En aquella estrecha cueva, debía reducirse a polvo el cuerpo del ser tan ávido de lujos y placeres, el célebre orgulloso, cruel con iniciativa de voluptuosidad sanguinaria. Muy pronto fue serrada la puerta y apenas el pegante húmedo indicaba el lugar donde estaba sepultado el ilustre criminal, todos se sintieron desembarazados de él para toda la eternidad, pues los padres sabios no sospechaban siquiera que, por un misterio de la naturaleza, la sombra fatal del nigromante de Menfis podría resurgir, y una vez más hacer temblar a los habitantes de Egipto.
La noche estaba esplendida. La luna refulgía, con brillo desconocido en el occidente, y su argenta luz inundaba a Tebas adormecida después del trabajo del día, y a penas vagos rumores denotaban que la vida del coloso nunca se extinguía totalmente.
En las inmensas construcciones del templo de Amon-Ra reinaba profundo silencio, interrumpido solamente por los "alerta" de los vigilantes. Los servidores del potente Dios reposaban. No debían estar listos, desde los albores de la aurora, para saludar su victorioso renacimiento del reino de las sombras?
En un pequeño patio, desierto y aislado, en los confines del sacro ámbito, los rayos lunares descendían de lleno sobre alto y largo muro, pintado de blanco. De súbito, en esa superficie de un blanco plateado, apareció una gran sombra cenicienta después negra y al final roja. Esa exaltación o neblina se condensó, y la forma distinta de un hombre, de elevada estatura, pareció resurgir del muro. Sus grandes ojos abiertos eran tiernos y fijos, aterradora la expresión del rostro, los labios entreabiertos, nariz dilatada. El extraño ser, de transparencia vaporosa, empero de palpable realidad, deslizó, sin tocar el suelo, a través del patio, y desapareció en el interior del templo. Brazos extendidos para el frente, como si buscase algo, el fantasma pasó por el frente por los corredores y, atravesando una pared, penetró en una sala donde dormían muchas mujeres, sacerdotisas y cantoras del templo. El bulto fantástico paró, moviendo los labios, las narices abiertas, aspirando ávidamente, y su vítreo mirar posó en un pequeño lecho, iluminado por un rayo de luna que se filtraba oblicuamente por la ventana, y en el cual reposaba una joven, sumergida en profundo sueño. El fantasma deslizó hacia ella y pendió la cabeza hacia el pecho de la adormecida, que se agitó, y bruscamente despierta, tentó debatirse; más fascinada por la terrible mirada que por un instante se fijó en la suya, recayó inmovilizada. El fantasma se dirigió pareciendo atolondrado y más compacto, y sin mirar la víctima tornada lívida como si la sangre le hubiere abandonado de las venas hasta la última gota, se elevó pesadamente, pareció escurrirse en el rayo lunar hacia fuera de la ventana, y algunos momentos después se eclipsó, absorbido por el muro de donde había surgido.
Horemseb había abusado mucho de la sangre humana para no súper excitar todo en cuanto en él restaba de instinto animal; el somnífero con el cual voluntariamente se sumergiera en letárgia había impedido la ruptura de los lazos del periespiritu, y por todas estas circunstancias reunidas, se torna vampiro.
La extraña e inexplicable muerte de la joven sacerdotisa excitó gran emoción en el templo, y esa emoción se transformó en terror cuando, en la noche siguiente hubo nueva víctima. Esta vez, fue la hija de un sacerdote, y la hermana de éste, despertada por el ahogado grito que oía, observara el bulto de un hombre resbalar para afuera del aposento.
Las más severas medidas fueran adoptadas para atrapar al asesino, que así osaba profanar el lugar sagrado, empero, la vigilancia fue ineficaz, porque, al término de dos días, un niño de cuatro años de edad y una joven, pertenecientes ambas a la familia de mercaderes, domiciliados en barrios distantes de Tebas fueron encontrados muertos, presentando a la altura del corazón una herida, semejante a la mordedura y sin gota de sangre en los lívidos cuerpos. Toda la ciudad se conmovió, y la reina indignada, ordenó severa pesquisa, la cual, por lo tanto nada consiguió: el criminal continuó en incógnita, suponiéndose que hubiese huido, porque los asesinatos a corto plazo no se renovaron.
A pesar de eso, la desconfianza y el terror no cedían; los padres y las madres temían por sus hijos tiernos o adultos, y las mujeres se sentían amenazadas por el misterioso malhechor. Roant, principalmente, tenía el espíritu presagioso, y poco se animaba a separarse de los dos hijos, vigilándolos durante la noche, y ninguna persuasión del marido y de las personas amigas conseguía tranquilizarla. Una noche, el jefe de los guardas, que estaba de servicio en el palacio real, ajustaba al cinto las armas alistándose para salir, y hablaba discretamente a la esposa, que pálida e inquieta, lo ayudaba, repitiendo:
— Oh! Cuanto detesto las noches en que usted tiene que pasar por fuera de la casa!. Sin ti, el peligro me parece más próximo, y no puedo defenderme del presentimiento de que una desgracia amenaza a nuestra Nitetis!
— mi querida mujer sea razonable y no te atormentes con quimeras: hace casi un mes que los atentados no se repiten; sin duda, el facineroso huyó. Porque, de lo contrario por qué procuraría precisamente a Nitetis? –¿Porque mató a una niña? Tal vez lo hizo por mero acaso. Y si desea nueva víctima se contentaría por cierto, con aquella que pueda agarrar con más facilidad.
Chunumhotep envainó la espada, se puso el cápasete brillante sobre los espesos cabellos, y abrazando a Roant: agregó:
— si me amas, serás más calma y reposarás. ¿Pues si los niños duermen junto a ti, qué les podrá suceder?
Después de haber acompañado al marido, regresó aprensiva al cuarto de dormir, que era una grande alcoba, cuyo piso estaba forrado con esteras, de paredes pintadas e incrustaciones simulando tapetes suspensos; alta y larga ventana daba entrada a la frescura embalsamada del jardín, y la luz de plenilunio inundaba el aposento con su plateada claridad. Junto del lecho, sobre una pequeña cama, improvisada, dormía placidamente un niño de aproximadamente cuatro años, y una hija de 24 meses. Acercándose suavemente, la joven madre levantó el toldillo que los cubría y contempló, amorosa las graciosas y pequeñas criaturas, cuyos cuerpos, gorditos y desnudos expresaban salud. Fijó los labios sobre las cabezas de los dos inocentes y los recubrió con la transparente seda. Y, medio tranquilizada, se encaminó para la ventana, junto de la cual amplia poltrona invitaba al descanso.
