PRIMERA PARTE
LA REVOLUCIÓN
I
Esto nos lo contó el viejo Dimas, cierta noche agujereada de estrellas:
—Yo andaba con uno de mis muchachos buscando caoba; ya teníamos buen trecho caminando cuando topamos la culebra. . .
Estábamos en la cocina. Las llamas del fogón se alzaban y removían incansablemente. Pepito y yo atendíamos a Dimas, mientras papá hacía chistes sobre la lentitud con que mamá preparaba el café.
El viejo Dimas explicaba:
— Dende la madrugada habíamos cogido el camino, porque yo sabía que la caoba no se orillaba mucho.
Se detuvo, miró la tierra dorada del piso y prosiguió:
—Dicen que si uno ve a un animal de ésos y no lo mata, el animal lo maldice. Asigún cuentan, son obra del Enemigo Malo.
Mamá, que iba vaciando el café en el colador, exclamó, con la mirada clavada en Dimas:
— ¡Jesús! Ave María Purísima…
Allí, sobre el hombro de la madre, estaba la cara del papá, y una sonrisilla maliciosa rompió a bailar entre sus labios.
Eran mansas como vacas viejas aquellas noches estrelladas del Pino. A veces, iba Simeón; tarde, después de ver a la novia, se detenía en la puerta Mero; una que otra noche no iban ni el uno ni el otro; pero jamás faltaba Dimas. Si llovía, entraba el agua en la cocina y se tertuliaba en la casa; bebían café, hablaban de la cosecha, de los malos tiempos, de la muerte de algún compadre. De mes en mes reventaba la luna por encima de la Encrucijada. Una luz verde y pálida nadaba entonces sobre los potreros, subía las lomas distantes de Cortadera y Pedregal, engrasaba las hojas de los árboles que orillaban el Yaquecillo y pintaba de azul las tablas de la vieja casa.
Aquella noche estaba dorado el cielo. Unas nubes berrendas salían por detrás de las lomas y se tragaban las estrellas. Dimas contaba:
—Asina que vide ese animal tan tremendo, tan negro, desenvainé el machete y le tiré dos veces; pero la maldita tenía el cuero duro y nada más le partí el espinazo sin cortarla. Verdá es que el machete no estaba bien afilado, por mucho que el muchacho estuvo dándole en una
piedrecita vieja que hay en casa. Bueno, se fue el bicho, yo creía que a morirse lejos, y como yo no lo diba a seguir entre tanto matojo, le dije al muchacho: "Sigue, hijo, que horitica se mete la noche". "Taita —me respondió—, pa mí que esa culebra no está bien muerta". "Ni te apures…
Esa condenada ha dío a morirse por ahí…". ¿Morirse? . . . Bueno.
La cocina estaba llenándose con el olor del café que humeaba. Las llamas se ahogaban bajo la marmita, se sacudían, se alzaban y caían. En todas las paredes bailaban esas llamas diminutas; y bailaban también en la frente, en las cejas y en las manos del viejo Dimas.
—Bueno. . . — el viejo parecía estar rezando—. Yo apuraba el paso, porque estábamos a boquita e noche y no quería que nos cogiera en el monte. Asina que, ya cansado, alcanzamos el rancho del viejo Matías. "Vamos a dormir en la cumbrera, muchacho". "Taita, no tenemos ni una yagua, y ahí nada más hay varejones podridos.
El rancho del viejo Matías no era rancho ni pertenecía a nadie. Atrás, muy atrás, cuando aún estaba joven el padre de Dimas, Matías había construido aquella vivienda, bien metida en la loma. Vivía cazando, persiguiendo reses cimarronas. Pero los animales fueron abandonando lentamente el sitio, seguidos por manadas de perros jíbaros, y un día el hombre se vio forzado a dejar el rancho. Tomó los firmes de la cordillera, siempre tras las huellas de las reses, barbudo, silencioso y recio; bajaba de año en año, en busca de pólvora o a vender pieles. Después descubrió que el Bonao le quedaba más cerca, y ya no volvió. Se sabía de él en el lugar por las noticias que traían las escasas recuas; poco a poco se destiñó su figura y con el tiempo desaparecieron cuantos le habían conocido.
Matías se fue; pero su rancho quedó. A la cuenta de días, el viento vagabundo le perdió el respeto y empezó a arrancarle yaguas, reblandecidas por las lluvias; comenzaron después a caérsele tablas; al principio en pedazos, más tarde enteras. Iban y venían por los espeques los hilos de comején; gateaban los bejucos por los palos. Cuando los monteros descubrieron que allí se podía pernoctar, le limpiaron el frente, trozaron los arbustos que se entrometían por las rendijas, le amarraron pedazos de yaguas. Sin embargo, se monteaba poco: el mismo Matías había empujado las reses hacia el sur, hacia el monte tupido, cerrado, bruto.
