros y veréis cuan cierto es lo que digo. Claro, que se comprende que nuestra primera chanza os haga desconfiado. (Salen todos. Hortensio el último.) 

HORTENSIO.-¡Bien por Petruchio! Todo cuanto ha ocurrido me anima en mi propósito. Corro junto a mi viuda. Tú me has enseñado, caso de que sea arisca, a mostrarme aún más intratable que ella (Sigue a los demás.)

ACTO V 

ESCENA I 

(GREMIO en primer plano. Por un lado llegan BIONDELLO, LUCENTIO y BLANCA.) 

BIONDELLO.-De prisa y sin hacer ruido, mi amo. El sacerdote está preparado. 

LUCENTIO.-Corro vuelo, Biondello. Pero quizá tengan necesidad de ti en casa. Por consiguiente, déjanos. 

BIONDELLO.-No, en verdad. Ante todo quiero ver un poco la iglesia por encima de vuestros hom-bros. Luego volveré junto al otro amo.

(Salen Lucentio, Blanca y Biondello.) 

GREMIO.-Es sorprendente que Cambio no haya llegado aún.

(Entran Petruchio, Catalina, Vincentio Grumio y demás criados del primero.) 

PETRUCHIO.-(A Vincentio.) He aquí señor, la puerta. Esta es la casa de Lucentio. La de mi suegro está más lejos; hacia la plaza del mercado. Como debemos ir allí, permitidme que os deje. 

VINCENTIO.-No os separéis de mí sin que hayamos bebido juntos. Creo no equivocarme asegurando que seréis bien acogidos aquí. Además y a lo que parece, están de fiesta dentro. (Llama a la puerta.) 

GREMIO.-(Acercándose.) Están muy ocupados dentro. Haríais bien llamando más fuerte.

(Petruchio llama a grandes golpes. El Pedagogo aparece en la ventana.) 

EL PEDAGOGO.-¿Quién llama de este modo cual si quisiera hundir la Puerta? 

VINCENTIO.-¿Está el caballero Lucentio en su casa, señor? 

EL PEDAGOGO.-En su casa está, pero no se puede hablar con él en este momento. 

VINCENTIO.-¿Incluso si alguien le trajese un centenar o dos de libros para que se distrajese con ellos? 

EL PEDAGOGO.-Guardaos los cien libros para vos. Él, mientras yo tenga vida no tendrá necesidad de nada ni dé nadie. 

PETRUCHIO.-¡Cuando yo os decía que vuestro hijo era adorado en Padua! (Al Pedagogo.) Escuche, señor, para no perder tiempo serviros decir al caballero Lucentio que su padre acaba de llegar de Pisa, que está aquí en la puerta y que está impaciente por hablarle. 

EL PEDAGOGO.-¡Mientes! Su padre ha llegado ya de Pisa, y él mismo es el que mira por esta ventana. 

VINCENTIO.-¿Qué?, ¿eres tú su padre? 

EL PEDAGOGO.-Yo mismo amigo. Al menos tal dice su madre; si es que puede creérsela. 

PETRUCHIO.(A Vincentio.) ¡Hola, hola, señor mío! Esto de tomar el nombre de otro es picardía redomada. 

EL PEDAGOGO.-¡No soltéis a ese pícaro! Cuando toma mi nombre es porque pretende engañar a alguien en la ciudad. (Entra Biondello.) 

BIONDELLO.-Juntos los he visto en la iglesia. ¡Dios les guíe a buen puerto! Pero, ¿quién está ahí? ¡Mi anciano señor maese Vincentio! ¡Estamos per-didos! ¡Deshechos!

VINCENTIO.-(Viendo a Biondello.) Acércate aquí, carne de patíbulo. 

BIONDELLO.-Espero, señor, tener derecho a elegir mejor destino. 

VINCENTIO.-(Cogiéndole por el cuello.) Ven aquí, ¡ganapán! ¿0 es que ya me has olvidado? 

BIONDELLO.-¿Olvidado? ¡Imposible! Imposible olvidar a quien no se ha visto jamás. 

VINCENTIO.-¿Cómo, solemne pícaro? ¿Que no has visto jamás a Vincentio, el padre de tu amo? 

BIONDELLO.-Al anciano y venerable padre de mi amo, cierto que sí. Como que ahora mismo, vedle vos, está asomado a esa ventana. 