No teniendo sueño, y estando soberbia la noche, el silencio también convidaba al adormilamiento: se sentó, apoyó los píes en un brazo de la silla, y, tomando una flor de lótus de una gran jarra esmaltada puesta en el soporte de la ventana la olió, entregándose a los pensamientos. Chunumhotep tenía razón: por qué envenenar su existencia tan venturosa, tan calma, con aprehensiones sin fundamento! Y qué probabilidad puede existir para que un criminal, por más audaz que fuese, atacara a la familia del poderoso jefe de los guardas en cuya casa hormigueaban los esclavos, que al menor rumor estarían listos? Insensiblemente, y sin que percibiese, una pesadez estruendosa le invadió los miembros, sus pensamientos se perturbaron y apoyó la cabeza en el brazo de la poltrona; intentó, primeramente, liberarse del estupor para después, perezosamente desistir de eso. Quería reposar después del trasegar del día. de improvisto, en el espacio de la ventana, fuertemente iluminada por la luna, se proyectó una forma humana: un hombre de alta estatura, cabellera encaracolada, cuyo rostro particular, desviado de Roant, despertó en ella una recordación confusa: con extraña flexibilidad, el desconocido pareció escurrirse antes que saltar para el aposento; Roant quiso detenerlo, gritar; más, como que invadida por súbito parálisis, quedó inmovilizada, incapaz de abrir la boca y acompañó apenas con los ojos al audaz intruso que sin ruido atravesó el aposento, y llegando a la camita, se dobló sobre las adormecidas criaturas. Un pensamiento infernal, fulminante: –"es el chupador de sangre" – atravesó en ese instante el cerebro de Roant, desesperada en la lucha que trabó entre la voluntad y el estupor que le neutralizaba los miembros; el pecho sofocado, como sobre enorme peso; la cabeza parecía pronta a estallar, más los labios continuaban mudos, por fin resbaló de rodillas, levantó los desfallecidos brazos y un grito ronco y destemplado salió de la garganta contraída.
En el mismo instante, la sombra humana se erigió, pasó junto de Roant, con vertiginosa rapidez, y desapareció para fuera de la ventana como si se hubiese fundido en la claridad de la luna. Atraídos por el grito de la señora, muchos esclavos corrieron y de este modo la nana de los niños trayendo una lámpara, levantaron a Roant que incapaz de hablar, señalaba hacia la camita, por encima de la cual el ama suspendía la lámpara. Todo ese movimiento, y el ruido despertara al pequeño Pentaur, empero Nitetis no se movía, y a la primer mirada que la pobre madre fijó sobre ella, comprendió que el crimen estaba consumado. Sin una queja, cayó desanimada en los brazos de las mujeres.
En pocos momentos, todos despertaron, y el viejo intendente decidió informarle al señor inmediatamente, y por otro lado, llamar a los parientes y amigos íntimos para que acompañasen a Roant. Chunumhotep no podía abandonar su puesto en el palacio, y por esto envió un esclavo en busca de Roma y otro en la casa de Isis cuya residencia estaba un poco cerca.
El joven sacerdote y Neith se alistaban para dormir, cuando al palacio de Neith llegó el mensajero bastante despavorido haciendo una narrativa medio enredada de lo acontecido. Profundamente perturbado, el matrimonio hace preparar una litera y en cuanto ocho vigorosos conductores la transportaban a paso acelerado, a la casa del jefe de los guardas, Neith apoyó la cabeza sobre el hombro del nuevo marido, murmurando:
— puedes dudar de los designios del malhechor?, no te dije que él no puede morir y que a éste le apetece la sangre fresca de jóvenes. Oh! mi sangre se hiela, a pesar que nos aguarda aún!
Roma estremeció, sin embargo, no dio respuesta, pues no tenía palabras para explicar la mórbida angustia que le apretaba el corazón.
Ya encontraran a Isis atareada, junto de Roant, que había recuperado los sentidos, más pareciendo enloquecer. Con gritos y gemidos, arrancaba los cabellos, se golpeaba el pecho y maldecía la incomprensible debilidad que le impidiera agarrar al miserable, para salvar a su hija.
Solamente después de unas horas, los cuidados y consolaciones de los allegados conseguirían calmarla suficientemente, para que pudiese responder a las preguntas del hermano y hacer una narrativa detallada del acontecimiento, describiendo la talla y la apariencia del asesino, cuya fisonomía no identificara, aunque la personalidad le pareciese conocida.
Completamente agotada se aquietó, al final, se acostó y adormeció en un sueño febril y agitado. Las dos amigas se retiraran luego para una cámara contigua, también necesitadas de un poco de reposo. Roma siguió para el palacio, con el fin de hablar al cuñado. Isis y Neith habían intentado dormir, sin embargo el sueño les huía; Isis, principalmente, parecía sobresaltada, y erigiéndose vino a sentarse junto de la silla de Neith.
–Dígame – comenzó ella tomando la mano de la amiga- ¿no tiene desconfianza en cuanto a la persona del misterioso asunto? Tuve una idea que me torna positivamente loca. ——Mira! Y fue a buscar sobre la mesa un tejido doblado. Este velo que oculta el cadáver de Nitetis y con el cual la ama cubría a ambas criaturas. Exhala un olor bastante extraño! Lo aproximó al rostro de Neith, empero esta retrocedió, con una exclamación de espanto:
— el aroma fatal! Mi presentimiento no me engañó.
— hoy adivinaste como yo, pues ningún otro podía ser así de infame! Entonces es una desgracia para nosotros!
— ¿acreditas que él deseara vengarse? Preguntó Neith, acelerándose.
— ciertamente! Si el verdugo de Neftis aún posee el poder de matar, no dejará de buscar a la audaz que lo denunció, y a la mujer que lo olvidó – murmuró Isis, con sombrío afligimiento. La muerte de la pequeña Nitetis y la de una cuidandera, que pereció en la noche siguiente provocan en Tebas verdadero pánico: ninguna moza, ninguna niña al acostarse estaba segura de ver el sol al día siguiente, y a pesar de todo el malhechor seguía desaparecido. Las sospechas de Isis y Neith habían sido discutidas por los maridos que las consideraban verdadera imposibilidad, y no habían transpirado para el público.