"El rancho del viejo Matías", decía la gente. Pero ya no era rancho ni tenía dueño. No era rancho, por lo menos, la noche que llegaron Dimas y su muchacho. Gateando por los espeques ganaron el techo, donde las varas desnudas, ennegrecidas por las lluvias, se derrengaban bajo el pie cauteloso. Pudieron arreglar algo como una cama, casi en la cumbrera. Lo hacían tanteando, porque entre ellos y las escasas estrellas estaba la tramazón del monte.
A media noche despertó Dimas. Había oído, entre sueños, un golpe seco. A poco, otra vez, tac. Alzó la cabeza.
—Despierta, hijo _ recomendó.
Aquel golpe sonó de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Parecía medido el tiempo entre uno y otro.
—Alguno de esos varejones rompiéndose aventuró el muchacho-.
— ¿ Rompiéndose?.
Dimas no era hombre de engañarse. Conocía todos los ruidos del bosque. Nunca había oído aquél. Era como algo que caía. A veces, los árboles rozan entre sí, cuando hay viento; pero no sucedía eso, o por lo menos, el ruido era distinto.
La voz de Dimas tenía alzadas y caídas. Bajo las cejas tupidas los ojos se le hacían diminutos. No nos miraba, sino que parecía estar acechando algo que pasaba más allá de alguna pequeña rendija.
— ¡Hola! dijo padre.
Entonces, Dimas alzó la mirada. En la puerta estaba Simeón, alto, simple, rojo.
*
* *
En un banco corto y pulido por el uso, frente al fogón, tomó asiento el alcalde. Era hombre bueno, manso. Tenía entre los dientes un roñoso cachimbo de madera. Cruzó los brazos por encima del vientre y saludó echando humo con cada palabra.
Pepito y yo le veíamos con odio, casi: allí estaba meciéndose entre nuestros oídos la historia de Dimas. Simeón la había roto en lo mejor.
—Horitica habló el recién llegado me dijeron que andan tiznados por aquí.
Impasible, quieto e indiferente como una piedra, ni soltaba el cachimbo para hablar ni se tragaba el humo. Restregándose ambas manos, lo sostuvo un instante entre los dedos para lanzar al rincón un escupitajo negro.
Dimas se acariciaba la blanca barba y miraba al alcalde; padre, lleno de recelos, comenzó a ojearlo. Suspensa sobre todos, ardía la mirada de mi madre.
Papá rompió el silencio:
—Dudo que sean tiznados.
Simeón cruzó una pierna sobre la otra.
—En lo mismo estoy yo. Nadie sabe atrás de qué andan…
Elevó el techo su mirada clara. En el cobrizo bigote alentaba la llama.
—De todos modos, Pepe, no conviene descuidarse…
Mamá había hablado. Toda la cara de mi madre era filosa. En ese momento se le llenaba con el rejuego de la luz.
—Ni tiznados ni nada.
Dimas había puesto los codos en las rodillas y tenía el cuerpo echado casi sobre las piernas.
Las palabras le hacían temblar la barba.
—Ni tiznados ni nada. Están diciendo que de noche tirotean el pueblo.
Papá empezó a encender un cigarro. Disimulaba su impaciencia. El, como todos, sabía que de un día a otro estallaba la revuelta. Con la cara metida entre las manos, envuelto en el humillo y en la lumbre de fósforo, medio dijo:
—Vagabunderías, Dimas.
Y después, sacudiendo el palillo encendido:
—Mejor siga con su cuento; me estaba interesando.
Simeón pareció apretarse el vientre. Tenía los ojos entrecerrados, y sobre la nariz y el bigote se alzaba el humo espeso de su cachimbo.
—Me tenían escambroso esos golpecitos. "Muchacho, haz candela". Pero el muchacho no quería. "Eso es algún palo, taita". Estaba bregando con él, cuando. . . itac! Ya yo sentía frío en la espalda. "¡Hum!_.dije_. Por aquí debe estar penando un muerto".
No era muerto, no. Cuando el hijo rayó el fósforo, vieron, casi pegado a los pies de Dimas, un brillo como de carne recién cortada. Algo grueso, rojizo, pegajoso y pesado se movía entre los varejones. El viejo observó detenidamente aquello que parecía estar colgando de mitad abajo. Sin duda alguna, lo que fuera retrocedía. Después… Dimas sintió que la mano de su hijo le apretaba el hombro, le desgarraba la camisa. En los dedos de la otra le temblaba la lucecilla, que se disolvía en la oscuridad. Ahí mismo, ahí enfrente, echándoles encima el calor sofocante de su mirada, un par de ojillos crueles relampagueaban llenos de duros reflejos. Parecían filos de machetes o de puñal. Dimas sintió la sangre subirle a la cabeza y hacérsela crecer, como cuando se emborrachaba. De pronto volvió la cara: el hijo tenía la boca retorcida.
—Taita, taita, taita —resollaba.
