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El curriculum escolar, invención de la modernidad


     

     

    … el estudio de nosotros mismos

    tiene que proceder desde dentro de

    nuestra historia, la historia que nos

    ha convertido en lo que somos.

    HULTQVIST.

     

    Una de las nociones clave –y por clave me refiero a diversos aspectos de nuestra cotidianeidad escolar que adquieren su sentido en la perspectiva de un todo que les da organicidad–, es precisamente la del curriculum; a quienes desde diferentes profesiones de origen nos desplazamos por el campo de la educación, por recurrente nos resulta casi un lugar común.]

    Hace tiempo integramos curriculum a nuestro lenguaje de todos los días; aprendimos a pluralizar el término latino, e inclusive españolizamos su empleo (1); en algunos momentos más que en otros el curriculum deviene una de las obsesiones que atraviesan la vida de nuestras instituciones educativas, de cualquier orientación y nivel. En él se depositan gran parte de las expectativas y confianzas en la adquisición de los conocimientos y competencias que requiere toda sociedad; en él se concretan los parámetros de calidad y eficiencia que, hoy por hoy, atraviesan nuestra vida académica.

    La familiaridad con la que el curriculum merodea nuestros ambientes educativos, nuestras pláticas de café, nuestras urgencias y presiones, nuestras políticas institucionales, hace que lo percibamos como un ‘fenómeno natural’, que siempre ha estado ahí, al alcance de la mano, como referente para estructurar nuestros modelos educativos en el más amplio sentido del término.

    Esto se da por supuesto; sin embargo, no es así: forma parte de nuestros conocimientos sobre la escolarización que se han ido formando y transformando en el curso de la historia, "no son signos o significadores que se refieren a las cosas y las fijan, sino prácticas sociales a través de principios generadores que ordenan la acción y la participación" (Popkewitz y Brennan, 2000, p. 23). Consecuentemente, el curriculum tuvo un origen, se construyó socialmente como parte de las respuestas de algunos grupos a determinadas crisis sociales, económicas, culturales, en medio de candentes controversias y tomas de posición, de formas de razonamiento y percepción puestas en juego en un momento determinado.

    El sentido con el que emerge el curriculum, no es el mismo que hoy le atribuyen nuestras comunidades académicas del siglo XXI; ha sido continuamente recreado por las necesidades de los grupos sociales en diferentes momentos históricos; con el tiempo, se ha ido consolidando y refinando en sus usos y en sus planteamientos. Surge, al igual que otras muchas consignas y tradiciones que hemos hecho nuestras, en el umbral de la modernidad: (2) forma parte de sus herencias.

    Abundar en estos supuestos, para comprender las condiciones histórico–sociales en que se produjeron estas prácticas y el conocimiento que se formula respecto a ellas (3), que provee de explicaciones al momento presente, es el propósito de este texto.

     

    EL PUNTO DE PARTIDA

    Todo pareciera señalar el empleo de este concepto en nuestro país en torno a la década de los 70, esos años llenos de optimismo, de propuestas innovadoras, de inventivas y audacias que trataban de romper de un tajo con las deficiencias y los lastres del pasado, para hacer eficiente la formación de una población universitaria que se masificaba a pasos agigantados. El proyecto de las unidades de producción, de la Universidad Nayarita (4); la revolucionaria concepción de la medicina plasmada en el Plan A–36; la profunda revisión de la formación del médico veterinario, que recogía el Plan Z–36; la integración de las Ciencias y las Humanidades en la formación del estudiante pre– universitario datan de ese entonces. Es precisamente la UAM Xochimilco, creada en 1974, la que generalizará el empleo de curriculum en la educación superior; a partir de ahí, se filtrará a los diversos niveles escolares.

    La sensación, por ese entonces, era la de que avanzadas corrientes anglosajonas (5) desplazaban, por obsoleta, la tan conocida noción de plan de estudios, que concentraba listas de contenidos y objetivos abstractos, de manera aparentemente estática, sin una vinculación explícita con las demandas sociales, sin una ubicación definida de las prácticas profesionales. El curriculum inauguraba, sin más, otros significados, más próximos a lo que en ese momento se percibía como prioritario. (Goodson, 1995, p. 9).

    Una confianza casi milenarista, propia del advenimiento de los nuevos tiempos, se concentró en el poder de la educación, y en las posibilidades del curriculum para lograrla. Sin embargo, a la vuelta de unos años, los desfases entre la elaboración y la puesta en marcha, la confrontación con prácticas sedimentadas, con rutinas establecidas difíciles de remover, mostraría la otra cara de la moneda.

    Se recorrieron muchas vías en la medida en que se iba institucionalizando el campo del curriculum (6); se transitó del tecnicismo más ingenuo a los desarrollos teóricos de más altos vuelos, buscando un punto de equilibrio, un lugar de convergencia entre las formulaciones rectoras, escritas a priori, y las exigencias de la práctica, que a menudo las hacían tambalear.

    La década de los 70, urgida por delinear una teoría curricular válida, rescató autores de la primera mitad del siglo XX, como Franklin Bobbit (1918), Ralph Tyler (1947), Hilda Taba (1962); en el ámbito mexicano después comenzaron a formularse las aportaciones de Raquel Glazman y María de Ibarrola, de Alicia De Alba, de Angel Díaz Barriga. Puede decirse que en el curso de los treinta años que han pasado desde el inicio del establecimiento de este campo de estudios en nuestro país, ha habido sucesivos desplazamientos respecto a las explicaciones y las posibilidades de intervención curricular.

    A grandes rasgos puede decirse que hemos transitado de una perspectiva centrada en el plano de la forma externa, fundamentalmente prescriptivo y normativo, que incidiendo, sobre todo, en las estructuras más amplias –sea referido a ciertos elementos de sistematización entre objetivos, medios y resultados, de la estructuración de los contenidos, de la programación de experiencias de aprendizaje apelando a las estructuras cognitivas, al reconocimiento de las prácticas profesionales que median en la orientación de lo que ofrecen las instituciones educativas– termina burocratizándose, a una perspectiva que aborda el curriculum como una construcción social y cultural que, reconociendo muy directamente las voces de los protagonistas involucrados en estos procesos de transformación (7), el sentido de sus prácticas, busca nuevas articulaciones entre las teorías y la recuperación de las experiencias cotidianas de los docentes; pudiera decirse que la mirada se dirige hacia el ‘interior’ indagando a través de las mediaciones que existen entre lo individual, lo grupal y lo institucional, donde las disciplinas escolares constituyen el punto de convergencia (8).