Todavía, el siniestro presentimiento de la esposa de Keniamunt, no se realizaba; pues el vampiro no la asaltaba ni a ella ni a Neith; se decía que hubiere desaparecido completamente. Tres meses pasaran y ningún nuevo asesinato acusara de nuevo su presencia. Todos, Neith, inclusive se habían calmado poco a poco; la vida sobre sus diversos intereses, desvaneciera la asustadora impresión. Solamente Isis continuaba sombría, nerviosa e inquieta: perdiera el sueño y el apetito y, a todas las persuasiones del marido respondía:
— qué quieres tú? Me parece que una desdicha posa sobre mí; a veces, de noche, despierto bañada en sudor helado, o entonces, siento junto de mí la presencia de un ser invisible; un halito frió me fustiga el rostro y una ansia sin nombre me despierta el corazón.
Cierta noche, la joven mujer se sentía más oprimida aún de lo que habitualmente, estando Keniamunt en servicio, ahora debiese regresar de un momento para otro. Triste y fatigada, se recostó; más no queriendo adormecer antes del retorno del esposo, ordenó a dos esclavas que se quedasen juntos de ella.
— estén pendientes a cualquier alarma y eviten dormir hasta la llegada del señor.
Las dos mujeres se acomodaran cerca del lecho, y en esos momentos fue acompañada de largo y monótono cántico de lamentos. Isis las escuchaba distraídamente, y bien de prisa se entró completamente en pensamientos. El pasado la visitaba, insensatamente, presentándole a la memoria el palacio de Menfis, las orgías nocturnas, el descubrimiento de su traición y en fin, la bella y salvaje figura del hechicero. Perdido en su quimera, no percibió que el canto cesara y que ambas mujeres dormitaban. De súbito se estremeció y retorció: una bocarada de enervante olor, bien conocido, le llegaba al rostro, haciéndole palpitar el corazón y oprimiéndole el respirar, quiso gritar, pero loco terror le anuló la voz y le paralizó los miembros: junto del lecho iluminado en pleno por un rayo de luna, estaba Horemseb. Los ojos habían perdido la tierna fijación y la miraba con la salvaje crueldad de un tigre; con los labios entreabiertos expresaba una sonrisa de infernal maldad; el frío que se desprendía del espectro pasaba sobre Isis cual velo de humo.
Como que en sueño, vio la siniestra aparición inclinarse para ella, sintió los dientes enterrarse en sus carnes y después fluir la sangre por la mordedura, con todo el horror y el miedo de la muerte eran poderosos en la joven mujer, que por esfuerzo casi súper humano, intentó luchar: torciéndose sobre el monstruo que la enlazaba, dio un sordo gemido, al mismo tiempo una voz gritó:
— Hola, que sucede aquí?
Era Keniamunt que regresaba, y al clarón de la luna avistara un hombre curvado sobre el lecho. Furioso – empuñó el hacha presa a la cintura y en cuanto las esclavas despertadas por el doble grito despertaran alarmadas; más en el momento en que el oficial pudiese blandir el arma, el desconocido pasó junto de él como si fuese un relámpago, y desapareció por la ventana. Todavía, Keniamunt juzgó reconocer el perfil y la estatura del nigromante, y movido por nuevo pensamiento, corrió para junto de la mujer, la cual derribada con una herida en la garganta, parecía expirante.
— Isis – exclamó erigiéndola.
Inmediatamente, ella abrió los ojos aferrándose con desfallecida mano al collar del marido, se medio afirmó, lívida, mirada extinta, movió los labios por segundos y después gritó con la voz ronca e irreconocible:
— es él, Horemseb, el succionador de sangre!; ese esfuerzo rompiera el verdadero helo. Isis estaba muerta. Las últimas palabras de Isis fueron oídas por las dos esclavas, y en cuanto a Keniamunt, profundamente consternado, salía para tomar las indispensables providencias, las dos mujeres esclavas corrieran para el interior con gritos y lamentaciones, e instruyeran a los criados sobre lo acontecido.
Propagada por los fámulos de Keniamunt y esparcida con la velocidad de una corriente eléctrica, la noticia de que Horemseb era el succionador de sangre, se expandió por toda Tebas. Ampliada aún por el terror, esa novedad tomó proporciones gigantescas, y el día en que se siguió la muerte de Isis aún no finalizara y las tres cuartas partes de la capital estaban convencidas de que el príncipe había, por cualquier acaso evadido de la condenación, practicando aquella serie de muertes.
El populacho súper excitado se reunió en masa en el templo de Amón, expresando en altas voces sus dudas en cuanto a la muerte del brujo. Y ahora exhortado por los padres, se retiraron rezongando sobre el caso para aglomerarse de nuevo delante de la residencia real.
Con la habitual resolución, Athasu apareció en una ventana, y en cuanto las quejas de la multitud, prometió convocar el consejo y adoptar providencias para esclarecer el tenebroso asunto, agregando que en el día siguiente, serían conocida sus deliberaciones. En esa misma noche, se reunieron los sacerdotes, más todos convencidos de que el hechicero estaba muerto, tacharan de insania los boatos populares y Ranseneb declaró, con incrédula sonrisa que los muertos no vuelven para comerse a los vivos, y que un vivo no podía pasar a través de las paredes.
— Tiene razón, profeta – observó la reina, el hecho parece inverosímil; no en tanto, el relato que me acabara de hacer Keniamunt y Chunumhotep consignan un extraño detalle: los paños que tocaran los cadáveres de Isis y de la hija de Roant, exaltaban el aroma nefasto del veneno que se servía Horemseb. En cualquier caso, el pueblo necesita ser convencido de que el criminal fue ejecutado. Ordeno que el cuerpo sea exhumado, en presencia de los delegados de todas las castas, de los cuales fijaréis el número de funcionarios designados por mí.
En cumplimento de la real orden, en la tarde del día siguiente, numerosa asamblea se reunió en el último patio del templo de Amón. Cada agrupación de Tebas enviara diputados, pertenecientes a todas las clases de la población. En los primeros lugares, estaban algunos sacerdotes de alta jerarquía y los delegados de la reina, Roma y el que modernamente se denominaría jefe de la policía y era él quien sería oído por el Rey. Así llamado ese funcionario en los tiempos de Athasu.
La pared, intacta, no conservaba ningún trazo de nicho que allí hubiere sido abierto dieciocho meses antes, más los cinceles de los albañiles hicieron en ella una abertura, al fondo de la cual muy rápido aparecieran dos pies.
— observan! Los píes están perfectos y prueban la evidencia del absurdo de los rumores – observó uno de los padres. – –los píes no prueban cosa alguna, porque todos los píes se asemejan, y el cuerpo puede haber sido cambiado – respondió un rico mercader.
Algunas voces apoyaran esa opinión. Silenciosamente, el descortinamiento continuó, y sin demora apareció el cuerpo integral de Horemseb, perfectamente reconocible: la apariencia cadavérica, los ojos abiertos y vítreos no habían sufrido cualquier alteración.
— miren! Es el cuerpo del criminal – dice solemnemente Ranseneb: privado de las honras de sepultura, aguarda aquí su destrucción, más el alma, en lamentos, repelida por Osiris, deambula, sin duda, ávida de crímenes, tal cual otrora. Si, pues, Horemseb es culpable de las muertes que le acusa Tebas, es apenas a su alma que podéis acusar de esto: el cuerpo aquí encerrado no puede haber tenido parte en eso. Y ahora, aproxímense todos, de dos en dos. Habéis conocido al príncipe: para que certifiquen ustedes que es él mismo quien se encuentra en esta bóveda. Terminado el lúgubre desfile, la abertura fue nuevamente cerrada y los asistentes se dispersaran tristes y preocupados. Roma también regresó al hogar con el corazón oprimido.
Al tener conocimiento del fin de Isis, Neith se sintiera mal, y sus primeras palabras, fueron las siguientes: ahora seré yo; después de ella a quien él matará! Y a despecho de los protestos de su raciocinio, la siniestra predicción habían transformado el alma del joven sacerdote: la posibilidad de perder tan miserablemente su esposa querida, al final reconquistada, le trasbordaba de desesperada ira.
Dos noches después de la verificación de la presencia del cuerpo de Horemseb. Dos nuevas muertes emocionaron la capital. Esta vez, habían sido cometidas en la residencia real: una niña de diez años de edad y una artista de arpa favorita de la reina, habían perecido, y por otro lado, tres personas afirmaban haber reconocido a Horemseb en las galerías y corredores del palacio. En esta ocasión, el pánico llegó al auge, inclusive entre los sacerdotes. ¿Qué significaba tan insólito acaso?. Habitualmente, la muerte bastaba para tornar inofensivo al más peligroso acelerado; en este caso, el Amenti parecía cerrar sus puertas y repeler para la tierra aquella alma enlodada y nefasta. El vampirismo era casi desconocido en el Egipto, una vez que la momificación de los cuerpos impedía la posibilidad de tal evento.
Ranseneb, llamado al palacio fue cubierto de censuras por la reina, indignada, ella lo acusó y bien así a los demás cofrades, de culpada negligencia, dejando en torno de ellos matar a tantos inocentes, sin encontrar eficiencia, para resolver semejante calamidad.
En la tarde un consejo secreto se reunió en el templo de Amón. Cinco sacerdotes, entre esos habían dos muy sabios, entre ellos asistía Amenofis llegado de antes de Menfis, y Roma, admitido, excepcionalmente, a pesar de lo joven, no solo en vista de la importante acción que tuviera dentro del asunto, más también en la cualidad de esposo de la más amenazada víctima. Después de los debates, muy animados, dice a Amenofis:
— en vista de la gravedad del caso y de la necesidad de actuar rápidamente para preservar de la destrucción más seres inocentes e indefensos, propongo, a mis hermanos, sumergir a una de las jóvenes del templo al sueño sagrado; los ojos de su espíritu se abrirán y ella podrá ver lo que para nosotros está oculto; por su boca, la divinidad indicará como deberemos actuar. Si adoptares mi arbitramiento, rogaremos a Ranseneb designar a aquella de las vírgenes consagradas más apta para el servicio.
Después de corto debate, todos se declararon de acuerdo, y Ranseneb mandó a buscar a la sacerdotisa escogida por él. Una frágil y delicada joven, de grandes y brillantes ojos, apareció sin demora, y, intimidada por la grande asamblea, se inclinó de manos cruzadas. Vestida con larga túnica blanca, pesadas argollas rodeaban sus brazos y muñecas, y una flor de lotus estaba presa en la cabeza por una diadema incrustada.
— la divinidad reclama tus servicios, Nekebet; ella nos manifestará, por tu intermedio, su voluntad – dice gravemente Ranseneb. Eleva tu alma, con la oración, y agradece a los inmortales el favor con que te honraran.
La joven se arrodilló un instante, y, con mirada estática, irguió los ojos para el cielo, después, se levantó y murmuró: estoy lista.
Roma fue el indicado para inducir a la sensitiva al sagrado sueño y obtener por su acción, las preciosas indicaciones que los demás padres se preparaban para escribir en sus tablitas. Aproximándose con benevolencia, condujo la doncella para una silla, pronunció corta invocación y, después, fijó dominadora mirada elevando las dos manos por encima de la cabeza de Nekebet.
Casi de inmediato estremecimiento agitó a la moza, que empalideció y cerró los párpados. Entonces Roma le apoyó los dedos en la frente, y al término de rápido tiempo, preguntó:
— duermes?
— sí
— y vez?
— si veo.
Roma se volteó para los sacerdotes:
Venerables padres, ella observa en sagrado sueño, y la luz de Osiris le inunda y le ilumina el alma. ¿Qué ordenáis que yo le pregunte?
— Que ella busque el alma del succionador de sangre, la encuentre, aún esté en el fondo de la Amenti – respondió Ranseneb. Para guiarla, pónganle en la mano este amuleto que perteneció a Horemseb.
Roma tomó el escarabajo de madera y lo recostó, primeramente, sobre la frente de la joven, y enseguida lo dejó en una de las manos diciendo:
— ve y descubre el alma del príncipe. Cálmate – agregó, notando que la adormecida se agitaba y gemía – y sigue la corriente que se desprende de ese objeto.
En un momento reinó el más absoluto silencio; empero súbitamente, la sacerdotisa se echó hacia atrás con todas las señales de horror y de miedo.
— no puedo. dijo de manera sofocante. Oh! Cuánta sangre!… hay, más allá de eso, mujeres empuñando rastras, e impidiéndome pasar.
— ¿qué hacen esas mujeres y por qué te rechazan?
Cercan a un hombre sentado e inmóvil en un nicho! Solo sus ojos viven y su mirar es terrible; no me le puedo aproximar.
Y se retorció en una convulsión. Las venas se pronunciaban en la frente de Roma, y sus ojos se tornaban llameantes.
Rechaza las mujeres, pasa e identifica el hombre.
— es Horemseb y las mujeres las víctimas que él sacrificó, el terrible veneno hinche aún sus atormentadas almas, pues tienen celos de mí.
— ¿el alma está separada del cuerpo del criminal? -Indagó Ranseneb.