Recuerdo todavía la palabra con que esa noche comentó Dimas la actitud de su hijo:
—Muchacho pendejo… ¡ A quién habrá salido! . Prosiguió después su historieta:
—Ese animal caminó atrás de nosotros, sabaneándonos como a gallinas. Si no hubiera tenido el espinazo roto, nos ahorca. Pero como tenía que enderezarse para saltar los varejones, al llegar al pedazo roto, se le caía. Esos eran los golpes que yo asuntaba.
De pronto Dimas se agarró la barba blanca.
—Para mí esa culebra no era culebra, porque nosotros anduvimos largo y en camino cerrado. Yo creo que era el Enemigo Malo. . . ¡Tenía los ojos muy encandilados!.
Yo levanté los desnudos piececitos, los puse en la silla y con las manos frías y enrojecidas, los sujeté fuertemente.
Trepado en su banco, Simeón sonreía con malicia por entre el humo de su cachimbo.
—Vea, compadre -dijo -, con esas pájaras se pasan sustos grandes. Dígale a mi compadre
Pepé que le cuente lo que nos pasó aquí mismo.
Su mano zurda indicaba la casa; con la otra se echaba sobre las cejas el sudado sombrero de fieltro.
Papá se puso de pie. Su sombra se quebró y subió por la pared de tablas de palma.
—No me gusta contar eso, porque me pone nervioso recordarlo. Pasé una noche endiablada.
Tomó asiento de nuevo y se quedó con la mirada sucia, como quien piensa en cosas amargas. Después rompió a decir.
Padre hablaba en voz alta. Simeón, oyéndole, cerraba los ojos y parecía dormir. Contaba papá su experiencia de la primera noche pasada en la casa.
Viajando con la recua había visto repetidas veces el caserón vacío; le gustó el tamaño y el sitio le resultaba conveniente. Un día salió dispuesto a conocerla mejor. Ya en El Pino solicitó informes del alcalde. ¡Buen amigo le salió aquel hombre simple, alto y rojo! La propiedad era de cierto rico viejo que vivía en el pueblo. Padre estuvo recorriendo los potreros, viendo las palizadas, las aguadas, los árboles frutales: todo lo observó y midió. Atardecido salieron al camino real, y con la noche cayéndole encima tomó el camino de la vuelta. Durmió en el pueblo. Al otro día, recién salido el sol, buscó al viejo. Era persona complicada y papá explicó que le encontró junto al fogón, en pantuflas y tocado con gorra de lana. Le estuvo sacando muchas vueltas al negocio; pero de repente se sintió cansado y le dijo a papá:
—Cójasela por lo que le dé la gana. Tráigame el dinero cuando le parezca.
—Entonces voy donde el notario —argumentó papá.
—Si usté quiere, vaya; a mí no me hace falta. A usté se le ve la honradez por encima de la ropa.
Papá se esponjaba de orgullo cuando contaba aquello. Siguió el relato, tras algunas consideraciones sobre su seriedad.
Con una recua que pasaba le envió recado a mamá para que fuera preparando los "corotos". El tornó al Pino. Su primer cuidado fue buscar al alcalde de nuevo. Al abrir el caserón lo encontraron lleno de tusas, aparejos viejos, y una gruesa camada de polvo que apagaba las pisadas. Simeón buscó a unas cuantas mujeres para que lo limpiaran, y en el primer día apenas pudieron arreglar la habitación mayor, la misma que después serviría de almacén.
Escasa ya la lumbre del sol, listos para salir, sintieron ruido en el interior.
—¿Qué suena ahí? -inquirió padre.
Era como el canto de un gallo; pero un canto ronco, extraño, impresionante.
El alcalde pretendió ver; pero se devolvió de la puerta, porque estaba demasiado oscuro. El padre le dijo que buscara un trozo de cuaba, y Simeón salió. Pero papá, hombre desesperado, no quiso aguardar y se metió en la habitación. Lo primero que sintió fue que había puesto el pie en algo blando y resbaloso. Pensó rápidamente que había pisado alguna gallina; pero a seguidas sintió que aquello se le envolvía en las piernas y le apretaba. Una desagradable sensación de frío le mordía el vientre. Aquel nudo se hacía estrecho; creía que iba a caer. De pronto sintió que otro nudo se le estaba formando más arriba de la rodilla. ¡Dios! ¿Qué diablo era aquello?
— ¡Simeón! ¡Simeón! —gritó.
Tuvo que agarrarse a las tablas. Recordó que tenía fósforos. Rayó uno, preso de sus nervios. Simeón entraba ya. El hacho se revolvía como copa de árbol en día de viento. Al reflejo de la luz vio padre al animal y le vio los ojillos, fijos y criminales. De pronto aquello dejó caer la cabeza contra el piso. ¡Concho, concho! ¡Y qué culebra! Larga, negra, negra y gruesa como un tronco!
— ¡Maldita! ¡Maldita!
