El sitio donde tuvo lugar su construcción fue la localidad de Éfeso, una ciudad portuaria localizada en el territorio de la actual Turquía. En la época se trataba de una ciudad opulenta, plena de templos y palacios en los cuales residían los más poderosos comerciantes del mundo, rodeada de bellas colinas sembradas de olivares.
Era tanta la riqueza que poseían los poderosos de la ciudad que se derramaba por todos sus habitantes, así, prudentemente decidieron que deberían agradecer a los dioses por esta fortuna. Así, a mediados del año 600 a.C., los efesios comenzaron a evaluar la posibilidad de erigir un fabuloso templo que honrara a Artemisa, diosa protectora de Éfeso, como expresión de su agradecimiento por la fortuna recibida.
En poco tiempo, en la zona central de la ciudad se preparó una inmensa terraza para construir los cimientos sobre los cuales se erigiría el templo, y los mejores arquitectos de la época comenzaron a idear sus formas. En principio, se planteó el problema de los materiales con los cuales se edificaría el monumento. La idea primigenia era hacerlo en piedra, pero los propulsores del proyecto sentían que no era éste un material lo suficientemente noble como para lograr lo que ellos habían imaginado.
Esta situación duró hasta que en un hecho fortuito, un pastor llamado Pixadore descubrió un tipo de roca blanco como la nieve, desconocido hasta el momento. Se trataba de una cantera de puro mármol, material que entusiasmó a los efesios, ya que lo encontraron totalmente apto para la construcción del templo, no sólo debido a la nobleza del mismo, sino que se consideró que la propia diosa Artemisa se había ocupado de guiar al pastor hasta el prodigioso sitio.
Artemisa era la Diosa de la caza de la mitología griega, su nombre fue Diana para la mitología romana y es por tal motivo que este monumento es conocido también como Templo de Diana. Esta diosa fue hermana gemela de Apolo, e hija de Zeus y Leto, quien dio a luz a sus hijos en la isla de Delos, razón por la cual también se la conoció como Delia. Este templo en su honor llegaría a ser la verdadera expresión del alma de todo el mundo antiguo que veneraba su figura.
El primer impulsor de la construcción del monumento fue el rey Creso, perpetuado en la historia como el hombre más rico de todos los tiempos. En la época, este poderoso monarca que tenía a casi toda la Grecia jónica bajo su poder, quiso demostrar de esta forma su inmensa gratitud a Artemisa, a quien adjudicaba la responsabilidad por haberse salvado de una segura muerte en manos del rey persa Ciro el Grande, quien había estado a punto de quemarlo vivo luego de haberlo vencido en el campo de batalla. A los efectos de iniciar las obras, Creso habría decretado una suscripción pública compulsiva, por lo que tuvieron que contribuir todos los habitantes, y según cuenta la tradición, posteriormente todos los reyes de Asia pusieron su parte también para la construcción del fabuloso monumento.
Su diseño se debe al escultor griego Chersiphron, pero algunos de los mayores artistas de la historia como los arquitectos Fidias y Praxíteles y los pintores Parrasio y Apeles, además de muchos otros, participaron en las obras ya que, luego de haberse iniciado alrededor del año 600 a.C., su construcción se extendió a lo largo de dos siglos durante los cuales fue colmado de esculturas, pinturas, bajorrelieves y otras maravillosas obras de arte entre las cuales se destacaba la estatua de la diosa Artemisa, totalmente confeccionada en oro.
Según las crónicas, el templo tenía 140 metros de longitud por 70 de ancho y unas inmensas puertas de madera de ciprés y cedro en el frente, a través de las cuales se accedía a un patio interior. Podían contarse 127 columnas de unos 20 metros de altura. A lo largo de su existencia de siglos, el templo recibió la visita de todo tipo de personas, desde pastores hasta poderosos monarcas, que llegaban, a veces en procesión, desde todos los confines del mundo conocido para rendir tributo a Artemisa.
Su larga existencia no fue fácil, fue destruido en tres oportunidades y vuelto a edificar otras tres. La más famosa de estas destrucciones tuvo lugar en el año 356 a. C., cuando un pastor vagabundo llamado Eróstrato lo incendió, el mismo día del nacimiento de Alejandro Magno, situación que derivó en la tradición de que la diosa Artemisa descuidó la protección del templo porque estuvo ese día ocupada encargándose del nacimiento del futuro conquistador, quien años después se encargaría de promover su restauración.
