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Oriente y occidente, por Abd Al-Wahid Yahia (página 2)


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Las cuestiones relativas a la cronología son de las que más apuran a los orientalistas, y esta dificultad está generalmente bastante justificada; pero se equivocan, por una parte, en conceder importancia excesiva a estas cuestiones, y, por otra, en creer que podrán llegar, por sus métodos ordinarios, a obtener soluciones definitivas, cuando no llegan en efecto sino a hipótesis más o menos caprichosas, sobre las cuales, por otra parte, están lejos de ponerse de acuerdo entre sí. Hay sin embargo algunos casos que no presentan ninguna dificultad real, al menos cuando aceptan no complicarlos intencionadamente con las sutilezas y las argucias de una "crítica" y de una "hipercrítica" absurdas. Tal es especialmente el caso de documentos que, como los antiguos Anales chinos, contienen una descripción precisa del estado del cielo en la época a la cual se refieren; como el cálculo de su fecha exacta se basa en datos astronómicos ciertos, no puede tolerar ninguna ambigüedad. Desgraciadamente, este caso no es general, y hasta es casi excepcional, y los otros documentos, los documentos hindúes en particular, no ofrecen en su mayoría nada de ello para guiar las investigaciones, lo que, en el fondo, prueba simplemente que sus autores no tuvieron la menor preocupación por "establecer una fecha" con el objeto de reivindicar cualquier prioridad. La pretensión a la originalidad intelectual, que en buena parte contribuye al nacimiento de sistemas filosóficos, es, aun entre los occidentales, cosa muy moderna, que ignoró la Edad Media; las ideas puras y las doctrinas tradicionales nunca constituyeron la propiedad de tal o cual individuo, y las particularidades biográficas de los que las expusieron e interpretaron son de importancia mínima. Por lo demás, aun para China, la observación que hicimos hace poco no se aplica, a decir verdad, más que a los escritos históricos; pero éstos son, después de todo, los únicos para los cuales presenta verdadero interés la determinación cronológica, puesto que esta misma determinación no tiene sentido ni alcance más que desde sólo el punto de vista de la historia. Hay que señalar, por otra parte, que, para aumentar la dificultad, existe en la India, y sin duda también en ciertas civilizaciones desaparecidas, una cronología, o más exactamente algo que tiene la apariencia de una cronología, basada en números simbólicos, que no hay que tomar de ningún modo literalmente por números de años; ¿no se encuentra algo análogo hasta en la cronología bíblica? Sólo que esta pretendida cronología se aplica exclusivamente, en realidad, a períodos cósmicos, y no a períodos históricos; entre unas y otras no hay confusión posible, si no es por efecto de una ignorancia bastante grosera, y sin embargo estamos obligados a reconocer que los orientalistas han dado demasiados ejemplos de semejantes equivocaciones.

Una tendencia muy general en estos mismos orientalistas es la que les lleva a reducir lo más posible, y a menudo aun más allá de toda medida razonable, la antigüedad de las civilizaciones de que se ocupan, como si se sintieran molestos por el hecho de que estas civilizaciones hayan podido existir y estar en pleno desarrollo en épocas tan lejanas, tan anteriores a los orígenes más remotos que se pueden asignar a la actual civilización occidental, o más bien a las que la precedieron directamente; su prejuicio a este respecto no parece tener otra excusa que ésta, que es en verdad muy insuficiente. Por lo demás, este mismo prejuicio se ejerció también sobre cosas mucho más cercanas al Occidente, en todos los aspectos, que las civilizaciones de China y de la India, y aun las de Egipto, Persia y Caldea: es así como se han esforzado, por ejemplo, en "rejuvenecer" la Qabbalah hebraica de manera que se pueda suponer en ella una influencia alejandrina y neoplatónica, cuando fue lo contrario sin duda lo que se produjo en realidad; y esto siempre por la misma razón, es decir, nada más porque se ha convenido a priori que todo debe venir de los Griegos, que éstos tuvieron el monopolio de los conocimientos en la antigüedad, como los europeos se imaginan tenerlo ahora, y que fueron siempre, como estos mismos europeos pretenden serlo en la actualidad, los educadores y los inspiradores del género humano. Y, sin embargo, Platón, cuyo testimonio no debería ser sospechoso en la circunstancia, no teme aseverar en el Timeo que los Egipcios llamaban "niños" a los Griegos; los orientales tendrían todavía hoy muchas razones para decir lo mismo de los occidentales, si los escrúpulos de una cortesía quizá excesiva no les impidiesen a menudo llegar hasta ahí. Recordamos sin embargo, que esta misma apreciación fue formulada precisamente por un hindú que oía exponer por primera vez las concepciones de ciertos filósofos europeos, y que estuvo muy lejos de mostrarse maravillado cuando declaró que éstas eran "ideas buenas" todo lo más para un niño de ocho años.

Los que piensan que reducimos demasiado el papel desempeñado por los Griegos, haciendo de ellos casi exclusivamente una función de "adaptadores", podrían objetarnos que no conocemos todas sus ideas, que hay muchas cosas que no han llegado hasta nosotros. Eso es cierto sin duda, en algunos casos, y principalmente en la enseñanza oral de los filósofos; pero ¿lo que conocemos de sus ideas no es de todos modos ampliamente suficiente para permitirnos juzgar de lo demás? La analogía, que nos suministra el medio de ir, en cierta medida, de lo conocido a lo desconocido, nos da aquí la razón: y, además, según la enseñanza escrita que poseemos, hay por lo menos fuertes presunciones para creer que la enseñanza oral correspondiente, en lo que tenía precisamente de especial y de "esotérica", es decir, de "más interior", fue, como la de los "misterios" con la cual debió tener muchas relaciones, más profundamente impregnada aún de inspiración oriental. Fuera de esto, la misma "interioridad" de esta enseñanza no hace más que garantizarnos que estaba menos alejada de su fuente y menos deformada que cualquier otra, porque estaba menos adaptada a la mentalidad general del pueblo griego, sin lo cual su comprehensión no hubiese requerido, evidentemente, una preparación especial, sobre todo una preparación tan larga y tan difícil como lo era, por ejemplo, la que estaba en uso en las escuelas pitagóricas.

Por lo demás, los arqueólogos y los orientalistas estarían muy desacertados al invocar contra nosotros una enseñanza oral, o incluso obras perdidas, puesto que "el método histórico" que tanto estiman tiene por carácter esencial no tomar en consideración más que los monumentos que tienen a la vista y los documentos escritos que tienen entre las manos; y ahí es precisamente donde se manifiesta toda la insuficiencia de este método. En efecto, es una observación que se impone, pero que se pierde muy a menudo de vista, la siguiente: si se encuentra, para cierta obra, un manuscrito cuya fecha se puede determinar por un medio cualquiera, esto prueba que la obra de que se trata no es ciertamente posterior a esta fecha, pero eso es todo, y ello no prueba de ningún modo que no pueda ser muy anterior. Puede muy bien suceder que se descubran después otros manuscritos más antiguos de la misma obra y, por lo demás, si no se descubren, no se tiene el derecho de concluir que no existen, ni con mayor razón que no han existido nunca. Si la obra existe todavía en el caso de una civilización que ha durado hasta nosotros, es, por lo menos verosímil que, lo más a menudo, los manuscritos no sean entregados al azar de un descubrimiento arqueológico como el que se puede hacer cuando se trata de una civilización desaparecida, y no hay, por otra parte, ninguna razón para admitir que quienes los conservan se crean obligados un día u otro a deshacerse de ellos en beneficio de los eruditos occidentales, tanto más cuanto que puede darse a su conservación un interés sobre el que no insistiremos, pero acerca del cual la curiosidad, aun decorada con el epíteto "científico", es de muy poco valor. Por otra parte, en lo que se refiere a las civilizaciones desaparecidas, estamos obligados a darnos cuenta de que, a pesar de todas las investigaciones y de todos los descubrimientos, hay una multitud de documentos que no encontraremos jamás, por la sencilla razón de que fueron destruidos accidentalmente; como los accidentes de este género fueron, en muchos casos, contemporáneos de las mismas civilizaciones de que se trata, y no forzosamente posteriores a su extinción, y como todavía podemos comprobar accidentes parecidos en torno a nosotros, es extremadamente probable que lo mismo debió producirse también, poco más o menos, en las otras civilizaciones que se han prolongado hasta nuestra época; aún hay más probabilidades de que haya sido así, puesto que ha transcurrido, desde el origen de estas civilizaciones, una sucesión más larga de siglos. Pero aún hay algo más: hasta sin accidente, los manuscritos antiguos pueden desaparecer de manera por completo natural, normal en cierto modo, por desgaste puro y simple; en este caso, son reemplazados por otros que necesariamente son de fecha más reciente, y que son los únicos cuya existencia se podrá comprobar en lo sucesivo. Podemos formarnos una idea, en particular, por lo que sucede de manera constante en el mundo musulmán: un manuscrito circula y es transportado, según las necesidades, de un centro de enseñanza a otro, y a veces a regiones muy alejadas, hasta que esté tan gravemente dañado por el uso que quedará casi fuera de servicio; se hace entonces una copia tan exacta como es posible, copia que ocupará desde entonces el lugar del antiguo manuscrito, que se utilizará de la misma manera, y ella misma será reemplazada por otra, cuando a su vez se deteriore, y así sucesivamente. Estas sustituciones sucesivas pueden sin duda ser muy enojosas para las investigaciones especiales de los orientalistas; pero los que se dedican a ellas no se preocupan de este inconveniente, y, aun si las conocen, no consentirían con seguridad por tan poca cosa en cambiar sus costumbres. Todas estas observaciones son tan evidentes en sí mismas que no valdría quizá la pena el formularlas, si el prejuicio que hemos señalado en los orientalistas no los cegara hasta el punto de ocultarles enteramente esta evidencia.