Simeón lanzaba palabrotas mientras sacudía el machete, que al choque de la luz se veía también rojo, como otro bicho.
El animal buscó un rincón y ya estaba metiendo la cabeza por allí cuando el alcalde la alcanzó con el filo del arma. Al sentirse golpeada se volvió a su perseguidor. Allí en el suelo estaba el hacho, apagándose casi, mientras papá seguía la lucha a ojos, como persona ajena a todo. De pronto comprendió, echó a correr y sujetó la tea. Sintiéndose acorralada, la culebra abrió la boca para repeler de algún modo el ataque. Simeón se impresionó.
—Corra, don Pepe; corra, que me bajea!
Una rabia sorda le encendió la sangre y empezó a lanzar machetazos. Parecía loco: tirando golpes, los dos brazos abiertos, las piernas torcidas, mecido el tronco, ya en sombras, ya en luz, enrojecido y oscuro, Simeón daba la impresión de un fantasma que hubiera roto en un baile dislocado de borracho.
Al otro día revisaron toda la casa, hasta los aleros; limpiaron el Yaquecillo y quemaron los pendones, para matarles los nidos a las compañeras.
Silenciábamos todos. Pepito, preocupado, preguntó:
—¿Estaba en nuestro cuarto esa culebra, papá?
Pero padre apenas le oyó. Estaba tendiendo la mano para coger la taza de café que le servía madre.
A través de la ventana se mecía una estrella desflecada, medio escondida en el humo que huía por encima de Simeón.
II
Papá era sujeto de pasiones más que de pensamientos. Rojo, de frente alta, nariz gruesa y labios duros, hubiera parecido criollo a no ser por los ojos. Menudos y azules, de mirada hiriente y honda, los ojos de padre se imponían solos. Tenía el bigote y los cabellos rubios. La palabra se le enredaba entre los dientes, y a veces necesitaba uno verle, además de oírle, para entender lo que decía.
Las ideas se le traducían en tormentos. Todo cuanto pensaba lo veía; y nunca buceaba en un hecho, sino que se dirigía de éste a las consecuencias. Si le decían: "Tal mulo se quebró una pata", veía al animal renqueando, dolorido, silencioso y derrengado. Sufría enormemente, más, de seguro, que la propia bestia. Pensaba: "Se morirá; habrá que matarlo". Veía al mulo en el instante de la agonía; y sentía la muerte de su carne, ese arrugamiento largo que sufre el cuerpo cuando se le pega un tiro. Si era de noche no dormía, porque le perseguía la mirada desolada del animal.
Madre no distaba mucho de papá, si bien era más fuerte en sus sentimientos: había que odiar esto o amar aquello; con eso le bastaba. No podía, como padre, ver lo que pensaba. Apegada a lo viejo, la mujer, según ella, debía hablar poco, trabajar sin descanso y vivir de puertas adentro.
Mamá era de estatura aventajada. Tenía el cabello gris, anudado siempre en pequeño moño sobre la nuca. La quijada cuadrada le llenaba la cara de rudeza; así como los ojos pardos, casi negros, y la boca ancha, y la frente plana. aunque alta. Era escasa de cejas y abundante de canas.
Tenía complexión robusta; pero la color desteñida y vacía. Sabíamos que no era saludable; pero lo disimulaba a maravilla, porque trabajaba de sol a sol.
A veces mamá se endulzaba y nos entretenía contándonos historias o dibujando malos muñecos en papel de estraza. Sucedía esto pocas veces: le placía más rezar, lo que hacía con sincero fervor.
Padre parecía más cariñoso, sobre todo cuando volvía de algún viaje largo. Sabía cientos de juegos, miles de cuentos, y cantaba motivos de su tierra con una voz bella, gruesa, dulce, acariciadora. De mañana nos llamaba a su cama y nos hacía relatos maravillosos de los mulos que hablaban, del río que se iba volando, de las golondrinas que le contaban lo que hacíamos Pepito y yo. Todo esto lo sazonaba con cosquillas, con mordiscos y apretujones que nos hacían reventar de risa. Nada en casa tan alegre, tan jubiloso como los amaneceres. Los aprovechábamos bien, porque al romper el día se hacía papá serio, y empezaba a pensar en sus negocios, a trajinar, a dar voces. ¡Oh! ¡Cómo hería la voz de papá cuando no se hacían las cosas según ordenaba! Durante todo el día no descansaba; correteaba de un sitio a otro, del potrero a la casa, de la casa al camino. Y así hasta caer la noche. En la mesa hablaba poco y le gustaba que callaran los demás. Sólo al anochecer volvía a ser el padre cariñoso.
Recuerdo que gustaba, metida ya la oscuridad, de tirarse en el piso y levantar brazos y piernas.
—¡Vengan! —nos decía.