Dentro de sus paredes, entre sus decoradas columnas, sucedieron hechos antológicos, y personajes destacados de la historia lo visitaron. En su interior, el emperador Jerjes estuvo asilado con sus hijos luego de haber sido derrotado en batalla por Alejandro; éste último dio muerte a dos esclavos que derramaron su sangre sobre los pisos de mármol; allí Marco Antonio, favorito de Julio César y amante de Cleopatra le quitó la vida a una hermana de ésta a los pies de la estatua de oro de Artemisa; detrás de sus puertas el filósofo Heráclito se refugió huyendo de la humanidad; las tropas de Nerón saquearon el templo llevándose todas las obras de arte a Roma y Apeles, el eximio artista nativo de Éfeso pintó el rostro de Alejandro en un mural y se lo ofrendó al joven conquistador.
Los esplendores del templo comienzan a desmoronarse cuando en el año 260, los godos invaden Éfeso y lo atacan y saquean con tal violencia que derrumban parte de su colosal estructura. Ya casi en estado de abandono, en el año 381 es cerrado por el emperador de Roma Teodosio que ordena clausurar todos los templos paganos del mundo romano.
Es entonces cuando prácticamente se da vía libre para que los restos del templo se conviertan en cantera y fuente de materiales nobles para la construcción de templos de adoración a los dioses que finalmente triunfaron sobre Artemisa. De entre sus restos se arrancaron sistemáticamente a lo largo de mucho tiempo, materiales y reliquias que se utilizaron para la construcción de templos cristianos bizantinos como Santa Sofía de Constantinopla (actual Estambul) y posteriormente católicos como la catedral de Pisa, y varias otras de la actual Italia. Así desapareció la que fuera para muchos, la obra de arte arquitectónica más maravillosa de todos los tiempos, aunque sólo lo hizo su estructura física ya que su fama logró perpetuarse hasta lograr la inmortalidad.
Rodas, es en la actualidad una isla perteneciente a Grecia que forma parte del archipiélago del Dodecaneso, del cual es la capital política. Es uno de los centros turísticos más importantes del país, al ofrecer un casco antiguo medieval excepcional, ruinas clásicas griegas y fabulosas playas. La ciudad de Rodas se encuentra habitada desde hace más de dos mil años, principalmente por su ubicación privilegiada para comerciar con Grecia, Asia Menor, Egipto, y todo el mundo antiguo.
Por aquella época, durante algún tiempo, al igual que en la actualidad, se convirtió en un sitio muy visitado por los viajeros ávidos por conocerla. Esto sucedió debido a que se difundió por todo el mundo antiguo la noticia de que una verdadera maravilla se había erigido en la entrada a su puerto y todos querían conocerla: El Coloso de Rodas.
Sucedió que al morir Alejandro Magno contando solamente con 33 años -en el 323 a. C.- no dejó un sucesor, y esto hizo que la unidad política que él había logrado, no tardara en quebrarse. Sus generales lucharon durante años para adueñarse del poder de todos los extensos territorios conquistados. Aprovechando esta situación, muchas ciudades griegas pretendieron lograr, o recobrar su independencia.
Esta fue la intención de los gobernantes de la isla, y entonces decidieron enfrentar al rey macedonio Demetrio Poliorcetes, que era conocido por su experiencia en la estrategia militar, sobre todo en la técnica de los asedios a ciudades y fortalezas. Los rodios asombraron al mundo antiguo venciendo al temible macedonio, al que hicieron huir, junto con su ejército, abandonando enormes cantidades de armas y escudos de bronce.
Para celebrar este triunfo notable, las autoridades de la isla hicieron fundir todo el bronce abandonado por los sitiadores y encargaron al escultor Ceres, discípulo de Lisipo, natural de Lindo, la construcción de una gigantesca estatua que reflejara la inmensa gloria de la ciudad, y sirviera de homenaje a Apolo.
El escultor se puso a trabajar de inmediato y diseñó una figura con una portentosa antorcha en su mano, que representaría al dios Helios, el dios del día, de la luz y de la armonía, tendría más de 30 metros de altura, y se levantaría a la entrada del puerto de Rodas. El tiempo comenzó a correr y la estructura fue creciendo ante los ojos de los azorados rodios que no podían creer lo que veían. Ceres construyó primeramente un gigantesco armazón de hierro sobre el cual luego fueron colocando las placas de bronce.
Doce años después, en el año 280 a. C. la estatua se concluyó y contó con una altura de 32 metros que hacía visible todo su esplendor desde grandes distancias, aunque no la pudo ver su propio creador, ya que antes de concluirla se suicidó al haber enloquecido pensando que había hecho un trabajo deficiente y que su obra se derrumbaría de inmediato. El discípulo Lacho concluyó lo que doce años antes había iniciado su malogrado mentor.
