Oriente y occidente, por Abd Al-Wahid Yahia
Enviado por Ing.+ Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
- La divergencia
- El prejuicio clásico
- Los modos generales del pensamiento oriental
- Las doctrinas hindúes
- Las interpretaciones occidentales
- Conclusión
Lo primero que tenemos que hacer en el estudio que emprendemos, es determinar la naturaleza exacta de la oposición que existe entre el Oriente y el Occidente y, para ello, precisar desde luego el sentido que queremos dar a los dos términos de esta oposición. Podríamos decir, para una primera aproximación, quizás un poco somera, que el Oriente para nosotros, es esencialmente Asia, y que el Occidente es esencialmente Europa; pero esto mismo requiere algunas explicaciones.
Cuando hablamos, por ejemplo, de la mentalidad occidental o europea, empleando indiferentemente una u otra de estas dos palabras, queremos referirnos a la mentalidad propia de la raza europea tomada en su conjunto. Llamaremos pues europeo a todo lo que se relaciona con esta raza, y aplicaremos esta denominación común a todos los individuos que han surgido de ella, en cualquier parte del mundo en que se encuentren: así pues, los americanos y los australianos, para no citar más que a éstos, son para nosotros europeos, exactamente del mismo modo que los hombres de la misma raza que continúan viviendo en Europa. Es evidente, en efecto, que el hecho de haberse trasladado a otra región, o hasta de haber nacido en ella, no podría modificar la raza ni, por consecuencia, la mentalidad que es inherente a ésta; y, aun si el cambio de medio es susceptible de determinar tarde o temprano ciertas modificaciones, éstas serán modificaciones bastante secundarias que no afectan a los caracteres verdaderamente esenciales de la raza, sino que por el contrario hacen resaltar a veces de manera más precisa algunos de ellos. Así es como se puede comprobar sin esfuerzo, en los americanos, el desarrollo llevado al extremo de algunas de las tendencias que constituyen la mentalidad europea moderna.
Se plantea una pregunta aquí, sin embargo, que no podemos excusarnos de indicar brevemente: hemos hablado de la raza europea y de la mentalidad que le es propia; ¿pero hay verdaderamente una raza europea? Si nos referimos a una raza primitiva, con una unidad original y una perfecta homogeneidad, hay que responder negativamente, porque nadie puede negar que la población actual de Europa se formó con una mezcla de elementos que pertenecen a razas muy diversas, y que hay en ella diferencias étnicas bastante acentuadas, no sólo de un país a otro, sino aun en el interior de cada agrupación nacional. Sin embargo, no es menos cierto que los pueblos europeos presentan bastantes caracteres comunes que hacen que los distingamos claramente de todos los demás; su unidad, aunque ésta sea más bien adquirida que primitiva, basta para que se pueda hablar, como lo hacemos, de raza europea. Sólo que esta raza es naturalmente menos fija y menos estable que una raza pura; los elementos europeos, al mezclarse a otras razas, serán absorbidos más fácilmente, y sus caracteres étnicos desaparecerían con rapidez; pero esto no se aplica sino al caso en que haya mezcla, y cuando sólo hay yuxtaposición, acontece por el contrario que los caracteres mentales, que son los que más nos interesan, aparecen en cierto modo con más relieve. Estos caracteres mentales son los que, por otra parte, hacen más nítida la unidad europea; cualesquiera que hayan sido las diferencias originales a este respecto o desde otros puntos de vista, se ha formado poco a poco, durante el curso de la historia, una mentalidad común a todos los pueblos de Europa. Esto no quiere decir que no haya mentalidad especial para cada uno de estos pueblos; pero las particularidades que los distinguen son secundarias con relación a un fondo común al cual parecen sobreponerse: son, en suma, como especies de un mismo género. Nadie, aun entre los que dudan que se pueda hablar de una raza europea, vacilará en admitir la existencia de una civilización europea; y una civilización no es otra cosa que el producto y la expresión de una determinada mentalidad.
No trataremos de precisar, desde luego, los rasgos distintivos de la mentalidad europea, porque ellos surgirán suficientemente en la continuación de este estudio; indicaremos simplemente que muchas influencias contribuyeron a su formación: la que ha desempeñado el papel preponderante es sin discusión la influencia griega o, si se quiere, greco-romana. La influencia griega es casi exclusiva en lo que se refiere a los puntos de vista filosófico y científico, a pesar de la aparición de ciertas tendencias especiales, y propiamente modernas, de las que hablaremos más adelante. En cuanto a la influencia romana, es más social que intelectual, y se afirma sobre todo en las concepciones del Estado, del derecho y de las instituciones; por lo demás, intelectualmente, los Romanos habían tomado casi todo de los Griegos, de manera que, a través de ellos, no es más que la influencia de estos últimos la que pudo ejercerse aun indirectamente. Hay que señalar también la importancia, desde el punto de vista religioso especialmente, de la influencia judaica que, por lo demás, volveremos a encontrar igualmente en cierta parte del Oriente; hay ahí un elemento extra-europeo en su origen, pero no deja de ser en parte, constitutivo de la mentalidad occidental de nuestros días.