En una palabra, ¿está muerto o vivo?, Agregó Amenofis
Roma transmitió las dos preguntas
— el alma está aún ligada al cuerpo – murmuró la sonámbula.
Él vive una vida aparte. – porque su cuerpo, muerto en apariencia, privado desde hace 18 lunas de aire de alimento, resiste a la descomposición, porque se nutre de sangre, y su cuerpo.
La sacerdotisa paró de hablar; su fisonomía denotaba pavor, y el cuerpo estremecía:
— no puedo, él me prohíbe hablar, su terrible mirada neutraliza mi lengua.
— habla yo te ordeno! Qué es necesario hacer para destruir el cuerpo del brujo y lanzarle el alma para el Amenti!
La sonámbula no respondió: dos voluntades contrarias visiblemente, luchaban en ella casi quebrando su débil organismo. El pecho de Nekebet se sofocaba, le subía espuma a los labios y su frágil cuerpo se retorcía en convulsiones de terror, más Roma luchaba por la felicidad de su vivir, por la existencia de innumerables inocentes, y su voluntad, descomplicada, terminó por triunfar… Por breve tiempo la adormecida pareció tranquilarse, para después echarse hacia atrás como desfallecida.
— yo. yo no puedo – dice murmurando, en tono casi ininteligible – más traiga del templo la momia de Sargóm. Después de siete días de oraciones y en presencia de Neith evocar su alma: él, el enemigo moral de Horemseb, indicará a usted la salvación. Nueva crisis la interrumpió. Roma se rehace, y limpiando el sudor que le brotaba de la frente, repitió a los padres las palabras susurrantes expresadas por Nekebet. Como si ese instante de tregua hubiese liberado a la joven de la influencia contraria, un ardiente rubor inundó inmediatamente al contraído rostro; el sufrimiento cedió a una estática felicidad, y cayendo de rodillas, extendió las manos para invisible objeto.
— hay, qué suave aroma! – murmuró olfateando ávidamente. No, no, Horemseb, nada temas, te amo y no te traicionaré nunca, así esto me cueste la vida!
— ved – dice Ranseneb – el terrible veneno le hechiza el alma; despiértala Roma, pero antes de todo hacerle rechazar a Horemseb. El mozo sacerdote concentró toda su energía e imponiendo las manos sobre la cabeza de la sacerdotisa, dice con fuerza: — te ordeno detestar y temer la memoria de Horemseb, olvidar el olor nefasto y calmarte enseguida.
Bruta transformación se operó en el semblante de la adormecida: expresó primero miedo y horror, después calma profunda. Roma le dio a seguir, muchos pases, y al final la despertó. La joven no se recordaba de cosa alguna, y estaba visiblemente agotada. Los padres le hicieron beber un poco de vino, la bendijeran y la mandaron a que fuese a reposar.
A seguir, decidieron adoptar la recomendación recibida. Y empezar esa misma noche, el ayuno y las oraciones, después de las cuales sería invocado el espíritu del príncipe Hiteno, para de él obtener el medio de destruir al vampiro. Roma fue incumbido de preparar a la esposa y de comprometerla a asistir a la evocación.
Al saber lo que de ella se pretendía, Neith fue presa de verdadero pavor: — el solo pensamiento de rever el alma del infortunado esposo, cuyo amor por ella lo destruyera, la hacía temblar; Roma, sin embargo, la persuadió de que, si alguna cosa en este mundo podía ablandar el alma de Sargón, era el llamamiento, a la oración de aquella por quien sacrificara la vida. Por su propio futuro, por la piedad por los inocentes cotidianamente amenazados, ella debía ser fuerte, y, dominando todo el pueril miedo femenino, ayudar a los sacerdotes en su misión. Neith era de naturaleza viril y generosa, se dejó convencer y, en esa misma tarde, se recogió al templo, con la intención de prepararse durante los siete días de ayuno, meditaciones y oraciones, para la terrible entrevista con el finado ex – marido.
Fijando la noche para la evocación, los cinco sacerdotes de Amón, Amenofis y Roma se reunían en una cripta del templo. Siete lámparas, de diversos colores, suspensas en lo alto del pequeño altar de piedra, iluminaban vagamente la sala, reflejándose en fantásticos efectos sobre los vasos de oro, destinados a las libaciones, y sobre las esplendidas incrustaciones de una caja de momia puesta de píe en un nicho. En esa arca funeraria, pintada y dorada, estaba el cuerpo previamente embalsamado de Sargón, traído desde la víspera al templo, y junto del cual hubiera vigilia y oración.
Ahora los padres, con las vestimentas blancas de ceremonia, adornados con las insignias de su jerarquía, ostentando la pluma de avestruz, señal de iniciación superior, estaban colocados alrededor del nicho, con brazos solemnemente levantados para la bóveda. Acababan de pronunciar las conjuraciones, que llamaban por el alma del muerto y la invitaban para que se manifestase a ellos.
Terminada esa preliminar ceremonia, fue introducida Neith, que, pálida y mejillas inundadas con lágrimas, se arrodilló ante la momia. Estaba vestida de blanco y con simplicidad, los largos cabellos sueltos y una pequeña faja de oro le prendía en la frente una flor de lotus.
— Sargón divino esposo tornado Osiris – dice ella en tono simple -, perdona mi falta de amor por ti, el mal que te hice, por imprudencia infantil! Ahora, que puedes libremente leer en mi alma, debe ver mi verdadero arrepentimiento las honras que presto a tu memoria. Ten piedad de mí, la víctima designada por el succionador de sangre, ten igualmente compasión de las madres y de los hijos amenazados, e indica el medio de lanzar para el Amenti el alma del nigromante, puesto que él no debe permanecer entre los vivos.
Su voz fue ahogada por el llanto, más todo continuó en silencio. Tomada de súbito desespero suplicante, extendió los brazos para el nicho y exclamó ardientemente:
— Sargón!, Sargón! Tu amor fue tan grande que sacrificaste tu vida por mí: me dejaste de amar, para que quedes sordo a mis lágrimas y a mis oraciones?
En ese instante, muchos golpes sordos y secos se hicieron oír, pareciendo vibrados contra la urna de la momia; un extraño crepitar se sucedió, y luces fosforescentes aparecieron en el nicho.
La voz de la mujer amada, había en verdad alcanzado el alma del mozo hiteno, y él venía del reino de las sombras a salvarla de Horemseb, por segunda vez darle, del más allá de la sepultura, esa prueba suprema de afección?
Todos cruzaron los brazos, en respetuosos silencio, Neith continuó arrodillada, ojos vueltos para la momia, que parecía velarse con un transparente vapor, que se condensó, se amplió llenando al nicho cual nube sintilante, surcada de relámpagos; enseguida, un rayo eléctrico salió de la masa de neblina y llenó el nicho de suave luz, azulada y tan intensa que todo iluminó junto de ella y especialmente la cripta y a los asistentes. Sobre ese fondo brillante, se diseñó la forma esbelta de un hombre, de píe, delante del nicho, a un paso de Neith petrificada. Ninguna duda podía haber en cuanto a la personalidad del visitante surgida del reino de las sombras. Era indudablemente el rostro pálido y característico, los ojos sombríos y soñadores del príncipe hiteno, trayendo el atuendo y la túnica de lino, con las piedras que le adornaban el collar y el brazalete resplandecían como si estuviesen sobre la luz solar. El materializado elevó la mano y pronunció estas palabras, en voz distinta, sin embargo, como velada por la distancia:
— voz me llamáis para ayudar a consumar la liberación de Egipto: que así sea! La súplica de Neith llegó a mi corazón, y vengo a decir a vosotros que, aún esta noche antes que Ra se eleve, es menester extraer al brujo del encierro, y uno de vosotros debe sumergirle en la garganta el sagrado puñal de los sacrificios. Hecho eso, Tebas estará libre del succionador de sangre: nunca más atacará a persona alguna. Y tú Neitn, tu no me amaste nunca! El espectro se inclinó, con pálida sonrisa para la joven posándole la mano sobre la cabeza. No importa! Vive y sé feliz! A fin de que el sacrificio de mi vida no haya sido en vano!
La luz se extinguió bruscamente, desapareció, y de nuevo las lámparas irradiaban la franca y vacilante claridad sobre el nicho misterioso, sumergido en las sombras y sobre la blanca vestimenta de Neith, abatida sin sentido posante sobre las lajas.
Llenos de emoción y de júbilo, los sacerdotes convinieron y resolvieron poner en ejecución sin pérdida de tiempo, la instrucción que les surgiera por gracia de los dioses.
Provistos de antorchas y herramientas apropiadas, partieron para el funesto local, y para evitar testimonios superfluos destaparon ellos mismos el cubículo, en el cual en breve tiempo apareció iluminado por las llamas de las antorchas el rostro lívido, ojos tiernos del hechicero de Menfis cuyo cuerpo se encontraba muy bien conservado, pues parecía una estatua de basalto. Hubo un momento de siniestro silencio. Después Ranseneb con ansiedad levanto el cuchillo de los sacrificios, y con un movimiento seguro, enterró la reluciente lámina en la garganta del letárgico. En borbollones un torrente de sangre salió de la herida provocando en todos una exclamación de horror, y en ese instante, Ranseneb retrocedió con un estremecimiento de terror pareció que los ojos tiernos del ejecutado se habían iluminado con un haz de vida volviéndose para él con indecible expresión de angustia, de sufrimiento y de odio mortal. Tal vez no pasase de ilusión porque ya el terrible mirar se extinguía y retomaba la tierna inmovilidad, Más la sangre proseguía corriendo a lo largo del cuerpo.
Lentamente fue retirada el arma de la herida, y los ladrillos fueron colocados de nuevo para un cierre definitivo. Después dice Ranseneb, limpiando la frente cubierta de sudor:
— Mañana mis hermanos, volveremos para borrar los vestigios de nuestro pasaje por aquí.
Ahora regresen para descansar; yo voy a dirigirme al faraón para decirle de que manera el hiteno que ella protegió vino a pagar su deuda de gratitud poniendo fin a las calamidades que desolaban al pueblo Egipcio. Roma encontró a Neith ensimismada y desanimada. Sin proferir palabras, se dejó instalar en la barca y también en silencio hicieran el recorrido, hasta cuando la embarcación arribó junto a la rampa del palacio de Sargón.. Auxiliada por Roma subió para la terraza y en la entrada ambos se detuvieran El crepúsculo desvanecía en el horizonte, torrentes de luz púrpura inundaban el cielo, anunciando la aparición del astro rey, que luego surgió abrazando la tierra con sus vivificantes rayos.
Un suspiro de desahogo invadió el pecho de Neith: Ahora la desgracia estaba vencida el brujo no reaparecería más, decía Roma; la vida se extendía delante de ella sin presagios y la aparición benéfica del astro rey en el momento de ese regreso le pareció feliz augurio. En un impulso de entusiasmo, levantó los brazos para el sol:
— ves Roma después de las tinieblas de esta terrible noche, Ra saluda nuestro regreso. Es la señal de que las aflicciones terminaran y de que la vida será .en adelante de luz y calor.
Será lo que los Dioses ordenen; nuestro amor, sin embargo nos da la paz del alma—respondió él emocionado.– Ahora mi querida, ven y agradezcamos a los inmortales sus infinitas gracias.
Poco después, el matrimonio se arrodillaba delante de las divinidades domiciliarias y su ardiente acción de gracias se elevó rumbo a esas fuerzas del bien, que en todos los siglos, sobre diversos nombres, protegen las frágiles criaturas humanas que a ellas se dirigen con fervorosas oraciones.
Quien verdaderamente sabe orar, posee la llave del cielo.
Epílogo
Tan insensible como la luz del día desaparece en las tinieblas de la noche, así el tiempo devora todo lo que fue creado; gigante e insaciable, su lema es destrucción; nada le es sagrado, ni monumentos célebres, ni obras de arte, ni belleza, ni poder: él pasa indiferente, inmutable, y todo se aniquila. Todo, sin embargo, una cosa, también tenaz, tan eterna cuanto el propio tiempo: el alma, el principio de la vida, siempre renaciente de los escombros del pasado, creando a través del tiempo una labor interminable.
Es de noche. A ejemplo de centenas de siglos anteriores, la luna inunda con sus rayos plateados una planicie de la vieja tierra egipcia, y se refleja en las aguas del Nilo. El río sagrado no sufrió transformaciones, empero, sobre sus márgenes pasó el gigante destructor y de ellas hace un desierto. Por encima de los montículos de arena, dos templos derribados, las estatuas mutiladas, tristes restos de Tebas – la soberbia ciudad de las cien puertas, fluctúa vacilante y emblanquecida nube, diseñando por momentos, una silueta humana, vaporosa y casi impalpable.
Esa nube era una inteligencia, centella divina e indestructible que paraba, pensativa y triste, sobre esos lugares donde había vivido, evocando, en las reminiscencias la época distante en que esas ruinas eran esplendidos monumentos, en que generaciones, desde hace mucho tiempo extintas, animaban con su ruidosa vida, a la orgullosa capital del viejo mundo.
Junto de la Metrópolis, el espíritu estacionó para examinar, suspirando; inmensa y desbastada construcción, medio sepultada por la tierra. Él había visto de píe, en todo su primitivo esplendor, ese sepulcro de la reina Athasu, con sus patios inmensos, sus terrazas, sus columnetas sin fin y con sus pinturas de sus gustosos colores. El tiempo destruyera el esplendor del monumento; ningún trazo restaba de la inmensa avenida de Esfinges por la cual marchaban en otros tiempos las pomposas procesiones que iban a sacrificar a la memorias de los ancestros.
Las tumbas reales estaban vacías, las vicisitudes de los siglos de allí exhortaran a los cuerpos embalsamados de los belicosos Tutnés y de la orgullosa mujer creadora del original monumento, tan diferente de todo lo que se construía en Egipto; indestructible recuerdo de las conquistas de su genitor en las márgenes del Eufrates y de su propia victoria sobre los preconceptos de sus contemporáneos.
Doloroso suspiro irrumpió del corazón fluídico del espíritu, en vista de toda aquella destrucción; le era penoso, y, a pesar de eso, las ruinas de ese pasado lo atraían invenciblemente. Con la rapidez del pensamiento, dejó los escombros de Tebas y penetró, cual fugitivo rayo, en una construcción cuyas alas estaban atravesadas con la presencia de los más diferentes objetos. Todo cuanto allí se veía provenía del Egipto antiguo, ¿y qué no se encontraba en aquella miscelánea?. Estatuas y objetos funerarios, joyas y utensilios de toda especie, desde las monerías pertenecientes al palacio del faraón inclusive los groseros pertrechos de los operarios, y allá, en una de las salas, las largas cajas, numeradas, sarcófagos de los faraones. Un rayo de luna descendía sobre la madera ennegrecida, sobre las pinturas delicadas, y sobre las fajas desenrolladas que mostraban los rostros de algunos, de aquella misma luna, que iluminara con su claridad a aquellos mismos hombres, que en otros tiempos vimos, llenos de fuerza y orgullo.
Dolorosa agitación laceraban al invisible visitante del museo Boulacq, en cuanto miraba, para satisfacer la curiosidad, de aquellas amontonadas cosas. Pensaba en las manos sacrílegas que habían violado todas aquellas tumbas, arrancando del retiro, que suponían eterno, los pacíficos adormecidos, cuyas cabezas estaban ceñidas por los siglos con una nueva y venerable corona.
Pobres faraones del Egipto, átomos presumidos, que con inimaginable poder desafiaron al futuro en vuestros refugios inaccesibles!. El tiempo hace justicia a vuestro orgullo, no fuisteis despertados en vuestros sepulcros en cuanto los extranjeros invadían la patria y devastaban vuestras ciudades, destruían vuestros imperios, solo dejando de píe los indestructibles escombros de los templos, de las pirámides, que sin embargo la hazaña de los bárbaros no pudo darle fin!
Como que por irrisión de la suerte, el frágil despojo humano sobreviviera a los monumentos de granito, y ellos, a quienes eran rendidas honras divinas, a los cuales se llegaban con la faz sobre el piso, no pasaban ahora de objetos enumerados, expuestos a la banal curiosidad de la casta visitante.
Allá reposaba ahora el altanero Ramsés II, aún enrollado en paños tejidos por las manos de sus súbditos; su rostro, ennegrecido por los siglos, reflejaba aún el orgullo que lo animaba otrora, y los visitantes examinaban curiosamente aquellas manos huesudas que blandieran el hacha en las batallas contra el desaparecido pueblo de los Hitenos, aquella boca, de labios cerrados, de la cual una palabra decidía sobre la vida o la muerte de millares de hombres.
Allá también se encontraba la momia de Tutmés III, de manos bárbaras que quebraron el cuerpo del gran conquistador que subyugó a Asia y construyó los maravillosos templos que le inmortalizaran el nombre.
También allá estaba uno de esos tipos de los viejos soberanos del Nilo, tenaces y omnipotentes, primeros no solamente en la victoria, más en la batalla, consiguiendo triunfos, electrizando sus guerreros por el ejemplo, persuadidos de que los dioses protegían sus sagradas cabezas.
Tal generación de héroes murió, se extinguió, los tiempos y el modernismo todo cambiara; las bombas y la dinamita sustituyeron la espada, el hacha y las flechas; la matanza a distancia substituyó las luchas cuerpo a cuerpo; los soberanos actuales, si van a la guerra, asisten desde lo alto de una colina, rodeados del brillante estado mayor a la masacre de los súbitos, no combaten, más, condecoran con una cruz de metal a los héroes mejor recomendados a su favor.
La cabeza fluídica del visitante se inclinó pesadamente, a los recuerdos del glorioso pasado, de aquella patria tan amada, por la cual mucho pecara y mucho trabajara; también él tuviera la corona mística de los soberanos del Nilo. y un invencible deseo le vino por volver a ver, en todo su primitivo esplendor, los lugares donde viviera. Sin duda, para el mirar humano, Tebas, Menfis, Tanis, desaparecieron de la faz de la tierra: el barbarismo de los hombres los dejaran apenas sobreexistir el nombre; sin embargo, en las camadas luminosas del pasado, ellas se conservan intactas y vivas; la mano piadosa del Hacedor de la creación guarda en sus archivos fluídicos y eternos, el reflejo fiel de todo cuanto existió, desde los continentes sumergidos, las civilizaciones desaparecidas, con sus monumentos y costumbres, hasta las figuras, actos y pensamientos de esas razas extintas. Allá, la destrucción no existe, y basta una potente voluntad para hacer resurgir del más distante pasado los dramas y escenarios de os inmemoriales tiempos idos.
Con tal impulso de voluntad se animaba la vaporosa y pálida sombra, que planeaba en el aire y expelía de sí misma como que un flujo de fuego, iluminando el espacio, arrastrando al espíritu a través de las camadas fluídicas de los siglos pasados. Muy pronto surgió de todas partes en torno del ser espiritual, maravillosa ciudad, llena de movimientos y vida, tal cual en la remota época; templos y palacios se espejeaban en las aguas del Nilo, colmado de embarcaciones, empero, todo diáfano, ahogado en azulada claridad, suave, vacilante y como que atravesado por esa luminosidad. Con una desvanecida sonrisa, el viejo soberano del Nilo contempló la soberbia ciudad evocada del abismo por su voluntad, porque, si el tiempo domina en las ruinas del pasado, por encima de él reina el pensamiento, para lo cual no existe ni tiempo, ni destrucción.