Se construyó a manera de pórtico de entrada al puerto y según la tradición, es posible que las embarcaciones se desplazaran entre sus piernas al entrar y salir del mismo, aunque esto no es seguro, ya que quizá esta versión se trate de una leyenda nacida en el siglo XVI. Sea como fuere, tan sólo poco más de cincuenta años después de haberse construido, en el año 223 a. C., un terremoto derrumbó al coloso, dejándolo tristemente abatido a las puertas de la ciudad, semi sumergido en las cristalinas aguas del mar.
El monarca Ptolomeo de Egipto ofreció ayuda económica para volver a instalarlo en su sitio, pero luego de una previa consulta a un oráculo, el ofrecimiento no fue aceptado y allí quedó. Así permaneció, como un mudo testimonio de los esplendores de antaño durante muchos siglos, ¡casi novecientos años! hasta que en el año 651 de nuestra era, con la zona bajo control musulmán, los restos le fueron vendidos a un mercader judío que hizo cortar en trozos todas las placas de bronce juntando 300 toneladas del preciado metal y se las llevó hacia oriente en una interminable caravana de novecientos ochenta camellos. Jamás volvió a saberse nada de él.
Cuántas personas y cuántos museos de Asia y Europa contarán en la actualidad sin saberlo, entre su acervo con alguna pieza antigua de bronce, confeccionada con parte del cuerpo del majestuoso Apolo. Aquel que todo el mundo antiguo quiso ver por siempre erguido, aunque la codicia y la ignorancia lo impidieron luego de su derrumbe, pero sin poder someter la imaginación de las generaciones futuras que hasta el día de hoy continúan dándole en su imaginación antojadizas formas fabulosas, como si aún estuviera de pie protegiendo la entrada al puerto de Rodas.
Los jardines colgantes de Babilonia
Babilonia , que significaba puerta de Dios, fue la sede de un importante imperio mesopotámico, que alcanzó su máximo esplendor en su primera etapa, con el gobierno del rey Hamurabi, quien promulgó el famoso código, el más antiguo que se conoce. Esta fue una primera etapa de la ciudad que comenzó aproximadamente en el año 2100 a. C. Luego la zona sufrió las incursiones de pueblos arios que saquearon y destruyeron la ciudad. A estos le siguieron los invasores asirios, hombres crueles y sanguinarios que permanecieron en la zona durante siglos.
En el año 625 a. C., el rey caldeo Nabopolasar consiguió desterrar el yugo asirio y se adueñó de la mesopotamia, dando inicio a una nueva etapa de properidad a la zona al crear un nuevo imperio babilónico caldeo.
Luego de algunos años, le sucedió su hijo Nabucodonosor, quien, entre otras cosas, se dedicó a embellecer y fortificar la ciudad de Babilonia, la cual llegó a ser llamada "la reina del Asia". Utilizando mano de obra esclava, y ladrillos que ellos mismos fabricaban con material arcilloso extraído de su propio suelo, hizo dotar a la ciudad de Babilonia de inmensos palacios, edificios públicos y, especialmente, una asombrosa muralla de defensa que tenía una extensión de casi cien kilómetros por veinticinco metros de ancho. Contaba con cien puertas de bronce de acceso a la ciudad, celosamente custodiadas. En cada una de las puertas nacía un camino que cruzaba la ciudad hasta alcanzar la puerta opuesta. A través de ella además cruzaba el río Éufrates. Este fue el escenario donde habría tenido lugar la construcción de otra de las maravillas del mundo antiguo: los Jardines Colgantes de Babilonia.
Esta es la obra de la lista de maravillas sobre la que menos se sabe. Es tan poco lo que se conoce sobre ella, que hay dos versiones distintas sobre su construcción, con distintos protagonistas y distintas épocas, e incluso no existe la certeza de que realmente hayan existido. Los Jardines Colgantes se hallaban a corta distancia del palacio real, ubicado en la zona central de la ciudad, y estaban conformados por numerosas terrazas escalonadas conteniendo tierra fértil, construidas con piedra y ladrillos en diferentes niveles. Estas terrazas eran sostenidas por inmensas bóvedas con columnas y arcos, y podían llegar a los 100 metros de altura. En ellas se plantaron palmeras de dátiles, exóticas flores de oriente, plátanos, verdes y perfumadas plantas que caían desde las alturas, y que inundaban con su frescura los atardeceres de Babilonia. Un sistema hidráulico llevaba el agua desde el río Éufrates hasta una terraza superior desde la cual se distribuía por todas las bóvedas. Se dice que quienes contemplaban las ciclópeas terrazas quedaban extasiados ante la belleza y grandiosidad de esta obra singular.