VINCENTIO.-(Pegándole.) ¿De veras? ¿Pero de veras? 

BIONDELLO.- ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro contra un loco que me quiere asesinar! (Escapa a todo correr.) 

EL PEDAGOGO.-¡Socorro, hijo mío! ¡Socorro, señor Bautista! (Cierra la ventana.) 

PETRUCHIO.-Apartémonos un poco, Lina, te lo ruego. Pero quedémonos para ver el fin de la querella. (El Pedagogo, rodeado de criados enarbolando garrotes, aparece. Y tras él Bautista y Tranio.) 

TRANIO.-¿Quién sois, señor, que os atrevéis a pegar a mi criado? 

VINCENTIO.-¿Que quién soy, señor mío? Y vos mismo, ¿quién sois? ¡Pero por todos los inmortales dioses, vedme al emperifollado bribón! ¡Jubón de seda!, ¡calzas de terciopelo!, ¡manto escarlata!, ¡sombrero puntiagudo! ¡Mi ruina, mi ruina! Mientras yo hago economías en casa, ¡mi hijo y mi criado derrochando en la universidad! TRANIO.-¿Cómo? ¿qué ha dicho? 

BAUTISTA.-¡Bah!, este pobre hombre está loco, sin duda. 

TRANIO.-Señor, a juzgar por vuestro traje, diríase sois un hombre razonable y sensato, pero vuestras palabras son las de un demente… Porque, en verdad, ¿qué puede importaros que yo lleve per-las y luzca oro? Por mi parte, gracias doy a mi excelente padre que me permite hacer tal cosa. 

VINCENTIO.-Tu padre, ¡canalla! ¿Tu padre, que fabrica velas en Bérgamo? 

BAUTISTA.-Os equivocáis, caballero, os equivocáis. ¿Cómo creéis que se llame? Decidlo, haced el favor. 

VINCENTIO.-¿Qué cómo se llama? ¡Cual si yo no lo supiese y soy yo quien le ha criado desde que tenía tres años! ¡Se llama Tranio!

 EL PEDAGOGO.-¡Fuera, fuera ese asno insensato! Su nombre es Lucentio y es mi hijo único y el heredero de cuanto poseo. De toda mi fortuna, pues yo soy quien soy Vincentio. VINCENTIO.-¿Lucentio él? ¡Oh! ¡Ha asesinado a su amo! ¡Prendedle! ¡Os lo ordeno en nombre del Duque! ¡Hijo mío! ¡Pobre hijo mío! ¡Dime, bandido!, ¿qué has hecho de mi hijo? TRANIO.-¡Llamad a un oficial! (Un oficial se acerca.) Conducid a ese disparatado loco a la cárcel.

Bautista, mi querido suegro, os conjuro a que hagáis lo necesario para que comparezca ante la justicia

VINCENTIO.-¿Conducirme a mí a la cárcel? ¡A mí! GREMIO.-Un instante, señor Oficial. No irá, no a la cárcel. 

BAUTISTA.-Callad, señor Gremio. Yo digo que irá a la cárcel. 

GREMIO.-Tened cuidado, señor Bautista, no vayáis a ser engañado en esta ocasión. Yo casi me atrevería a afirmar que el verdadero Vincentio es él. 

EL PEDAGOGO.-¡Júralo si te atreves! 

GREMIO.-Tanto como a jurarlo, no me atrevo. 

TRANIO.-Lo mismo podrías decir que yo no soy Lucentio. 

GREMIO.-Que eres el señor Lucentio sí, pues lo sé. 

BAUTISTA.-¡Fuera ese viejo chocho!, ¡Que le encarcelen sin más demora! 

VINCENTIO.-¿Es posible que de este modo se insulte y maltrate a los extranjeros? ¡Oh banda de canallas! (Vuelve Biondello acompañado de Lucentio y de Blanca.) BIONDELLO.-¡Ahora, sí que estamos perdidos! Ahí lo tenéis. Renegad de él, abjurad de él, ¡o acaba con nosotros! 

LUCENTIO.-(Arrodillándose delante de Vincentio.) ¡Perdón, padre mío!… 

VINCENTIO.-¡Ah! ¡Mi hijo adorado está aún con vida! (Biondello, Tranio y el Pedagogo escapan y se refugian a toda prisa en casa de Lucentio.) 