Ahora, hay otro hecho que no pueden tener en cuenta, sin estar en desacuerdo con ellos mismos, los partidarios del "método histórico"; es el de que la enseñanza oral precedió casi por todas partes a la enseñanza escrita, y que fue la única en uso durante períodos que pudieron ser muy largos, aunque su duración exacta sea difícilmente determinable. De manera general, un escrito tradicional no es, en la mayoría de los casos, más que la fijación relativamente reciente de una enseñanza que al principio se transmitió por la vía oral, y al cual es muy raro que se le pueda asignar un autor; así pues, aun seguros de estar en posesión del manuscrito primitivo, de lo cual quizá no hay un solo ejemplo, haría falta saber aún cuánto tiempo había durado la transmisión oral anterior y ésta es una cuestión que arriesga permanecer lo más a menudo sin respuesta. Esta exclusividad de la enseñanza oral pudo tener razones múltiples, y no supone por fuerza la ausencia de escritura, cuyo origen es con seguridad muy lejano, por lo menos bajo la forma ideográfica, cuya forma fonética no es mas que una degeneración causada por una necesidad de simplificación. Se sabe, por ejemplo, que la enseñanza de los Druidas permaneció siempre exclusivamente oral, aun en una época en la que los Galos conocían con seguridad la escritura, puesto que se servían corrientemente de un alfabeto griego en su relaciones comerciales; de modo que la enseñanza druídica no dejó ninguna huella auténtica, y como mucho se pueden reconstruir con más o menos exactitud algunos fragmentos muy limitados. Sería pues un error creer que la transmisión oral alteró a la larga la enseñanza; dado el interés que presentaba su conservación integral, hay por el contrario razones para pensar que se tomaban las precauciones necesarias para que se mantuviese siempre idéntica, no sólo en el fondo, sino hasta en la forma; y se puede comprobar que este mantenimiento es perfectamente realizable, por lo que acontece hoy todavía en los pueblos orientales, para los cuales la fijación por medio de la escritura no acarreó nunca la supresión de la tradición oral ni fue considerada como capaz de suplirla enteramente. Hecho curioso, se admite comúnmente que ciertas obras no fueron escritas desde su origen, se admite principalmente para los poemas homéricos en la antigüedad clásica, para las canciones de gesta en la Edad Media; ¿por qué motivo, pues, no quieren admitir la misma cosa cuando se trata de obras que se refieren, no ya al orden simplemente literario, sino al orden de la intelectualidad pura, en las que la transmisión oral tiene razones mucho más profundas? Es verdaderamente inútil insistir más sobre el particular, y, en cuanto a estas razones profundas a las cuales acabamos de hacer alusión, no es aquí el lugar de desarrollarlas; tendremos por lo demás la ocasión de decir algunas palabras después.

Queda un último punto que queríamos indicar en este capitulo; el de que, si a menudo es difícil situar exactamente en el tiempo cierto período de la existencia de un pueblo antiguo, lo es igualmente, por extraño que esto pueda parecer, situarlo en el espacio. Queremos decir con esto que ciertos pueblos pudieron, en diversas épocas, emigrar de una región a otra, y que nada nos prueba que las obras que dejaron los antiguos Hindúes o los antiguos Persas, por ejemplo, hayan sido todas compuestas en los países donde viven en la actualidad sus descendientes. Más todavía, nada nos lo prueba aun en el caso en que estas obras contengan la designación de ciertos lugares, los nombres de ríos o de montañas que conocemos todavía, porque estos mismos nombres pudieron ser aplicados sucesivamente en las diversas regiones en que el pueblo considerado se detuvo durante el curso de sus migraciones. Hay aquí algo muy natural; ¿los actuales europeos no tienen a menudo la costumbre de dar a las ciudades que fundan en sus colonias y a los accidentes geográficos que en ellas encuentran, nombres tomados a su país de origen? Se ha discutido a veces la cuestión de saber si la Hélade de los tiempos homéricos era la Grecia de las épocas más recientes, o si la Palestina bíblica era realmente la región que todavía designamos con este nombre; las discusiones de este género no son quizá tan vanas como se piensa por lo común, y la cuestión se puede plantear, aun cuando en los ejemplos que acabamos de citar es muy probable que deba ser resuelta por la afirmativa. Por el contrario, en lo que concierne a la India védica, hay sobradas razones para responder negativamente a una cuestión de este género; los antepasados de los Hindúes debieron, en una época por lo demás indeterminada, habitar una región muy septentrional, ya que, según ciertos textos, sucedió que el sol dio la vuelta al horizonte sin ocultarse; ¿pero cuándo dejaron esta morada primitiva y al cabo de cuántas etapas llegaron desde allí a la India actual? Éstas son cuestiones interesantes desde cierto punto de vista, pero que nos contentamos con señalar sin pretender examinarlas aquí, porque no entran en nuestro asunto. Las consideraciones que hemos tratado hasta aquí no constituyen más que simples preliminares, que nos han parecido necesarios antes de abordar las cuestiones propiamente relativas a la interpretación de las doctrinas orientales; y, para estas últimas cuestiones, que son nuestro objeto principal, todavía nos falta señalar otro género de dificultades.

CAPÍTULO VI: DIFICULTADES LINGÜÍSTICAS

La dificultad más grave para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como lo indicamos ya y como queremos exponerlo sobre todo en lo que sigue, de la diferencia esencial que existe entre los modos del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a expresar respectivamente estos modos, de donde nace una segunda dificultad, que proviene de la primera, cuando se trata de verter ciertas ideas en las lenguas del Occidente, que carecen de términos apropiados, y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, esto no hace más que agravar las dificultades inherentes a cualquier traducción, y que también se encuentran, aunque en grado menor, al trasladar de una lengua a otra que le es muy vecina filológicamente lo mismo que desde el punto de vista geográfico; en este último caso, los términos que se consideran como correspondientes, y que tienen a menudo el mismo origen o la misma derivación, algunas veces están muy lejos, a pesar de esto, de ofrecer para el sentido una equivalencia exacta. Esto se comprende con facilidad, porque es evidente que cada lengua debe estar particularmente adaptada a la mentalidad del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su mentalidad propia, distinta con más o menos amplitud de las otras; esta diversidad de mentalidades étnicas sólo es mucho menor cuando se consideran pueblos que pertenecen a una misma raza o corresponden a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son sin duda los más fundamentales, pero los caracteres secundarios que se superponen pueden dar lugar a variaciones que son todavía muy apreciables; y hasta podría uno preguntarse si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que comprende elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de esta lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lingüística es a menudo reciente y un poco artificial: no sería nada extraordinario por ejemplo, que la lengua común heredara en cada provincia, tanto en el fondo como en la forma, algunas particularidades del antiguo dialecto al cual se vino a sobreponer y al que reemplazó más o menos completamente. Sea de ello lo que fuere, las diferencias de que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro: si puede haber varias maneras de hablar una lengua, es decir, en el fondo, de pensar sirviéndose de ésta, hay sin duda una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la diferencia alcanza en cierto modo su máximo para lenguas muy diferentes unas de otras desde todos los puntos de vista, o aun para lenguas emparentadas filológicamente, pero adaptadas a mentalidades y a civilizaciones muy diversas, porque las aproximaciones filológicas permiten mucho menos seguramente que las aproximaciones mentales el establecimiento de verdaderas equivalencias. Por estas razones, como lo dijimos desde el principio, la traducción más literal no es siempre la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de ello, y por esto también el conocimiento puramente gramatical de una lengua es del todo insuficiente para dar la comprehensión de ella.