¿Cuál fue el propósito de su construcción? La versión quizá más difundida es la que atribuye su construcción a Nabucodonosor II, rey de Babilonia que, además de ser un gran guerrero y conquistador, era también un arquitecto de excepción. Según la historia contada por historiadores griegos de épocas posteriores como Diodorus Siculus y Berossus, alrededor del año 600 a. C., Amytis, la amada esposa meda del monarca babilonio, sentía una inmensa melancolía de las verdes praderas de su tierra que no podía mitigar en las desérticas tierras donde vivía, y sufría mucho por ello. Con el objeto de terminar con ese sufrimiento, el laborioso monarca habría decidido impulsar la construcción de los jardines, para que la ciudad de Babilonia ya no se viera como un páramo, sino como un paradisíaco vergel que lograra provocar la felicidad de su esposa.
Otra versión, quizá menos probable, es la que sitúa cronológicamente su construcción mucho tiempo antes, en el siglo XI, por iniciativa del rey Nino, a su esposa asiria Shammuramat, o Semíramis. Existen además otras variantes sobre esta misma versión, pero todo lo que se refiere a ella es confuso, poco probable e incluso se duda de la existencia de esta siria .
Sea como fuere, en la actualidad, son muchos los investigadores que dudan de que los jardines colgantes hayan existido más allá de la imaginación de poetas e historiadores de la antigüedad, que se inspiraron en afiebrados relatos de algunos soldados de Alejandro Magno que llegaron a Babilonia con el objeto de conquistarla.
Se cree que es posible que hayan tergiversado sus impresiones sobre los diferentes aspectos de la ciudad, quizá extasiados ante tan impresionante urbe que incluía entre sus construcciones a la también mítica Torre de Babel, y que se haya creado un mito de lo que en realidad puede haber sido simplemente un enorme cantero de unos 50 metros de ancho donde se habrían plantado tan sólo algunas pocas especies de árboles mesopotámicos, algo incluso casi imposible de conseguir debido a su escasez en aquellos días. Resulta sumamente sugerente que las tablas de escritura cuneiforme de la época, rescatadas por la arqueología moderna, no hablan una sola palabra de los jardines, mientras que sí lo hacen en abundancia sobre las murallas y palacios.
A la muerte de Nabucodonosor, el imperio entró en decadencia y medio siglo después, el soberano Nabonid fue vencido por el rey persa Ciro, quien entró a la ciudad sin resistencia en el año 538 a. de C.. A partir de esta conquista el imperio caldeo se convirtió en una provincia persa. En el año 331 Alejandro Magno visitó la ciudad durante su conquista de todo el imperio persa, pero ésta ya se encontraba en una total decadencia y en un estado cercano al abandono. Es aquí donde murió el insigne conquistador macedonio, contando con sólo 33 años, el 13 de junio de 323 a. C. Por el año 125 a. de C., la ciudad, o lo que quedaba de ella fue incendiada y desde entonces no quedan más que ruinas entre las cuales, en la actualidad, se llevan a cabo trabajos de arqueología que intentan develar el misterio sobre la leyenda de los míticos jardines.
Probablemente jamás se sepa con certeza si los fabulosos jardines realmente existieron, pero llegue a saberse o no, por siempre permanecerá presente en la humanidad el recuerdo de esta civilización portentosa gracias a su maravilloso e inestimable legado cultural que incluye, entre otras cosas, el día de veinticuatro horas, los siete días de la semana, y la división del año en doce meses. Muchos de los conocimientos matemáticos de hoy en día los heredamos de los babilonios a través de los griegos, habiendo contado con famosas escuelas de matemáticas hacia el año 500 a. C.. También costumbres como la fijación por escrito de convenios, el registro de propiedades, los arrendamientos y las tasas de interés son parte de su legado, que hoy en día llevamos a cabo a diario sin pensar que al llevar adelante estas acciones estamos manteniendo viva a través del tiempo la memoria de Babilonia, hayan existido o no los jardines colgantes.
En un momento en que el imperio persa era el mayor del mundo conocido, extendiéndose desde la India hasta medio Oriente, la administración política, dividió los territorios en provincias denominadas satrapías. En el siglo IV a. C., muchas de ellas llegaron a adquirir una considerable autonomía, convirtiéndose sus reyes y gobernadores en monarcas menores, pero en la práctica casi independientes, aunque formalmente continuaban siendo súbditos del poder central persa. En el territorio de la actual Turquía, existía en la época, una satrapía denominada Caria, que fue gobernada desde el 377 al 353 a. C. por el rey Mausolo, y cuya capital era la ciudad de Halicarnaso. Este rey, incansable guerrero vencedor en cientos de batallas, era querido por su pueblo y era venerado especialmente en la capital, que era una ciudad muy bella e imponente, y por esa razón, Halicarnaso se puso de luto cuando él murió. Tanto amaba su bella hermana y esposa Artemisia II a su rey, que en oportunidad de su muerte decidió que debería construirse un sepulcro que estuviera a la altura de su amado, y de inmediato se puso manos a la obra.