Si consideramos ahora el Oriente, no es posible hablar de una raza oriental, o de una raza asiática, aun con todas las restricciones que hemos empleado en la consideración de una raza europea. Se trata aquí de un conjunto mucho más extenso, que comprende poblaciones mucho más numerosas, y con diferencias étnicas mucho más grandes; podemos distinguir en este conjunto varias razas más o menos puras, pero que ofrecen características muy precisas, y de las cuales cada una tiene una civilización propia, muy distinta de las otras: no hay una civilización oriental como hay una civilización occidental, en realidad hay civilizaciones orientales. Tendremos oportunidad pues, de decir cosas especiales para cada una de estas civilizaciones, e indicaremos adelante cuáles son las grandes divisiones generales que pueden establecerse a este respecto; pero, a pesar de todo, encontraremos, si nos fijamos más en el fondo que en la forma, muchos elementos o más bien principios comunes que hacen que sea posible hablar de una mentalidad oriental, por oposición a la mentalidad occidental.
Cuando decimos que cada una de las razas del Oriente tiene una civilización que le es propia, esto no es absolutamente exacto; sólo es verdadero en rigor para la raza china, cuya civilización tiene precisamente su base esencial en la unidad étnica. Para las otras civilizaciones asiáticas, los principios de unidad sobre los cuales descansan son de naturaleza muy diferente, como lo explicaremos más tarde, y esto es lo que les permite comprender en esta unidad elementos que pertenecen a razas extraordinariamente diversas. Decimos civilizaciones asiáticas, porque las que consideramos lo son todas por su origen, aun cuando se hayan extendido en otras regiones, como lo ha hecho sobre todo la civilización musulmana. Por otra parte, ello es evidente, fuera de los elementos musulmanes no consideraremos como orientales a los pueblos que habitan el este de Europa: no hay que confundir a un oriental con un levantino, que es más bien todo lo contrario, y que, al menos por la mentalidad, tiene los caracteres esenciales de un verdadero occidental.
Llama la atención a primera vista la desproporción de los dos conjuntos que constituyen respectivamente lo que llamamos el Oriente y el Occidente; si hay oposición entre ellos, no puede realmente haber equivalencia, ni siquiera simetría, entre los dos términos de esta oposición. Hay a este respecto una diferencia comparable a la que existe geográficamente entre Asia y Europa, y en la que la segunda aparece como una simple prolongación de la primera; así también, la verdadera situación del Occidente con relación al Oriente, no es en el fondo más que la de una rama desprendida del tronco, y esto es lo que necesitamos explicar ahora de manera más completa.
Capítulo II:
Si se considera lo que se ha convenido en llamar la antigüedad clásica, y se la compara con las civilizaciones orientales, se comprueba fácilmente que está menos alejada de ellas, desde ciertos puntos de vista al menos, que la Europa moderna. La diferencia entre el Oriente y el Occidente parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que sólo el Occidente es el que ha cambiado, mientras que el Oriente, de manera general, permanece sensiblemente tal como era en esa época que se tiene la costumbre de considerar como antigua, y que sin embargo todavía es relativamente reciente. La estabilidad, se podría hasta decir, la inmutabilidad, es un carácter que se le reconoce de buena gana a las civilizaciones orientales, principalmente a la de China, pero es acaso menos fácil extenderse sobre su interpretación: los europeos, desde que se pusieron a creer en el "progreso" y en la "evolución", es decir desde hace ya más de un siglo, quieren ver en esto un signo de inferioridad, mientras que por el contrario, nosotros vemos un estado de equilibrio que la civilización occidental se ha mostrado incapaz de alcanzar. Esta estabilidad se afirma, por lo demás, en las cosas pequeñas lo mismo que en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo notable en el hecho de que la "moda", con sus variaciones continuas, sólo existe en los países occidentales. En suma, el occidental y, sobre todo el occidental moderno, aparece como esencialmente veleidoso e inconstante aspirando sólo al movimiento y a la agitación, en tanto que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto.