Cuando hablamos del alejamiento de los pueblos, y, por consecuencia, de sus lenguas, hay que hacer notar que éste puede ser un alejamiento en el tiempo así como en el espacio, de manera que lo que acabamos de decir se aplica igualmente a la comprehensión de las lenguas antiguas. Más todavía, para un mismo pueblo, si acontece que su mentalidad sufra en el curso de su existencia modificaciones notables, no sólo se sustituyen términos antiguos en su lengua por términos nuevos, sino que también el sentido de los términos que se mantienen varía correlativamente a los cambios mentales, a tal punto, que en una lengua que ha permanecido casi idéntica en su forma exterior, las mismas palabras llegan a no responder ya a las mismas concepciones, y se necesitaría entonces, para restablecer su sentido, una verdadera traducción que reemplazase las palabras que sin embargo están en uso todavía, por otras palabras diferentes; la comparación de la lengua francesa del siglo XVII con la de nuestros días suministraría numerosos ejemplos. Debemos agregar que esto es verdad sobre todo para los pueblos occidentales, cuya mentalidad, como lo indicamos antes, es extremadamente inestable y cambiante; y además hay todavía una razón decisiva para que tal inconveniente no se presente en Oriente, o por lo menos se reduzca estrictamente al mínimo: y es que existe una demarcación muy clara entre las lenguas vulgares, que varían por fuerza en cierta medida para responder a las necesidades de uso corriente, y las lenguas que sirven para la exposición de las doctrinas, lenguas que están inmutablemente fijadas, y que su destino pone al abrigo de todas las variaciones contingentes, lo que, por lo demás, disminuye aún la importancia de las consideraciones cronológicas. Se habría podido, hasta cierto punto, encontrar algo análogo en Europa en la época en que el latín se empleaba por lo general para la enseñanza y para los intercambios intelectuales; una lengua que sirve para tal uso no puede ser llamada propiamente una lengua muerta, sino que es una lengua fijada, y esto es precisamente lo que constituye su gran ventaja, sin hablar de su comodidad para las relaciones internacionales, en las que las "lenguas auxiliares" artificiales que preconizan los modernos fracasaron siempre de manera fatal. Si podemos hablar de una fijeza inmutable, sobre todo en Oriente, y para la exposición de doctrinas cuya esencia es puramente metafísica, es que en efecto estas doctrinas no "evolucionan" en el sentido occidental de esta palabra, lo que hace perfectamente inaplicable para ellas el empleo de cualquier "método histórico"; por extraño e incomprensible que pueda parecer ello a los occidentales modernos, que quisieran a toda costa creer en el progreso en todos los dominios, es sin embargo así, y, si no se reconoce, está uno condenado a no comprender nunca nada del Oriente. Las doctrinas metafísicas no tienen que cambiar en su fundamento, ni que perfeccionarse; pueden sólo desarrollarse bajo ciertos puntos de vista, recibiendo expresiones que son más particularmente apropiadas a cada uno de estos puntos de vista, pero que se mantienen siempre en un espíritu rigurosamente tradicional. Si acontece por excepción que no sea así y que se produzca una desviación intelectual en un medio más o menos restringido, esta desviación, si es verdaderamente grave, no tarda en tener por consecuencia el abandono de la lengua tradicional en el medio en cuestión, donde se la reemplaza por un idioma de origen vulgar, pero que adquiere a su vez cierta fijeza relativa, porque la doctrina disidente tiende de manera espontánea a colocarse como tradición independiente, aunque como es natural desprovista de toda autoridad regular. El oriental, aun saliendo de las vías normales de su intelectualidad, no puede vivir sin una tradición o algo que haga las veces de ella, y trataremos de hacer comprender en lo que sigue adelante todo lo que es para él la tradición bajo sus diversos aspectos; ahí reside, por lo demás, una de las causas profundas de su menosprecio por el occidental, que se presenta muy a menudo ante él como un ser desprovisto de cualquier vínculo tradicional.

Para considerar ahora bajo otro punto de vista, y como en su principio mismo, las dificultades que acabamos de señalar especialmente en este capítulo, queremos decir que toda expresión de un pensamiento cualquiera es necesariamente imperfecta en sí misma, porque limita y restringe las concepciones para encerrarlas en una forma definida que nunca puede ser completamente adecuada, ya que la concepción contiene siempre algo más que su expresión, y aun inmensamente más cuando se trata de concepciones metafísicas, que deben siempre tener en cuenta lo inexpresable, porque corresponde a su esencia misma abrirse sobre posibilidades ilimitadas. El paso de una lengua a otra, por fuerza peor adaptada que la primera, no hace en suma más que agravar esta imperfección original e inevitable; pero cuando se ha llegado a asir en cierto modo la concepción misma a través de su expresión primitiva, identificándose tanto como es posible a la mentalidad de aquel o aquellos que la pensaron, es claro que siempre se puede remediar en una amplia medida este inconveniente, dando una interpretación que, para ser inteligible, deberá ser un comentario mucho más que una traducción literal pura y simple. Toda la dificultad real reside pues, en el fondo, en la identificación mental que se requiere para llegar a este resultado; hay algunos, con seguridad, que son por completo incapaces, y se ve cómo ello supera el alcance de los trabajos de simple erudición. Esta es la única manera de estudiar las doctrinas que puede ser realmente provechosa; para comprenderlas, se necesita por decirlo así, estudiarlas "desde dentro", mientras que los orientalistas la han limitado siempre a considerarlas desde fuera.

El género de trabajo de que se trata aquí es relativamente más fácil para las doctrinas que se han transmitido regularmente hasta nuestra época, y que tienen todavía intérpretes autorizados, que para aquellas cuya expresión escrita o figurada es la única que ha llegado hasta nosotros, sin estar acompañada de la tradición oral extinguida desde hace largo tiempo. Es muy penoso que los orientalistas se hayan obstinado siempre en descuidar, con un prejuicio involuntario tal vez para algunos, pero por lo mismo más invencible, esta ventaja que se les ofrecía a ellos, que se proponen estudiar las civilizaciones que aún subsisten, con exclusión de aquellos cuyas investigaciones se ocupan de las civilizaciones desaparecidas. Sin embargo, como ya lo indicamos antes, estos últimos, los egiptólogos y los asiriólogos por ejemplo, podrían sin duda evitarse muchas equivocaciones si tuvieran un conocimiento más extenso de la mentalidad humana y de las diversas modalidades de que es susceptible; pero tal conocimiento no sería precisamente posible sino por el estudio verdadero de las doctrinas orientales, que prestaría así, al menos indirectamente, inmensos servicios a todas las ramas del estudio de la antigüedad. Sólo que, para este objeto que está lejos de ser el más importante a nuestros ojos, no habría que encerrarse en una erudición que no tiene por sí misma sino un interés muy mediocre, pero que es sin duda el solo dominio en que se pueda ejercer sin demasiados inconvenientes la actividad de los que no quieren o no pueden salir de los estrechos límites de la mentalidad occidental moderna. Esta es, lo repetimos una vez más, la razón esencial que hace los trabajos de los orientalistas totalmente insuficientes para permitir la comprehensión de una idea cualquiera, y al mismo tiempo completamente inútiles, si no es que nocivos en ciertos casos, para un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente.

SEGUNDA PARTE:

LOS MODOS GENERALES DEL PENSAMIENTO ORIENTAL

Capítulo I: LAS GRANDES DIVISIONES DEL ORIENTE

Dijimos ya que, aunque pueda oponerse la mentalidad oriental en su conjunto a la mentalidad occidental, no es posible hablar sin embargo de una civilización oriental como se habla de una civilización occidental. Hay muchas civilizaciones orientales claramente distintas, y cada una posee, como lo veremos más adelante, un principio de unidad que le es propio y que difiere esencialmente de una u otra de estas civilizaciones; pero, por diversas que sean, no obstante todas tienen ciertos rasgos comunes, principalmente en el aspecto de los modos de pensamiento, y esto es precisamente lo que permite decir que existe, de manera general, una mentalidad específicamente oriental.