Era Menfis del tiempo de Athasu que revivía a los ojos del espíritu que la evocara y contemplara aquellos lugares otrora tan conocidos. Nada cambiada: aquella alta y espesa muralla que rodeaba, tal cual en el viejo tiempo, los jardines y el misterioso palacio del nigromante. El transparente visitante deslizó por los halares sombreados, para el silencioso y espléndido edificio que parecía envolver a una nube volatizada de aroma suave y sofocante. Paró. A algunos pasos, apoyado a una columna, estaba un ser, también perteneciente a la población del pasado, no a la personalidad, y sí a las sombra o reflejo, cuyos trazos recordaban los de Horemseb, más las insignias reales que lo adornaban eran las de un Monarca moderno.
–Príncipe malo de Egipto, triste rey de Babiera, que malsanas quimeras, remotos y deletéreos olores del pasado, te arrastraron al abismo – murmuró el faraón.– Si, pues, en el reflejo del pasado buscas olvidar los sufrimientos del presente, y no solito, agregó,– prestando oído a las extrañas armonías tan deprisa suaves, tan pronto discordantes y salvajes, que hacían vibrar la atmósfera.. –¿El gran maestro que protegiste, vino a reencontrarse aquí? –Para calmar el alma inquieta, mixtura sus creaciones actuales con los sueños selváticos que acompañaban los ritos sangrientos del sacerdote Tadar! Con expresión de tristeza el visitante elevó la transparente mano haciendo de ella chorrear acre y devorante llama, que paralizó los sonidos de aquella música pungente, la cual de pronto cesó.
–¿Por qué nos vienes a perturbar y a reprender con las recordaciones del pasado, olvidando el presente?
— decían, con ira Luís II y Richard Wagner. ¿No hiciste tu lo mismo, átomo impotente, despedido del cetro y de la corona?
–Tu mano no empuñó más el látigo, no blandió más el "hacha de las armas", no trabas más batallas,: tu gloria, y así tu poderío, es polvadera.. — y, huyendo al triste presente, no vienes, tal cual lo hacemos, a extasiarte en el reflejo de tu sepultada grandeza?"
El espíritu se rehace y parece iluminarse enteramente con fulgente y dulce luz.
— Os engañáis vosotros, pobres compañeros del pasado, no evito el presente, ni me hacen falta batallas más gloriosas que las de esos tiempos; no más me adorno con la corona de Egipto, empero traigo la del trabajo espiritual; manejo la afilada "hacha" del pensamiento y la descargo sobre las tinieblas que oscurecen a la inteligencia; mis prisioneros son aquellos seres que arrastro para el progreso, para el arrepentimiento, para la fe; en vez del cetro, traigo la luz que ilumina el alma, el látigo que muestro a los hombres – mira! Grande y luminosa cruz se le diseñó en el pecho. Es el símbolo de la eternidad, a la cual nadie huye, y que por inmutable ley, Pune a cada uno, conforme haya pecado!
–La lucha entre Rá y Moloc prosigue igualmente, y los que hacen culto a Moloc no murieron con vosotros.
Es el espiritismo, mensajero de luz y de amor, que debe combatir el moderno ocultismo, esta ciencia que se envuelve de tinieblas y teme a la claridad, cuyos sacerdotes ya no más beben la sangre de sus víctimas, sin embargo, sobre un altar enlodado, devoran la vitalidad moral, y matan el despertar del alma, el impulso al arrepentimiento y a la renovación espiritual. Esos servidores del Ministerio, desfiguran la verdad por un egoísmo inaudito, predican ritos impuros, y a pesar de eso, prometen a los desmoralizados adeptos la unión con la divinidad, sabiendo perfectamente que tanta oscuridad no puede unirse a la fuente luminosa de todas las cosas. No se puede, por medio de orgías, abrir las puertas del invisible y evocar a la divinidad; no es dado a los que tienen las manos impuras correr el velo de Isis, para afirmar los ojos en sus sublimes trazos.
"Los sacerdotes y las sacerdotisas, ante el sacro altar, deben ser puros de alma y cuerpo, y abandonar, en el atrio del templo, todos los malos deseos; para invocar el Invisible.
El hombre debe espiritualizarse, rehacer el alma por una oración libre de todo interés material. Si al encuentro del invisible enviare la luz, la luz a a su vez responderá; su mensajero será puro cuanto vuestra fe, vuestra oración, vuestro deseo; él a voz traerá la salud del cuerpo y la paz del alma, sin vos pedir cosa alguna – material – por precio de su presencia. Más, si viciosos sacerdotes, enviaren tinieblas como mensajeras a los habitantes del mundo invisible, un espíritu de las sombras aparecerá y hará pagar por su venida, un tributo doloroso.
"Torno a vosotros, mis hermanos: que buscáis en ese pasado que solo vosotros vio sufrimiento. Quisiste gozo, sin amor, y solo habéis recogido dolor y vacío del alma: sacudid el error y el egoísmo, dominad a la materia, para que ella a vosotros no arrastre al abismo de las tinieblas, en el seno de las cuales no más veréis la claridad. A vosotros y a todos aquellos cuya alma está oscurecida, yo quisiera decir a gritos.
— Haced un esfuerzo para el bien, y todo se tornará luminoso alrededor de vosotros, y no más buscaréis el vicio para satisfacción de la existencia, que a voz parece vacía sin él!"
Una deslumbrante luz se había concentrado poco a poco en torno del espíritu, el paisaje de la ciudad de los faraones se desvaneciera y se fundiera sobre la bóveda azulada y vaporosa que esta misma rasgara, descubriendo un horizonte sin límites, lleno de esplendidos luceros. Los pobres espíritus sufridos acompañaran, con entristecido mirar, al audaz y célebre vuelo de aquel que les había hablado, y que no estaba solo, en ese océano de luminosidad.
Numerosas falanges de combatientes para el progreso y la perfección descendían para esparcir las tinieblas de la tierra, y a su encuentro surgía, de todos los rincones, inteligencias, ávidas de reposo, de saber y de fe, dispuestas a conducir la antorcha del progreso al ambiente donde debían actuar. Y todas esas almas quebrantadas, fatigadas de las tinieblas de la materia, murmuraban a través de las esferas: Fiat Lux! Hágase la Luz!
Autor:
Libardo Trujillo Medina
Institución Espírita Ivonne A. Pereira
Carrera 1 No. 37-48
Neiva, Huila – Colombia
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