Madre regañaba; hablaba de la ropa sucia, de trabajo, de niñadas y tonterías; pero nosotros no la oíamos, ni la oía papá, que nos tomaba por la cintura y nos sostenía en vilo, dándonos empellones hasta que caíamos revueltos en el suelo.
Yo quería entrañablemente a mi padre, porque, a ser sincero, tenía por mí marcada predilección. Decía que yo haría carrera, y sufría lo indecible cuando enfermaba. De los dulces, trajes y zapatos, sombreritos o juguetes que traía de sus viajes, lo mejor era para mí. Nunca hería a Pepito, porque mi hermano tenía predilección por cosas distintas: por ejemplo, reventaba de gozo si papá le traía cornetas, sables o tambores, cosas de que yo detestaba; mis grandes placeres me los producían una pizarra, un lápiz, un libro con láminas…
¡Oh, la vida aquella, tranquila, fresca y satisfecha como una tinaja! Todo el campo haciéndose ondulado, ancho y luminoso frente a nosotros; el sustento traído y llevado en aparejos de mulos y serones claros; la salud en risas, el día en trabajos y la noche en cuentos…!
Antes habíamos sufrido largo: si no era algo más que sufrir aquello de vivir en perenne huida, amasando la oscuridad y el lodo de los caminos reales, ya sobre la Frontera, ya cruzándola, volviendo y saliendo. Dos veces estuvimos refugiados en las lomas, mientras la tierra se quemaba al cruce de soldados. Extranjero padre y extranjera madre, ignoraban que en estas tierras mozas de América hay que vivir cavando un hoyo y pregonar a voces que es la propia sepultura. Altivos y trabajadores, el éxito les sonreía en toda empresa. Llegaba la revolución en triunfos, les pedía más de lo que tenían, se negaban a dar, y los perseguía; entraba vencedor el gobierno, y terminaba en lo mismo.
Cansados, transidos, caímos en Río Verde, donde mi abuelo había echado raíces y florecía como árbol de tierra criolla. Hombre de pocas palabras y de muchos hechos, de trabajo largo, de arrogante figura; alto, oscuro, imponente, mi abuelo se hizo en pocos años el alma del lugar. A su amparo empezó para nosotros la paz anhelada, o, lo que es lo mismo, podía papá echarse por esos caminos de Dios en busca del sustento, mientras nosotros permanecíamos en casa. Padre levantó recua y con ella llegaba a los confines del país. Se iba cargado de andullos de tabaco, de cacao, y retornaba con lienzos, jabón, azúcar. . . Muy de tarde en tarde se hablaba de revueltas; pero en general se vivía dulcemente, sin que nos sacudieran malas noticias ni persecuciones.
A Río Verde llegó padre un día con una mulita nueva, incapaz todavía para la brega de la recua. Era un animalito vivo, inquieto, casi todo cabeza, que movía nerviosamente las orejas y el rabo cuando le molestaba algún ruido. El vecindario entero desfiló por casa para verla.
—Es de San Juan —explicaba padre a las preguntas de los hombres.
Con esto lo decía todo. Le retozaba el orgullo en los ojos y en los labios cuando la veía, cuando le acariciaba el anca, mientras la mulita temblaba de miedo bajo su mano.
Era oscura como la hoja seca del cacao; pero recién llegada estaba todavía lanuda, y aquella lana tenía un color rojizo que la hacía feúcha aunque graciosa. Padre decía que procedía de un hato de renombre y que había dado por ella sesenta pesos "así tan chiquita como la veían".
Como se crió entre nosotros, soportó pacientemente el primer contacto con la realidad: la aparejaron, la ensillaron luego. Estaba ya grandecita, y a la lana había sucedido una piel parda, brillante, que reflejaba limpiamente la luz. La silla fue para ella como una caricia más; pero…¡cómo pateó, se resistió, tiró mordiscos y corcoveó cuando la quisieron enfrenar! La asustaba el tintineo de los hierros y correteaba enloquecida entre las flores, que le desgarraban las patas con las espinas, entre las pilas de cacao, cuyos granos saltaban como chispas. Se tiraba sobre las mayas que orillaban el camino y espumeaba por la boca, mientras los ojos parecían salírsele a saltos.
— ¡Ah mañosa! —gritaba padre.— ¡Ah mañosa!
Abuelo reía estrepitosamente desde la galería; madre se sujetaba las sienes, arrimada a la ventana; Pepito se asustaba, se recogía entre una enorme mecedora donde estaba sentado. Papá volvió a medio día, sudado, rojo y fatigado.
No sé cuántos días duró la lucha entre el hombre y la bestezuela. Sólo que cuando se acostumbró al freno ya tenía nombre: la Mañosa.
Y que fue para nosotros como el de alguien de la familia.