Cuando se quiere emprender un estudio cualquiera, siempre es oportuno, para poner orden en él, comenzar por establecer una clasificación basada sobre las divisiones naturales del objeto que se va a estudiar. Por ello, antes de cualquier otra consideración, es necesario situar las diferentes civilizaciones orientales unas con relación a las otras, ateniéndonos por lo demás a las grandes líneas y a las divisiones más generales, suficientes por lo menos en una primera aproximación, puesto que no tenemos la intención de entrar aquí en un examen detallado de cada una de estas civilizaciones tomada aparte.

En estas condiciones, podemos dividir el Oriente en tres grandes regiones que designaremos, según su situación geográfica con relación a Europa, como el Cercano Oriente, el Oriente Medio y el Extremo Oriente. El Cercano Oriente, para nosotros, comprende todo el conjunto del mundo musulmán; el Medio Oriente está esencialmente constituido por la India; en cuanto al Extremo Oriente, es lo que se designa comúnmente bajo este nombre, es decir China e Indochina. Es fácil ver, desde el principio, que estas tres divisiones generales corresponden a tres grandes civilizaciones completamente distintas e independientes, que son, si no las únicas que existen en todo el Oriente, por lo menos las más importantes y cuyo dominio está mucho más extendido. En el interior de cada una de estas civilizaciones se podrían marcar subdivisiones, que ofrecen variaciones casi del mismo orden que las que, en la civilización europea, existen entre países diferentes; sólo que aquí no se podrían asignar a estas subdivisiones límites que sean los de las nacionalidades, cuya noción misma responde a una concepción que es, en general, extraña al Oriente.

El Cercano Oriente, que comienza en los confines de Europa, se extiende no sólo sobre la parte de Asia que es la más vecina a ésta, sino también, al mismo tiempo, sobre toda el África del Norte; comprende pues, a decir verdad, países que, geográficamente, son tan occidentales como la misma Europa. Pero la civilización musulmana, en todas las direcciones donde se ha extendido, ha conservado los caracteres esenciales que tiene de su punto de partida oriental; y ha impreso estos caracteres a pueblos extremadamente diversos, formándoles así una mentalidad común, pero no, sin embargo, hasta el punto de quitarles toda originalidad. Las poblaciones beréberes del África del Norte no se han confundido nunca con los árabes que viven sobre el mismo suelo y es fácil distinguirlas, no sólo por los vestidos especiales que han conservado o por su tipo físico, sino también por una especie de. fisonomía mental que les es propia; es cierto, por ejemplo, que el kabilo está mucho más cerca del europeo, por ciertos aspectos, que el árabe. No es menos cierto que la civilización del África del Norte, en lo que se refiere a la unidad que posee, es, no sólo musulmana, sino aún árabe en su esencia; y además, lo que se puede llamar el grupo árabe es, en el mundo islámico, el que tiene una importancia verdaderamente primordial, puesto que en él nació el Islam, y que su lengua propia es la lengua tradicional de todos los pueblos musulmanes, cualesquiera que sean su origen y su raza. Al lado de este grupo árabe distinguiremos otros dos principales, que podemos llamar el grupo turco y el grupo persa, aunque estas denominaciones no sean quizá de una rigurosa exactitud. El primero de estos grupos comprende sobre todo a los pueblos de raza mongola, como los Turcos y los Tártaros; sus rasgos mentales lo diferencian grandemente de los Árabes, lo mismo que sus rasgos físicos, pero intelectualmente depende en el fondo de la intelectualidad árabe; y por lo demás, desde el mismo punto de vista religioso, estos dos grupos árabe y turco, a pesar de algunas diferencias rituales y legales, forman un conjunto único que se opone al grupo persa. Llegamos pues aquí a la separación más profunda que existe en el mundo musulmán, separación que se expresa por lo común diciendo que los Arabes y los Turcos son "sunnitas", mientras que los Persas son "chiítas", estas designaciones provocarían algunas reservas, pero no tenemos por qué entrar aquí en esta consideraciones. Agregaremos nada más que los Persas presentan, étnica y mentalmente, afinidades múltiples con los pueblos de la India; por lo demás, la gran mayoría de los musulmanes indios, así como ciertas poblaciones del Asia central, se adhieren al grupo persa a la vez por su origen y por su lengua habitual, aunque el grupo árabe tenga también más allá del Golfo Pérsico cierto número de representantes.

Según acabamos de decir, puede verse que las divisiones geográficas no coinciden siempre estrictamente con el campo de expansión de las civilizaciones correspondientes, sino sólo con el punto de partida y el centro principal de estas civilizaciones. En la India, los elementos musulmanes se encuentran un poco por doquiera, y aún existen en China; pero no tenemos por qué preocuparnos cuando hablamos de las civilizaciones de estas dos regiones, porque la civilización islámica no es ahí autóctona. Por otra parte, Persia debería unirse étnica y aun geográficamente a lo que hemos llamado el Oriente Medio; si no la hemos hecho entrar en él, es porque su actual población es enteramente musulmana. Habría que considerar en realidad en este Oriente Medio, dos civilizaciones distintas, aunque tienen manifiestamente una cepa común: una es la de la India, la otra la de los antiguos Persas; pero esta última no tiene hoy como representantes más que a los Parsis, que forman grupos poco numerosos y dispersos, unos en la India, principalmente en Bombay, los, otros en el Cáucaso; nos basta aquí con señalar su existencia. No queda pues por considerar, en la segunda de nuestras grandes divisiones, más que la civilización propiamente india, o más precisamente hindú, que abraza en su unidad a pueblos de razas muy diversas: entre las múltiples regiones de la India, y sobre todo entre el Norte y el Sur, hay diferencias étnicas tan grandes por lo menos como las que se pueden encontrar en toda la extensión de Europa; pero todos estos pueblos tienen sin embargo una civilización común, y también una lengua tradicional común, que es el sánscrito. La civilización de la India, en ciertas épocas, se difundió más al este y dejó huellas evidentes entre ciertas regiones de Indochina, como Birmania, Siam, Camboya, y hasta en algunas islas de Oceanía, principalmente en Java. Por lo demás, de esta misma civilización hindú ha surgido la civilización búdica, que se ha extendido, bajo formas diversas, sobre una gran parte del Asia central y oriental; pero la cuestión del Budismo exige explicaciones que daremos más adelante.

Por lo que hace a la civilización del Extremo Oriente, que es la sola cuyos representantes pertenecen en realidad a una raza única, es propiamente la civilización china; se extiende, como lo dijimos, a Indochina, y de manera más especial a Tonkín y Anam, pero los habitantes de estas regiones son de raza china, o bien pura, o bien mezclada con algunos elementos de origen malayo, pero que están lejos de ser preponderantes. Hay motivo para insistir sobre el hecho de que la lengua tradicional inherente a esta civilización es esencialmente la lengua china escrita, que no participa en las variaciones de la lengua hablada, ya sea que se trate por lo demás de variaciones en el tiempo o en el espacio; un chino del Norte, un chino del sur y un anamita pueden no comprenderse al hablar, pero el uso de los mismos caracteres ideográficos, con todo lo que en realidad implica, establece entre ellos un lazo cuya potencia es totalmente insospechada por los europeos. En cuanto al Japón, que hicimos a un lado en nuestra división general, se liga al Extremo Oriente en la medida que ha sufrido la influencia china, si bien posee además, también con el Shinto, una tradición propia de un carácter muy diferente. Cabría preguntarse hasta qué punto estos diversos elementos han podido mantenerse a pesar de la modernización, es decir, de la occidentalización, que fue impuesta a este pueblo por sus dirigentes; pero ésta es una cuestión demasiado particular para que podamos detenernos aquí. Por otra parte, con toda intención omitimos, en lo que precede, hablar de la civilización tibetana, que, sin embargo, está lejos de merecer nuestro olvido, sobre todo desde el punto de vista que más particularmente nos ocupa. Esta civilización, en ciertos aspectos, participa a la vez de la de la India y de la de China, sin dejar de presentar caracteres que le son absolutamente especiales; pero como los europeos la ignoran más completamente que cualquiera otra civilización oriental, no se podría hablar de ella útilmente sin entrar en desarrollos que estarían aquí fuera de propósito.