BLANCA.-(Arrodillándose ante Bautista.) ¡Perdón, mi querido padre! 

BAUTISTA.-¿Qué falta has cometido?… ¿Dónde está Lucentio? 

LUCENTIO.-Yo soy quien es Lucentio, el verdadero hijo del verdadero Vincentio, y mediante matrimonio acabo de hacer mía a tu hija, mientras que los demás; haciéndose pasar por lo que no eran, te engañaban. GREMIO.-¡Es un verdadero complot para engañarnos a todos! 

VINCENTIO.-¿Dónde está ese bribón insolente de Tranio, que se ha atrevido a desafiarme en mi propia cara? 

BAUTISTA.-(A Blanca.) ¡Esta sí que es buena! Pero éste, ¿no es Cambio? 

BLANCA.-Cambio se ha transformado en Lucentio. 

LUCENTIO.-Es el amor el que ha obrado estos milagros. Mi amor hacia Blanca me hizo cambiar mi condición con Tranio, mientras éste se hacía pasar por mí en la ciudad. Mas, al fin, he podido llegar felizmente al puerto de mi felicidad. Lo que Tranio ha hecho, obligado por mí ha sido. Perdonadle, pues, mi querido padre, por amor a mí. 

VINCENTIO.-¡La nariz he de cortar ese bribón que quería enviarme la cárcel! 

BAUTISTA.-(A Lucentio.) Pero decidme, caballero, ¿seríais capaz de haber desposado a mi hija sin obtener mi consentimiento? 

VINCENTIO.-No temáis nada, Bautista, os daremos toda clase de satisfacciones. Pero yo es preciso que me vengue de ese canalla.

(Sale.) BAUTISTA.-Y yo preciso es que reflexione bien sobre esta picardía. (Sale también.) 

LUCENTIO.-No palidezcas, Blanca; tu padre no se enfadará. (Lucentio y Blanca siguen a Bautista.) 

GREMIO.-En cuanto a mí, perdí la partida. Pero me iré con los demás, porque perdida queda ya toda esperanza, menos en el banquete hinchar la panza. (Les sigue.) 

CATALINA.-(Asomando poco a poco, con Petruchio.) Vayamos nosotros también, esposo mío, a ver en qué queda todo esto. 

PETRUCHIO-Con mucho gusto, Lina. Pero, ante todo, abrázame. 

CATALINA.-¿Aquí, en medio de la calle? 

PETRUCHIO.-¿Por qué no? ¿Tienes vergüenza de mí? 

CATALINA.-¡Oh, no, señor! Pongo a Dios por testigo. Pero sí de hacerlo en plena calle. 

PETRUCHIO.-Pues. entonces volvamos a casa. (A Grumio.) ¿Has oído, granuja? ¡Partamos! 

CATALINA.-¡No, no! Te voy a besar, sí (lo hace.). Y mío, quedémonos te lo ruego. 

PETRUCHIO.-¿No es verdad que el cariño es cosa buena? Ven, mi dulce Lina. Nunca es demasiado tarde para obrar bien. Cierto que más vale tarde que nunca.

(Salen.) 

ESCENA II

Padua. Una sala en casa de Lucentio. (Los servidores abren la puerta para que entren BAUTISTA y VINCENTIO, GREMIO y EL PEDAGOGO, LUCENTIO y BLANCA, PETRUCHIO y CATALINA, HORTENSIO y LA VIUDA. Mas los criados, entre ellos TRANIO con los postres.) 

LUCENTIO.-Al fin, tras tan largas discusiones, henos, ya, de acuerdo. Es, pues, el momento, como tras una guerra furiosa, cuando, afortunadamente, ha acabado, de sonreír, pensando en los daños y peligros pasados. Mi hermosa Blanca, da la bienvenida a mi padre, mientras que yo presento mis homenajes al tuyo. Petruchio, hermano mío; Catalina, hermana, y tú, Hortensio, con tu amable viuda, haced honor a nuestra invitación aún, y sed los bien venidos a mi casa. Este postre, destinado a cerrar nuestro apetito está, tras el buen almuerzo que acabamos de hacer. Sentaos pues, os lo ruego, y charlemos mientras comemos. (Se sientan todos en torno a la mesa y los criados sirven frutas, dulces, vinos, etc.) 

PETRUCHIO.-Instalémonos, sí, y sigamos comiendo. 

