- Resumen
- De vida y muerte
- Enfermedad y muerte
- Adaptación a la enfermedad y a la muerte
- Un dilema tras otro
- Referencias
La fase terminal de la vida se inicia cuando el médico juzga que las condiciones del paciente han empeorado hasta tal punto que ya no es posible ni detener ni invertir el curso de la enfermedad; es cuando el tratamiento se hace básicamente paliativo y se concentra en la reducción del dolor. En tales condiciones surge un sinnúmero de dilemas controversiales, cuya resolución afectan de modo considerable tanto al enfermo y sus familiares como al médico. El presente artículo ofrece una serie de consideraciones relacionadas con la enfermedad terminal y sugiere respuestas para algunos de los dilemas típicos.
Palabras clave: Enfermedad terminal, epidemiología, psicología de la salud, distanciación psicológica.
Terminal illness and health psychology
The terminal phase of human life begins when the physician judges that the patient’s conditions are worsening and nothing can be done to stop or reverse the progress of the illness. At this point the treatment becomes basically palliative and mainly focused on reducing pain. In such a conditions a number of controversial dilemmas appear, which must be faced and that affect both patients and families and the physician. This article offers several considerations related to terminal illness and suggests answers to some of the typical dilemmas.
Key words: Terminal illness, epidemiology, health psychology, psychological distance.
Salud y enfermedad siempre han sido entidades opuestas. La presencia de la una supone la ausencia de la otra. Desde los tiempos de Galeno se sabe que diferentes enfermedades producen diferentes efectos. Estar ‘sano’ quiere decir sentirse bien y asumir conductas protectoras del estado de salud actual para evitar enfermarse. Estar ‘enfermo’ significa ausencia de salud, expresable en términos de (a) signos objetivos que indican que el cuerpo no está funcionando bien (presión arterial alta, por ejemplo) y (b) signos subjetivos de daño físico (dolor, náuseas, insomnio, etc.). Para el modelo biomédico, la enfermedad supone alguna clase de desajuste en procesos fisiológicos oriundos de trastornos bioquímicos, heridas, infecciones, etc. Para el modelo biopsicosocial el asunto se plantea en términos de un juego entre aspectos biológicos, psicológicos y sociales que de algún modo afectan uno o varios sistemas interconectados en la persona sana. El modelo biomédico ha sido sumamente útil en la generación de tratamientos y vacunas que suponen avances notables en la lucha contra las enfermedades infecciosas, pero ahora se reconoce que hay aspectos individuales del paciente (su historia y relaciones sociales, su personalidad y estilo de vida, sus procesos mentales y biológicos) que deben ser considerados al intentar una conceptualización más integral de ambas nociones.
En cualquier caso, la proposición formal es que ‘salud’ y ‘enfermedad’ en realidad son un continuum en uno de cuyos lados se sitúa la muerte y en el otro el bienestar (Bradley 1993). De alguna manera, todos somos casos terminales y, al mismo tiempo, siempre que tengamos un aliento de vida, todos somos saludables. Resulta entonces obvio que la gradación del continuum dependerá de nuestra exposición a microorganismos dañinos y procesos destructivos, por un lado, y por el otro, dependerá de las medidas preventivas que asumamos, de la resistencia a la enfermedad y las mejoras en la higiene personal, la dieta, el ejercicio o las innovaciones sanitarias.
Normalmente se habla de factores de riesgo aludiendo a condiciones que se asocian a la enfermedad. Varios de esos factores (como la herencia de ciertos genes) son biológicos. Otros (como el hábito de fumar) son conductuales. Los factores de riesgo NO causan el problema de salud: simplemente están asociados a él. Una gran parte de nosotros somos personas sanas al nacer, pero nos enfermamos como resultado de una ‘mala’ conducta propiciatoria de desórdenes de toda clase o de condiciones de tipo ambiental que son deficitarias. De modo que, en última instancia, los antecedentes que explican los estados morbosos son, en realidad, un asunto de responsabilidad individual. La mayoría de las enfermedades que sufrimos es el producto directo de un ‘estilo’ de vida equivocado. Todos los días se nos advierte que estamos siendo sometidos a dietas alimenticias no del todo confiables, pero las personas insisten en preferir alimentos que de ningún modo las hacen más saludables. El sodio es uno de los elementos de la dieta que afecta directamente la presión arterial y los niveles de reactividad en situaciones estresantes, pero su consumo desequilibrado parece ser la norma. Con la cafeína ocurre lo mismo, pero la gente no abandona las bebidas como el café, el té o la coca cola. Este tipo de decisiones son precisamente las que hacen que el sistema médico-asistencial luzca predominantemente orientado hacia un gasto mucho mayor en curar la enfermedad que en prevenirla.