No consideraremos, pues, teniendo en cuenta las restricciones que hemos indicado, más que tres grandes civilizaciones orientales, que corresponden respectivamente a las tres divisiones geográficas que indicamos al principio, y que son las divisiones musulmana, hindú y china. Para hacer comprender los caracteres que diferencian más esencialmente estas civilizaciones entre sí, pero sin entrar en demasiados detalles sobre el particular, lo mejor que podemos hacer es exponer tan claramente como sea posible los principios sobre los cuales descansa la unidad fundamental de cada una de ellas.

Capítulo II: PRINCIPIOS DE UNIDAD DE LAS CIVILIZACIONES ORIENTALES

Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental: hasta se podría decir que su unidad, que descansa siempre culturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una determinada conformación mental, no es ya verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio, principio que también le falta a esta misma civilización, desde que rompió, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era, precisamente para ella, el principio esencial, y que la hizo ser, en la Edad Media, lo que se llamó la "Cristiandad". La intelectualidad occidental no podría tener a su disposición en los límites en que se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de otro orden que fuese susceptible de sustituir a aquél; creemos que tal elemento no podía, fuera de las excepciones no susceptibles de generalizarse en este medio, concebirse más que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, como es, según dijimos, demasiado vaga y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización, se corría el peligro desde entonces, de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin ningún lazo efectivo y consciente; y, en efecto, a partir del momento en que fue rota la unidad fundamental de la "Cristiandad" es cuando se constituyeron en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades secundarias, fragmentarias y disminuidas de las "nacionalidades". Pero Europa conservó sin embargo hasta en su desviación mental, y como a pesar de ella, el sello de la formación única que recibiera durante el curso de los siglos precedentes; las mismas influencias que habían acarreado la desviación se ejercieron por todas partes de modo semejante, aunque en grados diversos; resultó otra vez una mentalidad común, y una civilización que permaneció muy a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuese por lo demás, iba a estar desde entonces, si puede decirse así, al servicio de una "ausencia de principio" que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener con seguridad que éste era el precio del progreso material hacia el cual ha tendido exclusivamente desde entonces el mundo occidental porque hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea de ello lo que fuere, era realmente, a nuestro juicio, pagar muy caro este progreso tan ensalzado.

Este resumen muy somero permite comprender, en primer lugar, por qué razón no puede haber en Oriente nada que sea comparable a lo que son las naciones occidentales: y es que, en suma, la aparición de las nacionalidades, en una civilización, es el signo de una disolución parcial que resulta de la pérdida de lo que hacía su unidad profunda. Sólo el Japón, anormal en esto como en casi todo lo demás, pudo tener algunas razones para constituirse en nación; no estando unido a ninguna civilización más general, y no teniendo sino una extensión comparable a la de la mayoría de los Estados europeos, era por otra parte el único que podía hacerlo impunemente. En el mismo Occidente, lo repetimos, la concepción de la nacionalidad es cosa esencialmente moderna; no podría encontrarse nada análogo en todo lo que había existido antes, ni las ciudades griegas, ni el Imperio Romano, surgido por los demás de las extensiones sucesivas de la ciudad original, o sus prolongaciones medievales más o menos directas, ni las confederaciones o las ligas de pueblos a la manera celta, ni siquiera los Estados organizados jerárquicamente según el tipo feudal.

Por otro lado, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la "Cristiandad", unidad de naturaleza esencialmente tradicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. La civilización islámica es, en efecto, entre las civilizaciones orientales, la que está más cerca del Occidente, y hasta se podría decir que, por sus caracteres así como por su situación geográfica, es, desde diversos puntos de vista, intermediaria entre el Oriente y el Occidente; así, pues, su tradición nos parece que puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los cuales uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, digámoslo desde ahora, es muy a menudo difícil aplicar propiamente el término de "religión", por poco que se desee conservarle su sentido preciso y claramente definido; pero en el Islamismo este aspecto estrictamente religioso no es en realidad sino el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales insistiremos después. Si se considera nada más por el momento que el aspecto exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa sobre la que descansa toda la organización del mundo musulmán; no es, como en la Europa actual, la religión la que funciona como elemento del orden social; es, al contrario, todo el orden social el que se integra en la religión, del cual es inseparable la legislación, encontrando en ella su principio y su razón de ser. Esto es lo que nunca han comprendido bien, desgraciadamente para ellos, los europeos que han tenido que tratar con los pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha arrastrado a errores políticos de lo más crasos e inextricables; pero no queremos detenernos sobre estas consideraciones, y sólo las indicamos de paso. Agregaremos nada más a este propósito dos observaciones que tienen su interés; la primera, es que la concepción del "Califato", única base posible de todo "panislamismo" verdaderamente serio, no es asimilable en ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que tiene por otra parte todo lo que se necesita para desorientar a los europeos, acostumbrados a considerar una separación absoluta, y hasta una oposición, entre el "poder espiritual" y el "poder temporal"; la segunda, es que para pretender instaurar en el Islam "nacionalismos" diversos, es necesaria toda la ignorante suficiencia de algunos "jóvenes" musulmanes, como se califican a sí mismos para ostentar su "modernismo", y en los cuales la enseñanza de las Universidades occidentales ha obturado por completo el sentido tradicional.

Todavía nos falta, en lo que se refiere al Islam, insistir sobre otro punto, que es el de la unidad de su lengua tradicional: hemos dicho que esta lengua es el árabe, pero debemos precisar que es el árabe literal, distinto en cierto modo del árabe vulgar; éste es una alteración y, gramaticalmente, una simplificación de aquel. Hay aquí una diferencia algo semejante a la que señalamos para China, entre la lengua escrita y la lengua hablada: sólo el árabe literal puede presentar toda la fijeza que se requiere para llenar el papel de lengua tradicional, en tanto que el árabe vulgar, como toda lengua que sirve para el uso corriente, sufre, como es natural, ciertas variaciones según las épocas y según las regiones. Sin embargo, estas variaciones están lejos de ser tan considerables como se cree ordinariamente en Europa: se refieren sobre todo a la pronunciación y al empleo de algunos términos más o menos especiales, y son insuficientes para constituir una pluralidad de dialectos, porque todos los hombres que hablan árabe son perfectamente capaces de comprenderse; no hay en suma, aun en lo que se refiere al árabe vulgar, más que una lengua única, que se habla desde Marruecos hasta el Golfo Pérsico, y los llamados dialectos árabes más o menos variados son una pura invención de los orientalistas. En cuanto a la lengua persa, aunque no sea fundamental desde el punto de vista de la tradición musulmana, su empleo en los numerosos escritos relativos al "Sufismo" le da, por lo menos en la parte más oriental del Islam, una importancia intelectual incontestable.

Si ahora pasamos a la civilización hindú, su unidad es de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende en efecto elementos que pertenecen a razas y a agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmente hindúes en el sentido estricto de la palabra, con exclusión de otros elementos que pertenecen a estas mismas razas, o por lo menos a algunas de entre ellas. Algunos querrían que no hubiese sido así en su origen, pero su opinión se funda nada más sobre la suposición de una pretendida "raza aria", que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientalistas; el término sánscrito "ârya", del que se ha tomado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica a los hombres de las tres primeras castas, y esto independientemente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, consideración sobre la cual no tenemos por qué ocuparnos aquí. Es verdad que el principio de la institución de las castas, como otras muchas cosas, ha sido de tal manera incomprendido en Occidente, que no es nada extraño que cuanto a él se refiere de cerca o de lejos, haya dado lugar a toda clase de confusiones; pero insistiremos en otra parte sobre esta cuestión. Lo que hay que retener por el momento es que la unidad hindú descansa enteramente sobre el reconocimiento de cierta tradición, que aquí también envuelve a todo el orden social, pero, por lo demás, a título de simple aplicación a contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata no es ya del todo religiosa como en el Islam, sino que es de orden más puramente intelectual y esencialmente metafísico. Esta especie de doble polarización, exterior e interior, a la cual hicimos alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India, donde no se puede, por consiguiente, llevar a cabo con el Occidente las comparaciones que permite por lo menos el lado exterior del Islam; no hay aquí nada absolutamente que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y no puede haber, para sostener lo contrario, más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del pensamiento oriental. Como vamos a tratar de manera muy especial la civilización de la India, no es necesario, por el momento, hablar más sobre este asunto.