Para el tiempo en que llegamos al Pino la Mañosa era ya imprescindible. En ella hacía padre los viajes de negocios y los viajes veloces al pueblo, en busca de medicinas, de ropas o de cartas. Mero, que había dejado Río Verde para seguirnos, la quería entrañablemente. Anduvo enamorado por el Pino Arriba, lo que lo alejaba de las tertulias en la cocina; pero confesaba que entre comprarle creolina al animal o esencia a la novia, prefería lo primero si el dinero no le alcanzaba para las dos cosas.
El vaso de potrero más cercano a la casa era el suyo. Yerba lozana, joven, tierna: era bocado digno de bestia consentida.
*
* *
Se derretía la tarde en los caminos reales, a los pies de Mero, y él no lo notaba. Reparaba los aparejos sentado en el quicio de la puerta, ultimando los detalles del viaje.
En el oscuro almacén estaba el viejo Dimas cosiendo los serones, mientras uno de sus hijos tejía sogas de majagua. El viejo escupía y se limpiaba la barba con el dorso de la mano.
Mero hablaba, pero seguía con la cabeza gacha, mordisqueando la cuerda con que reparaba los aparejos:
—Digo yo que como la Mañosa no hay otra, viejo Dimas. El interlocutor decía:
—Pero de este viaje viene con las ancas afuera. ¿Usté no ha visto las señales del tiempo? Asunte esto: dende que tuve juicio vengo haciendo las cabañuelas, y lo que es este octubre…
iCristiano! Ni quiera usté saber el agua que le espera por esos caminos viejos. Yo como don Pepe, hasta dejara el viaje.
La cara de mi padre asomó por la puerta del comedor, mientras su voz alta y tranquila respondía:
—En noviembre tenemos más agua, Dimas, y cuando hay que comer no se espera para mañana.
—Asina es, don Pepe; yo no lo discuto; pero si hay que dir, yo no llevara la Mañosa. Un animalito como ése no es para meterlo en caminos tan endiablados.
Mero regó los ojos al decir:
—Su mejor recomendación es ésa, viejo Dimas. Nuevecitica taba ella cuando nos tiramos a la Frontera, ¡Y eso sí era sol tupío y bravo!.
Usté no más topaba espina y espina. iConcho! Ni an sé yo cómo vive la gente en esa Línea mentada.
Padre aprobaba con la cabeza, los labios llenos de sonrisas. Mero se entusiasmaba y manoteaba.
—Solamente pechamos una recua, y eso fue ya dentrando a Dajabón. Anduvimos en el Guarico, como quien dice. A mí me dolían los huesos de la espalda, y la Mañosa fresquecita, como si hubiera estado en potrero.
Papá explicaba:
—Sí, sí, aquel fue un viaje duro y largo.
—Ello… Dimas detenía la palabrahay monturas legítimas, donde Pepe. En Almacén compré yo una vez un caballo alazano que con el paso con que cogía un camino lo terminaba.
Ese no conocía sesteo.
Los hombres de campo se entusiasman hablando de cosas queridas. Mero alzó la voz:
—Asina es esa Mañosa, viejo Dimas. De día y de noche, en loma y en tierra llana, no hay apuros con ella.
Padre remachaba:
—¿Mi mula? Por todos los cuartos del mundo no la doy. Y no es sólo porque me desempeñe, sino porque le tengo cariño, como si fuera persona.
—¿Cariño? Asunte: a mi mujer le he dicho que no quiero perros en casa, porque a la hora de morirse me dan más pena que si fueran cristianos. La gente dice que son ángeles.. . Yo estoy en creerlo.
Dimas siguió cosiendo serones. Por la sombra del almacén trajinaba su hijo, y en los caminos reales, sobre el techo de la casa, entre las hojas de los árboles, el sol se iba haciendo espeso con la llegada de la noche.
Pero ni padre, ni Mero, ni Dimas ni su hijo lo notaban.
*
* *
Al otro día vino Simeón a recortar la mula. Simeón era la autoridad del lugar; sin embargo, sentía placer en servir a papá como cualquier peón. Quizás se debía ello a que papá le regalaba los zapatos que ya él no usaba, uno que otro pedazo de andullo y hasta los pardos, viejos y estrechos pantalones de paño que el alcalde lucía con desmedido orgullo.
Mero tenía que sujetar por la jáquima la mula mientras Simeón le hurgaba entre las orejas con las tijeras, cortándole los crecidos pelos, emparejándole la escasa crin o embelleciéndole el rabo. La Mañosa se mecía constantemente de atrás alante, de un lado a otro, nerviosa como muchacha. Tenía figura de estampa, limpia, brillante, pequeña, rellena. Era oscura como la madera a medio quemar; tenía la mirada inteligente y cariñosa; las patas finas y seguras; las pezuñas menudas, redondas, negras y duras. Todo en ella era vistoso y simpático. Simeón se esmeraba en hacerla más linda, más digna del amor que le profesábamos en casa.
Mero la acariciaba, le hablaba como a persona. La Mañosa acechaba con ojos de susto la sombra de una mula que se removía en el camino, bajo sus patas.