La epidemiología ha acuñado un cierto número de términos que se utilizan para comprender mejor el verdadero entorno de la relación salud-enfermedad. Se habla de mortalidad para describir cuantitativamente los decrementos –o incrementos- ocurridos, por ejemplo, en el número de defunciones producidas por el cáncer de seno; de morbilidad para significar cualquier tipo de cambio detectable que se produzca a partir de cierto nivel de bienestar; de prevalencia para señalar el número de casos en una enfermedad o el número de personas infectadas o en condición de riesgo en un momento determinado; de incidencia para referirse al número de casos nuevos reportados en un período determinado; y de epidemia para describir situaciones en las cuales la incidencia de una enfermedad infecciosa aumenta rápidamente. Algunos de tales términos son expresados en tasas y se habla, por ejemplo, de tasas de morbilidad altas o bajas, o de tasas de mortalidad de 129 niños por 1000 nacimientos durante el primer año de vida en un país o región determinada.
Matarazzo (1982) define la Psicología de la Salud como la suma de contribuciones educativas, científicas y profesionales hacia la promoción y mantenimiento de la salud, prevención y tratamiento de las enfermedades, identificación de correlatos diagnósticos y etiológicos de la salud, la enfermedad y otras disfunciones, y el mejoramiento de los sistemas de salud y las políticas sanitarias. Siguiendo tal concepción, los especialistas en esta área de la psicología tendrían cuatro funciones importantes:
. participar en la promoción y mantenimiento de la salud ayudando a entender por qué la gente fuma, bebe, come dietas de cierta clase o no usa condones. O, también, diseñando programas de educación capaces de promover estilos de vida y conductas más saludables;
. ayudar en la prevención y tratamiento de la enfermedad vía aplicación de principios psicológicos efectivos en la reducción de –por ejemplo- la presión arterial alta para disminuir el riesgo de enfermedad coronaria, además de participar en los planes de ajuste y recuperación de los gravemente enfermos;
. tratar de identificar las causas (o correlatos etiológicos) de la enfermedad. Los especialistas deben preocuparse en buscar explicaciones sobre la conexión existente entre factores de personalidad y enfermedad, además de estudiar los procesos fisiológicos y perceptivos que expliquen disfunciones visuales, auditivas o cognitivas.
. intervenir abiertamente en el mejoramiento de los sistemas de cuidados médicos y las políticas sanitarias mediante la evaluación de las funciones hospitalarias típicas, el personal médico y de enfermería y los costos médicos. Se puede contribuir directamente en tal sentido sugiriendo nuevas formas de lograr una mejor aproximación (más sensible y responsable) hacia el paciente y ofreciendo alternativas válidas para que la atención médica preventiva pueda generalizarse.
Todo lo anterior sugiere que la psicología de la salud, así entendida, la medicina psicosomática (relaciones entre síntomas de enfermedad y emociones correspondientes) y la medicina conductual (relaciones entre salud y conducta) resultan ser disciplinas muy próximas en términos de objetivos. Muy parecidas también porque las tres asumen que las nociones de salud y enfermedad son el resultado de una conjunción entre fuerzas biológicas, psicológicas y sociales (Sarafino 1998). El análisis somero de la perspectiva biológica incluye elementos que van desde los procesos y materiales genéticos responsables de las características heredadas hasta deformaciones o defectos estructurales, pasando por los modos como el cuerpo responde para garantizar la protección de los sistemas.