La historia de la reina enamorada del rey Mausolo, proviene de una tradición contada por el historiador Plinio el viejo, que afirmaba haberla leído en un libro escrito por dos testigos presenciales de los hechos, nada menos que dos de los arquitectos griegos que participaron de la construcción del impresionante monumento. Plinio contó que poco después de la muerte del rey de Caria, arribó a Atenas una comitiva enviada por la reina Artemisia II, con el objeto de contratar a un equipo de trabajo que hiciera realidad su sueño de inmortalizar a su amado muerto.
El equipo contratado llegó a la ciudad de Halicarnaso al poco tiempo, y estuvo conformado por los arquitectos Pytheos y Satyros ?aquellos que habrían escrito el libro leído por Plinio?, y los escultores Scopas, Briaxis, Leocares y Tymoteo. Primeramente, con mano de obra esclava se llevó a cabo la preparación del terreno, y luego se pusieron a trabajar los recién llegados. Los arquitectos construyeron una enorme base cuadrangular donde probablemente debían encontrarse los sepulcros, sobre la cual edificaron un impresionante templo de tres plantas con una altura cercana a los 50 metros.
Cada uno de los lados estaba decorado por uno de los cuatro escultores griegos (Scopas trabajó en la fachada del Este, Briaxis en la del Norte, Timoteo en la del sur y Leocares en la del oeste) y tenían una extensión de 30 metros de frente por 33 de fondo coronada por una columnata de estilo jónico que alternaba bellas estatuas de héroes y animales mitológicos. Sobre este edificio se levantaba una pirámide trunca de veinticuatro peldaños, sobre la cual podía apreciarse una enorme cuadriga de mármol, esculpida por Pytheos, ocupada, a manera de dos imponentes aurigas, con las figuras de pie del rey Mausolo y su hermana y esposa Artemisia II, las cuales serían obra de Briaxis.
La reina controló personalmente la marcha de las obras del impresionante sepulcro para su amado, que se extendieron a lo largo de tres años, pero no pudo contemplarla terminada ya que falleció muy poco tiempo antes de su conclusión.
Plinio el viejo destaca que a pesar de la muerte de la impulsora del proyecto "los artistas continuaron trabajando en él, ya que creyeron que ello redundaría en su propia gloria". De todos modos, el objeto fue cumplido ya que la figura del monarca, que fuera recordado como el rey más amado de la historia, siguió siendo homenajeada y recordada por el maravilloso monumento durante unos dieciséis siglos, ya que en el año 1100 de nuestra era, un terremoto le provocó daños irreparables.
Seguidamente, a principios del siglo XV, los caballeros medievales de la Orden de San Juan, utilizaron las piedras de sus restos para construir una fortaleza amurallada a los fines de defenderse de los ejércitos turcos. Una crónica de la Edad Media dice que cuando esto sucedió, se encontraron en el interior los sarcófagos.
Prácticamente nada de este maravilloso monumento construido en tributo al amor legó a nuestros días. Las ruinas del mausoleo fueron exploradas en el año 1857 por el arqueólogo Newton, quien llegó a descubrir algunos restos de los frisos, que formaban parte de una zona de esculturas en la base y alguna estatua. Estos restos aún reconocibles se encuentran en la actualidad en el Museo Británico de la ciudad de Londres, donde es posible apreciar algunas secciones del friso del sepulcro y parte de la estatua de mármol atribuido al amado e inmortalizado rey Mausolo, en cuya memoria se denomina actualmente Mausoleo a este tipo de construcción.
En el año 332 a. C. Alejandro Magno, siguiendo las rutas de sus conquistas, arribó a Egipto, liberando a esta tierra, del yugo impuesto por el imperio persa. Su actitud de respetar la religión original de los naturales le valió un caluroso recibimiento que agradeció rindiendo homenaje al dios egipcio Amón, en su santuario que se levantaba en el desierto. Enormemente satisfecho por su campaña, y con el objeto de consolidar su conquista, fundó sobre la desembocadura del río Nilo la ciudad de Alejandría.
La ciudad de Alejandría (en la actualidad, la ciudad continúa existiendo con el mismo nombre, y es una de las más importantes urbes del Egipto moderno), con el correr de los años llegó a convertirse en la capital científica del mundo antiguo, y fue por mucho tiempo el centro cultural más importante de la cultura helénica, herencia del mundo dejado por Alejandro. Sus instituciones culturales fueron admiradas por todo el mundo antiguo y aun hoy en día continúan pareciendo impresionantes.