BAUTISTA.-Padua es quien os ofrece todas estas cosas deliciosas, Petruchio.

 PETRUCHIO.-Nada ofrece Padua que no sea amable y dulce. 

HORTENSIO.-Bien quisiera, pensando en vosotros dos, que lo que dices fuese la verdad. 

PETRUCHIO.-¡Por mi vida, Hortensio! Me parece que es el miedo de tu viuda lo que te hace hablar así. 

LA VIUDA. -Por mi parte, os aseguro que el miedo no sería el mejor medio de seducirme.

 PETRUCHIO.-Sois muy inteligente, señora. No obstante, esta vez os equivocáis respecto al sentido de mis palabras. Lo que quiero decir, por el contra-rio, es que Hortensio es el que os teme. LA VIUDA.-Aquel cuya cabeza le da vueltas, cree que lo que gira es el mundo entero. 

PETRUCHIO.-¡Bien dicho, a fe mía! CATALINA.-¿Qué queréis decir ello, señora? 

LA VIUDA.-Quiero decir lo que concibo de él. 

PETRUCHIO.-¡L hago concebir! ¿Qué te pare-ce, Hortensio? 

HORTENSIO.-Mi mujer dice que es así como ella interpreta el dicho. 

PETRUCHIO.-Eso se llama arreglar bien las cosas. Dadle un beso por el trabajo que se ha tomado, mi querida señora. 

CATALINA.-Aquel cuya cabeza da vueltas, cree que lo que gira es el mundo entero. Ahora soy yo quien os ruega, señora, que me digáis qué queréis decir con esto. 

LA VIUDA.-Pues que vuestro marido, afligido a causa de una mujer malhumorada, mide la posible desgracia del mío por la suya propia. Ahora ya conocéis exactamente mi pensamiento

CATALINA.-Pensamiento bien bajo, ciertamente. 

LA VIUDA.-Exacto; en lo que a vos se refiere, en todo caso.

 CATALINA.-Y tal vez más aún en lo que os afecta, señora mía. 

PETRUCHIO.-¡Animo! ¡A ella, Lina! 

HORTENSIO.-¡Animo! ¡A ella, esposa! 

PETRUCHIO.-¡Cien marcos a que mi Lina que-da sobre ella!

 HORTENSIO.-Eso de quedar sobre ella, sólo es cuestión mía. 

PETRUCHIO.-¡Linda expresión para un cuerpo de guardia! A tu salud, amigo. (Bebe.) 

BAUTISTA.-¿Qué piensa, Gremio, de este asalto de agudezas?

 GREMIO.-Que saben atacar de frente y con la frente, amigo mío.

 BLANCA.-¿Con la frente? ¡A cornada limpia más bien! 

VINCENTIO.-¡Hola! Ved a la casadita cómo despierta. Diríase que empiezan a preocuparle los cuernos. 

BLANCA.-¡Oh no! Si tal creéis, vuelvo a dormir. 

PETRUCHIO.-No os lo aconsejo. Pues que habéis empezado, ¡en guardia! Voy a lanzaros un buen dardo o dos. 

BLANCA.-¿Me tomáis por un pájaro? En todo caso cambiaré de zarzal. Perseguidme si queréis, pero preparad bien el arco… ¡Salud a todos! (Se levanta, hace una reverencia y sale. Catalina y la viuda la imitan.) 

PETRUCHIO.-Se me escapa. Y que es el pájaro al que tú apuntaste también, mi buen Tranio, sin conseguir cobrarle. ¡Bebo a la salud de cuantos, tras apuntar, erraron el tiro! 

TRANIO.-¡Ah caballero! Es que Lucentio me había lanzado como lebrel que corre como es debido, pero sólo caza para su amo. 

PETRUCHIO.-Rápida y buena contestación, bien que huela a perrera. 

TRANIO.-En cuanto a vos, bien hicisteis en cazar para vos mismo. Dícese, por tanto, que vuestra cierva os tiene que ya no podéis más. 

BAUTISTA.-Donde las dan las toman. Petruchio. Tranio hace de ti ahora su blanco. 

LUCENTIO.-Bien enviado, mi buen Tranio; te doy las gracias. 

HORTENSIO.-Confiesa, confiesa, que esta vez te ha tocado. 