Si se quisiera representar esquemáticamente la divergencia de la que hablamos, no habría pues que trazar dos líneas que de una y otra parte se fuesen separando de un eje, sino que el Oriente debería estar representado por el eje mismo, y el Occidente por una línea que partiera de este eje a la manera de una rama que se separa del tronco, como antes lo dijimos. Este símbolo sería tanto más justo cuanto que, en el fondo, por lo menos desde los tiempos llamados históricos, el Occidente nunca ha vivido intelectualmente, en la medida en que ha tenido una intelectualidad, sino de préstamos tomados del Oriente, ya sea de una manera directa o indirecta. La misma civilización griega está muy lejos de haber tenido esa originalidad que se complacen en proclamar los que son incapaces de ver nada más allá, y que llegarían de buen grado hasta pretender que los Griegos se calumniaron a sí mismos, cuando reconocieron lo que debían a Egipto, a Fenicia, a Caldea, a Persia, y hasta a la India. Por más que estas civilizaciones son incomparablemente más antiguas que la de los Griegos, algunos, cegados por lo que podemos llamar el "prejuicio clásico", están dispuestos a sostener, contra toda evidencia, que son ellas las que han tomado préstamos de la helénica y que sufrieron su influencia, y es muy difícil discutir con ellos, precisamente porque su opinión sólo descansa en prejuicios; pero ya insistiremos con más amplitud sobre esta cuestión. Es verdad que los Griegos tuvieron sin embargo cierta originalidad, pero que de ningún modo es la que se cree por lo común, y que no consiste sino en la forma en la cual presentaron y expusieron lo que habían adoptado, modificándolo de manera mas o menos afortunada para adaptarlo a su propia mentalidad, originalidad muy distinta de la de los orientales, y aun opuesta a ésta en más de un aspecto.
Antes de ir más lejos, precisaremos que no pretendemos negar la originalidad de la civilización helénica desde éste o aquél punto de vista más o menos secundario a nuestro juicio, desde el punto de vista del arte por ejemplo, sino sólo desde el punto de vista propiamente intelectual, que por otra parte se encuentra mucho más reducido que en los orientales. Esta disminución de la intelectualidad, este empequeñecimiento por decirlo así, podemos afirmarlo claramente con relación a las civilizaciones orientales que subsisten y que conocemos directamente; y es verosímil también con relación a las que desaparecieron, según todo lo que podemos saber de ellas, y sobre todo según las analogías que han existido de modo manifiesto entre éstas y aquéllas. En efecto, el estudio del Oriente tal como se hace hoy todavía, si se quisiera emprender de manera verdaderamente directa, sería capaz de ayudar en una amplia medida para comprender la antigüedad, en razón de este carácter de fijeza y de estabilidad que hemos indicado; ayudaría también a comprender la antigüedad griega, para la cual no tenemos el recurso de un testimonio inmediato, porque se trata aquí también de una civilización que realmente se extinguió, y los Griegos actuales no tendrían ningún título para que se les considere como los legítimos continuadores de los antiguos, de los que sin duda no son ni siquiera los descendientes auténticos.
Hay que fijarse bien, sin embargo, en que el pensamiento griego es a pesar de todo, en su esencia, un pensamiento occidental y que se encuentra ya en él entre algunas otras tendencias, el origen y algo así como el germen de las que se desarrollaron largo tiempo después, en los occidentales modernos. No hay pues que llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida dentro de justos límites, puede todavía prestar servicios importantes a los que quieren comprender realmente la Antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética que sea posible, y, por otra parte, se evitará cualquier peligro si se tiene en cuenta todo lo que sabemos de perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las nuevas tendencias que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de manera que las reservas que hay que aportar en una comparación con el Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor de atribuir a los antiguos del Occidente más de lo que en verdad pensaron; cuando comprobamos que tomaron algo al Oriente, no hay que creer que se lo asimilaron por completo, ni apresurarse a concluir que existe identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes, parangones que no tienen equivalente en lo que se refiere al Occidente moderno; pero no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento oriental son enteramente distintos, y que, sin salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aun antigua, está uno condenado fatalmente a descuidar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos. Como es evidente que lo más no puede nacer de lo menos, esta sola diferencia debería bastar, a falta de cualquiera otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha hecho aportaciones a las otras.
