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El modelo Smithiano

Enviado por Julio H.Cole


    Adam Smith, autor de una Investigación Acerca de la Naturaleza y Causas de La Riqueza de las Naciones [1776], es universalmente reconocido como el «padre» de la moderna ciencia económica. En esta su obra maestra, Smith trató de explicar los factores que determinan el progreso económico, y las medidas que podrían tomarse para crear un ambiente favorable para el crecimiento económico sostenido. Más aún, los principales elementos de su teoría aún forman la base para las discusiones mas recientes sobre el tema, y sus recomendaciones para la política económica siguen siendo relevantes para nuestra época.

    Según Adam Smith, tanto el nivel del ingreso real per cápita como su tasa de crecimiento dependen esencialmente de «la aptitud, destreza y sensatez con que generalmente se ejercita el trabajo», es decir, de lo que hoy en día llamaríamos la «productividad laboral». A su vez, Smith atribuía las diferencias internacionales e intertemporales en la productividad a diferencias en el grado de «división del trabajo». Para ilustrar los efectos de una mayor y más fina división del trabajo, Smith recurre al ejemplo de una manufactura «de poca importancia»: la industria de alfileres. Aún hoy en día no puede dejar de maravillarnos la siguiente relación:

    «Un obrero que no haya sido adiestrado en esa clase de tarea,…por más que trabaje, apenas podría hacer un alfiler al día, y desde luego no podría confeccionar más de 20. Pero dada la manera como se practica hoy día la fabricación de alfileres, no sólo la fabricación misma constituye un oficio aparte, sino que esta dividida en varios ramos, … Un obrero estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos iguales, un cuarto hace la punta, …En fin, el importante trabajo de hacer un alfiler queda dividido de esta manera en unas 18 operaciones distintas, …He visto una pequeña fábrica de esta especie que no empleaba mas de diez obreros, donde, por consiguiente, algunos tenían a su cargo dos o tres operaciones. Pero a pesar de que eran pobres y, por lo tanto, no estaban bien provistos de la maquinaria debida, podían, cuando se esforzaban, hacer entre todos, diariamente, unas doce libras de alfileres. En cada libra había más de 4,000 alfileres de tamaño mediano. Por consiguiente, estas diez personas podían hacer cada día, en conjunto, más de 48,000 alfileres, cuya cantidad dividida entre diez correspondería a 4,800 por persona».

    Hoy en día la comparación seria aún más dramática, ya que se estima que la producción por empleado en la fabricación de alfileres usando tecnología moderna es de 800,000 alfileres diarios, y en términos de producción por hora de trabajo el incremento es aún mayor, puesto que la jornada laboral es ahora más corta que en tiempo de Adam Smith.

    ¿A qué se debe este fantástico incremento en la productividad del trabajo? Smith lo explica en términos de tres factores básicos:

    «[Primero] de la mayor destreza de cada obrero en particular; segundo, del ahorro de tiempo que comúnmente se pierde al pasar de una ocupación a otra, y por último, de la invención de un gran número de máquinas, que facilitan y abrevian el trabajo, capacitando a un hombre para hacer la labor de muchos».

    Por otro lado, un factor que limita la división del trabajo es la disponibilidad de capital, ya que para lograr un mayor grado de división del trabajo es necesario proporcionarle a la fuerza laboral más (y mejores) herramientas y maquinarias para llevar a cabo la producción: «Así como la acumulación de capital, … debe preceder a la división del trabajo, de la misma manera, la subdivisión de éste sólo puede progresar en la medida en que el capital haya ido acumulándose previamente». Otro factor que limita la división del trabajo en un lugar y momento determinados es el tamaño del mercado:

    «Así como la facultad de cambiar motiva la división del trabajo, la amplitud de esta división se halla limitada por la extensión del mercado. Cuando éste es muy pequeño, nadie se anima a dedicarse por entero a una ocupación, por falta de capacidad para cambiar el sobrante del producto de su trabajo, en exceso del consumo propio, por la parte que necesita de los resultados de la labor de otros».

    Esta proposición es de la mayor importancia para entender los aspectos dinámicos del crecimiento económico. Por estas mismas razones, las restricciones al comercio internacional tendrán efectos adversos sobre la productividad, ya que necesariamente limitan el tamaño del mercado, impidiendo la división internacional del trabajo. En cambio, el comercio libre y abierto tiene el efecto opuesto:«Gradas al comercio exterior, la limitación del mercado doméstico no impide que la división del trabajo sea llevada hasta su máxima perfección».