PETRUCHIO.-Me ha arañado ligeramente, lo confieso. Pero como el dardo ha salido de rebote contra vosotros dos, apuesto diez contra uno a que os ha tullido a ambos. BAUTISTA.- Hablando seriamente, Petruchio, hijo mío; yo bien creo que tu mujer es la más fiera de las tres. 

PETRUCHIO.-Pues bien, yo digo que no. Y como prueba, que cada uno haga llamar a su mujer. Y aquel cuya esposa se muestre más obediente y llegue antes, ganará la apuesta que establezcamos.

HORTENSIO.-¡Aceptado! ¿Cuánto?

LUCENTIO.-Veinte coronas.

PETRUCHIO.-¿Veinte coronas? Esta cantidad yo la apostaría por mi halcón o por mi perro. Por mi mujer aventuraría veinte veces más.

LUCENTIO.-Entonces, cien coronas.

HORTENSIO.-De acuerdo.

PETRUCHIO.-Apuesta hecha.

HORTENSIO.-¿Quién empieza?

LUCENTIO.-Yo mismo. Biondello, ve a decir a tu ama de mi parte que venga.

BIONDELLO.-Al instante. (Sale.)

BAUTISTA.-(A Lucentio.) Querido yerno, la mi- tad de tu apuesta, para mí. Blanca vendrá.

 LUCENTIO.-Gracias, pero no quiero mitades con nadie. Yo solo sostengo lo que he apostado. (Vuelve Biondello.) Y bien, ¿Qué hay? 

BIONDELLO.-Señor, mi ama dice que os haga saber que está ocupada y que no puede venir.

PETRUCHIO.-¿Cómo que está ocupada y que no puede venir? ¿Es esto una respuesta?

GREMIO.-Sí. E incluso amable. Rogad a Dios que vuestra mujer no mande que os digan algo peor.

 PETRUCHIO.-Una mejor espero, por tanto. 

HORTENSIO.-Pues andando, bribón de Biondello; ve a rogar a la mía que venga al instante, que yo la llamo. (Biondello sale.) 

PETRUCHIO.- ¡Hombre!, si la «ruegas» claro que vendrá. 

HORTENSIO.-No obstante, mucho me temo que a la tuya le ruegues en vano. (Entra Biondello.) ¿Qué pasa? ¿Y mi mujer? 

BIONDELLO.-Dice que seguramente habéis preparado alguna broma y que no quiere venir. Que si queréis, que vayáis vos. 

PETRUCHIO.-Esto va de mal en peor. Blanca no «podía»; ésta no «quiere».Respuesta infame, intolerable, insoportable. ¡Grumio!, ve, tunante, adonde está tu ama y dile que la mandoque venga. (Grumio sale.) 

HORTENSIO.-Ya conozco la respuesta 

PETRUCHIO.-¿Es decir 

HORTENSIO.-Que no le da la gana 

PETRUCHIO.-Qué le he de hacer. Peor para mí 

BAUTISTA.-¡Por nuestra Señora! ¡Catalina llega (Catalina aparece y entra.) 

CATALINA.-¿Qué deseáis, señor? ¿Para qué habéis enviado a llamarme?

 PETRUCHIO.-¿Dónde está tu hermana? ¿Qué hace la mujer de Hortensio? 

CATALINA.-Están sentadas en el salón, charlando junto al fuego. 

PETRUCHIO.-¡Corre por ellas! Y si se niegan a venir tráelas hasta sus maridos a latigazos. ¡Escapa! ¿No te digo que las traigas al instante? (Catalina vuelve rápida sobre sus pasos.)  LUCENTIO.-Como cosa prodigiosa, lo es. ¡De veras! 

HORTENSIO. -Cierto, pero, ¿qué puede presagiar? 

PETRUCHIO.-Nada más sencillo: es un presagio de paz, de amor, de vida tranquila, de sumisión deferente, de superioridad respetada. En una palabra: de todo cuanto anuncia armonía y felicidad. BAUTISTA.-Te felicito, Petruchio: Has ganado la apuesta. Por mi parte, añado veinte mil coronas a las que ellos han perdido. A hija nueva ¡nueva dote! Que en verdad tan cambiada está, que no hay medio de reconocer en ella a la antigua. PETRUCHIO.-Pues entonces ganaré aún mejor esto que gano dándoos aún otra prueba de su obediencia. De esa virtud de obediencia que acaba de nacer de ella. Pero aquí la tenéis trayendo a las rebeldes como prisioneras de su poder de femenina persuasión. (Catalina llega acompañada de Blanca y de la viuda.) Catalina: esa toca que llevas no te sienta bien. Quítame de la vista ese perendengue y pisotéale.  (Catalina obedece al punto.) 