La perspectiva psicológica resulta más compleja, pues incluye procesos cognitivos (percepción, aprendizaje, pensamiento, solución de problemas, etc.), procesos emocionales (contenidos emocionales positivos como la alegría y el afecto y contenidos emocionales negativos como la rabia, la tristeza y el miedo) y procesos motivacionales (modelos personales de conducta que tienen que ver con la forma como la gente se aferra a programas que tienden al logro de mejores niveles de bienestar). La perspectiva social, en un nivel muy amplio, incluye las distintas formas en que la sociedad afecta la salud de los individuos, el modo como la comunidad promueve o rechaza conductas asociadas a la salud, y la forma como en la familia son promovidas actitudes, creencias y valores que tienen que ver con lo mismo. Resulta obvio que cada uno de tales procesos son significativamente importantes en el mantenimiento del equilibrio indispensable del continuum salud-enfermedad. Es evidente que debemos, en primer lugar, tratar de interpretar de la mejor manera el modo como las tres perspectivas concurren en su determinación.
La investigación generalmente coincide en afirmar la existencia de fuertes nexos entre la personalidad individual y la salud. Así, las personas que normalmente reaccionan con altos niveles de ansiedad, depresión, hostilidad o pesimismo parecen estar en mayor riesgo de desarrollar enfermedades (Everson y otros 1996). De la misma manera, la gente difiere en el modo de enfrentar las situaciones que suponen elevados índices de estrés, y hay quienes se aproximan a ellas con contenidos emocionales relativamente positivos, manteniendo enfoques optimistas y esperanzadores. Parece ser que este tipo de personas se enferma menos (y se recupera más rápidamente) que quienes enfrentan las situaciones estresantes de modo menos positivo. Por otra parte, la gente que experimenta altos niveles de estrés suele emplear repertorios conductuales que suponen un riesgo mayor de enfermedades, como aumentar el consumo de alcohol, cigarrillos y café. La respuesta ante el estrés incluye aumentos en la presión arterial y otros cambios fisiológicos que inducen a una mayor reactividad del sistema cardiovascular y genera la posibilidad de sufrir un ataque cardíaco o empeorar una condición ya existente.
La reactividad incluye la producción por el sistema endocrino de catecolaminas y corticosteroides que, a niveles extremadamente altos, pueden causar un errático funcionamiento cardiaco y conducir a la muerte súbita. Algunas de estas hormonas, además, generan serios trastornos en el sistema inmunológico. Los incrementos en epinefrina y cortisol, por ejemplo, se asocian a una disminución en la actividad de las células T y B, cuestión que parece ser muy importante en la aparición y desarrollo de algunas enfermedades infecciosas y cáncer (Kiecolt-Glaser y Glaser 1995).
Siempre hubo, a lo largo de la historia del hombre, alguna enfermedad cuyas connotaciones eran mágicas. Primero fue la lepra, y el propio Cristo nos recuerda que curarla era ciertamente un milagro. Luego fue la sífilis, enfermedad que existió aparentemente desde tiempos casi prehistóricos, disfrazada de formas diferentes. En la edad media la sífilis pareció convertirse en la enfermedad por excelencia, aunque la viruela también hizo lo suyo. A comienzos de siglo le tocó el turno a la tuberculosis.
Después vino el cáncer, enfermedad incurable por excelencia, cuyas connotaciones pueden variar entre sagradas, demoníacas o mágicas. Y el SIDA, que aparece como la última equivalencia de la muerte. Entre unas y otras epidemias anduvo el cólera o el mal de chagas o el paludismo o la lechina o el polio o los accidentes de tráfico o el suicidio o los trastornos cardiovasculares, cada una de ellas expresables en tasas de mortalidad variables.
Cualquiera sea la connotación asignable, una vez que la gente sabe que padece una enfermedad (y muy especialmente si la enfermedad es crónica) se produce una serie de cambios que afectan la percepción de sí mismos y de sus vidas. Eso significa alteración en sus planes a corto y largo plazo, que suelen evaporarse a partir del diagnóstico. La razón es bastante simple: ser una persona sana, bien capacitada y dueña de una psiquis normal es esencial en la construcción y evaluación de la autoimágen. Lo contrario representa un choque muy serio que no solamente inhabilita sino que también amenaza la visión normal que tenemos de sí mismo y nos hace sumamente vulnerables.