Volviendo al esquema que indicamos antes, debemos decir que su defecto principal, inevitable por otra parte en cualquier esquema, es el de simplificar demasiado las cosas, representando la divergencia como creciendo de manera continua desde la antigüedad hasta nuestros días. En realidad ha habido tiempos de detención en esta divergencia y hasta ha habido épocas menos alejadas en que el Occidente recibió de nuevo la influencia directa del Oriente: nos referimos sobre todo al período alejandrino, y también a lo que los Árabes aportaron a Europa en la Edad Media, y de lo cual una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto había sido tomado de la India; su influencia es muy conocida en lo que se refiere al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia surgió de nuevo en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas cosas, aun desde el punto de vista de las artes, pero, sobre todo desde el punto de vista intelectual; es difícil para un moderno percibir toda la extensión y todo el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la antigüedad clásica tuvo por efecto una disminución de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar en otro tiempo entre los mismos Griegos, pero con esta diferencia capital: que se manifestó entonces en el curso de la existencia de una misma raza y no ya en el paso de ciertas ideas de un pueblo a otro; es como si estos Griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente, se hubiesen vengado de su propia incomprehensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia se agregó la de la Reforma, que por lo demás tal vez no fueron del todo independientes, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron con precisión; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios, y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no tenemos que entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que podría llevarnos demasiado lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino sólo decir lo que es necesario para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que tenemos que decir a este respecto de los modernos, necesitamos todavía volver a los Griegos, para precisar lo que no hemos hecho más que indicar hasta aquí de manera insuficiente, y para desbrozar el terreno, en cierto modo, explicándonos con bastante precisión para poner término a ciertas objeciones que es muy fácil prever.
No agregaremos por el momento sino una palabra en lo que concierne a la divergencia del Occidente con relación al Oriente: esta divergencia ¿continuará aumentando indefinidamente? Las apariencias podrían hacerlo creer, y, en el estado actual de las cosas, esta cuestión es seguramente de aquellas sobre las cuales se puede discutir; pero, sin embargo, en lo que a nosotros se refiere, no pensamos que esto sea posible; daremos las razones en nuestra conclusión.
Capítulo III:
Hemos indicado ya lo que entendemos por el "prejuicio clásico": es propiamente el prejuicio de atribuir a los Griegos y a los Romanos el origen de toda civilización. No se puede, en el fondo, encontrar en él más razón que ésta: los occidentales, porque su propia civilización no remonta en efecto más allá de la época grecorromana y se deriva de ella casi por completo, se imaginan que así ha debido ser por doquiera, y les cuesta trabajo concebir la existencia de civilizaciones muy diferentes y de origen mucho más antiguo; se podría decir que son, intelectualmente, incapaces de franquear el Mediterráneo. Por lo demás, el hábito de hablar de "la civilización", de una manera absoluta, contribuye también en una amplia medida para mantener este prejuicio; "la civilización", entendida así y suponiéndosela única, es algo que no ha existido nunca; en realidad, ha habido siempre y hay todavía "civilizaciones". La civilización occidental, con sus caracteres especiales, es simplemente una civilización entre otras, y lo que se llama pomposamente "la evolución de la civilización" no es más que el desarrollo de esta civilización particular desde sus orígenes relativamente recientes, desarrollo que por otra parte está muy lejos de haber sido siempre "progresivo" de manera regular y sobre todos los puntos: lo que antes dijimos del pretendido Renacimiento y de sus consecuencias, podría servir aquí como ejemplo muy claro de una regresión intelectual, que no ha hecho más que agravarse hasta nosotros. Para el que quiera examinar las cosas con imparcialidad, es manifiesto que los Griegos tomaron realmente casi todo de los orientales, por lo menos desde el punto de vista intelectual, como ellos mismos lo confesaron a menudo; por mentirosos que hayan podido ser, al menos no mintieron en este punto, y, por lo demás, no tenían ningún interés en ello, todo lo contrario. Su única originalidad, dijimos antes, reside en la manera como expusieron las cosas, según una facultad de adaptación que no se les puede negar, pero que necesariamente se encuentra limitada a la medida de su comprehensión; es pues, en suma, una originalidad de orden puramente dialéctico. En efecto, los modos de razonamiento, que se derivan de los modos generales del pensamiento y sirven para formularlos, son distintos entre los Griegos y los orientales; hay que tener siempre cuidado cuando se señalan ciertas analogías, por lo demás reales, como la del silogismo griego, por ejemplo, con lo que se ha llamado con más o menos exactitud el silogismo hindú. Ni siquiera se puede decir que el razonamiento griego se distinga por un rigor particular; no parece más riguroso que los demás, excepto a quienes lo frecuentan de modo exclusivo, y esta apariencia sólo proviene de que se encierra siempre en un dominio más restringido, más limitado y, por lo tanto, mejor definido. Lo que verdaderamente es propio de los Griegos, en cambio, pero no muy en su favor, es cierta sutileza dialéctica de la que los diálogos de Platón ofrecen numerosos ejemplos, y donde se ve la necesidad de examinar indefinidamente una misma cuestión bajo todas sus facetas, tomándola por los aspectos más pequeños, y para terminar en una conclusión más o menos insignificante; hay que creer que los modernos, en Occidente, no son los primeros en estar afectados de miopía intelectual.