LA VIUDA.-¡Señor!, concédeme que jamás ten-ga ocasión de llorar sino el día que tuviese que estar sometida a tan tonta obediencia. 

BLANCA.-¿Tonta? ¿Llamáis sólo tonta a obediencia tan disparata? 

LUCENTIO.-Yo quisiera que la tuya fuese no menos disparatada. Su cordura, hermosa Blanca me costado cien coronas desde hemos comido. 

BLANCA.-Si has apostado contando con mi obediencia, doblemente loco eres tú. 

PETRUCHIO.-Catalina, te intimo que digas a mujeres tan rebeldes cuáles son sus deberes respecto a sus señores y esposos. LA VIUDA.-¡Bah! Estáis de broma. No tenemos necesidad de lecciones. PETRUCHIO.-(Señalando a la viuda.) Habla, te he dicho. Y empieza por ella. LA VIUDA.-No lo hará, y hará bien. PETRUCHIO.-Pues yo digo que lo hará. Empieza por ella.

CATALINA.-¡Ea, ea! Desarruga esa frente colérica y amenazadora y aparta de tus ojos esas aceradas miradas de desdén que hieren a tu señor, a tu rey, a tu amo. Ese aire díscolo empaña tu hermosura lo mismo que las heladas marchitan los prados. Quebrantan asimismo tu buen renombre cual las borrascas arrancan los brotes primaverales ya en flor: lo que no es en modo alguno no conveniente ni amable. Una mujer colérica es como un manantial removido cenagoso, feo, turbio, desprovisto de toda belleza. Y mientras está de tal modo, nadie hay, por sediento que se halle, por deseoso de beber que se encuentre, que quiera remojar en él sus labios ni beber una sola gota. Tu marido es tu señor, tu vida, tu guardián, tu jefe tu soberano. El que cuida de ti y quien, porque nada te falte, somete su cuerpo a penosos trabajos en tierra o mar; vigilando de noche mientras sopla la tempestad; de día, bajo el frío; mientras que tú, en el hogar, duermes a su calor tranquila y segura. Por todo ello, cuanto te pide como tributo de amor es una cara alegre y sincera obediencia. Lo que es pagar levemente deuda tan grande. El homenaje que el súbdito debe a su príncipe es la sumisión que la mujer debe a su marido. Y cuando es indócil, malhumorada, terca, áspera; cuando no obedece cuanto de honrado la manda, ¿qué es sino una mujer mala y rebelde, culpable de indigna traición hacia su abnegado señor? Vergüenza me da pensar que haya mujeres tan necias como para declarar la guerra a aquellos a los que deberían pedir la paz de rodillas. Vergüenza de que reclamen el gobierno, el poder, la supremacía, cuando su deber es servir, amar y obedecer. ¿Por qué, si no, tenemos el cuerpo delicado, frágil, tierno, impropio para la fatiga y trabajos de este mundo, si no es para que nuestro corazón y nuestras amables cualidades  estén en armonía con nuestra naturaleza material? ¡Ea, ea, gusanillos de tierra insolentes y débiles! Yo he tenido también, como vosotras, el carácter alta-nero, el corazón orgulloso, el ánimo áspero y presto a devolver regaño por regaño, amenaza por amenaza. No obstante, bien veo ahora que nuestras lanzas son cañas y nuestras fuerzas briznas de paja. Y que no hay debilidad semejante a la de buscar antes que nada lo que menos nos conviene. Abatid, pues, vuestra altanería, que para nada sirve, y poned vuestras manos, en signo de obediencia, a los pies de vuestros maridos.

Si mi marido lo quiere, las mías dispuestas están a rendirle este homenaje… 

PETRUCHIO.-¡He aquí una mujer como es debido! Ven y abrázame, mi querida Lina. 

LUCENTIO.-Sigue tu camino, amigo. La partida será siempre tuya. 

VINCENTIO.-¡Grata cosa es oír hablar a hijos tan dóciles! 

LUCENTIO.-¡Tanto como desagradable escuchar a mujeres insolentes! 