Su famoso Museo (llamado así por considerarse el Templo de las Musas) poseía enormes edificios dedicados a las artes y las ciencias, que contenían salas de laboratorios, jardín botánico, anatomía, colecciones zoológicas y observatorio astronómico.
Por otra parte, su biblioteca adquirió una fama universal debido a la increíble magnitud de su acervo, que incluía unos 400.000 volúmenes. Todos los conocimientos de la humanidad podían ser consultados en sus salas, a las cuales acudían historiadores, estudiosos, médicos y filósofos de todo el mundo antiguo.
En el año 47 a. C. las tropas romanas de Julio César invadieron la ciudad y provocaron una gran destrucción en sus instalaciones y colecciones. Finalmente, en el año 641 de nuestra era la biblioteca fue totalmente arrasada por un incendio provocado por los árabes invasores al mando de Omar.
Unos cincuenta años después de la muerte de Alejandro, alrededor del año 274 a. C., el rey Tolomeo II impulsó la construcción de una torre de mármol en la isla de Pharo, a unos 14 km de la costa, con el objeto de guiar a las embarcaciones que llegaban al puerto de Alejandría, y encargó su construcción al arquitecto griego Sostratos.
Esta torre, que adquirió posteriormente el nombre de faro derivado de la isla donde estaba construido, alcanzó unos ciento cincuenta y cinco metros de altura y contaba con tres plantas, la primera cuadrangular, la segunda octogonal y la última redonda. En su interior se construyeron trescientas habitaciones donde vivían la guardia militar, los aduaneros y los encargados de vigilar la llama de fuego que debía brillar en su punto más alto, durante toda la noche. Cada día, a la puesta del sol, los encargados encendían una enorme hoguera utilizando maderas resinosas del valle del río Nilo, y sus llamas se reflejaban en un sistema de espejos metálicos que aumentaban su reflejo haciendo visible su luz desde más de cincuenta kilómetros.
Poco antes del año 1000 de nuestra era, un terremoto provocó la caída de la cúpula del faro, pero luego de algunas reparaciones, siguió funcionando, hasta que en el año 1303, otro poderoso sismo terminó por derribarlo definitivamente.
Posteriormente, en el año 1480, un sultán mameluco egipcio, monarca local en la época, dispuso la construcción de una fortaleza defensiva en la isla de Pharos y utilizó a sus efectos la piedra y el mármol que quedaban como únicos testigos del esplendor del pasado de la otrora maravilla.
Las pocas ruinas que puedan existir en la actualidad, se encuentran sumergidas en el mar Mediterráneo, y equipos profesionales de búsqueda en las profundidades se encuentran intentando reconocer restos del faro. Quizás alguna piedra sin forma llegue a habitar alguna vez en las vitrinas de un museo, identificada como resto arqueológico proveniente de las ruinas del faro, pero lo que realmente dejó como legado, es el haberse convertido en cuerpo y alma en el primero de todos los faros del mundo.
Olimpia, ciudad de la antigua Grecia localizada al oeste de la península del Peloponeso, se había convertido a comienzos de los años 400 a. C. en el más importante centro religioso de la Hélade. Allí se rendía culto a Zeus, padre de todos los dioses. En Grecia, cada Estado tenía la costumbre de celebrar importantes justas deportivas como forma de rendir homenaje a sus dioses, en la época de esplendor de la ciudad de Olimpia, los juegos celebrados aquí cada cuatro años se convirtieron en los más importantes del mundo griego.
Estas competencias que se realizaban en honor a Zeus duraban cinco días. Los participantes, que debían ser helenos y hombre libres, pues la participación les estaba vedada a los extranjeros y esclavos, recibían el nombre de atletas (palabra derivada de athlon: premio). Los espectadores que concurrían de todos los confines del mundo heleno, llegaban a cuarenta mil entre los cuales no se contaban mujeres ya que les estaba prohibido el ingreso a los estadios.
En medio de tanto fervor por el culto a Zeus, en el año 450 se terminó de construir el fabuloso templo, aunque existen evidencias de que en realidad, lo que se llevó a cabo fue la reconstrucción en mármol de un templo anterior de piedra que había sido destruido por los persas.
Este templo de estilo dórico pasó a formar parte de la lista de las siete maravillas luego de esta reconstrucción que fuera dispuesta por el clan de los ameneónidas, familia desterrada de Atenas que llegó a refugiarse a Olimpia luego de que fueran perseguidos por los atenienes bajo la acusación de ambicionar la tiranía.