No hay motivo quizá, después de todo, para reprochar más de lo debido a los Griegos el que hayan disminuido el campo del pensamiento humano como lo hicieron; por una parte, ésta fue una consecuencia inevitable de su constitución mental, de la que no se les puede considerar responsables, y por otra, de esta manera pusieron por lo menos al alcance de una parte de la humanidad algunos conocimientos que, de otro modo, corrían peligro de serle completamente extraños. Es fácil darse cuenta de esto al ver de lo que son capaces, en nuestros días, los occidentales que se encuentran directamente en presencia de ciertas concepciones orientales, y que tratan de interpretarlas conforme a su propia mentalidad: todo lo que no pueden reducir a formas "clásicas" se les escapa totalmente, y todo lo que reducen a ellas más o menos bien está por lo mismo, desfigurado hasta tal punto que lo hacen irreconocible.
El pretendido "milagro griego", como lo llaman sus admiradores entusiastas, se reduce en suma a muy poca cosa, o por lo menos, en lo que implica un cambio profundo, este cambio es una decadencia: es la individualización de las concepciones, la sustitución de lo intelectual por lo racional, del punto de vista metafísico por el punto de vista científico y filosófico. Poco importa, por lo demás, que los Griegos hayan sabido mejor que otros dar a ciertos conocimientos un carácter práctico, o que hayan sacado de ellos consecuencias con este carácter, cuando no lo habían hecho los precedentes; hasta está permitido pensar que así dieron al conocimiento un fin menos puro y menos desinteresado, porque el sesgo de su espíritu no les permitió mantenerse sino con dificultad y como por excepción en el dominio de los principios. Esta tendencia "práctica", en el sentido más común de la palabra es una de las que debían irse acentuando en el desarrollo de la civilización occidental y predomina ostensiblemente en la época moderna; no se puede hacer una excepción a este respecto sino en favor de la Edad Media, mucho más orientada hacia la especulación pura.
De una manera general, los occidentales son, por naturaleza, muy poco metafísicos: la comparación de sus lenguas con las de los orientales suministraría por sí sola una prueba suficiente, si los filólogos fueran capaces de discernir realmente el espíritu de las lenguas que estudian. En cambio, los orientales tienen una tendencia muy marcada a desinteresarse de las aplicaciones, y esto se comprende sin dificultad, porque cualquiera que se interese esencialmente en el conocimiento de los principios universales, sólo sentirá un interés muy mediocre por las ciencias especiales, y como mucho puede concederles una curiosidad pasajera, insuficiente en todo caso para provocar numerosos descubrimientos en este orden de ideas. Cuando se sabe, por una certidumbre matemática en cierto modo, y hasta más que matemática, que las cosas no pueden ser distintas de lo que son, se vuelve uno por fuerza desdeñoso de la experiencia, porque la comprobación de un hecho particular, cualquiera que sea, no prueba nunca otra cosa más que la existencia pura y simple de este mismo hecho; cuando mucho, tal comprobación puede servir a veces para ilustrar una teoría, a título de ejemplo, pero de ningún modo para probarla, y creer lo contrario es una grave ilusión. En estas condiciones, no hay evidentemente lugar para estudiar las ciencias experimentales por ellas mismas, y, desde el punto de vista metafísico, no tienen, como el objeto al cual se aplican, más que un valor puramente accidental y contingente; muy a menudo no se experimenta, pues, ni siquiera la necesidad de extraer las leyes particulares, que se podrían, sin embargo, extraer de los principios, a título de aplicación especial en tal o cual dominio determinado, si se encontrara que la cuestión valía la pena. Se puede comprender ya todo lo que separa el "saber" oriental de la "investigación" occidental; pero todavía se asombra uno de que la investigación haya llegado, para los occidentales modernos, a constituir un fin en sí misma, independientemente de sus resultados posibles.
Otro punto que importa esencialmente señalar aquí, y que por lo demás se presenta como un corolario de lo que precede, es que nadie ha estado más lejos que los orientales sin excepción, de tener, como la Antigüedad grecorromana, el culto de la naturaleza; ya que la naturaleza nunca ha sido para ellos más que el mundo de las apariencias; sin duda que estas apariencias, tienen también una realidad, pero sólo es una realidad transitoria y no permanente; contingente y no universal. Así pues, el "naturalismo", bajo todas las formas de que es susceptible, no puede constituir, a los ojos de los hombres que se podría llamar metafísicos por temperamento, más que una desviación y hasta una verdadera monstruosidad intelectual.