PETRUCHIO.-Vámonos, Lina. Vamos a dormir. Henos a los tres casados; pero vosotros dos lleváis faldas. Tú has dado en el blanco, Lucentio; pero he sido yo el que ha ganado la apuesta. Vencedor, pues, meretiro. Que Dios os conceda a todos una buena noche. (Salen Petruchio y Catalina.) 

HORTENSIO.-Sigue, sigue tu camino; has domado a una famosa fierecilla. 

LUCENTIO.-A fe que ha sido un milagro. Pero que la ha domado, ¡y maravillosamente!, no hay du-da. (Salen.)

Sueño de una noche de verano. (William Shakespeare)

PERSONAJES TESEO, duque de Atenas. 

EGEO, padre de Hermia. 

LISANDRO, DEMETRIO, apasionados de Hermia. 

FILÓSTRATO, director de fiestas de Teseo. 

QUINCIO, carpintero. 

SNUG, ensamblador

BOTTOM, tejedor. 

FLAUTO, componedor de fuelles. 

SNOWT, calderero. 

STARVELING, sastre. 

HIPÓLITA, reina de las Amazonas, prometida de Teseo. 

HERMIA, hija de Egeo, enamorada de Lisandro.

 ELENA, enamorada de Demetrio. 

OBERÓN, rey de las hadas. 

TITANIA, reina de las hadas. 

PUCK o ROBIN-BUEN-CHICO, duende. 

FLOR-DE-GUISANTE, TELARAÑA, POLILLA, GRANO-DE- MOSTAZA, hadas.

 PÍRAMO, TISBE, MURO, LUZ DE LUNA, LEÓN, Tipos en el sainete ejecutado por los bufones. Otras hadas del séquito de su rey y su reina. Séquito de Teseo e Hipólita. ESCENA.-Atenas y un bosque de sus alrededores 

ACTO PRIMERO 

ESCENA PRIMERA 

Atenas. Cuarto en el palacio de Teseo (Entran TESEO, HIPÓLITA, FILÓSTRATO y acompañamiento) 

TESEO.-No está lejos, hermosa Hipólita, la hora de nuestras nupcias, y dentro de cuatro felices días principiará la luna nueva; pero, ¡ah! con cuanta lentitud se desvanece la anterior! Provoca mi impaciencia como una suegra o una tía que no acaba de morirse nunca y va consumiendo las rentas del heredero. 

HIPÓLITA.-Pronto declinarán cuatro días en cuatro noches, y cuatro noches harán pasar rápidamente en sueños el tiempo; y entonces la luna, que parece en el cielo un arco encorvado, verá la noche de nuestras solemnidades. 

TESEO.-Ve, Filóstrato, a poner en movimiento la juventud ateniense y prepararla a las diversiones: despierta el espíritu vivaz y oportuno de la alegría; y quede la tristeza relegada a los funerales. Esa pálida compañera no conviene a nuestras fiestas. (Sale Filóstrato.) Hipólita, gané tu corazón con mi espada, causándote sufrimientos; pero me desposaré contigo de otra manera: en la pompa, el triunfo y los placeres. (Entran Egeo, Hermia, Lisandro y Demetrio.) 

EGEO.-Felicidades a nuestro afamado duque Teseo. 

TESEO.-Gracias, buen Egeo. ¿Qué nuevas traes? 

EGEO.-Lleno de pesadumbre vengo a quejarme contra mi hija Hermia. Avanzad, Demetrio. Noble señor, este hombre había consentido en casarse con ella… Avanzad, Lisandro. Pero, éste, bondadoso duque, ha seducido el corazón de mi hija. Tú, Lisandro, tú le has dado rimas, y cambiado con ella presentes amorosos: has cantado a su ventana en las noches de luna con engañosa voz versos de fingido afecto; y has fascinado las impresiones de su imaginación con brazaletes de tus cabellos, anillos, adornos, fruslerías, ramilletes, dulces y bagatelas, mensajeros que las más veces prevalecen sobre la inexperta juventud: has extraviado astutamente el corazón de mi hija, y convertido la obediencia que me debe en ruda obstinación. Así, mi benévolo duque, si aquí en presencia de vuestra Alteza no consiente en casarte con Demetrio, reclamo el antiguo privilegio de Atenas: siendo mía, puedo disponer de ella, y la destino a ser esposa de este caballero, o a morir según la ley establecida para este caso. 