Fue construido por el arquitecto griego Libón durante diez años, y al ser concluido, se hicieron confluir a todas las calles de la ciudad en el acceso al templo. Para crear la escultura del padre de todos los dioses, se llamó a Fidias, el más importante escultor de la antigüedad, acaso de todos los tiempos; el único que podría llegar a alcanzar un nivel de perfección que lo pusiera al borde de dar vida a la estatua. Existe una curiosa historia proveniente de antiguas crónicas de Atenas, según la cual un grupo formado por atenienses y administradores del santuario de Olimpia, organizaron una expedición a la ciudad de Adulia, en el Mar Rojo, para comprar el marfil para la estatua.
Estas mismas personas habrían intercedido ante las autoridades de Atenas para que Fidias, que se encontraba en prisión por un confuso episodio sobre la desaparición de una gran cantidad de oro y marfil de su taller, fuera liberado a cambio del pago de una fianza. De esta forma, el escultor recuperó su libertad después del pago de cuarenta talentos de oro que pagaron los de Olimpia y se lo llevaron a trabajar en la estatua de Zeus.
Esta historia no está confirmada, y existen otras versiones que afirman que luego de la construcción del Partenón de la acrópolis de Atenas, Fidias fue desterrado por los enemigos de Pericles. Incluso hay otra versión atribuida a Plutarco y Deodoro, según la cual Fidias habría muerto en la prisión. El hecho es que Fidias, estuvo en Olimpia y se puso a trabajar en la construcción del Zeus olímpico, y no caben dudas en atribuírsele su autoría de la inmensa obra.
Su mente imaginó a Zeus sentado en un imponente trono, con una estatua de la Diosa de la Victoria en su mano derecha y un cetro tomado con la izquierda. Y puso nuevamente al servicio del arte y de sus creencias religiosas su depurada técnica con la cual cinceló durante un año las delicadas formas de la maravilla artística, realizándola de un tamaño tan monumental que su cabeza casi tocaba el techo del templo.
El trono, sus sandalias y la toga que cubría su cuerpo estaban talladas en marfil y bañadas en oro. Sus ojos estaban confeccionados en cristal de roca. El calor agrieta el marfil, y para evitar que se dañaran las piezas de ese material contenidas en la obra maestra, Fidias hizo construir canales por debajo del templo, por los cuales corría agua fresca de un arroyo, manteniendo de esta forma un ambiente permanentemente húmedo.
La estatua fue tan impresionante que desde todo el mundo heleno llegaba gente ávida de ver en persona aquella escultura de ribetes mitológicos, y cuenta la tradición que se decía en la época que no valía la pena existir si no se la había visto al menos una vez en la vida. Todos estos escasos conocimientos se deben exclusivamente a antiguas crónicas que nos hablan de la grandiosa belleza que expresaban sus formas divinas, ya que no sólo no llegó un único fragmento de esta obra a nuestros días, sino que tampoco existe ninguna copia.
Según cuenta Cayo Suetonio en su obra Historia y Vida de los Césares, aproximadamente en el año 40, cuando Grecia era sólo una provincia romana, el emperador romano Calígula ordenó que le fuera llevada la estatua a la capital imperial, pero no fue posible. Según la tradición, los trabajos de andamiaje fallaron una y otra vez y los soldados de roma creyeron escuchar la risa del mismísimo Zeus, a quien ellos llamaban Júpiter, burlándose de ellos, y la tarea fue abandonada inmediatamente. Más tarde, luego de transcurridos unos ocho siglos desde su creación, el emperador romano de Oriente Teodosio, se convirtió al cristianismo, y tras ello comenzó a perseguir a los paganos, cerrar sus templos extinguir sus fuegos sagrados y destruir sus ídolos.
Dentro de estas medidas, prohibió cualquier celebración que rememorara los Juegos Olímpicos y clausuró el templo de Zeus en Olimpia. Según una versión, debido a las características excepcionales de la escultura de Fidias, se habría optado por no destruirla y, por orden de Teodosio, habría sido trasladada a Constantinopla, donde luego, en el año 462 sería destruida por un incendio, mientras que, según otras, un terremoto que destruyó el templo, habría dado cuenta también de la estatua de Zeus.
En el Museo de Olimpia, se conservan numerosos restos de frisos y esculturas de lo que fuera el opulento templo, pero absolutamente nada se ha encontrado jamás de la estatua. Aunque no se sepa el destino corrido por la fabulosa creación de Fidias, su fama inmortal la ha perpetuado en el tiempo quizá como el más maravilloso trabajo escultórico de la historia, tanto que "no valía la pena vivir sin haberla visto alguna vez".