De modo que ajustarnos a una enfermedad que potencialmente nos amenaza con la muerte, en realidad es un proceso que, encima de que nos incapacita, también nos llena de incertidumbre y requiere de nosotros enormes esfuerzos de adaptación (Cohen y Lazarus 1979). El proceso de ajuste también va a depender de las características de la enfermedad, algunas de las cuales generan cambios en el aspecto y el funcionamiento corporal que resultan vergonzosos. Hay enfermos que deben usar ayudas exteriores muy visibles para la excreción fecal o urinaria y ello crea exageradas impresiones sobre el impacto social que tales ayudas producen. Suelen también ocurrir desajustes debidos a las restricciones que la enfermedad impone, a causa del temor desencadenado por los procedimientos médicos aplicados o las consecuencias a largo plazo del tratamiento que se sigue o, también, por efecto de la separación de la familia.
Es obvio que la aproximación del desenlace final no se experimenta hoy del mismo modo que en tiempos de la abuelita. La idea de la muerte ciertamente ha cambiado y ha cambiado también el modo de morirse. Hace unas cuantas décadas, cuando el enfermo sabía que se aproximaba el final, se le veía en su casa generalmente rodeado de sus familiares, más interesados los unos en asuntos ‘prácticos’ como el reparto de los bienes, y los otros a la espera de los últimos consejos, pero todos convencidos de que nada o muy poco podía hacerse. La visita de un sacerdote acompañado de un monaguillo era algo inevitable, y el acto de la extremaunción de algún modo indicaba que el asunto había pasado a las manos de Dios. El impacto emocional de semejante acto sobre el enfermo y sobre la familia simplemente sugería la presencia explícita de la muerte. Y con ella, la resignación.
En los días que corren y habida cuenta de los grandes avances de la medicina, cuadros etiológicos que antes terminaban en la muerte ahora son controlables, y los enfermos considerados graves suelen vivir (en realidad agonizando) períodos de tiempo más prolongados. Los progresos notables logrados en cirugía, técnicas de reanimación y transplante de órganos, han prolongado la hora final del desenlace, aumentando las expectativas de vida de manera francamente impresionante. Este encarnizamiento terapéutico también ha logrado producir agonías muy prolongadas, como la de Josip Broz ‘Tito’, hospitalizado desde enero a mayo de 1980; la de Harry Truman, quien a los 88 años estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte por tres meses; la de Hari Bumedian, presidente argelino que agonizó por 4 meses; la del presidente brasileño Tancredo Neves, cuya agonía se prolongó por 39 días durante los cuales fue objeto de 7 intervenciones quirúrgicas, o la de Francisco Franco, quien a los 83 años murió rodeado de bolsas de hielo y junto a 20 doctores, luego de agonizar durante algo más de un mes.
Todo esto sugiere, por un lado, que enfrentar enfermedades irreversibles en pacientes terminales puede ser un ordenado proceso asignable a la tecnología médica para tratar de extender la duración del sufrimiento y, por el otro, que la resignación de antaño está siendo sustituida por la esperanza, que siempre será por la curación total y por una vida más larga, especialmente si el enfermo terminal es una persona joven. Esta manera de ver al enfermo terminal (como centro de una disputa encarnizada entre la vida y la muerte) ciertamente ha hecho que la misma noción de ‘muerte’ cambie hasta asumir connotaciones sorprendentes. Pensar sobre una persona que agoniza, típicamente produce sentimientos de tristeza, pero, por sobre todo, los sentimientos suelen ser de admiración por el trabajo que los médicos realizan para mantenerla respirando. Conversar sobre las cualidades del enfermo moribundo ya no es tan importante como hablar sobre las cualidades de una tecnología médica muy avanzada que se realiza en el centro hospitalario o en la clínica.
Adaptación a la enfermedad y a la muerte
Morir de una enfermedad terminal supone sufrimiento, deterioro progresivo, dolor y cambios profundos en el bienestar general de la persona. El proceso puede tomar solamente días o semanas o puede durar años. Uno de los factores que afecta seriamente la manera como la persona enferma y su familia se adaptan a la enfermedad terminal es la edad de la víctima. Cuando muere una persona de 80 años, la noción de ‘muerte’ pareciera ser más ‘apropiada’ que cuando muere una de 20. En este último caso la muerte suele ser calificada como ‘inoportuna’ o prematura. En cualquier situación, adaptarse supone dosis elevadas de ansiedad y de estrés, que, normalmente, pueden ser enfrentadas apelando a distintos factores psicosociales capaces de modificar su impacto sobre el individuo y entre los cuales se mencionan el apoyo social y el sentido de control personal (Ratlif-Crain y Baum 1990).
De un modo u otro, el enfermo y sus familiares más próximos se las arreglan para lograr una adaptación razonablemente buena a la condición actual. Al empeorar la condición y alcanzar la enfermedad las etapas terminales, nuevas crisis emergen y se requiere con urgencia enfoques nuevos para lidiar con el problema. Cuando el enfermo es una persona de edad avanzada el shock pareciera ser menor. Los viejos suelen pensar y hablar más sobre sus males y sobre su decreciente salud y aceptan que sus días de vida están por terminar. Cuando, además, realizan una evaluación de su vida pasada y encuentran que han logrado cosas importantes, la dificultad para adaptarse a la enfermedad terminal es menor (Mages y Mendelsohn 1979). No ocurre lo mismo entre los niños, la gente joven y de mediana edad, quienes siempre esperan la recuperación en medio de una gran ansiedad.
Para los niños en edad preescolar la idea de muerte resulta ser sumamente difusa. Muchos niños han tenido alguna clase de experiencia con la muerte (desaparición de un familiar próximo, por ejemplo), pero antes de los cinco años probablemente signifique ‘vivir en otro lugar’ del cual puede regresarse alguna vez. En realidad no tiene mucho sentido entretenerse en hablar sobre la muerte con niños tan pequeños. La mayor parte de las veces los adultos evitan conversar con ellos sobre el tema de la muerte y el asunto suele resolverse con explicaciones como ‘se ha ido y está en el cielo con Jesús’ o ‘se quedó dormida’. Entre los 8-9 años los niños ya pueden entender que la muerte es un estado que le ocurre a cualquier persona, que es final y que supone ausencia de funciones corporales. Cuando es el niño mismo quien padece una enfermedad grave lo normal es que también se evite hablar sobre el tema, con la excusa de evitarle mayores sufrimientos. Pero los niños en edad escolar gradualmente se dan cuenta del problema y de su seriedad. Primero entienden que están realmente enfermos, pero piensan que pronto ocurrirá la recuperación. Más tarde comprenden que su estado se complica, que la recuperación no sobrevendrá y que en realidad se están muriendo.
En estos casos será necesario establecer con ellos un enfoque serio, honesto y abierto sobre la enfermedad que padecen y ofrecer toda la información que el niño sea capaz de comprender. Entre los adolescentes, morir a consecuencia de una enfermedad terminal supone sentimientos de estar siendo tratado injustamente por la vida y la situación global suele ser analizada como carente de sentido. Comprender que van a perder la oportunidad de realizarse puede originar en ellos comportamientos emocionalmente complicados, generalmente envueltos en rabia, odio y temor extremos.
Kübler-Ross (1969) propone un modelo secuencial de cinco fases que, según ella, es seguido por la gente en trance de morir. La investigación posterior (Kalish 1985; Zisook y otros 1995) no apoya la creencia de que el proceso de ajustarse al acto de morir sigue la secuencia propuesta, pues en la mayoría de los casos las emociones y los patrones de ajuste fluctúan: unas personas pasan por una fase determinada (rabia, por ejemplo) más de una vez, otras experimentan distintas reacciones emocionales al mismo tiempo y hay quienes parecen saltarse las fases. La misma evidencia parece indicar que las personas que alcanzan la fase de ‘aceptación’ de una muerte inminente suelen morir más pronto que quienes no logran alcanzarla. El modelo de Kübler-Ross propone las siguientes fases:
Negación. Frente al diagnóstico de la enfermedad y ante el pronóstico de muerte, la persona se rehusa a creer que el asunto tenga algo que ver con ella. El paciente terminal suele asumir que en alguna parte se cometió un error, que los reportes médicos están equivocados o que las pruebas clínicas se refieren a otra persona. La fase de negación suele movilizar a los pacientes a buscar una segunda opinión, pero muy pronto esta fase se desvanece para dar paso a otra de indignación, hostilidad y rabia.