    Por último, un entorno legal y político favorable puede contribuir significativamente a incrementar el flujo de inversiones productivas. Por tanto, el problema del desarrollo económico es para Smith en última instancia un problema institucional: ¿cuál es el «sistema» que mejor garantiza el pleno desenvolvimiento del potencial económico de una nación? Sabemos, por supuesto, que Smith era decidido defensor del comercio libre en el plano internacional, ya que de esta forma se incrementaba la productividad nacional al ampliarse la extensión del mercado. En el plano doméstico, Smith también generalmente favorecía una política de mínima intervención del gobierno en el mercado:

    «Proscritos enteramente todos los sistemas de preferencia o de restricciones, no queda sino el sencillo y obvio sistema de la libertad natural, que se establece espontáneamente y por sus propios méritos. Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la justicia, debe quedar en perfecta libertad para perseguir su propio interés como le plazca, dirigiendo su actividad e invirtiendo sus capitales en concurrencia con cualquier otro individuo o categoría de personas.

    El Soberano se verá liberado completamente de un deber, cuya prosecución forzosamente habrá de acarrearle numerosas desilusiones, y cuyo cumplimiento acertado no puede garantizar la sabiduría humana ni asegurar ningún orden de conocimiento, …, a saber, la obligación de supervisar la actividad privada, dirigiéndola hacia las ocupaciones más ventajosas a la sociedad».

    La acción espontánea del mercado generalmente producirá una asignación óptima de los recursos, maximizando por tanto el bienestar de la sociedad entera, aún cuando ésta no sea la intención de los individuos involucrados:

    «Ahora bien, como cualquier individuo pone todo su empeño en emplear su capital en sostener la industria doméstica, y dirigirla a la consecución del producto que rinde más valor, resulta que cada uno de ellos colabora de una manera necesaria en la obtención del ingreso anual máximo para la sociedad. Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve… pero en éste como en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones».

    Por otro lado, pretender asignar los recursos por medio de un plan deliberado requeriría mayores conocimientos que los que puede disponer cualquier individuo. Es más, la mera presunción de poder hacerlo lo descalifica para el efecto:

    «El gobernante que intentase dirigir a los particulares respecto de la forma de emplear sus respectivos capitales, tomaría a su cargo una empresa imposible, y se arrogaría una autoridad que no puede confiarse prudentemente ni a una sola persona, ni a un senado o consejo, y nunca sería más peligroso ese empeño que en manos de una persona lo suficientemente presuntuosa e insensata como para considerarse capaz de tal cometido».

    De hecho, existe un elemento falso y hasta ridículo en la noción de un gobernante que pretende administrar la economía de su pueblo. «Es una vana presunción que sus príncipes y ministros pretendan velar sobre la economía de aquellos pueblos,…, cuando los más poderosos son los más pródigos de la sociedad. Velando aquellos sobre sus propios gastos, puede esperarse que sin otra diligencia contengan los suyos los particulares. ¡Si su propia extravagancia no arruina al Estado, nunca lo logrará la de los súbditos!».

    Por último, el hecho es que las más de las veces el progreso de la sociedad no se ha logrado como consecuencia de las intervenciones de los gobernantes, sino en todo caso a pesar de ellas:

    «Las grandes naciones nunca se empobrecen por la prodigalidad o la conducta errónea de algunos de sus individuos, pero sí caen en esa situación debido a la prodigalidad y disipación de los gobiernos… «Aquel esfuerzo del hombre, constante, uniforme e ininterrumpido por mejorar de condición, que es el principio a que debe originariamente su opulencia el conjunto de una nación…, es capaz, por regla general, de sostener la propensión natural de las cosas hacia su adelanto, a pesar de los gastos excesivos del Gobierno y de los errores de la administración; al igual que el desconocido principio vital restituye casi siempre la salud y el vigor, no sólo a posar de las enfermedades, sino de las absurdas prescripciones de los doctores».

    La teoría de Smith fue revolucionaria en su época porque contradecía directamente las doctrinas «mercantilistas» que predominaban entonces. En la actualidad aún sobreviven remanentes de estas políticas, y que se siguen justificando con los mismos obsoletos argumentos.

    El «Mercantilismo» era una doctrina que favorecía la extensa regulación de la actividad económica con vistas a la promoción de ciertos intereses «nacionales». Uno de los supuestos básicos de los mercantilistas era que toda política económica debía evaluarse en función de su efecto sobre la provisión nacional de metales preciosos. (Debe recordarse que en esa época la masa monetaria aún consistía principalmente de dinero metálico). En ausencia de minas de oro y plata domésticas, el objetivo primario de la política comercial debía ser el de lograr el mayor exceso de exportaciones sobre importaciones posible (esto es, una balanza comercial «favorable»), siendo éste el único medio de incrementar la provisión de metales preciosos. Para lograr una balanza comercial favorable debían fomentarse las exportaciones y/o restringirse las importaciones por medio de intervenciones del gobierno diseñadas y administradas para el efecto.

    Las criticas de Smith a las doctrinas y políticas mercantilistas proceden sobre varios frentes. En primer lugar, la teoría y práctica del mercantilismo eran incompatibles con su propio modelo de crecimiento, que se basaba en el funcionamiento del mercado libre. Más concretamente, en el modelo smithiano las restricciones al comercio libre limitan la extensión del mercado, y por tanto el grado de división del trabajo, que es la fuente última del crecimiento económico.