Hay que decir, no obstante, que los Griegos, a pesar de su tendencia al "naturalismo", no llegaron nunca a conceder a la experimentación la importancia excesiva que le atribuyen los modernos; se encuentra en toda la antigüedad, aun occidental, cierto desdén por la experiencia, que acaso seria difícil explicar de otra manera, si no es viendo en ella un vestigio de la influencia oriental, porque perdió en parte su razón de ser en los Griegos, cuyas preocupaciones no eran metafísicas, y para los cuales las consideraciones de orden estético ocupaban muy a menudo el lugar de razones más profundas que se les escapaban. Es pues a estas últimas consideraciones a las que se hace intervenir más a menudo en la explicación del hecho de que se trata; pero pensamos que hay allí, por lo menos en el origen, algo más. De todos modos, esto no impide que se encuentre ya en los Griegos, en cierto sentido, el punto de partida de las ciencias experimentales como las comprenden los modernos, ciencias en las cuales la tendencia "práctica" se une a la tendencia "naturalista", no pudiendo una y otra alcanzar su pleno desarrollo sino en detrimento del pensamiento puro y del conocimiento desinteresado. De manera que, el hecho de que los orientales no se hayan apegado nunca a ciertas ciencias especiales, de ningún modo es signo de inferioridad por su parte, hasta es intelectualmente todo lo contrario; esto es, en suma, una consecuencia normal de que su actividad se haya dirigido siempre en otro sentido y hacia un fin por completo diferente. Son precisamente los diversos sentidos en que se puede ejercer la actividad mental del hombre los que imprimen a cada civilización su carácter propio, determinando la dirección fundamental de su desarrollo; y esto es al mismo tiempo lo que da la ilusión del progreso a los que, no conociendo más que una civilización, ven exclusivamente la dirección en la cual se ha desarrollado y creen que es la única posible, sin darse cuenta de que este desarrollo sobre un punto puede ser ampliamente compensado por una regresión en otros puntos.
Si se considera el orden intelectual, único esencial en las civilizaciones orientales, hay dos razones por lo menos para que los Griegos, bajo este concepto, hayan tomado todo a éstas, todo lo válido en sus concepciones: una de tales razones, acerca de la cual hemos insistido más hasta aquí, está tomada de la ineptitud relativa de la mentalidad griega a este respecto; la otra es que la civilización helénica es de fecha mucho más reciente que las principales civilizaciones orientales. Esto es verdad en particular para la India, aunque, allí donde hay ciertas relaciones entre las dos civilizaciones, algunos llevan el "prejuicio clásico" hasta afirmar a priori que es la prueba de una influencia griega. Sin embargo, si tal influencia intervino realmente en la civilización hindú, no pudo ser sino muy tardía y debió necesariamente ser por completo superficial.
Podemos admitir que haya habido, por ejemplo, una influencia de orden artístico, por más que, aun en este punto de vista especial, las concepciones de los Hindúes hayan permanecido siempre, en todas las épocas, por completo diferentes de las de los Griegos; por otro lado, no se encuentran rastros seguros de una influencia de este género más que en una determinada porción, muy restringida a la vez en el espacio y en el tiempo, de la civilización búdica, que no puede ser confundida con la civilización hindú propiamente dicha. Pero esto nos obliga a decir por lo menos algunas palabras sobre lo que pudieron ser, en la Antigüedad, las relaciones entre pueblos diferentes y más o menos alejados, luego sobre las dificultades que provocan, de manera general, las cuestiones de cronología; tan importantes a los ojos de los partidarios más o menos exclusivos del demasiado famoso "método histórico".
Capítulo IV: LAS RELACIONES DE LOS PUEBLOS ANTIGUOS
Se cree generalmente que las relaciones entre Grecia y la India no comenzaron, o por lo menos no adquirieron importancia apreciable, sino en la época de las conquistas de Alejandro; para todo lo que es sin duda anterior a esta fecha se habla, pues, simplemente de semejanzas fortuitas entre las dos civilizaciones; y para todo lo que es posterior, o que se supone posterior, se habla como es natural de influencia griega, como lo quiere la lógica especial inherente al "prejuicio clásico". Ésta es una opinión que, como muchas otras, está desprovista de todo fundamento serio, porque las relaciones entre los pueblos, aun alejados, eran mucho más frecuentes en la antigüedad de lo que se cree por lo común. En suma, las comunicaciones no eran mucho más difíciles entonces que hace apenas uno o dos siglos, y más precisamente hasta la invención de los ferrocarriles y de los buques de vapor; se viajaba sin duda menos comúnmente que en nuestra época, menos a menudo y sobre todo menos deprisa, pero se viajaba de manera más provechosa, porque se tomaba tiempo para estudiar los países que se atravesaban, y a veces hasta se viajaba justamente sólo con vistas a este estudio y a los beneficios intelectuales que de él se podían obtener. En estas condiciones, no hay ninguna razón plausible para tratar de "leyenda" lo que se nos cuenta sobre los viajes de los filósofos griegos, tanto más cuanto que estos viajes explican muchas cosas que, de otro modo, serían incomprensibles. La verdad es que, mucho antes de los primeros tiempos de la filosofía griega, los medios de comunicación debieron tener un desarrollo del cual los modernos están lejos de tener una idea exacta, y esto de manera normal y permanente, fuera de las migraciones de pueblos que sin duda no se produjeron jamás sino de manera discontinua y algo excepcional.