Rabia. De pronto el paciente terminal se da cuenta de que su situación es realmente seria y entonces se convierte en una persona iracunda, unas veces plena de resentimiento hacia quienes lucen saludables y otras veces estallando en toda clase de recriminaciones y denuestos, echando la culpa de su situación a sí mismo, a la familia, la enfermera, el médico y a casi todo el mundo, Dios incluido.
Negociación. En esta fase el enfermo intenta alterar de algún modo su condición por la vía de un acuerdo que, generalmente, se establece con Dios. El paciente se abre a un rimero de promesas de cambiar, de mejorar, de hacer las cosas en lo sucesivo de modo diferente, que parecen ser la alternativa viable hacia su intenso deseo de mejorar.
Depresión. Ocurre cuando los acuerdos no alteran el panorama y las promesas no funcionan. Simultáneamente, el tiempo se acaba. El paciente suele remitirse entonces a una revisión de las cosas inconclusas del pasado y las que no van a realizarse en el futuro. La traducción de todo esto es la desesperanza y con ella surge la fase depresiva.
Aceptación. Cuando el paciente permanece enfermo durante largo tiempo, seguramente logrará alcanzar esta última fase. La depresión deja de ser un problema y el enfrentamiento de la muerte podrá sobrevenir en calma y tranquilidad. El tipo de apoyo familiar ofrecido debe estar orientado hacia la cancelación final de sentimientos negativos y temores.
Todo enfermo terminal tiene necesidades de naturaleza física, psicológica y religiosa que deben ser atendidas. En el plano puramente psicológico requiere seguridad (necesita confiar en la gente que lo cuida y tener la certeza de que no será abandonado a su suerte); pertenencia (necesita ser querido y aceptado además de comprendido y acompañado hasta el final); consideración (quiere que se le reconozca, que sus necesidades sean bien estimadas, que le sea ofrecida toda la ayuda necesaria y que pueda tener a alguien a quien confiarle sus temores o sus preocupaciones). Puede decirse que la fase terminal se inicia cuando el médico juzga que las condiciones del enfermo han empeorado y que no hay alternativas de tratamiento disponibles para invertir o para detener el camino hacia la muerte. Es cuando suele también iniciarse un tratamiento de tipo paliativo, generalmente encaminado a reducir el dolor y la incomodidad, pero que no debe entenderse como dirigido a resolver definitivamente la situación actual de la persona enferma. A partir de aquí comienzan a plantearse situaciones estresantes para el enfermo, que invaden también a la familia. Y, de paso, las tensiones invaden al equipo médico que, a juzgar por las creencias generalizadas, debe estar allí para salvar vidas.
Normalmente, en tales situaciones las decisiones que deben tomarse resultan ser todas muy difíciles. Es bastante seguro que el médico enfrente una serie de reclamos procedentes de distintas vías que le harán sentir la sensación de fracaso y que, irremediablemente, le llevarán a distanciarse psicológicamente del enfermo terminal. Distanciarse significa que el médico y el resto del personal, en primer lugar, decidirán no preocuparse por las reacciones emocionales del enfermo, y luego, que evitarán alarmarse por los evidentes cambios físicos que están ocurriendo, que tratarán de ignorar el paso del tiempo, una dimensión que progresivamente se agota y, finalmente, que reducirán los niveles de ansiedad ante a los signos que acompañan la proximidad de la muerte. Frente al enfermo que luce agonizante siempre surge el temor de hacer o no hacer algunas cosas. Nada puede ya garantizarse. Lo normal es que se tienda a aislar al individuo precisamente cuando más compañía y ayuda necesita.