    Cada uno de los sucesivos momentos de desarrollo de la teoría curricular ha tenido y tiene sus autores privilegiados, sus textos favoritos, sus comunidades de incidencia y, por supuesto, sus anatemas, sus competidores. Los grupos que se abocan a la investigación y al análisis de estas tareas desde aquellas décadas, son muy numerosos. Lo cierto es que, a la fecha, el curriculum continúa siendo un enclave importante en la vida de nuestras instituciones educativas y en la formación de profesores.

    Hoy nos queda claro que la complejidad del curriculum pasa por diversos planos que atañen a la vida social y cultural de un grupo, al lugar que en ella ocupan las instituciones de educación formal, a las políticas de diverso tipo, a las posiciones de los protagonistas, a las formas de producción del conocimiento y a sus formas de transmisión, a las oleadas reformadoras que se filtran en todas las esferas y niveles de la sociedad.

    El curriculum no es pues, exclusivamente, una forma de racionalidad de las prácticas educativas en sí mismas que, perfecta en el momento en que se gesta, permanece estática. Esto lo saben muy bien quienes cotidianamente conviven con grupos escolares, de maestros y de alumnos, que son finalmente los que construyen día con día el curriculum. No es lo mismo el curriculum que se piensa, se reflexiona y se plasma en un documento, permanentemente rebasado por la realidad, al que los propios actores, desde sus propias historias, experiencias, interpretaciones y dificultades concretan en diversos momentos de la compleja, multifacética y cambiante realidad escolar; no necesariamente se corresponden las teorías curriculares con los diferentes niveles de intervención y los diversos ámbitos de su puesta en marcha.

    El curriculum jamás es un producto cultural estático, monolítico, que está siempre ahí como referencia inamovible de la vida académica –evidentemente una materia, por ejemplo, puede permanecer como tal desde hace veinte años, pero indudablemente se "mueve", se somete a sucesivas transformaciones dependiendo de los profesores, de los grupos, de las circunstancias de la misma institución, de la circulación de nuevas bibliografías–. Se construye día con día en la arena de la vida social y en la toma de posición de las comunidades académicas, está inmerso en el conflicto social, en el espacio de la negociación, pues cada uno de los involucrados, sean estudiantes, profesores, autoridades, padres de familia, políticos, empresarios, economistas, expertos internacionales, desde su lugar participa en la producción de sentido, de ahí su movimiento constante, sus continuas recreaciones, su ineludible complejidad, su inevitable condición de conflicto. El curriculum escolar constituye lo que en términos de Bourdieu es un campo de fuerzas. (9)

    El curriculum dice mucho de la vida social, de sus aspiraciones, de sus expectativas, de sus sueños, de sus deficiencias; encamina hacia otras direcciones, posibilita otras prácticas y también las limita, plantea nuevas prioridades y, por qué no, nuevos descuidos. Pone sobre la mesa los polos de tensión entre los grupos académicos, sus alianzas y sus lealtades; entre las diversas formas de producción del conocimiento y sus procesos de transmisión; entre la vida interna de la institución y las exigencias que vienen de la sociedad en su conjunto (nuevas formas de producción de conocimiento, de demandas de la empresa, de la industria, de políticas nacionales y de organismos internacionales); entre la autonomía relativa de las instituciones formativas y las fuentes de financiamiento, entre la modernidad y la posmodernidad. Para nada representa un ámbito conciliador, ajeno al conflicto ya que, finalmente, "puede verse como portador y distribuidor de prioridades sociales" (Goodson, 1995, p. 53).

    Es precisamente el papel que juega el curriculum en la vida de nuestras instituciones escolares a lo largo de la modernidad, cuyas historias, querámoslo o no, están sedimentadas y en mucho estructuran nuestro presente, el que lleva a experimentar la necesidad de establecer un nuevo campo, el de la historia del curriculum, que se plantea, señala Miguel A. Pereyra, como "la propuesta académica de narrar, interpretar y, finalmente, comprender los procesos por los que los grupos sociales a lo largo del tiempo seleccionan, organizan y distribuyen conocimientos y creencias a través de las instituciones". (10)

    En la vida diaria de nuestras instituciones escolares, las historias de otros tiempos, los conflictos y sus soluciones, los valores y los caminos favorecidos, las creencias y las consignas sedimentadas, siguen pesando. Forman parte de las herencias que se nos imponen aún desconociéndolas. Por ello, indagar desde el presente en lo que subyace detrás de esta construcción, siempre social, siempre cultural, siempre compartida, siempre atravesada por protagonistas y antagonistas, nos hace partícipes y conscientes de lo que todavía hoy defendemos. Y esto, como forma de comprensión y conocimiento de las instituciones de las que formamos parte, tiene un gran valor.

    La noción de curriculum es muy antigua y se formó lenta, muy lentamente, de manera paralela a la paulatina instauración de los procesos de escolarización; eran otros los tiempos, eran otras las sociedades, eran otras las necesidades, eran otras las disputas. Sin embargo, de alguna forma, percibimos sus marcas en nuestras escuelas. Nació en el ambiente que fermenta las formas de vida, de pensamiento, de relaciones, de gobierno, que desembocarían en lo que actualmente conocemos como modernidad…

    La modernidad, como sabemos, irrumpe vigorosamente en la vida de los hombres portando el discurso de la libertad, de la igualdad, de los derechos de todos a todo, de la democracia; sólo que a la vuelta de algunos años mostraría la otra cara de la moneda: el control, el acatamiento, la vigilancia. Lo cual apunta a lo que Wagner define como la ambigüedad característica de este proyecto, de las pérdidas y ganancias que trae consigo.

    "Debería verse [nos dice el autor] la transformación del yo humano en la modernidad como un proceso paralelo –y dramático– de liberación y sometimiento" (Wagner, 1997, p.20).

    Es precisamente en medio de esta ambivalencia donde tiene lugar la configuración de las prácticas y de los discursos que nos proponemos analizar.

     

    UNA SOCIEDAD EN POS DE NUEVAS FORMAS DE GOBERNARSE.

    El umbral de la modernidad da pasos firmes en relación con los nuevos modos de vigilancia y control de las sociedades, a partir de los cuales se puede explicar la lógica cultural que daría lugar a algunas de las prácticas y discursos que están en la base de los procesos de escolarización en los distintos niveles. Hoy, a ninguno se le ocurriría imaginar las instancias de educación formal al margen de los grupos de alumnos por edades y ciertas afinidades, sin un ordenamiento entre los programas de acuerdo a su dificultad, sin una seriación por grados y semestres, sin la previsión de contenidos mínimos y actividades, sin la estricta supervisión de los profesores para la buena marcha de los aprendizajes.