    Sin embargo, Smith no se limitó a criticar a los mercantilistas en términos de su propio marco conceptual, sino que también atacó duramente las bases mismas de la doctrina, empezando por la errónea identificación de «dinero» y «riqueza»: «Sería cosa ridícula en extremo empeñarse en probar seriamente que la riqueza no consiste en dinero, o en la plata y el oro, sino en lo que se compra con el dinero, y que éste sólo vale en cuanto compra».

    El hecho es que «dinero» y «riqueza» son realmente dos cosas diferentes, y un incremento en la cantidad de dinero no constituye en sí mismo un incremento en la riqueza real del país. El caso del descubrimiento de América es ilustrativo a este respecto. Este evento fue de la mayor importancia para Europa, según Smith, pero no debido al influjo de metales preciosos que ocasionó, sino más bien por la tremenda ampliación de los mercados a que dio lugar.

    El ataque prosigue inmisericorde. Las doctrinas mercantilistas no sólo están basadas en errores conceptuales, sino que violan flagrantemente el más elemental sentido común:

    «Lo que es prudencia en el gobierno de una familia particular, raras veces deja de serlo en la conducta de un gran reino. Cuando un país extranjero nos puede ofrecer una mercancía en condiciones más baratas que nosotros podemos hacerla, será mejor compararla que producirla, dando por ella parte del producto de nuestra propia actividad económica, y dejando a ésta emplearse en aquellos ramos en que saque ventaja al extranjero».

    Por último, los mercantilistas confunden fines y medios, tomando la «actividad económica» como un fin en sí mismo, olvidando que en última instancia el propósito final de toda actividad económica es la satisfacción de las necesidades humanas: «El consumo es la finalidad exclusiva de la producción, y únicamente se deberá fomentar el interés de los productores cuando ello coadyuve a promover el del consumidor. El principio es tan evidente por sí mismo que no merece siquiera la pena de tomarse el trabajo de demostrarlo. Pero, con arreglo a las máximas del sistema mercantil, el interés del consumidor se sacrifica constantemente al del productor, y pretende considerar la producción, y no el consumo, como si fuera el objeto y finalidad de toda la industria y de todo el comercio».

    «Esperar que en la Gran Bretaña se establezca enseguida la libertad de comercio es tanto como prometerse una Oceana o una Utopía. Se oponen a ello, de una manera irresistible, no sólo los prejuicios del público, sino los intereses privados de muchos individuos».

    Difícil sería predecir si el futuro eventualmente justificará este pesimismo o no. No caben dudas, sin embargo, que en la medida en que se han aplicado en la práctica los principios smithianos, en esa medida se ha fomentado también el desarrollo económico de los pueblos. La evidencia histórica es abrumadora a este respecto. El espectacular desarrollo de la Revolución Industrial en Inglaterra durante el siglo XIX, por ejemplo, se debió en buena medida a la aplicación de dichos principios.

    En este siglo XX la demostración más elocuente de la validez del análisis smithiano lo constituyen las dramáticas diferencias que se observan en el desempeño de los países subdesarrollados. En el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, algunos de estos países adoptaron políticas de desarrollo que se pueden describir como «orientadas hacia adentro», esto es, protegiendo sus industrias domésticas por medio de barreras arancelarias y otras restricciones a la importación, medidas que introducen un sesgo en contra de la exportación y en favor de la «sustitución de importaciones». El otro grupo de países, menos numeroso y ejemplificado principalmente por Corea del Sur y Taiwan, adoptó políticas orientadas «hacia afuera», integrándose al mercado mundial y abriendo sus economías domésticas a las fuerzas de la competencia internacional.

    Es bien sabido, por supuesto, que los resultados obtenidos se inclinan enormemente en favor del segundo grupo de países. En efecto, estos países no sólo evitaron los problemas del «desarrollo hacia adentro», sino que participaron más plenamente de los beneficios que proporciona el comercio internacional: mejor asignación de recursos, y un uso más intensivo de la mano de obra doméstica.

    Puesto que los mercados domésticos de los países sub-desarrollados son muy pequeños, la participación en el comercio internacional les permite trascender las limitaciones de sus mercados internos para aprovechar economías de escala y utilizar plenamente su capacidad instalada. Por último, al generar mayores ingresos, la participación en el comercio internacional también tiende a incrementar el ahorro doméstico, proporcionando los recursos necesarios para financiar futuras inversiones.

    Las lecciones son bastantes claras: el espectacular crecimiento de Corea, Taiwan, y otros países asiáticos es prueba palpable de la viabilidad del modelo «smithiano», mientras que las crisis inflacionarias y el endeudamiento que hoy observamos en la mayoría de los países latinoamericanos son evidencia del agotamiento de un modelo de desarrollo esencialmente «mercantilista». Por cierto que para Adam Smth esto no tendría nada de sorprendente. ¿Habremos nosotros aprendido nuestras lecciones? Eso está aún por verse.

    Julio H. Cole