¿Debe el enfermo terminal ser informado abiertamente sobre su situación actual? Sea cual fuere su condición, la mayoría de ellos experimentan los mismos síntomas: dolor, dificultad para respirar, pérdida de apetito, delirio, desajustes cognitivos, insomnio, depresión, nausea, fatiga, etc. La mayoría de tales síntomas no aparecen aislados sino en grupo, con grandes variaciones en su severidad y prevalencia, y en muchas situaciones no reciben el tratamiento adecuado, a pesar del enorme sufrimiento que producen. Una buena forma de intervenir en tales situaciones implicaría el empleo combinado de terapias farmacológicas y conductuales que alivien el dolor físico y el sufrimiento general y, al mismo tiempo, puedan movilizar recursos psicológicos y espirituales del enfermo, capaces de facilitar, por lo menos, la percepción, interpretación y manejo de los síntomas.
El dilema de decir o no decir al enfermo que la muerte está próxima siempre ha originado controversias. Hay quienes sugieren que el paciente tiene derecho a saberlo (y cuanto antes mejor) pero siempre aparece en el seno de la familia alguien que piensa que lo mejor es no informarlo. Otros argumentan que tal dilema carece de sentido, porque el paciente terminal muy pronto reconoce que está muriendo y entonces lo mejor es convocarlo, junto a la familia, para ofrecer la explicación profesional necesaria y comenzar a prepararse psicológica y legalmente para lo inevitable. En realidad, lo que parece importante es evaluar los deseos del enfermo: algunos desean saberlo, otros no. Hay enfermos terminales que parecen tener menos dificultad que otros en el manejo de la situación. En algunos casos será necesario ofrecer psicoterapia individual dirigida a ayudar al paciente a controlar la situación, cuestión que bien pudiera reducirse a escuchar lo que tenga que decir sobre sus asuntos pendientes, dar apoyo y reducir la ansiedad. La idea es lograr que el enfermo no se considere abandonado por su médico y que pueda contar con alguien que le visite, alivie su dolor y le ofrezca alguna clase de consuelo, de modo que la persona no se considere muerta antes de morir.
El otro dilema es decidir dónde morirá el enfermo. Hay quienes resuelven prodigar atención en el seno de la familia, cuestión que suele convertirse en una experiencia realmente avasallante. Pero la verdad es que, con algunas variaciones entre distintos países, la mayoría de las personas muere en hospitales, lo cual parece ser una buena alternativa, debido a que es allí donde está la mejor experticia para ofrecer el apoyo y los servicios que el enfermo terminal requiere. Básicamente ello supone el ofrecimiento de una mejor ‘calidad de vida’, más enriquecida, mediante la prestación de cuidados generalmente dirigidos a reducir la incomodidad y el dolor, pero que también puedan cubrir las área psicosocial y espiritual. En el medio hospitalario, la ‘unidad de cuidado’ debiera estar conformada por el paciente y su familia. Pero en los hospitales desorganizados y pésimamente mal dirigidos que tenemos, semejante opción debe descartarse de antemano. La verdad es que el cuidado de un enfermo terminal por su familia deriva en situaciones en las cuales cada individuo es afectado por todos los demás y, al mismo tiempo, afectado por lo que ocurre en el enfermo. Esto implica que, de una u otra forma y en algún momento, todos requerirán cuidados institucionales. De manera que ya no se trata de planear modelos de atención únicamente dirigidos al enfermo terminal para el manejo de los síntomas y el alivio del dolor sino, más bien, enfocados a la atención de toda la unidad familiar.
Cuando se decide que el enfermo deberá quedarse en el ambiente hospitalario, conviene considerar, además, que este solo hecho añadirá algunos aspectos negativos a la experiencia que sufre la persona. Por un lado, la hospitalización interrumpe de manera drástica el estilo de vida individual y, por el otro, supone un alto grado de dependencia de muchos otros que suelen ser desconocidos. Seguramente que los aspectos desagradables se inician cuando se pregunta si el enfermo o la familia puede pagar los costos de la atención que va a ofrecerse. En el caso del actual sistema hospitalario venezolano el asunto todavía es peor, porque casi todo debe correr por cuenta del enfermo, desde las sábanas que se usarán para adecentar la cama hasta las medicinas (algunas de las cuales a menudo desaparecen en otras direcciones), pasando por gasas, jeringuillas, unturas, etc.
La interacción con el personal médico (depositario del conocimiento, la autoridad y el poder en la relación que debe establecerse) con toda seguridad convierte al enfermo en un extraño que se acerca a una comunidad extraña cuyos procedimientos y terminología también van a resultarle completamente extraños, además de ajenos. En medio de semejante extrañeza lo normal son niveles muy altos de incomodidad que, agregados a la ya preocupante situación que sufre por efectos de su enfermedad, harán que la experiencia hospitalaria termine siendo algo difícil de sobrellevar. La emoción más común en tales casos debe ser ansiedad. Cuando el problema de salud todavía no ha sido bien definido, el paciente estará ansioso por los resultados que se obtendrán a partir de las pruebas que se practicarán. Si el diagnóstico ha sido realizado, entonces la ansiedad será por el tipo de tratamiento y su eficacia. Pero la mayor parte de la ansiedad estará fundada en la casi absoluta falta de información, que a veces ocurre porque las pruebas no han sido terminadas o porque aún faltan algunas que deberán ayudar a definir mejor la situación. También puede ser porque el paciente no está en condiciones de comprender la información que el personal médico le ofrece. La verdad es que una buena parte de las veces esa ansiedad ocurre porque nadie se toma la molestia de informar al enfermo, que suele ser la persona más interesada en saber que es lo que pasa y cómo se están manejando sus problemas.
La mera observación casual del ambiente hospitalario induce a pensar que algunos médicos y enfermeras están muy ocupados, habida cuenta del angustioso ir y venir que parece consumir todo su tiempo. Pero cuando se observa a un miembro del equipo médico frente al paciente, una buena parte de las veces lo que parece sobresalir en el esquema de comunicación establecido, es pura y simple despersonalización: el paciente no está ahí; el paciente no es una persona; el paciente es una cosa que alguien dejó olvidada en algún sitio. Es muy probable que, en el caso del enfermo terminal, la distanciación psicológica pueda ser una buena excusa para explicar lo que ocurre. Es muy probable que la despersonalización ayude al médico también a sentirse menos emocionalmente afectado por el estado real de la persona a su cuidado. También pudiera explicarse por el hecho de que muchos pacientes representan un riesgo grave para la salud del personal que lo atiende debido a que sus enfermedades son peligrosamente contagiosas. O pudiera ser que las actividades y decisiones que deben ser tomadas crean en el médico niveles de estrés muy prolongados, lo cual evita que se pueda ofrecer en todo momento y a todos los pacientes un cuidado más personalizado. Pero ¿por qué entonces no ocurre lo mismo en la clínica privada?. Lo verdaderamente preocupante es que a pesar de que ese tipo de manejo institucional del paciente ha sido reconocido durante años como inapropiado, los esquemas de funcionamiento de los hospitales parecen no haber sufrido alteración ninguna, igual que tampoco parecen haber ocurrido cambios relevantes en la formación académica profesional.
Sea cual fuere la decisión tomada en cada caso particular, lo cierto es que enfrentar situaciones de este tipo supone un rimero de tareas y de metas que deben cabalmente ser cumplidas pero, por sobre todo, exige procesos de adaptación que no todos logran generar, incluyendo al personal médico. La adaptación sugiere pasos que van desde comprender los niveles reales de gravedad y buscar información sobre el problema o los problemas que se manejan, hasta administrar cuidados médicos (control de dosis, aplicación de inyecciones). Supone también incorporar rutinas de actividad que funcionen de modo paralelo a las necesidades del enfermo. Requiere ofrecer apoyo instrumental y emocional o buscarlo cuando sea necesario. Exige planear sobre la base de dificultades no conocidas pero que puedan presentarse, y, finalmente, sugiere concretar una perspectiva global de la situación, sobre la base de las disponibilidades que ofrece el entorno inmediato. Muy probablemente este último paso sea el definitivo en la toma de decisiones particulares en relación con cada enfermo en estado terminal.
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