TESEO.-¿Qué decís, Hermia? Tomad consejo, hermosa doncella. Vuestro padre debe ser a vuestros ojos como un dios. Él es autor de vuestras bellezas, sois como una forma de cera modelada por él, y tiene el poder de conservar o de borrar la figura. Demetrio es un digno caballero. 

HERMIA.-También lo es Lisandro.

 TESEO.-Lo es en sí mismo: pero faltándole en esta coyuntura el apoyo de vuestro padre, hay que considerar como más digno al otro. 

HERMIA.-Desearía solamente que mi padre pudiese mirar con mis ojos. 

TESEO.-Más bien vuestro discernimiento debería mirar con los ojos de vuestro padre. 

HERMIA.-Que vuestra Alteza me perdone. No sé qué poder me inspira audacia, ni cómo podrá convenir a mi modestia, el abogar por mis pensamientos en presencia de tan augusta persona; pero suplico a vuestra Alteza que se digne decirme cuál es el mayor castigo en este caso, si rehúso casarme con Demetrio.

TESEO.-O perder la vida, o renunciar para siempre a la sociedad de los hombres. Consultad, pues, hermosa Hermia, vuestro corazón, daos cuenta de vuestra tierna edad, examinad bien vuestra índole, para saber si en el caso de resistir a la voluntad de vuestro padre, podréis soportar la librea de una vestal, ser para siempre aprisionada en el sombrío claustro, pasar toda la vida en estéril fraternidad entonando cánticos desmayados a la fría y árida luna.

Tres veces benditas aquellas que pueden dominar su sangre y sobrellevar esa casta peregrinación; pero en la dicha terrena más vale la rosa arrancada del tallo que la que marchitándose sobre la espina virgen, crece, vive y muere solitaria. 

HERMIA.-Así quiero crecer, señor, y vivir y morir, antes que sacrificar mi virginidad a un yugo que mi alma rechaza y al cual no puedo someterme.

TESEO.-Tomad tiempo para reflexionar; y por la luna nueva (día en que se ha de sellar el vínculo de eterna compañía entre mi amada y yo), preparaos a morir por desobediencia a vuestro padre, o a desposaros con Demetrio, o a abrazar para siempre en el altar de Diana la vida solitaria y austera. 

DEMETRIO.-Cede, dulce Hermia. Y, tú, Lisandro, renuncia a tu loca pretensión ante la evidencia de mi derecho. 

LISANDRO.-Demetrio, tenéis el amor de su padre. Dejadme el de Hermia. Casaos con él. 

EGEO.-Desdeñoso Lisandro, en verdad que tiene mi amor y por él le doy lo que es mío. Ella es mía, y cedo a Demetrio todo mi poder sobre ella. 

LISANDRO.-Señor, tan bien nacido soy como él y mi posición es igual a la suya; pero mi amor le aventaja. Mi fortuna es en todos sentidos considerada tan alta, si no más, que la de Demetrio. Y, lo que vale más que todas estas ostentaciones, soy el amado de la hermosa Hermia. ¿Por qué, pues, no habría yo de sostener mi derecho? Demetrio, lo digo en su presencia, cortejó a Elena, la hija de Nedar, y conquistó su corazón; y ella, pobre señora, ama entrañablemente, ama con idolatría a este hombre inconstante y desleal. 

TESEO.-Confieso haber oído referir esto mismo, y me proponía hablar sobre ello con Demetrio; pero agobiado por innumerables negocios, perdí de vista aquel intento. Sin embargo, venid, Egeo y Demetrio: debo comunicaros algunas instrucciones. Y en cuanto a vos, bella Hermia, haced el ánimo a acomodaros a la voluntad de vuestro padre; o si no, a sufrir la ley de Atenas (que en manera alguna podemos atenuar), la cual os condena a la muerte, o al voto de vida célibe y solitaria.

Ven, Hipólita mía, ¿qué regocijo idearemos, amor mío? Venid también Egeo y Demetrio: tengo que emplearos en lo relativo a mis nupcias, y conferenciar con vosotros acerca de algo que de un modo más inmediato os concierne. EGEO.-Por deber y por afecto os seguimos. (Salen Teseo, Hipólita, Egeo, Demetrio y el séquito.) 

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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