La civilización china es, como lo indicamos ya, la única cuya unidad es esencialmente, en su naturaleza profunda, una unidad de raza; su elemento característico, bajo este concepto, es lo que los chinos llaman "jen", concepción que se puede traducir, sin mucha inexactitud, por "solidaridad de raza". En tal solidaridad, que implica a la vez la perpetuidad y la comunidad de la existencia, se identifica por lo demás a la idea de "vida", aplicación del principio metafísico de la "causa inicial" a la humanidad existente; y de la transposición de esta noción en el dominio social, con el empleo continuo de todas sus consecuencias prácticas, nace la estabilidad excepcional de las instituciones chinas. Esta misma concepción permite comprender que la organización social toda entera descansa aquí en la familia, prototipo esencial de la raza; en Occidente se habría podido encontrar algo semejante, hasta cierto punto, en la ciudad antigua, en la que la familia formaba también el núcleo inicial, y en la que el mismo "culto de los antepasados", con todo lo que implica efectivamente, tenía una importancia de la que con dificultad se dan cuenta los modernos. Sin embargo, no creemos que, en ninguna parte fuera de China, se haya ido nunca tan lejos en el sentido de una concepción de la unidad familiar que se opone a todo individualismo, suprimiendo por ejemplo la propiedad individual y, por lo tanto, la herencia, y haciendo en cierto modo imposible la vida al hombre que, voluntariamente o no, se encuentra separado de la comunidad de la familia. Ésta desempeña, en la sociedad china un papel tan considerable por lo menos como el de la casta en la sociedad hindú, y que le es comparable en ciertos puntos: pero su principio es del todo diferente. Por lo demás, la parte propiamente metafísica de la tradición está claramente separada de todo el resto en China, más que en cualquiera otro lugar, es decir, en suma, de sus aplicaciones a diversos órdenes de relatividades; sin embargo, ni que decir tiene que tal separación, por profunda que pueda ser, no podría llegar hasta una absoluta discontinuidad, que tendría por resultado privar de todo principio real las formas exteriores de la civilización. Esto se ve demasiado en el Occidente moderno, en el que las instituciones civiles, despojadas de todo valor tradicional, pero arrastrando consigo algunos vestigios del pasado, incomprendidos en lo sucesivo, hacen a veces el efecto de una verdadera parodia ritual sin la menor razón de ser, y cuya observancia no es propiamente más que una "superstición", con toda la fuerza que da a esta palabra su acepción etimológica rigurosa.

Hemos dicho lo bastante para mostrar que la unidad de cada una de las grandes civilizaciones orientales es de un orden distinto al de la civilización occidental actual, que se apoya en principios mucho más profundos e independientes de las contingencias históricas, y por lo tanto eminentemente aptos para asegurar su duración y su continuidad. Las consideraciones precedentes se completarán por sí mismas, en lo que va a seguir, cuando tengamos ocasión de tomar en una u otra de las civilizaciones en cuestión los ejemplos que serán necesarios para comprender nuestra exposición.

Capítulo III: ¿QUÉ HAY QUE ENTENDER POR TRADICIÓN?

En lo que precede, hemos hablado a cada instante de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, y hasta de lenguas tradicionales, y no se puede hacer de otro modo cuando se quiere designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento oriental bajo sus diversos modos; pero ¿qué es, más precisamente, la tradición? Decimos desde luego, para evitar una confusión que podría producirse, que no tomamos esta palabra en el sentido restringido en que el pensamiento religioso del Occidente opone a veces "tradición" y "escritura", entendiendo por el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido objeto de una transmisión oral. Por el contrario, para nosotros, la tradición, en una acepción mucho más general, puede ser escrita lo mismo que oral, aunque habitualmente, si no siempre, haya debido ser antes que nada oral en su origen, como lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas, la parte escrita y la parte oral forman por doquiera dos ramas complementarias de una misma tradición, ya sea religiosa o de otra especie, y no vacilamos en hablar de "escrituras tradicionales", lo que sería evidentemente contradictorio si diésemos a la palabra "tradición" sólo su significado más especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente "lo que se transmite" de una manera o de otra.

Además, es necesario comprender en la tradición a titulo de elementos secundarios y derivados, pero sin embargo importantes para tener de ella una noción completa, todo el conjunto de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la misma doctrina tradicional.

Considerada así, la tradición puede parecer que se confunde con la misma civilización que es, según ciertos sociólogos, "el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a un grupo de hombres durante un determinado tiempo"[1]. Pero, ¿qué vale exactamente esta definición? No creemos, a decir verdad, que la civilización sea susceptible de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género, que será siempre demasiado amplia o demasiado estrecha en ciertos aspectos, exponiéndose a dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización, y a comprender en cambio otros elementos que sólo pertenecen propiamente a algunas civilizaciones particulares. Así pues, la definición precedente no tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización, porque esto es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llama las "técnicas", que se nos dice que son "conjuntos de prácticas especialmente destinadas a modificar el medio físico"; por otra parte, cuando se habla de "creencias", agregando que esta palabra debe ser "tomada en su sentido habitual", hay ahí algo que supone manifiestamente la presencia del elemento religioso lo cual es en realidad especial a ciertas civilizaciones y no se encuentra en otras. Para evitar cualquier inconveniente de este género nos hemos contentado, al principio, con decir simplemente que una civilización es el producto y la expresión de cierta mentalidad común a un grupo de hombres más o menos extenso, reservando para cada caso particular la determinación precisa de sus elementos constitutivos.

De todos modos, no es menos cierto que, en lo que se refiere al Oriente, la identificación de la tradición y de la civilización toda entera está justificada en el fondo: cualquier civilización oriental, tomada en su conjunto, se nos presenta como esencialmente tradicional, y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que dimos en el capitulo precedente. En cuanto a la civilización occidental, dijimos que está por el contrario desprovista de todo carácter tradicional, con excepción de su elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Y es que las instituciones sociales, para que se las pueda Ilamar tradicionales, deben estar efectivamente unidas, como a su principio, a una doctrina de carácter tradicional también, ya sea esta doctrina metafísica, ya religiosa o de cualquier otra clase concebible. En otros términos, las instituciones tradicionales, que comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son las que tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, más o menos intencionada y consciente, con relación a una doctrina cuya naturaleza fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual, pero la intelectualidad puede hallarse en ella en estado puro, y entonces se trata de una doctrina propiamente metafísica, o bien encontrarse mezclada a diversos elementos heterogéneos, lo que da nacimiento al modo religioso y a los otros modos de los que puede ser susceptible una doctrina tradicional.

En el Islam, lo hemos dicho, la tradición presenta dos aspectos distintos, de los cuales uno es religioso, y es al que se adhiere directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En cierta medida, hubo algo de este género en la Europa de la Edad Media con la doctrina escolástica, en la que, por otra parte, se ejerció fuertemente la influencia árabe; pero es necesario agregar, para no llevar más lejos las analogías, que la metafísica jamás ha sido separada, tan nítidamente como debería serlo, de la teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en la teología de propiamente metafísico no es completo, permaneciendo sometido a ciertas limitaciones que parecen inherentes a toda la intelectualidad occidental; sin duda hay que ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble herencia de la mentalidad judaica y de la mentalidad griega.

En la India, se está en presencia de una tradición puramente metafísica en su esencia, a la cual vienen a agregarse, como otras tantas dependencias y prolongamientos, aplicaciones diversas, ya sea en ciertas ramas secundarias de la doctrina misma, como la que se refiere a la cosmología por ejemplo, o bien en el orden social, que está por lo demás determinado estrictamente por la correspondencia analógica que se establece entre las formas respectivas de la existencia cósmica y de la existencia humana. Lo que aparece aquí mucho más claramente que en la tradición islámica, sobre todo en razón de la ausencia del punto de vista religioso y de los elementos extra-intelectuales que él implica esencialmente, es la total subordinación de los diversos órdenes particulares con respecto a la metafísica, es decir al dominio de los principios universales.

En China, la separación muy clara de la que hemos hablado, nos muestra, por una parte, una tradición metafísica, y, por otra, una tradición social, que pueden parecer a primera vista no sólo distintas, como lo son en efecto, sino aun relativamente independientes una de otra, tanto más cuanto que la tradición metafísica ha sido siempre el patrimonio casi exclusivo de una "élite" intelectual, mientras que la tradición social, en razón de su naturaleza propia, se impone igualmente a todos y exige en el mismo grado su participación efectiva. Sólo que es necesario fijarse en que la tradición metafísica, tal como está constituida bajo la forma del "Taoísmo", es el desarrollo de los principios de una tradición más primordial, contenida principalmente en el "Yi-King", y que es de esta misma tradición primordial de donde fluye enteramente, aunque de manera menos inmediata y sólo como aplicación a un orden contingente, todo el conjunto de instituciones sociales que es habitualmente conocido bajo el nombre de "Confucianismo". Así se encuentra restablecida, con el orden de sus relaciones reales, la continuidad esencial de los dos aspectos principales de la civilización extremo-oriental, continuidad que estaría uno expuesto a desconocer casi inevitablemente, si no supiese remontar hasta su fuente común, es decir hasta esta tradición primordial cuya expresión ideográfica, fijada desde la época de Fo-hi, se ha mantenido intacta a través de casi cincuenta siglos.

Debemos ahora, después de esta visión de conjunto, señalar de manera más precisa lo que constituye propiamente esta forma tradicional especial que denominamos la forma religiosa, luego lo que distingue el pensamiento metafísico puro del pensamiento teológico, es decir, de las concepciones en modo religioso, y también, por otra parte, lo que lo distingue del pensamiento filosófico, en el sentido occidental de esta palabra. En estas distinciones profundas encontraremos verdaderamente, por oposición a los principales géneros de concepciones intelectuales, comunes al mundo occidental, los caracteres fundamentales de Ios modos generales y esenciales de la intelectualidad oriental.

Capítulo IV: TRADICIÓN Y RELIGIÓN

Parece que es bastante difícil ponerse de acuerdo sobre una definición exacta y rigurosa de la religión y de sus elementos esenciales, y la etimología, a menudo preciosa en caso semejante, es aquí apenas una débil ayuda, porque la indicación que nos suministra es extremadamente vaga. La religión, según una derivación de esta palabra, es "lo que une"; pero ¿hay que entender por esto lo que une al hombre a un principio superior, o simplemente lo que une a los hombres entre sí? Si se considera la antigüedad greco-romana, de donde nos vino la palabra, si no la cosa misma que ahora designa, es casi seguro que la noción de religión participaba de esta doble acepción, e incluso, que la segunda tenía lo más a menudo una parte preponderante. En efecto, la religión, o por lo menos lo que se entendía en aquel entonces por esta palabra, formaba cuerpo, de manera indisoluble, con el conjunto de las instituciones sociales, de donde el reconocimiento de los "dioses de la ciudad" y la observancia de las formas de culto legalmente establecidas que constituían sus condiciones fundamentales y garantizaban su estabilidad; y esto era, por lo demás, lo que daba a estas instituciones un carácter verdaderamente tradicional. Sólo que, desde entonces, por lo menos en la época clásica, había algo de incomprendido en el principio mismo sobre el cual debía descansar intelectualmente esta tradición; puede verse en esto una de las primeras manifestaciones de la ineptitud metafísica común a los occidentales, ineptitud que tiene por consecuencia fatal y constante una extraña confusión en las modalidades del pensamiento. En los Griegos en particular, los ritos y los símbolos, herencia de tradiciones más antiguas y ya olvidadas, perdieron pronto su significado original y preciso; la imaginación de este pueblo eminentemente artista, expresándose al capricho de la fantasía individual de sus poetas, los había recubierto de un velo casi impenetrable, y por esto vemos a filósofos tales como Platón declarar expresamente que no saben qué pensar de los más antiguos escritos que poseían relativos a la naturaleza de los dioses[2]Los símbolos degeneraron así en simples alegorías, y, por el hecho de una tendencia invencible a las personificaciones antropomórficas, se volvieron "mitos", es decir fábulas de las que cada uno podía creer lo que le parecía, con tal que guardara en la práctica la actitud convencional impuesta por las prescripciones legales. No podía subsistir, en estas condiciones, más que un formalismo tanto más puramente exterior cuanto que se había vuelto más inaprehensible para los mismos que estaban encargados de asegurar su mantenimiento de conformidad con reglas invariables, y la religión, por haber perdido su razón de ser más profunda, no fue ya más que un asunto exclusivamente social. Esto es lo que explica cómo el hombre que cambiaba de ciudad debía al mismo tiempo cambiar de religión y podía hacerlo sin el menor escrúpulo: tenía que adoptar los usos de aquellos entre los cuales se establecía, y desde entonces debía obediencia a su legislación que se volvía la de él, y, de esta legislación, la religión constituida formaba parte integrante, exactamente con el mismo título que las instituciones gubernamentales, jurídicas, militares y de otra especie. Esta concepción de la religión como "lazo social" entre los habitantes de una misma ciudad, a la cual se sobreponía por encima de variedades locales otra religión más general, común a todos los pueblos helénicos y que constituía entre ellos el único lazo verdaderamente efectivo y permanente, esta concepción, decimos, no era la de la "religión de Estado" en el sentido en que se la debía entender mucho más tarde, pero tenía ya con ella relaciones evidentes, y debía con seguridad contribuir por una parte a su formación ulterior.

Entre los Romanos sucedió casi lo mismo que entre los Griegos, con esta diferencia sin embargo, que su incomprehensión de las formas simbólicas que habían tomado a las tradiciones de los Etruscos y a otros diversos pueblos provenía, no de una tendencia estética que invadiera todos los dominios del pensamiento, aun los que debían serle más herméticos, sino de una completa incapacidad para todo lo que es del orden propiamente intelectual. Esta insuficiencia radical de la mentalidad romana, casi exclusivamente dirigida hacia las cosas prácticas, es demasiado visible y demasiado reconocida generalmente para que sea necesario insistir en ella; la influencia griega, que se hizo sentir después, no la remedió sino en una medida muy restringida. Sea como fuere, los "dioses de la ciudad" tuvieron un papel preponderante en el culto público, superpuesto a los cultos familiares que subsistieron siempre en concurrencia con él, pero quizá sin ser mejor comprendidos en su razón profunda; y estos "dioses de la ciudad", a causa de extensiones sucesivas que recibió su dominio, se volvieron finalmente "los dioses del Imperio". Es evidente que un caso como el de los emperadores, por ejemplo, no podía tener un alcance únicamente social; y se sabe que si el Cristianismo fue perseguido, cuando tantos elementos heterogéneos se incorporaron sin inconveniente a la religión romana, es porque sólo él traía consigo, práctica lo mismo que teóricamente, un desconocimiento formal de los "dioses del Imperio", esencialmente subversivo contra las instituciones establecidas. Este desconocimiento no hubiera sido necesario, por lo demás, si el alcance real de los ritos simplemente sociales hubiese sido definido y limitado con claridad; lo fue, por el contrario, en razón de múltiples confusiones que se produjeron en los dominios más diversos y que, nacidas de elementos incomprendidos que contenían estos ritos y de los cuales algunos venían de muy lejos, les daban un carácter "supersticioso" en el sentido riguroso en que hemos empleado ya esta palabra.

No hemos tenido simplemente por objeto, con esta exposición, mostrar lo que era la concepción de la religión en la civilización greco-romana, lo cual tal vez podría parecer fuera de lugar; hemos querido sobre todo hacer comprender cuán profundamente difiere esta concepción de la que existe sobre la religión en la civilización occidental actual, a pesar de la identidad del término que sirve para designar a una y otra. Podría decirse que el Cristianismo, o, si se prefiere, la tradición judeo-cristiana, al adoptar, con la lengua latina, esta palabra de "religión", que se tomó prestada, le impuso un significado casi enteramente nuevo; hay otros ejemplos de este hecho, y uno de los más notables es el que ofrece la palabra "creación", de la que hablaremos más tarde. Lo que dominará desde entonces es la idea de ligazón a un principio superior, y no ya la de lazo social, que todavía subsiste hasta cierto punto, pero aminorada y en el rango de elemento secundario. Aun ésta, a decir verdad, no es más que una primera aproximación; para determinar con más exactitud el sentido de la religión en su concepción actual, que es la única que ahora consideraremos bajo este nombre, sería evidentemente inútil insistir más en la etimología, cuyo uso se ha apartado grandemente de él, y sólo por el examen directo de lo que efectivamente existe es posible obtener una información precisa.