*
* *
Yo estaba en el comedor, desmenuzando restos del desayuno. Un rayo de sol caía sobre el blanco mantel y el aire sano parecía mecerlo. Simeón entró en silencio. Papá venía del patio cuando vio al alcalde.
—Ya tiene la mula nuevecita -dijo él satisfecho.
Tomó asiento en una silla vieja; sacó el roñoso cachimbo de un bolsillo, tabaco del otro y un sucio palo de fósforo de entre el sombrero.
—Quiero recordarle, don Pepe decía a la vez que encendía que ande con cuidado en este viaje.
Padre puso la cara gruesa, la mirada muerta.
—¿Cuidado?
Entonces Simeón se levantó, se echó el sombrero sobre la nuca, abrazó a papá de lado, estrechamente, y como quien sabe lo que habla, susurró:
—Hay malas noticias.
Padre preguntó, haciéndose el desinteresado:
—¿Usté cree?
¿Que si lo creo? Bueno…
Simeón se hacía el importante. Sobre los bigotes rojos se le desteñían los ojos mansos.
—Don Pepe, póngame caso. Ya se está juntando la gente de Monsito Peña.
Papá tomó una silla:
—Óigame, compadre, no es bueno llevarse de las apariencias.
Ya iba el alcalde a contestar algo definitivo cuando Morillo sopló un saludo. Era hombre bajetón, anegrado y bruto de cara. Estaba henchido de malicia.
—¿Cuándo es el viaje?
Venía preguntando, tontamente al parecer, pero papá era hombre arisco como lagarto: Le clavó aquellos ojos azules, tenaces y desconfiados:
—Estamos preparándolo, amigo; nadie sabe cuándo saldremos.
Simeón miraba a papá de reojo, bajo el ala del sombrero. El humo de su cachimbo cruzaba el rayo de sol que se iba retirando poco a poco de la mesa.
Morillo dijo:
—Yo tengo necesidá de mandar una recuita de tabaco al pueblo, y quisiera hacerlo con los muchachos de Dimas; pero asigún entiendo los asuntos están al voltiarse.
¿Usté cree?
Simeón había hecho la pregunta como si nunca hubiera oído hablar de tal cosa.
—Yo no creo nada, compadre; se conversan muchos embustes… Pero por si acaso, pasado mañana tengo ese tabaquito andando.
Bueno… _ Simeón se miraba los pies _. Cada cual hace lo que le conviene.
Papá se incorporó. Afuera estaba Mero adulando a la Mañosa.
De madrugada se llenó la casa con los gritos de padre, las voces de Mero y los relinchos de las bestias. De los potreros emergía un olor fragante, que se confundía en el patio con el que exhalaba el estiércol reciente.
Los mulos se movían sin cesar. Eran sólo montones de sombras y luces verdes. Uno pretendió morder a otro, y papá corrió dando gritos, le sujetó por la jáquima y la emprendió a bofetones con el agresor.
Pepito hablaba bajito y reía. Por allí andaba Mero, manoteando entre los serones, silbando merengues, mientras arriba, hacia el este, la luna atravesaba velozmente una inmensa nube morada.
Papá cruzó en dirección a la cocina. Parecía alegre, aunque apenas le podíamos distinguir la cara; pero le vimos acercarse a la Mañosa y palmotear sus redondas ancas. El animal estaba sujeto al portón, cabecigacha, reposada, serena. La luna hacía esfuerzos por aclarar su calor de hierro mohoso.
Con una taza de café en la mano salió papá al patio, conversó con Mero y se acercó a la cocina.
—Me voy, Ángela _dijo.
Cargó conmigo, entró al viejo comedor, me puso de pie sobre la silla y, alumbrándose con la lámpara, penetró en su habitación. Cuando salió estaba tocado con sombrero de fieltro y armado de revólver. La luz rascaba el cobre de las cápsulas, arrancándoles brillo. Mi padre se puso en cuclillas, nos llamó a Pepito y a mí y nos sostuvo largo rato con las caras pegadas a sus mejillas.
—Pórtense como hombrecitos, que les voy a traer muchos regalos _aseguró sonriendo. Después se incorporó. Madre miró a papá con ojos desolados. Cuando él la besó y abrazó, se hicieron un montón confuso, que entre los reflejos de la luz parecía surgir de un incendio.
— ¡Adiós! _repitió él _, deshaciéndose de mamá.
Nos fuimos a la ventana para verle montar. Lo hizo de un salto, con asombrosa agilidad; removió una mano, volviéndonos el frente, y clavó a la mula. Llevaba la rienda entre los dedos diestros.
Nosotros salimos al patio justamente al tiempo que el último mulo atravesaba el portal. Iba sobre él Mero. Gritaba con voz honda; y hacía restallar el fuete que resonaba en la casa con fragor de tiro.