Entre otras pruebas que podríamos citar en apoyo de lo que acabamos de decir, sólo indicaremos una, que concierne especialmente a las relaciones de los pueblos del Mediterráneo, y lo haremos porque se trata de un hecho poco conocido o por lo menos poco observado, al cual nadie parece haber prestado la atención que merece, y del que no se han dado, en todo caso, más que interpretaciones muy inexactas. El hecho del que queremos hablar es la adopción, en torno a la cuenca del Mediterráneo, de un mismo tipo fundamental de monedas, con variaciones accesorias que servían de marcas distintivas locales; y esta adopción, aunque no se pueda fijar su fecha exacta, se remonta sin duda a una época muy antigua, por lo menos si sólo se tiene en cuenta el período de la antigüedad que más comúnmente se estudia. Sólo se ha querido ver en esto una simple imitación de las monedas griegas, que habrían llegado accidentalmente a estas regiones lejanas; éste es un ejemplo de la influencia exagerada que se ha querido atribuir siempre a los Griegos, y también de la funesta tendencia a hacer intervenir el azar en todo lo que no se sabe explicar, como si el acaso fuera otra cosa que un nombre para disimular nuestra ignorancia de las causas reales. Lo que nos parece cierto es que el tipo monetario común de que se trata, que tiene esencialmente una cabeza humana de un lado, un caballo o un carro del otro, no es específicamente griego y podría ser itálico o cartaginés, o hasta galo o ibérico; su adopción necesitó sin duda de un acuerdo más o menos explícito entre los diversos pueblos del Mediterráneo, aunque las modalidades de este acuerdo por fuerza se nos escapan. Sucede con este tipo monetario lo que con ciertos símbolos o ciertas tradiciones, que se encuentran los mismos en límites todavía más extensos; y por otra parte, si nadie discute las relaciones continuas que las colonias griegas mantenían con su metrópoli, ¿por qué motivo habían de discutirse más las que pudieron establecerse entre los Griegos y otros pueblos? Por lo demás, aún allí donde nunca haya intervenido una convención de la clase de la que acabamos de mencionar, por razones que pueden ser de órdenes diversos que no tenemos por qué investigar aquí, y que, por otro lado, sería tal vez difícil determinar con exactitud, no está probado de ningún modo que esto impidiese el establecimiento de intercambios más o menos regulares; los medios fueron simplemente otros, puesto que tuvieron que adaptarse a circunstancias diferentes.
Para precisar el alcance que conviene reconocer al hecho que hemos indicado, aunque sólo lo hayamos tomado a título de ejemplo, hay que agregar que los intercambios comerciales nunca se han producido de manera continua sin ir acompañados, tarde o temprano, de intercambios de otro orden, y principalmente de intercambios intelectuales; y hasta puede ser que en ciertos casos las relaciones económicas, lejos de ocupar el primer lugar como lo hacen en los pueblos modernos, no hayan tenido más que una importancia más o menos secundaria. La tendencia a reducir todo al punto de vista económico, ya sea en la vida interior de un país, o bien en las relaciones internacionales, es, en efecto, una tendencia del todo moderna; los antiguos, aun occidentales, con excepción quizá de los Fenicios, no consideraron las cosas de esta manera, y los orientales, todavía hoy, tampoco las consideran así. Ésta es la ocasión de repetir lo peligroso que es siempre querer formular una apreciación desde el propio punto de vista, en lo que se refiere a hombres que, encontrándose en otras circunstancias, con otra mentalidad, situados de otro modo en el tiempo o en el espacio, con seguridad no se colocaron nunca en este mismo punto de vista, y ni siquiera tenían alguna razón para concebirlo; este error es, sin embargo, el que cometen muy a menudo los que estudian la antigüedad, y éste es también, como lo dijimos al principio, el que nunca dejan de cometer los orientalistas.