En Egipto se construyeron a lo largo de su historia, muchos tipos de edificaciones de carácter funerario debido a que era un pueblo de profundas creencias religiosas que tenía una muy particular visión de la muerte. Ellos creían que el hombre estaba formado por tres elementos: uno carnal, que era el cuerpo, y dos espirituales, el alma y el Ka, que era una especie de espíritu o energía que no se agotaba con el fin de su existencia física.
El Ka abandonaba el cuerpo de los seres humanos al momento de expirar y debía comparecer ante el tribunal divino, presidido por Osiris e integrado por cuarenta y dos jueces que evaluarían si el difunto había faltado a alguno de los cuarenta y dos pecados capitales existentes en la religión. Creían que los difuntos necesitaban de sus cuerpos para completar todo este recorrido y por eso embalsamaban y momificaban los cadáveres. Si se sepultaban en un lugar adecuado e inviolable, se convertirían en inmortales y la tumba sería algo así como un sitio de pura energía.
El más famoso de estos tipos de sepultura fueron las pirámides, de las cuales se construyeron decenas, aunque unas pocas llegaron a ser realmente famosas. Estos monumentos funerarios no sólo tenían un fin religioso sino también político porque su sola presencia era una manifestación del poder de los faraones. Las más antiguas tienen alrededor de cinco mil años, ya que datan de fechas cercanas al año 2800 a. C. De entre todas ellas se destacan las pirámides de Gizeh, que pasaron a formar parte del selecto grupo de las siete maravillas, luego de que adquirieran una merecida fama por todo el mundo antiguo, y constituyen la única de la lista que permanece aún hoy en pie.
Estas son: la pirámide de Kheops de 147 metros de altura; la de Kefrén, de 136 metros, y la de Micerino, de 62 metros. Según el historiador Heródoto, considerado el padre de la historia, estas pirámides, construidas para servir de sepulcro a los faraones de la IV dinastía, trabajaron en cada una de ellas un promedio de cien mil obreros durante unos treinta años, a razón de tres meses por año, por razones estacionales referidas a las crecidas del río Nilo. Él nos ofrece incluso un escalofriante plan de construcción de la gran pirámide: según lo cuenta se tardaron diez años para construir la rampa por la cual arrastrarían las piedras para ser colocadas en su lugar y las cámaras subterráneas, y veinte años más en concluir con su construcción.
Esta fue la estructura más alta del mundo durante muchos siglos y esto, además de la solidez y precisión con que fueron construidas continúa sorprendiendo a arqueólogos y especialistas que no atinan a dar explicaciones definitivas sobre muchas de sus características que parecen escapar a la razón. Su existencia casi inalterable a lo largo de tantos siglos ha sido caldo de cultivo para las leyendas y teorías más descabelladas que pretenden dilucidar el misterio de la energía que las ha mantenido en pié a pesar de numerosos terremotos que las han desafiado, y varios aventureros, monarcas y dictadores que han intentado penetrar sus secretos, a veces a costa de explosivos, sin haberlo conseguido.
Las pirámides han asombrado a viajeros de todo el mundo que las han visitado desde hace siglos, entre ellos podríamos citar a Napoleón, quien durante su incursión de conquista y saqueo de Egipto se detuvo a contemplar las pirámides, aunque él las vio tapadas de arena hasta la mitad, y dijo, quizá algo enfervorizado, su famosa frase: "Soldados: ¡Desde lo alto de esas pirámides cuarenta siglos os observan!
Hay que pensar que si no hubiera sido por historiadores y cronistas adoradores de la belleza de las formas y de la búsqueda de la verdad de los acontecimientos pasados, quizá las noticias de la existencia de más de una de las siete maravillas no hubiera llegado jamás a nuestros días, quitando a las generaciones de los siglos por venir, la satisfacción de la posibilidad de tratar de desentrañar tantos enigmas.
Salvo en el caso de las pirámides de Gizeh, que actualmente se encuentran increíblemente emplazadas en el mismo sitio en el que fueron construidas, sólo conocemos las características de todos estos monumentos por crónicas y leyendas, algunas muy confusas e improbables, incluso existe la posibilidad de que alguno de ellos ni siquiera haya existido, sin embargo, resulta fascinante al amante de la historia contar con la posibilidad de creer en lo que los historiadores antiguos dijeron, y sobre la base de sus crónicas liberar la imaginación para dar la forma que cada uno quiera darle a estos soberbios monumentos, que fueron los más maravillosos de la tierra y que jamás podrán ser igualados.
Curcio, Quinto, De la Vida y acciones de Alejandro el Grande. Madrid. 1887
Figgis, Michael, Seven Wonders of the world, , Schuster. Nueva York 1969
Wilkipedia (Sitio Web Internet)
Historia del Arte, Ed. Salvat. Madrid. 1977
Roque Daniel Favale
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |