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Preámbulo epistemológico en el acto de fe (página 2)

Enviado por avemaría


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2. Desde los datos de la experiencia hasta el asentimiento en materia religiosa

Podemos identificar en nuestro funcionamiento cognitivo unas pautas constantes. El proceso de pensamiento, naturalmente, inicia con la captación de estímulos sensoriales y, en general, de toda clase de datos experienciales. Los primeros elementos de la experiencia son, pues, las sensaciones, percepciones e imaginaciones. Con esta base, surgen los actos de indagación, conjetura, comprensión y formulación, reflexión y juicio. O, sea, la totalidad de la experiencia incluye la captación de los datos, su representación, interpretación, valoración y, en fin, asentimiento .

Los datos de la experiencia suscitan en nosotros un interés indagativo por el cual procuramos relacionarlos explicativamente –o sea, comprenderlos–. Mediante formulaciones expresamos lo comprendido –en forma de objetos de pensamiento, conceptos, consideraciones, suposiciones, teorías y sistemas–. Al reflexionar acerca de lo formulado, inquirimos por su probabilidad y verdad y, así, podemos culminar en un juicio de asentimiento o disenso[2]Realizamos un juicio cuando consideramos que son suficientes las pruebas que nos han de llevar a una conclusión. En este estado, podemos decir que hemos comprendido reflexivamente. Por la comprensión reflexiva aprehendemos los datos atesorados en la memoria –las representaciones e intelecciones– y nos damos cuenta de la suficiencia de las condiciones que sostienen una conclusión, para llegar a establecer un juicio de modo asertivo, incondicional. Si llegamos a convencernos de una conclusión, la afirmamos sin reserva, ni vacilación –la consideramos virtualmente incondicionada–. En este caso, no abrigamos ya dudas justificadas con respecto a lo concluido, pues se ajusta coherentemente a los presupuestos e implicaciones de nuestros otros juicios. Todos los aspectos del proceso cognoscitivo están mutuamente influidos –así, por ejemplo, las convicciones previas condicionarán la actitud investigativa posterior–. Diversas fases pueden, en cierta manera, coexistir, con referencia a un mismo asunto: podemos, v.g., preguntarnos acerca de lo que ya comprendimos, y concluir de nuevo… Estos actos cognitivos mencionados son propios de nuestra mente. Su ejercicio es conforme a la constitución genuina de ésta. Nos valemos de tal modo de nuestras facultades, que corrientemente logramos amoldar nuestro desempeño según nuestras necesidades. Podemos efectuar más o menos adecuadamente esta actividad natural nuestra. Es posible, y aun frecuente, que, en casos particulares fallemos al indagar, formular o asentir. Así ocurre cuando suspendemos el juicio ante una consecuencia válida, a pesar de contar con un fundamento suficiente; o cuando, por el contrario, asentimos, de modo incondicional, en ausencia de pruebas consistentes. Unos somos más o menos exigentes que otros en el momento de dar un asentimiento. Esto está influido por diversos factores –los rasgos de personalidad, el estado anímico, los personales intereses…–. Quedamos satisfechos con mayores o menores pruebas que respalden una conclusión para aceptarla, o no, como verdadera, y adherirnos a ella. En cada persona, puede predominar un estado mental indagatorio o uno asertivo. Quien sea más propenso a la indecisión –por ejemplo, con rasgos marcados paranoides– seguirá sospechando cuando muchos otros ya hubieran aceptado; en el otro extremo, otro puede cambiar rápidamente de opinión, sin mayor fundamento, casi irreflexivamente. En el campo religioso, según la propensión personal predominante, alguno tenderá a ser escéptico en relación con los datos propuestos para ser aceptados por la fe; otro se detendrá en la evaluación de su posibilidad; y algún otro adoptará una postura definida de asentimiento o disenso. Hay muchos otros, en fin, predominantemente irreflexivos que no saben lo que creen ni lo que no creen; a ratos escépticos, investigadores o creyentes; dudan, indagan o asienten según las circunstancias. Con respecto al proceso por el que llegamos al asentimiento o disenso en materia religiosa, cada uno de nosotros puede hablar únicamente por sí mismo. Cada cual ha llegado a sus convicciones de un modo que le concierne muy personalmente. Nos mueven, ante todo, nuestras propias experiencias, inferencias y juicios, que son, en cierto modo, intransferibles. Lo personalmente asentido es comunicable, más bien, en la medida en que mueva a otros a tener un recorrido personal –desde la experiencia al asentimiento– en el mismo sentido.

3. La conciencia de los datos iniciales experienciales

El concepto de experiencia es muy amplio y pleno de significados diversos. Se refiere tanto a la realidad encontrada como a la repercusión subjetiva. De hecho, los primeros datos experienciales están íntimamente interrelacionados con el subsecuente proceso cognoscitivo. En la experiencia, tenemos conciencia de algo que proviene de fuera o que es interior, y lo relacionamos . Lo percibido queda, espontáneamente, revestido por representaciones preadquiridas . En otras palabras, podemos considerar a estos datos iniciales del conocimiento como si conformasen un nivel empírico de presentaciones , pues son la materia prima susceptible de ulterior comprensión y formulación. Nos percatamos de lo que contiene un sentido, consideramos sus relaciones e implicaciones, reflexionamos sobre su valor y adoptamos, en consecuencia, posturas y decisiones. Las presentaciones de la experiencia religiosa están asociadas al encuentro con la realidad trascendente. Este encuentro, en términos generales, sigue la dinámica de una relación interpersonal. Es encuentro, por excelencia. Es la experiencia fundamental, y más profunda, de la globalidad de nuestras experiencias corrientes. Es, en fin, experiencia de nuestras experiencias y del horizonte en que éstas transcurren y se fundan. En este sentido, sobrepasa nuestra misma capacidad experiencial y sólo es interpretable dentro de una tradición y lenguaje religiosos .¿Cómo es interpretada y formulada esta experiencia? Muchos factores determinan el modo como experimentamos globalmente nuestro mundo. Los valores culturales mismos van conformando nuestro pensamiento y lenguaje. El acervo social religioso, es comunicable mediante palabras y acciones –unas y otras portadoras de significados– que modelan la propia experiencia de fe. A la vez, la experiencia de cada cual –también comunicable por las palabras y el ejemplo– incide en las concepciones comúnmente aceptadas. Gracias al aprendizaje y al conocimiento captamos nuevos significados y alcanzamos nuevos rangos de experiencia.

4. Establecimiento de relaciones entre los datos captados

Espontánea y permanentemente, estamos relacionando los datos presentes en nuestra conciencia. Relacionamos según tipos y patrones, agrupamos y analizamos. Pareciera que en un solo acto percibimos las cosas y nos damos cuenta de su semejanza y diversidad. No contemplamos cada cosa independientemente y por sí misma, sino relacionándola, según comparaciones y contrastes. Experimentamos sensaciones y afectos particulares, y nos forjamos la respectiva imagen o representación particular. Pero nuestra mente no se detiene en lo individual, sino que tiene la propiedad de hacer abstracciones y generalizaciones; comparamos y contrastamos unas cosas con otras y nos quedamos con un rasgo común o relativo, o sea, con una noción –concepto o representación general– Hay que tener en cuenta, por otra parte, que sólo nos formamos una noción de lo abstracto a partir de lo concreto y que cuando evocamos un concepto, recurrimos a imágenes, aunque éstas sean meras producciones mentales. En otras palabras, concebimos lo incorpóreo mediante representaciones relacionadas con lo concreto[3]En realidad, no podemos aprehender a fortiori lo puramente inteligible

5. La expresión lingüística

Nuestra mente procede, pues, segura valiéndose de representaciones, de símbolos. Las palabras –los términos– nos sirven de símbolos. El pensamiento está encarnado en un lenguaje. La argumentación debe ser expresada adecuadamente. No obstante, no todo lo que es objeto de pensamiento es adecuadamente expresado en palabras. La memoria guarda representaciones definidas, específicas, provenientes de la experiencia sensorial y de lo representado mentalmente. A la vez, expresamos las imágenes mediante términos concretos, de significado extensional, o sea, aplicables a objetos definidos –son, así, términos referenciales o denotativos–. A las nociones abstractas las expresamos mediante términos comunes, convencionalmente connotativos La vinculación mental de unos datos con otros, da lugar a relaciones de carácter proposicional. Las proposiciones que contienen nociones –o sea, conceptos abstractos o generales– son, por lo mismo, proposiciones generares o connotativas. Aquellas proposiciones conformadas por nombres singulares –aplicables a cosas representables por imágenes definidas– son proposiciones particulares o denotativas. La distinción entre connotación y denotación no es neta. Una misma relación proposicional puede evocar imágenes vívidas en un individuo y ser, para otro, una concepción abstracta, no evocadora con la misma fuerza. Además, la proposición puede suscitar a la vez, en la misma persona, tanto imágenes definidas como conceptos. Es difícil demarcar el punto en que las representaciones particulares se empiezan a fusionar en conceptos. Por otra parte, muchos nombres comunes fueron, en un principio, singulares y así se conservan en la conciencia de algunas personas. Las representaciones particulares son formadas a partir de la experiencia personal. Pueden ser comunicadas y participadas, mediante descripciones, solamente en cuanto logren evocar una experiencia similar en el interlocutor. Éste las tendrá que confrontar, pues, con su propia experiencia. Por lo mismo, hay dificultad en crear o aprehender, a través de una descripción, imágenes de cosas de las cuales no tenemos experiencia. Por ejemplo: todas las descripciones posibles del amor apasionado no me lo harán comprender si no lo he experimentado. Muchos sermones acerca de la paz proporcionada por la rectitud de conciencia no podrán crear en mi mente la imagen de la acción virtuosa, si sólo me han enseñado en la vida a mentir, a robar y dar rienda suelta a mis apetitos Tales representaciones o imágenes particulares se refieren a lo singular y concreto. Están ceñidas al mundo familiar de las cosas relacionadas con nosotros. En conjunto, conforman el conocimiento informal, no sistemático, conocido como sentido común. Gracias a él, abarcamos lo particular, en detalle; nos adherimos a lo concreto, sin perdernos en vagas especulaciones. De forma natural, hacemos generalizaciones a partir de lo particular, agrupando y diferenciando. No bien atendemos a algo singular y ya lo estamos relacionando con una multitud de cosas. Pasamos de lo particular a lo universal; de las imágenes, a los conceptos. En este tipo de proceso, contemplamos las cosas en sus relaciones mutuas. Todo el conjunto de nociones, y su expresión lingüística propia, es el fundamento de la ciencia. Lo nocional constituye, pues, un conocimiento general que prescinde de particularidades. Sin la aprehensión de ideas siempre estaríamos dando vueltas a un pequeño círculo de conocimiento. Estos dos tipos de conocimiento, el particular y el nocional, coexisten. En alguna medida, son ejercitados a la vez. Al generalizar, pretendemos abarcar mucho, aunque superficialmente –dejando de lado las particularidades–; por otra parte, mediante la consideración de lo singular, tenemos un campo más restringido, pero profundo.

6. El discurso formal

Mediante el raciocinio obtenemos y mantenemos un conocimiento a partir de alguno previo. Conectamos las cosas, organizadamente, mediante determinados principios. Esta asociación entre antecedentes y consecuentes la hacemos, en la vida ordinaria, de modo reflejo –espontáneo y breve– sin necesidad de reconocer concientemente el camino que toma nuestra mente al inferir algo a partir de unos postulados[4]Todo lo así asociado es mantenido en virtud de lo previamente aceptado, dentro del constructo relacional. Así, las proposiciones son mantenidas no tanto en razón de sí mismas, sino de sus mutuas relaciones. La deducción formal –o inferencia– parte de premisas, de presupuestos condicionales. El discurso formalizado lógicamente se ocupa de conceptos, de abstracciones. Gana en exactitud a costa de restringir, hasta su mínima expresión esencial, el significado de los términos y proposiciones que maneja. Por lo abstracto vamos a lo abstracto. El poder de su demostración, al ser aplicado a lo concreto, queda reducido a dar una determinación solamente probable. La inferencia no llega a constituir una verdadera prueba en cosas concretas. Se encarga de enlazar coherentemente lo previamente aceptado. La lógica formal ayuda en la disposición de las pruebas, pero no proporciona una medida común para la inteligencia de los fundamentos del razonamiento. Además, todo raciocinio contiene un gran entramado de supuestos implícitos que, al ser habitualmente admitidos, no son objeto de análisis. La formulación lingüística no logra abarcar la riqueza de contenido de la realidad. La verdadera prueba acerca de cosas concretas requiere un proceder más fino, abierto y elástico que la simple argumentación verbal. La controversia es posible y útil, pero ¿puede dar resultados definitivos en cada caso? Las generalizaciones conceptuales aluden a rasgos generales, mas no informan de lo peculiar y concreto. La ciencia llega a enunciar verdades nocionales que sólo pueden ser referidas como posibles cuando son aplicadas a casos específicos. Las secuencias lógicas quedan inconclusas en su principio y en su fin; tanto en su punto de arranque –principios indemostrados– como en sus resultados concretos –no son definitivamente concluyentes–. El razonamiento no descubre por sí mismo lo desconocido, pero es uno de los principales medios para que los descubrimientos se lleven a cabo. Requerimos soluciones ciertas en cuestiones concretas, de hecho. Nuestros juicios últimos no dependen solamente de deducciones formales. Los objetos propios del conocimiento religioso pertenecen al campo de lo concreto. El acto de fe no proviene de un encadenamiento silogístico, cuya conclusión sea necesaria. La vida es muy breve para formular una religión basada en inferencias. No terminaríamos nunca. El lenguaje proposicional, por más flexible y rico que sea, no logra reproducir todos los matices de nuestro pensamiento. Más aun, si en la vida ordinaria intentáramos analizar todo lo que ha desfilado rápidamente por nuestro espíritu –acostumbrado a agrupar todo ello a su modo, valiéndose de ciertas simplificaciones instintivas y ciertos esquematismos– omitiríamos puntos que nos han impresionado, nos perderíamos en nuestro análisis –abrumados por su complicación– o, fijándonos sólo en una parte, tendríamos una falsa apreciación del todo[5]Quien está acostumbrado al análisis formal –método fiable per se– e intenta aplicarlo, de propósito, a su vida práctica, se confunde y fácilmente tiene dudas injustificadas en cuestiones, por lo demás, seguras. Así, en los asuntos corrientes, los lógicos profesionales juzgan y toman decisiones guiados por el sentido común.

7. El discurso más allá de lo formal

Nuestras convicciones, en el terreno de lo concreto, provienen de un proceso complejo, resultante de la valoración de un sinnúmero de presupuestos, condicionales e interrelaciones no necesariamente formalizados. Cada punto a considerar se presenta con un cierto tipo de argumentos probables independientes. Estos argumentos son tan suficientemente tenues que no son sustentables aisladamente y son tan sutiles que no son fácilmente expresables –como si fueran un conjunto de intelecciones por completar–. El raciocinio valedero en cosas concretas está basado en un conjunto de conjeturas probables. Se hace de manera más o menos implícita, sin una directa y plena advertencia de quien lo hace. La indagación espontánea conduce a una elaboración espontánea de relaciones entre los datos, que tiene carácter explicativo y, por tanto, una fuerza convincente. El conjunto de relaciones inteligibles propias de la experiencia religiosa –que vincula entre sí sensaciones, recuerdos, imágenes, inferencias y convicciones religiosas– puede ser denominado configuración de la experiencia religiosa. Ninguno de los puntos de un aspecto religioso determinado puede ser simplemente demostrado, pero cada uno de ellos se presenta con un cierto número de argumentos probables independientes, los cuales son suficientes, una vez que han sido reducidos a la unidad, para llevar a una conclusión razonable, en cada ocasión.

El mismo proceso que lleva a satisfacer las preguntas surgidas mediante respuestas gratificantes revelará, a su vez, nuevos aspectos a considerar. Cada nueva pregunta es confrontada con el acervo de intelecciones previamente efectuadas y contribuye a la configuración del conjunto. Durante este proceso de adquisición y acumulación gradual de aspectos comprendidos acerca de un asunto, nuestro asentimiento es aun condicionado –nuestro juicio está en suspenso, al respecto–. Llegamos a una conclusión por una comprensión de todo el conjunto y por un discernimiento de su significado global. Esto puede requerir, según el caso, una larga deliberación o un simple acto claro y rápido del entendimiento. Pasamos así de un asentimiento condicionado a uno incondicionado. El modo como lo hacemos será considerado en el siguiente capítulo. ¿Por qué corrientemente creemos tantas cosas? Lo aceptado por sentido común no es reducible a expresiones analíticas sencillas. Tras sopesar posibilidades, aceptamos muchas cosas como si en realidad estuvieran demostradas y no sólo en proporción al balance de argumentaciones implícitas. Por la misma naturaleza de las cosas, las razones, más que expresadas silogísticamente, son captadas, por un cierto sentido instintivo y una fe en el testimonio de muchos. "Muchas de nuestras certezas más obstinadas y más razonables dependen de pruebas que no son formales, sino personales, que trascienden nuestra facultad de análisis" De hecho, cada uno de nosotros no recurre a proposiciones generales para justificar el personal punto de vista en cuestiones trascendentales, sino que determina los casos particulares según sus circunstancias, combinando las diversas experiencias –que flotan sin catalogar en la memoria– y las muchas reflexiones surgidas en formas diversas –más bien sentidas que expresadas–. Si no poseemos elementos suficientes de juicio, solemos acudir a quienes confiamos que nos los puedan aportar. No sólo debemos prestar atención a los contenidos propuestos –los motivos para creer o preambula fidei–, sino a nuestras mismas disposiciones personales. La disposición de la propia voluntad, según lo deseado y amado, está profundamente conexa con lo conocido y aceptado. La inclinación natural a lo bueno y verdadero, ejercitada fielmente, logrará avances que, a su vez, permiten nuevos progresos –el esfuerzo personal necesita de ayudas adicionales, por sobre sí mismo, para captar, comprender y asumir lo que está más allá de sus posibilidades de facto–. Así, por ejemplo, los motivos para adoptar una postura definida, en asuntos que solicitan una aceptación creyente, podrán parecer suficientes a quien esté dispuesto a valorarlos; e insuficientes, a quien tenga una arraigada predisposición en contra. La luminosidad de lo propuesto no llega a ofuscar la visión, ni a constreñir la libertad humana: esta luz será lo suficientemente clara para favorecer el asentimiento creyente a quien quiera hacerlo y, a su vez, será lo suficientemente oscura –pues no son cosas evidentes prima facie– para que, quien no lo quiera, no lo haga. Muchas de las dificultades son más de orden moral que intelectual Hay hombres que tienen suficientes razones para creer, que quieren creer, pero que no pueden hacerlo. Esto muestra que la convicción no equivale a la fe. La fe no es una convicción ordinaria, sino un firme asentimiento: es una certeza mayor que cualquier otra, de modo que sólo la gracia puede generarla. Algunos pueden ser convencidos y no creer de acuerdo a su convicción. Están convencidos, pero sus dudas son de orden moral, surgidas, en el fondo, de una falta de voluntad. Los argumentos no obligan a nadie a creer, igual que los argumentos a favor de la virtud no obligan a nadie a ser virtuoso. La fe tiene que ver con el deseo de creer.

8. El juicio valorativo

Durante el curso de nuestras inferencias en temas discutidos –religiosos, filosóficos o estéticos…– sopesamos todo un bagaje de argumentos interrelacionados, que apuntan en muy diversos sentidos. Contamos para ello con bases o fundamentos previamente aceptados, que amalgaman íntimamente presentaciones y representaciones, colaboraciones de otros –asumidas como propias– y auténticas elaboraciones. Acogemos, corrientemente, las proposiciones que nos parecen pertinentes y prescindimos de las contradictorias. Así, por ejemplo, en algún asunto histórico es razonable aceptar los testimonios provenientes de testigos competentes o de la tradición –en tanto no obtengamos pruebas fehacientes en otro sentido–. Pero hay autores que parecen haber ido mucho más allá de este razonable escepticismo y han asentado, como pauta general, que, en los complejos temas filosófico–religiosos, no tenemos derecho alguno a presuponer nada y que debemos comenzar dudando de todo. Sin embargo, esto mismo es una gran presuposición, y la hemos de rechazar si las hemos de rechazar a todas. La misma duda implica un hábito mental, un sistema propio de principios y de doctrinas Es un hecho que tenemos certeza acerca de muchas cosas cuyos presupuestos no logran conformar una demostración formal. En estos casos, llegamos a estar ciertos mediante un juicio valorativo –buen sentido o phronesis discursiva– consistente en el discernimiento del punto en el cual la masa de las probabilidades convergentes a favor de algún tópico tiene valor de prueba concluyente. En esta inferencia informal, teniendo presente el cúmulo de argumentos que apuntan hacia una posible –aunque no evidente– conclusión, suplimos esta relativa carencia en el razonamiento mediante un acto de asociación global y alcanzamos así una presunción firme. Gracias al juicio valorativo pasamos de las conjeturas a la certeza. Ante cualquier asunto complejo, partimos de posiciones iniciales, vamos haciendo acopio de argumentos accesorios que no están formalmente probados, sino más o menos presupuestos –a veces, será posible alguna prueba explícita en tal o cual punto, pero esto no es lo común–. Los argumentos nos dan pistas en diversas direcciones. Cualquiera de ellos, tomado aisladamente, no tiene valor decisorio, pero aporta su contribución al conjunto. Captamos los principios generales que gobiernan cualquier inferencia. Aunque no podamos justificar el discurso argumentativo mediante parámetros lógicos definidos, podemos avanzar en la consecución de sentido. Para esto, establecemos comparaciones, correlaciones, síntesis y clasificaciones. Vamos considerando el sentido hacia el que apuntan las pruebas, reunimos las posibilidades en pro y contra, valoramos el conjunto y determinamos cuándo es suficiente el peso argumental, en un sentido definido, para dar el asentimiento El proceso valorativo es efectuado –según la constitución y dinamismo de la conciencia–, por cada uno de nosotros, mediante aptitudes tanto connaturales como adquiridas experiencialmente. Esta facultad es el mismo razonamiento en cuanto aplicado a principios, hechos, experiencias, doctrinas y testimonios, sin restricción, utilizando un poder de penetración y de elucidación más delicado y sutil que el análisis lógico, para discernir con presteza qué conclusiones son necesarias si aquéllos se dan por supuestos. Su agilidad llega a ser proverbial y su minuciosidad desconcierta la investigación. Logra su objetivo utilizando asociaciones, probabilidades, recuerdos, leyes, intuiciones. Es el camino por el que razonamos ordinariamente En cambio, el discurso formal –abstracto– no versa sobre hechos. Usualmente, relacionamos los datos de la experiencia y obtenemos conclusiones certeras en cosas concretas, mediante un ejercicio del razonamiento no limitado a parámetros sencillos. Nuestras certezas provienen de la valoración de los datos concretos de la experiencia, luego de haberlos relacionados discursivamente y sopesado. La articulación conceptual de estos datos está ligada a imágenes concretas. De igual manera, el juicio por el que adquirimos una certeza acerca de algo específico, se refiere a cosas particulares y concretas, en una determinada circunstancia. Nuestra creencia del mundo material, del propio yo, de Dios, deriva de inferencias a partir de nuestra percepción de fenómenos particulares, aplicando nuestra plena capacidad valorativa. La completa certeza que podemos poseer acerca de las verdades de la religión natural o revelada resulta al hacer el balance de un conjunto de pruebas o probabilidades convergentes en sentidos definidos. Estas probabilidades, aunque no sigan un patrón silogístico preciso, sí pueden ser suficientes para darnos certidumbre. Obtenemos grados de certidumbre según sea el resultado de nuestras indagaciones. Así, podemos guardar posiciones de opinión, de tolerancia o de firme creencia, en relación con cualquier asunto discutido.

9. Aceptación de las conclusiones que ofrezcan certeza

Llegamos a certidumbres por caminos que rebasan los esquemas de cualquier lógica. El enunciado de ciertas reglas con las que procedemos en nuestros juicios valorativos nos suministrará algunas pautas, pero no nos dirá, en concreto, en una determinada situación, cuándo podemos asentir con certeza y cómo hemos de proceder, en consecuencia. La propia conciencia es el árbitro legítimo. El proceso de razonamiento tiene peculiaridades en cada persona y es aplicado de modo distinto en los distintos campos. Quien esté familiarizado con un área del saber, puede formar conclusiones a partir de datos que no serían suficientes para el neófito. El juicio valorativo puede ser más o menos ejercido desde las intuiciones geniales, hasta las concepciones sesgadas, altamente interesadas. Nos convencen, en verdad, las conclusiones encontradas por nosotros mismos. El asentimiento es personal: nadie puede delegar en otro su asentimiento, ni asentir por otro. No nos determinamos, pues, por reglas externas a nosotros, sino mediante nuestro propio discernimiento. Los argumentos que nos convenzan o disuadan, con respecto a algo, pueden ser innumerables y varían según cada cual. Unos y otros llegamos a asentir a una misma cuestión de modo peculiar. Al fin de cuentas, "es a través de los más diversos caminos como se llega a Roma". El hecho de ponernos todos de acuerdo en cuestiones católicas no proviene de nuestros meros recursos, se requiere de un poder mayor. Las conclusiones certeras del discurso religioso –que corresponden, en la tradición católica, a proposiciones dogmáticas– pueden ser más o menos connotativas o denotativas. El asentimiento consiste en la comprensión, asimilación y asunción de las respectivas imágenes y nociones propuestas por tales proposiciones. Acogemos y aceptamos tanto los motivos de credibilidad, como los contenidos creíbles. Nuestra contemplación, aprehensión y expresión de las proposiciones dogmáticas son limitadas. Sin embargo, las llegamos a creer globalmente, a partir de los datos iniciales de la experiencia. En este proceso actúan conjuntamente la acción humana y la gracia. La relación entre acción libre y gracia rebasa el objetivo del presente estudio y habrá de ser abordada mediante un enfoque teológico. De momento, baste con lo dicho.

Notas:

[1] cf. Lonergan, Bernard, “El sentido común y su sujeto”, en Insight, p. 276s.

[2] cf. Lonergan, Bernard, “La noción de juicio”, en o.c., p.338.

[3] cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 84, 7, ad 3.

[4] cf. Gilson, Etienne, o.c. cf. Vble. John Henry Newman, “La inferencia”, en o.c., p.238–239.

[5] cf. Álvarez, Antonio, “Síntesis doctrinal”, en o.c., p. 163.

 

 

 

Autor:

Octavio Alberto Rodríguez Sierra.

avemaría[arroba]cable.net.co

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