Volviendo a nuestro punto de partida, no estamos autorizados, en absoluto, por el hecho de que los más antiguos filósofos griegos hayan precedido en varios siglos a la época de Alejandro para concluir que no conocieron nada de las doctrinas hindúes. Para citar un ejemplo, el atomismo, largo tiempo antes de aparecer en Grecia, fue sostenido en la India por la escuela de Kânada y luego por los Jainistas y los Budistas; puede ser que haya sido importado en Occidente por los Fenicios, como lo dan a entender algunas tradiciones, pero, por otra parte, diversos autores afirman que Demócrito, que fue uno de los primeros entre los Griegos en adoptar esta doctrina, o por lo menos en formularla con precisión, había viajado por Egipto, Persia y la India. Los primeros filósofos griegos pueden hasta haber conocido, no sólo las doctrinas hindúes, sino también las doctrinas budistas, porque no son sin duda anteriores al Budismo, y, además, éste se difundió pronto fuera de la India, en las regiones de Asia mas vecinas a Grecia, y, por consecuencia, relativamente más accesibles. Esta circunstancia fortalecería la tesis, muy sostenible, de los préstamos tomados, no por cierto exclusivos, pero sí importantes, de la civilización búdica: así se explicaría, en particular, el hecho de que la mayoría de los filósofos físicos no hayan admitido más que cuatro elementos en lugar de cinco. Lo curioso en todo caso es que los acercamientos que se pueden hacer con las doctrinas de la India son mucho más numerosos y más patentes en el período presocrático que en los períodos posteriores; ¿en qué se convierte entonces el papel de las conquistas de Alejandro en las relaciones intelectuales de los pueblos? En suma, no parecen haber introducido, como hecho de influencia hindú, más que la que se puede señalar en la lógica de Aristóteles, y a la cual aludimos antes en lo que se refiere al silogismo, así como en la parte metafísica de la obra del mismo filósofo, para la cual se podrían señalar también semejanzas demasiado precisas como para ser puramente accidentales.
Si se objeta, para defender a pesar de todo la originalidad de los filósofos griegos, que hay un fondo intelectual común para toda la humanidad, resulta, como mínimo, que este fondo es algo demasiado general y demasiado vago para suministrar una explicación satisfactoria de semejanzas precisas y claramente determinadas. Por lo demás, la diferencia de mentalidades va mucho más lejos, en bastantes casos, de lo que creen los que nunca conocieron más que un solo tipo de humanidad; entre los Griegos y los Hindúes, particularmente, esta diferencia era de las más considerables. Está explicación sólo puede ser suficiente cuando se trata de dos civilizaciones comparables entre sí, cuando se desarrollan en el mismo sentido, aunque independientemente una de otra, y producen concepciones idénticas en el fondo, aunque muy distintas en forma: este caso es el de las doctrinas metafísicas de China y de la India. Aunque sería tal vez más plausible, aun en estos limites, ver ahí, como está uno obligado a hacerlo por ejemplo cuando se comprueba una comunidad de símbolos, el resultado de una identidad de tradiciones primordiales, suponiendo relaciones que pueden remontar por lo demás a épocas mucho más remotas que el comienzo del período llamado "histórico"; pero esto nos llevaría demasiado lejos.
Después de Aristóteles, las huellas de una influencia hindú en la filosofía griega se vuelven más y más raras, si no es que nulas por completo, porque esta filosofía se encierra en un dominio más y más limitado y contingente, más y más alejado de toda intelectualidad verdadera, y porque este dominio es, en su mayor parte, el de la moral, refiriéndose a preocupaciones que siempre fueron completamente extrañas a los orientales. No es sino entre los neoplatónicos donde se verán reaparecer influencias orientales, y es allí donde se encontrarán en los Griegos por primera vez ciertas ideas metafísicas, como la del Infinito. Hasta aquí, en efecto, los Griegos sólo habían tenido la noción de lo indefinido, y, rasgo eminentemente característico de su mentalidad, acabado y perfecto eran para ellos términos sinónimos; para los Orientales, por el contrario, es el Infinito lo idéntico a la Perfección. Tal es la diferencia profunda que existe entre un pensamiento filosófico, en el sentido europeo de la palabra, y un pensamiento metafísico; pero ya tendremos ocasión después de insistir más ampliamente sobre el particular, y estas pocas indicaciones bastan por el momento, porque nuestra intención no es la de establecer aquí una comparación detallada entre las concepciones respectivas de la India y de Grecia, comparación que encontraría por lo demás muchas dificultades en las cuales no piensan los que la consideran demasiado superficialmente.
Capítulo V: CUESTIONES DE CRONOLOGÍA
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