    Sólo que mucho de esto respondió a la confrontación de situaciones vividas como problemáticas para las sociedades de la alta Edad Media, a la necesidad de resolverlas de otra manera; surge de las nuevas formas de gobierno que las sociedades de ese tiempo ensayan sobre la población. Esto resulta explicable, ya que los procesos de creciente urbanización, de incremento de capitales, de resquebrajamiento de los poderes feudales y de sus instituciones, incidían en las formas de vida, en las convicciones y creencias, en los modelos de relación que habían venido funcionando; en otra manera de centralizar el poder y distribuirlo. Hacia esos años dominaba la concepción jerárquica del mundo, donde cada quien ocupaba un lugar y desempeñaba una determinada actividad, de modo que la convivencia amplia de niños, jóvenes y adultos –por más que estas divisiones por edades todavía no existieran– y el relajamiento de costumbres, aunado a la multifacética crisis de entonces, ya no se vería con naturalidad, sino como promiscuidad y desorden; habría que idear espacios separados y bien controlados.

    En estos términos se da el primer gran paso en el gobierno de los escolares y, potencialmente, de los maestros; este nuevo sentido de orden, que de aquí en adelante acompañará a los procesos de escolarización de la modernidad, se gesta hacia el final del alto medioevo y las universidades tienen mucho que ver en ello. Va recordado –apunto aquí y amarro después– que los universitarios son clérigos, no necesariamente monjes o sacerdotes; las universidades pertenecen al ámbito de la Iglesia, lo que hace que, se trate de poblaciones laicas o no, de todos modos entran en el terreno eclesiástico. Las funciones de estas corporaciones –universidades– (11) se dan siempre dentro de estos límites.

    Por lo demás, las Universidades, (12) y la gestación de la educación formal, son fenómenos eminentemente urbanos que se definen en el lindero entre las escuelas monacales, destinadas exclusivamente a los monjes, y otras, abiertas a los laicos. Precisamente las ciudades son los espacios plenos de movimiento, de concentración de riquezas materiales y culturales, lugares de encuentro y de intercambio:

    "Las ciudades son las plataformas giratorias de la circulación de los hombres, cargados de ideas así como de mercaderías, son los lugares del intercambio, los mercados y los puntos de reunión del comercio intelectual. […] del Oriente junto con las especias, la seda, llegan los manuscritos que aportan al Occidente cristiano la cultura grecoárabe" (Le Goff, 1985, p. 31).

    El siglo XIII, representa para las Universidades un importante florecimiento. (13) De esa época datan muchas de las reformas que llevaría a cabo la Universidad de París, una de las más influyentes en el tejido universitario medieval.

    Particularmente importante para los propósitos de este texto, es la regulación del funcionamiento de los Colegios (según Durkheim, especie de secundarias de nuestros días, donde se enseñaba latín a una población que oscilaba entre los 10 y los 20 años por lo menos) anexos a las Universidades. (14)

    Antes de esto, la población que los frecuentaba, formada exclusivamente por aquellos que aspiraban a ser clérigos, muchas veces carecía de recursos, procedía de aldeas cercanas y buscaba lugares para pernoctar. Participaba a menudo en todo tipo de desórdenes:

    "Se asociaban con truhanes y malhechores, callejeaban durante la noche, violaban, asesinaban y robaban con frecuencia. Las fiestas celebradas por las Naciones en honor a su patrón, en lugar de ser una ocasión edificante, no eran más que una provocación a la embriaguez y a la orgía. Los estudiantes recorrían las calles de París armados, perturbaban con sus gritos el reposo del burgués pacífico, maltrataban al viandante inofensivo. En 1276, jugaron incluso a los dados en los altares de las iglesias" (Durkheim, 1982, p. 158).

    De ninguna manera se podría afirmar que todos los estudiantes tuvieran las mismas condiciones; algunos vivían con su familia o quedaban a cargo de un tutor, que por lo general no era todo lo afable que podría esperarse. También se regulaban a partir de las alianzas y normas que les imponían las hermandades y corporaciones a las que pertenecían, pero no sabían en que consistía una institución estructurada jerárquicamente y normada por el principio de autoridad, que será la perspectiva de los Colegios a horcajadas de los siglos XV y XVI. La sociedad ya estaba harta, según Ariès, del exceso de libertades de los estudiantes: para imponer a sus maestros, para hacer valer sus prerrogativas; para que los maestros enseñaran lo que quisieran, de cualquier modo, en cualquier lugar. (15)

    Esta situación llegó a ser aberrante y se le puso un remedio: hospedar en los Colegios, primero a los estudiantes becarios y después a los que tenían recursos, pues la normatividad del estudiante antes y después de las horas destinadas a las lecciones dio óptimos resultados para lo que se pretendía. Para su organización interna, los Colegios los concentraron en grupos de edades que oscilaban entre 10 y 15 años. Ariés pone de relieve, al respecto, la emergencia de una nueva sensibilidad en relación con las edades de la vida que se perfeccionará con el tiempo, fenómeno que hoy nos parece tan obvio y de sentido común.

    El generalizar el régimen de internado para todos los escolares trajo otras complicaciones y exigencias para los Colegios, el modelo cerrado, única posibilidad de control del estudiante, de estrecha vigilancia de su comportamiento y de preservación de los desórdenes sociales, implicó prever actividades fuera del tiempo de las lecciones, ya fueran prácticas religiosas, de entretenimiento o complementarias al estudio, así como favorecer una estrecha convivencia con los compañeros inmediatos, siempre con la mira puesta en la moralización de los internos, leída desde el cristianismo.

    No obstante, este nuevo sistema no pudo evitar del todo los abusos y excesos de algunos de los escolares, lo cual motivó la exacerbación de la vigilancia y el control sobre la totalidad de la vida del estudiante, dentro y fuera de las instalaciones, tratando de incidir hasta en su vida cotidiana. El maestro, poco a poco investido de autoridad, en una relación jerárquica con los escolares, será quien detente el poder en una relación de subordinación del otro, pero también será en quien se delegue la conducción moral de la vida del estudiante; a fin de cuentas, ‘la salvación de su alma’.

    Interesa dejar claro que esta nueva forma de organización sería una enseñanza completa que daría cabida no sólo a los jovencitos que se formarían ahí, sino que también incluiría, bajo el mismo régimen, a los maestros en estrecha convivencia con los discípulos. Se trataba, en todo caso, de conservar a la población que los frecuentaba en un mundo aparte, construido artificialmente ex profeso para la enseñanza, preservándolos del bullicio y desórdenes del mundo exterior. A su vez, estos centros se someterían a una estricta normatividad y supervisión de sus funciones, vigilando a todos los involucrados para lograr su cabal cumplimiento. Las conocidas Regulae de los monasterios, emigrarían a esta organización que se ensayaba entre los siglos XIII y XV.

    Con el tiempo, los Colegios experimentaron sucesivas transformaciones que los alejaron del perfil que tenían cuando fueron creados. Al acoger a escolares laicos se aproximarían a los establecimientos de enseñanza de la modernidad, organizados en la novedosa noción de clases secuenciadas en cuanto a su dificultad y la edad de la población, núcleo de donde surge la concepción de organización de la actual educación formal.

    Y si en torno a 1509, explícitamente se propone que los Colegios de la Universidad de París se organicen en "al menos doce clases o pequeñas escuelas, según la exigencia de lugar y auditores" (Hamilton, 1989, p. 189), en los Estatutos del Colegio de Montaigu, por ejemplo, clase se maneja como "divisiones graduadas por estadios o niveles de creciente complejidad según la edad y los conocimientos adquiridos por el estudiante" (Idem). La escuela de los Hermanos de la Vida Común, también a principios del siglo XV, donde se formaron importantes pensadores de esos años –Erasmo, Loyola, Calvino y muchos otros–, era famosa por atender hasta 1200 escolares –número insólito para la época– que organizaba en 9 ó 10 Clases o Cursos, (16) de acuerdo con las edades y con el aprendizaje logrado durante un período lectivo. Esto confirma que la práctica fue bastante generalizada.

    Por otra parte, la clase escolar fue incidiendo en otros refinamientos: el de un profesor para cada curso; después, el de un espacio para cada conjunto de escolares y maestro, pero esto sería a horcajadas de los siglos XVI y XVII. Tan es así que en pleno siglo XVII se volvió común la expresión "dar clases" para referirse a la tarea docente propiamente dicha.

    El pensador moravo, Juan Amós Comenio –en el mismo siglo XVII–, a la vez que precisa la noción de clase sugiere otras distinciones en su interior: "Una clase escolar es un conjunto de alumnos que, en los mismos estudios, alcanzan los mismos resultados, a fin de que, imbuidos al mismo tiempo por las mismas enseñanzas y activados por los mismos ejercicios, puedan con mutua emulación progresar más fácilmente. Pero en una misma clase, las necesidades de los estudios exigen también que se constituyan varios grados, de los cuales son importantísimos tres:

    I. De los principiantes,

    II. De los adelantados,

    III. De los que van llegando a la perfección" (Comenio, 1992, p. 121).

    Finalmente, la clase, organizada conforme a ciertos principios lógicos, devino curso. No obstante la invención de otros criterios para disponer a escolares y maestros, el modelo monacal que conformó la intervención sobre los turbulentos escolares medievales seguirá sedimentado de diversas maneras en las soluciones de la educación formal de nuestro tiempo.

    Ciertamente la Iglesia cristiana es una de las instituciones más consolidadas que pesa sobre las diversas esferas de la vida y de la cultura en Occidente y en nuestro propio ámbito. Puso a disposición de los modos y formas de la educación, la experiencia acumulada durante siglos en la conducción de las sociedades. Pero, por lo regular, desconocemos a ciencia cierta en que forma gravita sobre nuestras tradiciones educativas. En el caso de la escuela es importante ‘hilar fino’ y hurgar en sus improntas, aparentemente invisibles, pero, que a través de las sucesivas reapropiaciones de las sociedades secularizadas, siguen haciéndose presentes.

    De hecho los universitarios medievales, clérigos y laicos, pero al fin y al cabo clérigos por los motivos apuntados, son la intelligentsia de la época, los artesanos de la palabra, que con sus ideas y audacias, con sus debates y libertades, marcan el rumbo de las instituciones, inciden en la condición de lo societal, trazan la conducción de pueblos y personas, perciben las posibilidades del cambio social. Ellos son los hombres letrados de la época, y la Iglesia la gran depositaria de la cultura escrita; como intelectuales, asumieron como oficio la transmisión de ese patrimonio por medio de la enseñanza, pues son, ante todo, maestros.

    Las sociedades, y sus diversas instituciones, se abren a la modernidad con la consigna de moralizar a las poblaciones, de ordenar su forma de vida, de conducirlas hacia otros designios. Por ello ensayan otras formas de gobierno de los escolares, también de sus maestros, empeñados en el oficio de transmitir conocimientos y comportamientos.

    El pensador francés, Michel Foucault, entre sus aportaciones plantea un neologismo que resulta oportuno en el desarrollo de este texto; es el de gobernamentalidad, que une la acción de gobernar con la mentalidad que se involucra en ello. Es decir, remite tanto a la acción de gobernar como a la mentalidad puesta en juego; en el caso que nos ocupa implica que aquello que se gobierna ha de conocerse para desarrollar comportamientos acordes a los propósitos que median en ello. La intervención sobre los escolares oscila entre la comprensión de lo que son y de lo que han de llegar a ser. "La escuela, la educación, la formación y otras actividades sociales similares –señala Hultqvist–, no sólo se preocupan por la realidad, sino que, en sus capacidades como depositarias de racionalidades políticas, también contribuyen a producir niños y jóvenes como sujetos de estilos concretos de vida". (17)

    Es así como los siglos del umbral de la modernidad en adelante, imaginarían los medios para formar estudiantes y maestros que se asumieran como tales, cuyos atributos, papeles y condiciones correspondieran, en buena medida, a lo que se esperaba de ellos. Todo esto implicó un gran esfuerzo para llevar a cabo el ordenamiento de la vida de dos de los principales protagonistas de la escuela.

     

    EL CAMPO DE LA CONTIENDA: LAS REFORMAS RELIGIOSAS.

    Si, a horcajadas de los siglos XV y XVI, los primeros pasos en relación con el gobierno de los escolares – implícitamente de los maestros y de aquellos que los supervisan–, que conducen a la invención de la clase y del curso, se dan en el territorio de la fe cristiana en general; la consolidación de una de las formas más novedosas y eficaces en este gobierno, que es el curriculum, se dará en medio de la contienda por las confesiones; es decir, en el campo de los reformadores religiosos.

    Las críticas atmósferas europeas de los siglos XVI y XVII, (18) tienen como la expresión de sus conflictos las guerras de religión, las disputas entre los llamados reformadores –disidentes del catolicismo, que desconocen la autoridad del Papa– y contrarreformadores –católicos, seguidores del Papa– ; de hecho, ambos se inscriben en el movimiento genérico de reforma. Ambos, desde diferentes perspectivas y con diferentes medios, orientaron su acción hacia la regeneración de los hombres y de las mujeres, de los gobernantes, de la Iglesia yatan lejana de los primeros tiempos de la cristiandad, de los saberes, de la forma de distribuirlos socialmente. El clima de intolerancia y de guerra acompañó la expresión de estas pugnas y de estas tomas de posición a lo largo del inicio de la modernidad. Lutero (1483–1546), como sabemos, no fue el primer reformador; las críticas a la Iglesia Católica, por los vicios y distorsiones en que había caído, venían ya de algunos siglos atrás en las voces de otros reformadores: Francisco de Asís, Wiclef, Jan Huss, Chelcicky, Münzer. Unos lograron replantear algunas prácticas de la Iglesia desde dentro, sin dejar de asumir al Papa como la máxima autoridad; otros, quedaron en la disidencia y fundaron las Iglesias reformadas, que genéricamente se conocerían como Iglesia Evangélica.

    Grosso modo, los Reformadores, movidos por el desorden y el deterioro evidente en todas las expresiones y esferas de la vida social, darían curso a un gran programa restaurador, de enmienda, con tintes moralizadores, de franco rescate y salvación de las poblaciones bajo el signo de la fe cristiana. El medio para lograrlo era precisamente la educación, y esto se relaciona directamente con los propósitos de este artículo.

    Defensores de la lectura directa de la Biblia –libre examen–, en contraposición con la mediación que hacía de su lectura el sacerdote católico, los Reformadores requieren establecer redes escolares a lo largo y a lo ancho de los territorios de incidencia, para que amplios sectores aprendan a leer y, en contacto directo con el mensaje bíblico, logren la salvación. El comportamiento deseable de estos cristianos disidentes, dependería de su propia relación con Dios, de una moral interna, sin intervención de terceros; a diferencia de los cristianos católicos, cuya moral sería controlada por normas externas a su propia conciencia.

    La tarea que se echaron a cuestas los reformadores que coinciden en esos siglos tratando de congregar a las Iglesias Evangélicas dispersas por el continente europeo, (19) fue enorme, pues, además de establecer escuelas en todos los rincones donde pudieran, había que traducir la Biblia a las lenguas vernáculas, había que agenciarse predicadores que compartieran las mismas creencias y había que formarlos de otra manera. En esta empresa, es en la que el gobierno de los estudiantes se perfecciona a través del curriculum; la invención procede de los calvinistas – hugonotes en Francia, puritanos y presbiterianos en Inglaterra, y otros más.

    En los Colegios anexos a las Universidades, en cuyos orígenes atendían a una población de clérigos, se impusieron los Reglamentos de disciplina de las órdenes religiosas –como antes lo señalé–, atentos a cada uno de los movimientos de los discípulos, recurriendo a los castigos físicos cuando era necesario; también se adoptaron los Reglamentos de estudio, orientados a la totalidad de las actividades de enseñanza. De estas prácticas se desprendería poco a poco un amplia gama de normas y estatutos referidos a la vida de los escolares.

    Calvino fue particularmente aficionado a estas reglamentaciones, lo cual se puede entender por su trayectoria: formado como teólogo, jurista y militar, creía firmemente en el orden, en la disciplina, en las normas para regular puntualmente la vida de cada individuo, de cada institución, de la sociedad en su conjunto; en una minuciosa jerarquización de la autoridad. Según él, en estos términos se lograría desarrollar el sentido del deber, del trabajo, de la responsabilidad de manera individual y autónoma; las instituciones se restaurarían por dentro y se produciría un nuevo modelo de sociedad. Sólo así se podría impulsar, desde dentro de la persona, la moral y el principio de autoridad. Un enclave importante de su proyectoera, como decíamos, la formación de predicadores convertidos a esta fe. (20) Y así lo hizo.

    Por otro lado, algunos de los conceptos filosóficos favoritos de Calvino para referirse al devenir de la vida, de marcado sabor latino, eran vitae cursu, vitae stadium y vitae curriculum, (21) que después emigrarían al territorio escolar. Se atribuye a Andrew Melville, de origen escocés, quien colaboró con Calvino en la Academia de Ginebra, la introducción del término curriculum de estudios al impulsar, desde la perspectiva del calvinismo, la reforma de la Universidad de Glasgow (1574–1580). El sentido de esta nueva noción era abarcar el gobierno de la totalidad de la vida del estudiante y orientarla al cumplimiento de los eventos que establecía un plan de contenidos y actividades, minuciosamente supervisado por el profesor.

    La Universidad escocesa de Leiden (1582) es la primera, según documentos recabados por Hamilton, que explícitamente incluyó en sus certificados de estudio el siguiente texto: "En habiendo completado el curriculum de estudios" (Rfr. Hamilton, 1991, p. 199). Para el caso, también resulta ilustrador como dato que, para esos años, existan referencias de que en Glasgow se usa indistintamente vitae curriculum y vitae disciplina, haciendo referencia al mismo proceso.

    Con todos estos elementos referidos a la formación, los Reformadores fueron ganando terreno en Francia, Países Bajos, Suiza, Alemania, Moravia, Inglaterra, Suecia; la Iglesia Católica veía como una verdadera amenaza el incremento de Iglesias reformadas; por lo demás, se daba cuenta de que las prácticas habituales de la prédica, la confesión y otras más ya no eran suficientes –el reciente Concilio de Trento (1545–1563) había señalado la necesidad de recuperar el magisterio de los primeros siglos de la cristiandad–. Había que idear nuevos mecanismos para ganar las ‘almas’ de los jóvenes para su causa, y eso lo haría, como parte del movimiento de la Contrarreforma, con la Compañía de Jesús a la cabeza. Ignacio de Loyola (1491–1556), su fundador, la organizaría conforme al modelo de la milicia que, por experiencia propia, conocía bien.

    Persuadido de los principios de orden y disciplina con que se había formado, y cercano a las transformaciones de los Colegios, por donde también había pasado, Ignacio perfecciona los criterios referidos al gobierno de la vida escolar. Desde un principio, en una parte de las Constituciones de la Compañía precisa el plan de los estudios que habrán de conducir los jesuitas, (22) y esto se llevó a la práctica en las diferentes sedes y misiones de los jesuitas; después de tres décadas de aplicaciones constantes por todos lados, se inicia una amplia consulta, análisis y valoración de las experiencias que se habían recabado en los diversos países –esfuerzo insólito para la época, aunque de algún modo facilitado por la centralización del imperio católico–, (23) para decantarlas en la Ratio atque institutio studiorum Societas Iesus (1599), (24) nombre que acompañó a los jesuitas durante más de doscientos años.

    El Ratio proveía de acuciosas disposiciones en relación con lo que debían aprender los escolares y cómo lo debían aprender, señalando puntualmente prescripciones para cada clase o curso. Después del amplio proceso de evaluación que se había efectuado, se llenó el vacío tocante a lo que competía a los maestros y a su organización jerárquica con fines de control. En él se trataba todo: las materias de estudio, su disposición, su graduación, sus orientaciones, los ejercicios que deberían emplearse, la constante competencia con los compañeros de clase para superarse, los textos de los clásicos cuidadosamente graduados y reinterpretados desde la fe cristiana, los ejercicios espirituales.

    De particular importancia en esta disposición de los estudios, era lo tocante a la disciplina. Se prescribía una constante cercanía del maestro con el alumno para su cuidadosa custodia: "Un vigilante lo sigue por todas partes, a la iglesia, a la clase, al refectorio, al recreo; a la sala de estudio y a sus habitaciones; siempre estaba ahí, lo examinaba todo". (25)

    Pero el propósito también era conocer a los discípulos para estar al tanto de sus debilidades, de sus móviles más íntimos y poder conducirlos, de modo que los jovencitos vivieran en una atmósfera educativa especialmente creada para ellos, protegida de los desórdenes mundanos.

    Desde una perspectiva más amplia, saltan a la vista las coincidencias básicas entre el curriculum y el plan de estudios. El primero, surgido de una moral calvinista, hace hincapié en la estrecha vigilancia del escolar, en la minuciosa prescripción de lo que ha de hacer, con miras a regular un comportamiento autónomo, una moral impulsada desde el interior de la persona. El segundo, surgido de la contrarreforma católica, se centra en el papel de los contenidos, en la regulación de las actividades, en diversas prácticas que tienden a escudriñar el interior del discípulo, a fortalecer su voluntad, condicionando, desde el exterior, un comportamiento moral.

    El siglo posterior no desconocería las prácticas para el mejor gobierno de la vida escolar que se venían perfilando desde el siglo XV; muestra de ello son algunos de los planteamientos de Juan Amós Comenio, uno de los principales protagonistas de la Iglesia Checa Reformada, cercana, por lo demás, a los luteranos y a los calvinistas. Tal es el caso de la noción de curriculum que menciona explícitamente en alguna de sus obras; (26) asimismo, integra en sus propuestas las prácticas referidas a la clase, a la disciplina, al curso.

    Su Didáctica magna, como tratado del arte de enseñar que es, ofrece una aproximación a lo que pudiera ser el curriculum escolar, al proponer tipos de escuelas precisando las edades que les corresponden y describiendo puntualmente los contenidos y métodos que competen a cada una de ellas: (27)

    "Tenga por escuela:

    • La infancia…El regazo materno, Escuela maternal (Gremium maternum)
    • La puericia…La escuela de letras o Escuela común pública
    • La adolescencia…La escuela latina o Gimnasio
    • La Juventud…La Academia y viajes o excursiones" (Comenio, 1988, p. 159).

    Comenio, en el siglo XVII, dispone una rigurosa y jerarquizada supervisión y control, de las tareas que competen a estudiantes y maestros, para la buena marcha de los estudios:

    "[…] para que todo esto se mantenga, es necesario que cada escuela tenga al frente (además de los maestros y del rector) un patronato con inspectores o visitadores que suelen llamarse escolarcas, escogidos de entre los magistrados jefes de la ciudad y ciudadanos selectos. Para que todo marche dentro del orden debido, deben ser no solamente doctos sino además muy piadosos y prudentes, que sepan y quieran castigar las infracciones, siempre con severidad serenísima y adornados de autoridad pública (Comenio, 1992, p. 118).

    Las cosas no pararon aquí; en la medida en que fue avanzando el proyecto de la modernidad, la escuela de masas devino la panacea de las sociedades ilustradas y el Estado el gran gestor de la escuela de masas, la escuela pública por excelencia. Durante el siglo XIX, el paulatino desplazamiento de las sociedades rurales y de las formas de producción a pequeña escala, confirmó la necesidad de estándares de mayor eficiencia en la escolarización donde a los maestros se les asignaba un papel muy importante en la construcción de estos nuevos ciudadanos.

    Todo esto incidió en el refinamiento del curriculum escolar con el que se inauguró el siglo XX; en la región americana, los teóricos estadounidenses del curriculum tales como John Dewey, Franklin Bobbit, W.W. Charters, Ralph Tyler y otros muchos que impulsaron la reforma de una educación más práctica y útil, y desde ahí influyeron en nuestro ámbito a través de los pedagogos mexicanos.

    Las sociedades de los años que se sucedieron desde ese entonces hasta llegar a nuestros días, han continuado recreando, a partir de sus propias urgencias, de sus creencias, de sus crisis, de sus consignas, los sentidos de estas prácticas y discursos que traman la vida de las instituciones de educación formal.

    Éste es el punto en el que estamos…

     

    A MODO DE CIERRE.

    Queda claro que la noción plan de estudios, desplazada y sancionada en nuestro país por la modernización educativa de la década de los setenta, surge, al igual que la de curriculum, en el siglo XVI de un mismo movimiento paradigmático que ordena el fenómeno de la escolarización a partir de las formas de gobierno que se visualizan para el conjunto de la sociedad, dando, en el caso de los escolares, lugar a la clase, al curso y al propio curriculum escolar.

    Ambas nociones, curriculum y plan de estudios, si bien expresan tradiciones diferentes, convergen en la matriz histórico–cultural que les es próxima. Han tenido, asimismo, diferentes regiones de influencia que corresponden al mapa de la contienda por la confesión cristiana en Occidente. Desde el lejano siglo XVI, de alguna manera curriculum y plan de estudios quedaron inevitablemente ligados a los procesos de las reformas educativas, que se insertan en el movimiento más amplio de reordenamiento de una sociedad. De tal modo, los discursos sobre el curriculum y el plan de estudios, no son inocentes ni en el pasado ni en la actualidad; ponen al desnudo la complejidad de las atmósferas políticas, sociales, económicas, culturales en que éstos se fraguan; participan de la ambigüedad que le es característica a la modernidad: por un lado ofrecen espacios para la participación de grupos académicos, por otro, ejercen formas más sutiles de control del trabajo cotidiano.

    Las sucesivas transformaciones que se han operado en los modelos educativos desde el inicio de la modernidad, en el ámbito de las sociedades secularizadas que han apostado a la escolarización laica, conservan, no obstante la impronta de origen: el legado de los modelos monacales y de los modelos de la milicia, así como las confianzas salvacionistas de la fe cristiana que emigraron al ámbito de la escuela en formas de prácticas, de teorías y de consignas.

    El curriculum y el plan de estudios, sin lugar a dudas, constituyen una de las piedras angulares de la vida académica, el nudo que amarra diversas realidades que tocan a la escuela desde el interior de su propia dialéctica y desde el exterior de las demandas que proceden de diversos sectores de la vida social más amplia. Sus sucesivos desplazamientos han abundado en diferentes explicaciones y propuestas que, finalmente, lo abordan como un proceso en permanente recreación, en constantes idas y vueltas entre las teorías y la riqueza de las prácticas cotidianas donde cada uno de los participantes siempre tiene algo que decir. Actualmente, abordar el problema del cambio curricular en toda institución educativa requiere una amplia perspectiva de los niveles de intervención, así como la dotación de un rico arsenal metodológico que dé cuenta de la constante dialéctica de los procesos y de la pluralidad de las aportaciones de los diversos sectores que entran en juego. Seguramente por ello, el ejercicio continuado de las revisiones curriculares que se propone en nuestros días, nos está haciendo transitar del curriculum como construcción cultural, a una cultura del curriculum que nos plantea la constante necesidad de responder a la complejidad de la vida social que converge en las instituciones de educación formal.

     

    REFERENTES:

    A. FUENTES PRIMARIAS.

    M. BERTRAN–QUERA y otros (1988), La "Ratio Studiorum" de los jesuitas, versión en español, Madrid: Universidad Pontificia Comillas.

    Juan Amós COMENIO (1988), Didáctica Magna. s/t, Estudio introd. G. de la Mora, México: Editorial Porrúa, S.A., Sepan cuántos N° 167, 3ª edición.

    Juan Amos COMENIUS (1992), Pampedia, Tr. y estudio preliminar F. Gómez Rodríguez de Castro, Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia, AA. 57.

    * * *

    C. APOYO TEÓRICO Y METODOLÓGICO.

    María Esther AGUIRRE LORA (2001), Calidoscopios comenianos. Acercamientos a una hermenéutica de la cultura, vol. 2, México: CESU, UNAM–Plaza y Valdés, México. Philippe ARIÈS (1987), El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, tr. Naty García, Madrid: Taurus Ediciones, Colección Ensayistas N° 284.

    Peter BERGER y Thomas LUCKMANN (1968), La construcción social de la realidad, Buenos Aires: Editorial Amorrortu. Pierre BOURDIEU (1990), Sociología y cultura, México: CONACULTA–Grijalbo, Colección Los noventas. Emile DURKHEIM (1982), Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas. La evolución pedagógica en Francia, tr. De M. L. Delgado y F. Ortega, Madrid: Ediciones de la Piqueta, Colección Genealogía del Poder N° 8.

    Anthony GIDDENS (1993), Consecuencias de la modernidad, tr. Ana Lizón, Madrid: Alianza Editorial, Colección Universidad.Ivor F. GOODSON, Historia del curriculum, Tr. Joseph M. Apfelbäume, Ediciones Pomares (Col. Educación y conocimiento), Barcelona, 1995.

    Ivor F. GOODSON (1991), "La construcción social del currículo. Posibilidades y ámbitos de investigación de la historia del curriculum" , en: Revista de Educación, 295, Historia del currículo (1), Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia, mayo–agosto, pp. 7–37.

    Georges GUSDORF (1980), Le scienze umane nel secolo dei lumi, Firenze: La Nuova Italia, Colección. Paideia 25. David, HAMILTON (1989), Towards a theory of schooling, London: The Falmer Press.

    David HAMILTON (1991), "Orígenes de los términos educativos "clase" y "curriculum"", en: Revista de Educación, 295, Historia del currículo (1), Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia, mayo–agosto, pp. 187– 205.

    Henry KAMEN (1986), La sociedad europea, (1500–1700). Tr. M.L. Balseiro, Madrid: Alianza editorial, Colección Universidad.

    Jacques LE GOFF (1985), Los intelectuales en la Edad Media, versión en español de Miguel Wald, Barcelona: Gedisa, Colección Hombre y Sociedad, p. 28.

    Thomas S. POPKEWITZ y Marie BRENNAN (2000), El desafío de Foucault, tr. M. Pomares, Madrid: Pomares Corredor, Colección Educación y conocimiento.

    Antonio SANTONI RUGIU (1994), Scenari dell’educazione moderna, Firenze: La Nuova Italia editrice.

    Alain TOURAINE (1994), Crítica de la modernidad, tr. A. Luis Bixio, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, S.A. Peter WAGNER (1997), Sociología de la modernidad, Tr. M. Villanueva, Barcelona: Editorial Herder.

     

    Notas

    1. El uso próximo al latín señala curriculum para el singular, curricula para el plural, en tanto que el español recurre a currículo y a currículos respectivamente.

    2. Por modernidad me refiero al proyecto civilizador occidental que, iniciándose en Europa en los siglos XVI y XVII, emigra a otras regiones. Se trata de un largo proceso de transformación en el que se bosquejan y definen las prácticas y discursos de lo que serían las sociedades modernas, irrumpiendo en la cosmovisión teocéntrica. El amplio espectro de las transformaciones que se operan, hace que la modernidad se defina por algunos de sus rasgos, según la perspectiva que adopte el estudioso de estos procesos.

    3. Lo que Popkewitz, Brennan y otros autores denominan epistemología social, orienta el desarrollo de este artículo. El calificativo social remite a la trama en la que se construyen nuestros conocimientos sobre la realidad de la escuela, por ejemplo, y que, a la vez, influyen en las sucesivas percepciones y valoraciones sobre lo que debería ser la vida escolar.

    4. Se puede consultar: Elvia Morales y otros (2000), La conciencia histórica de la Universidad Autónoma de Nayarit, Editorial Universitaria, Tepic, Nayarit.

    5. En los países angloamericanos los años que van de 1960 a 1975 aproximadamente son ricos en iniciativas de revisiones que se concretan tanto en el plano de las reformas educativas como de las elaboraciones teóricas. "Fue un período de expansión económica y optimismo social, de rápida organización de las escuelas integradas y de creciente gasto público en la enseñanza y en las universidades" (Goodson, 1995, p. 9).

    6. Algunos indicios al respecto, son: la introducción formal de seminarios de estudio al respecto, el desarrollo de líneas institucionales de investigación y de formación, la producción de una amplia literatura, la realización de diversos eventos especializados.

    7. Las nuevas lecturas que se plantean en el campo del curriculum, participan de señalamientos que proceden de la subjetividad como paradigma, del retorno del Sujeto. Algunos conceptos al respecto, se pueden ver en: María Esther Aguirre (2000), "El Sujeto y el Actor. Trazos para la geografía de dos conceptos". .En: Ethos educativo no. 22, revista del Instituto Michoacano de Ciencias de la Educación, Morelia, Michoacán, abril, pp 26-47.

    8. Estos elementos se pueden trabajar recuperando las aportaciones de los principales exponentes del análisis institucional, así como las investigaciones de Ivor F. Goodson.

    9. Me refiero a la Teoría de los campos, según la cual, partiendo de la analogía con el campo de fuerzas en la física, analiza el juego de fuerzas que se expresan en todo campo cultural; esto es tensiones, conflictos, luchas, pugnas entre grupos

    10. Citado por Miguel A. Pereyra, editor del número monográfico "Historia del curriculum (1)", de la Revista de Educación, no. 295, Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia, mayo-agosto, 1991, p. 6.

    11. Durkheim señala que el significado original de universidad es la agrupación de las personas, más que la diversidad de los campos del conocimiento.

    12. Se trata de la reunión de maestros y alumnos, bajo el régimen de corporaciones, en torno a un determinado saber. Los estudiantes escogían a sus maestros y les pagaban sus servicios; podían, asimismo, despedirlos. Universidad, más que la totalidad de conocimientos, hacia referencia a ese sentido corporativo y de canonjías que tenían los escolares y los maestros. En principio no tenían un lugar fijo para reunirse y, menos aún, edificio propio. Deambulaban por las calles; a veces se reunían en una iglesia u otro local eventualmente disponible.

    13. Ampliar en Le Goff, 1985, p. 71 y ss.

    14. Si bien los colegios tienen su origen en los asilos para estudiantes pobres adscritos a los hospitales, hacia el siglo XIII, los asignan a la Facultad de Artes que se integraría por Collegia, paedagogia, domus artistorum (Rfr. Ariès, 1987 , p. 214).

    15. Recordemos que los comportamientos generalizados en la Edad Media, carecen de la moderación y el control que serán de esperarse algunos siglos más adelante. "En la vida medieval ya había una especie de desorden natural […]. El hombre […] estaba aún demasiado próximo a la barbarie como para no inclinarse a la violencia bajo todas sus formas; sus pasiones fogosas, tumultuosas, no eran de las que se pliegan fácilmente al yugo. Todo esto, todavía acrecentado por la intemperancia de la edad, por la extrema libertad de que gozaban los estudiantes, incluso los más jóvenes, hacía que su vida transcurriera en excesos y desenfrenos de todo tipo" (Durkheim, 1982, p. 157).

    16. Con un significado parecido se había utilizado la noción moderna de lectio, hacia finales del siglo xv, en 1477 para ser precisos (Rfr. Ariès,1987, p. 244 y ss.); ésta es desplazada por la noción de curso o clase, que el propio Ariès marca hacia 1519, basándose en una carta en la que Erasmo le describe a Justin Jonas, la escuela de San Pablo en Londres: "Cada curso tiene dieciséis alumnos –quaeque classis-; el primero de la clase ocupa un pequeño asiento que domina a los demás –qui in sua classe-" (Idem Ariès,1987, p. 244).

    17. Kenneth Hultqvist, "Una historia del presente sobre el bienestar de los niños en Suecia", Popkewitz y Brennan, 2000, p. 112.

    18. Los siglos XVI y XVII fueron particularmente conflictivos en Europa, que se abría a la modernidad a través de una crisis multiforme atravesada por diversos polos de tensión: entre el resquebrajamiento del orden feudal y del orden eclesiástico, por un lado, y el establecimiento de un nuevo orden social que se manifiesta en la emergencia del Estado moderno, que regulará lo societal por medio de otras instituciones, y en el despliegue de la economía capitalista. Entre una cosmovisión profundamente teocéntrica, donde la explicación primera y última de todo lo que existe, el sentido de la vida de los hombres y su lugar en el cosmos, remite a la voluntad divina, a las verdades reveladas, y una visión del mundo que paulatinamente se seculariza, ensayando otras formas de explicación y de argumentación sobre el universo y sobre la razón de la existencia del hombre en la Tierra, entre las que se disuelve su sentido de trascendencia. El poder de la razón se abre paso en medio del dogma.

    19. Zwinglio (1484-1531), Melanchton (1497-1560), Lutero (1483-1546), Calvino (1509-1564) y otros más.

    20. En lo que se refiere a las aportaciones de los calvinistas a la configuración de la noción del curriculum, principalmente sigo a Hamilton, 1989, p. 46 y ss., y a Hamilton, 1991, pp. 187-205.

    21. Curriculum, era empleado por los antiguos latinos para referirse a carreras y competencias de diverso tipo, significado inicial que rebasó Cicerón, quien hacia el año 43 a. C. fija el término curriculum vitae para referirse al transcurso de la vida, llenándolo de sentidos poéticos que conciernen a la fragilidad de la vida humana, al tiempo que escapa para no volver. De estas reflexiones filosóficas sobre la condición de la vida que nos heredaron los antiguos latinos hará eco, muchos siglos después, uno de los momentos más esplendorosos de la lírica española, del que aprendimos en la escuela secundaria algunas de las Coplas de Jorge Manrique (1440-1479) motivadas por el dolor frente a la muerte de su padre: "[…] Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar,/ qu’es el morir; / allí van los señoríos / derechos a se acabar / e consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / e más chicos, / allegados son iguales / los que viven por sus manos / e los ricos".

    22. De iis qui in Societate retinentur instruendis in litteris, et aliis quae ad proximos juvandos conferunt (De la forma en que hay que instruir en las bellas letras y demás cosas útiles a aquellos que se acogen a la Sociedad).

    23. El Padre Acquaviva, General de la Orden hacia 1584, tuvo esta iniciativa; desde Roma se integró un comité representativo de cada una de las misiones. Frente a la centralización política de las regiones de la Contrarreforma, es interesante señalar que las regiones donde prevaleció la Reforma de lo que serían las Iglesias Evangélicas, se caracterizan, por el contrario, por su dispersión.

    24. Es decir, el "Plan fijado con anticipación y la disposición de los estudios de la Compañía de Jesús".

    25. Citado por Durkheim, 1982, p. 325.

    26. Incluida en su Lexicon Reale Pansophicum.

    27. La minuciosa prescripción de lo que compete a cada una de estas escuelas, como contenidos y como orientaciones metodológicas, se encuentra en los capítulos XXVII a XXXII de la Didáctica Magna (Comenio, 1988).

     

    María Esther Aguirre Lora