Debemos decir, desde luego, que la mayoría de las definiciones, o más bien de los ensayos de definición que se han propuesto, en lo que se refiere a la religión, tienen como defecto común el poderse aplicar a cosas en extremo diferentes, y de las cuales algunas no tienen nada de religioso en realidad. Así pues, hay sociólogos que pretenden, por ejemplo, que "lo que caracteriza a los fenómenos religiosos, es su fuerza obligatoria"[3]. Sería oportuno hacer notar que este carácter obligatorio está lejos de pertenecer en el mismo grado a todo lo que es igualmente religioso, que puede variar de intensidad, ya sea por prácticas y creencias diversas en el interior de una misma religión, ya sea generalmente de una religión a otra; pero aun admitiendo que sea más o menos común a todos los hechos religiosos, está muy lejos de serles propio, y la lógica más elemental enseña que una definición debe convenir, no sólo "a todo lo definido", sino también, "a lo sólo definido". De hecho, la obligación, impuesta más o menos estrictamente por una autoridad o un poder de cualquiera naturaleza, es un elemento que se encuentra de manera casi constante en todo lo que son instituciones sociales propiamente dichas; en particular, ¿hay algo que se imponga como más rigurosamente obligatorio que la legalidad? Por lo demás, que la legislación se adhiera directamente a la religión como en el Islam, o que esté por el contrario enteramente separada e independiente como en los Estados europeos actuales, tiene este carácter de obligación tanto en un caso como en otro, y lo tiene siempre necesaria y simplemente porque ésta es una condición de posibilidad para no importa qué forma de organización social; ¿quién se atrevería, pues, a sostener seriamente que las instituciones jurídicas de la Europa moderna están revestidas de un carácter religioso? Tal suposición es manifiestamente ridícula, y, si nos detenemos en ella un poco más de lo que quizá conviene, es porque se trata de teorías que han adquirido, en ciertos medios, una influencia tan considerable como poco justificada. Para terminar con este punto, no es sólo en las sociedades que se ha convenido en llamar "primitivas", erróneamente a nuestro juicio, donde todos los fenómenos sociales tienen el mismo carácter "obligatorio", en tal o cual grado; esta comprobación obliga a nuestros sociólogos, cuando hablan de esas sociedades tituladas "primitivas" cuyo testimonio les agrada invocar tanto más cuanto que su "control" es más difícil, a confesar que "la religión es todo en ellas, a menos que se prefiera decir que no es nada"[4]. Es verdad que agregan inmediatamente, para esta segunda alternativa que nos parece que es la buena, esta restricción: "si se la quiere considerar como una función especial"; pero precisamente, si no es una "función especial", no es de ningún modo la religión.

Pero aún no terminamos con todas las fantasías de los sociólogos: otra teoría que les es querida consiste en decir que la religión se caracteriza esencialmente por la presencia de un elemento ritual; en otras palabras, donde quiera que se compruebe la existencia de no importa qué ritos, debe concluirse, sin otro examen, que por esto mismo se está en presencia de fenómenos religiosos. Cierto, en toda religión se encuentra un elemento ritual, pero este elemento no basta, por sí solo, para caracterizar como tal a la religión; aquí, como un poco antes, la definición propuesta es demasiado amplia, porque hay ritos que de ningún modo son religiosos, y hasta los hay de varias clases. Hay, en primer lugar, ritos que tienen un carácter pura y exclusivamente social, civil si se quiere: este caso debió encontrarse en la civilización greco-romana, si no hubiera habido entonces las confusiones de las que hemos hablado; existe actualmente en la civilización china, en la que no hay ninguna confusión del mismo género, y donde las ceremonias del Confucianismo son efectivamente ritos sociales, sin el menor carácter religioso: sólo en tal sentido estas ceremonias son objeto de un reconocimiento oficial, que, en China, sería inconcebible en cualquiera otra condición. Esto lo comprendieron muy bien los jesuitas establecidos en China en el siglo XVII, cuando encontraron muy natural participar en estas ceremonias, sin ver en ellas nada de incompatible con el Cristianismo, en lo que tenían mucha razón, porque el Confucianismo, al colocarse enteramente fuera del dominio religioso, y no haciendo intervenir sino lo que puede y debe ser admitido normalmente por todos los miembros del cuerpo social sin ninguna distinción, es por lo mismo perfectamente conciliable con cualquier religión, y también con la ausencia de cualquiera religión. Los sociólogos contemporáneos cometen exactamente el mismo error que cometieron en otra época los adversarios de los jesuitas, cuando los acusaron de estar sometidos a las prácticas de una religión extraña al Cristianismo: al ver que allí había ritos, pensaron como es natural que estos ritos debían, como los que estaban acostumbrados a considerar en su medio europeo, ser de naturaleza religiosa. La civilización extremo-oriental nos servirá todavía de ejemplo para otro orden de ritos no religiosos: en efecto, el Taoísmo que es, como lo hemos dicho, una doctrina puramente metafísica, posee también ciertos ritos que le son propios; y es que existen, por extraño y hasta incomprensible que pueda parecer a los occidentales, ritos que tienen un carácter y un alcance esencialmente metafísicos. Como por el momento no queremos insistir más en esto, agregaremos simplemente que, sin ir tan lejos como a China o a la India, se podrían encontrar tales ritos en ciertas ramas del Islam (si éste no permaneciera tan cerrado a los europeos, y en gran parte por su culpa, como todo el resto del Oriente). Después de todo, son excusables los sociólogos al equivocarse sobre cosas que les son completamente extrañas, y podrían, con alguna apariencia de razón, creer que todo rito es de esencia religiosa, si el mundo occidental, sobre el cual deberían estar mejor informados, no les presentara mas que ritos semejantes; pero nos permitiríamos de buena gana preguntarles, por ejemplo, si los ritos masónicos, cuya verdadera naturaleza no tratamos de investigar aquí, poseen, por el hecho mismo de que efectivamente son ritos, un carácter religioso en cualquier grado que sea.

Mientras nos ocupamos de este asunto, aprovecharemos la ocasión para señalar que la ausencia total del punto de vista religioso entre los chinos ha dado lugar a otro error, pero que es inverso del precedente, y que esta vez se debe a una incomprehensión recíproca. El chino, que tiene, en cierto modo por naturaleza, el mayor respeto por todo lo que es de orden tradicional, adoptará con gusto, cuando se encuentre transportado a otro medio, lo que le parecerá que constituye la tradición; ahora bien, en Occidente, como nada más que la religión presenta este carácter, podrá adoptarla así, pero de manera por completo superficial y pasajera. De retorno a su país de origen, que nunca abandonó de manera definitiva, porque la "solidaridad de la raza" es demasiado poderosa para permitírselo, este mismo chino ya no se preocupará en absoluto de la religión cuyos usos siguió temporalmente; y es que esta religión, que lo es para los otros, él mismo jamás la concibió en modo religioso, porque este modo es extraño a su mentalidad, y por lo demás, como no encontró nada en Occidente que tuviera un carácter siquiera un poco metafísico, esta religión no podía ser a sus ojos sino el equivalente más o menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del Confucianismo. Los europeos cometerían, pues, un gran error al calificar tal actitud de hipocresía, como les acontece hacerlo; no es para el chino más que una simple cuestión de cortesía, porque según la idea que él se formó, la cortesía quiere que se amolde uno tanto como es posible a las costumbres del país en el que vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su puesto en la jerarquía oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores rituales que les correspondían.

En el mismo orden de ideas, otro hecho interesante que hay que notar es el de que, en el Japón, el Shintoismo tiene, en cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el Confucianismo en China; aunque tenga otros aspectos definidos con menos claridad, es antes que nada una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son "sacerdotes", son enteramente libres para adoptar la religión que les agrade o de no tener ninguna. Recordamos haber leído a este propósito, en un manual de historia de las religiones, esta reflexión singular: que "en el Japón lo mismo que en China la fe en las doctrinas de una religión no excluye en absoluto la fe en las doctrinas de otra religión"[5]; en realidad, doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y esto debería bastar para probar que de ningún modo se puede tratar aquí de religión. De hecho, fuera del caso de importaciones extranjeras que no han podido tener una influencia muy profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso es tan desconocido de los Japoneses como de los Chinos; hasta es uno de los raros rasgos comunes que se pueden observar en la mentalidad de estos dos pueblos.

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