A la orilla del camino, mientras la luna rodaba, llevada por el viento, pegados Pepito y yo a la falda de mamá veíamos la recua alejarse al trote. Padre nos decía adiós, erguido en la Mañosa.
Pero en la Encrucijada había árboles que se agrupaban en sombras. Y la Encrucijada se arremolinó sobre el saco negro de papá, robándoselo a nuestro cariño.
III
Nuestra casa estaba pegada al camino. Era grande, de madera, techada de zinc, y el sol le había dado ese color de suela tostada que tenía.
Antes de llegar a ella había que cruzar el Yaquecillo y poco más adelante, el Jagüey. El
Jagüey era misterioso, porque cuando llovía era río, y cuando no, se lo tragaba la arena quemada del cauce, para reaparecer bastante lejos, en la vuelta que daba por nuestros potreros. El Yaquecillo es hoy una charca, poblada de cañas lozanas, en la que se crían mosquitos y sanguijuelas.
El lado norte de la casa daba al camino. Tenía ese frente cuatro puertas anchas y altas; las dos que estaban más cerca del Yaquecillo no se abrían. En la pared que recibía el primer sol había tan sólo una puerta y una ventana; la puerta correspondía a la habitación esquinera que servía de almacén y pulpería en la cual, medio hundidos en la penumbra, se amontonaban siempre serones de andullos, cargas de maíz, sacos de frijoles; un mostradorcillo mal parado se apoyaba en la esquina, pegado a la puerta que daba al este. La ventana correspondía al comedor que estaba justamente detrás del almacén-pulpería; y el sol tibio que se metía por la ventana, antes de la tarde, se echaba a dormir sobre la mesa, igual que muchacho mal educado.
En el lado sur, casi pegada a la esquina sureste, se vaciaba una puerta, desde la que salía la naciente calzada de piedras que conducía a la cocina. Esta se alzaba frente a ella, y era un humilde ranchito de yaguas con aspecto de cosa provisional. En las noches claras era, a pesar de su pobreza, el lugar más prestigiado de toda la casa.
El comedor tenía también una ventana abierta a la contemplación perenne del cielo. Le seguían dos puertas más, que se enfilaban en el mismo lado y que eran salidas al patio de la habitación paterna. El cuarto que ocupábamos Pepito y yo tenía vistas al sur por una puerta y una ventana, y una claraboya alta de persianas que daba al oeste. Esa claraboya estaba cubierta con retazos de telas, porque miraba al Yaquecillo, que ya en esa época empezaba a arrastrarse penosamente por entre lodo y yerbajos, y mamá decía que por ella se metían los mosquitos.
El frente norte de la casa parecía tostado; el sur era pálido, manchado de verde. Sucedía esto porque en él se restregaba la lluvia larga de los inviernos.
Nuestro patio estaba encerrado entre una palizada de alambres de púas que empezaba en la esquina noroeste y se cortaba a poco para dejar subir el cuadro del portón, que consistía en dos espeques gruesos y cuadrados de guayacán, puestos a cerca de tres varas uno del otro. Encima tenía un techito de zinc, gracioso por lo pequeño, que parecía techo de casa de muñecas. Después del segundo espeque seguía el alambre de púas, para doblar en ángulo recto a los veinte pasos y enfilarse hasta tropezar con el primer "vaso", la parte de potrero que cercaba el patio por el sur y la cual reservaba papá para echar en ella la Mañosa, cuando retornaba de viajes largos.
El patio, en la parte este, como era camino obligado del portón al potrero, estaba dorado de menudo y seco polvo, huérfano de grama; pero la yerba se amontonaba en la caseta de desperdicios, que estaba al borde del potrero.
En el ángulo suroeste había un naranjal oscuro, de árboles nervudos y pequeños, con las cortezas blanqueadas de hongos. En esas cortezas grabábamos Pepito y yo las letras que papá nos enseñaba las primas noches.
Vista de lejos, nuestra casa parecía una eminencia mohosa, con corona de plata, porque el zinc brillaba a todos los soles. No había caminante que no se detuviera un segundo a saludarnos o que, si era desconocido, no hiciera más lento el paso de su montura al cruzar el trozo de camino que se echaba frente a casa como perro sato.
Desde la puerta veíamos el tupido monte que orillaba el Yaquecillo: pomares, palmas reales, guayabales, algunos robles florecidos; a la izquierda se hacía alta y sólida la tierra en las lomas de Cortadera y Pedregal; a la derecha, siempre pegado al camino como potranca a yegua, se iba el monte haciendo pequeño, pequeño, cada vez más, hasta arremolinarse en la fronda que cubría la primera curva.
En esa fronda se ahogaba papá cuando se iba; y al lugar, que llamábamos la Encrucijada porque allí cruzaba la vereda de Jagüey Adentro, íbamos a esperarle cuando pensábamos que ya era tiempo de volver. Pero si la lluvia roncaba sobre el Pino, teníamos que conformarnos con esperar en la puerta.
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