A pesar de los cursos o seminarios que se orquestan, el vacío referencial que existe para la conducta de mandos y directivos en sus relaciones con los trabajadores, no podía ciertamente resultar saludable; aun reconociendo comportamientos ejemplares de muchos de aquéllos —capaces de crear auténticos microclimas de satisfacción profesional—, lo cierto es que a veces el buen trato recibido tiene un precio para el trabajador, incluso más allá de la sumisión total o la complicidad práctica. No se nos escape, si me dejan insistir, que un ser humano con poder tiene su peligro, sin descartar al decirlo que haya quienes lo administran debidamente, en beneficio colectivo y no solamente propio.
Habrá quien piense, o haya pensado alguna vez, que vale casi todo, tras el propósito de obtener el mejor rendimiento de los trabajadores; pero los mejores directivos y mandos —etiquetémoslos o no de líderes— saben que a la efectividad colectiva hay que sumar una suficiente dosis de calidad de vida en el trabajo, fruto, entre otras cosas y quizá sobre todo, del respeto mutuo en las relaciones interpersonales.
Tras esta idea, habría que cuestionar la impunidad a que nos hemos referido, y el silencio que a menudo se impone. Venimos pensando que si uno fuera a quejarse de maltrato a una instancia superior, podría muy probablemente acabar peor. ¿Se imaginan pedir audiencia al director de la empresa para ir a decirle: "Mire, mi jefe es un mentiroso…"?
Algunas organizaciones, ya a finales de los 90 si no antes, pusieron en marcha sistemas de feedback ascendente, para tener una mejor idea de qué estaba pasando. Hasta entonces habían sido las encuestas de clima laboral las que proporcionaban una medida, más bien indirecta y genérica, de la actuación de los directivos sobre los trabajadores. La verdad es que, si se desea conocer la conducta profesional de alguien, directivo o trabajador, habría que analizarla muy rigurosa y directamente; entre otras razones porque uno puede proceder de una manera con una persona, y de otra con otras. Hace meses se conoció el fallecimiento de Ken Lay, responsable máximo del escándalo de Enron; pues bien, lamentando este final, recordemos que era un ejemplo de líder empresarial hasta que estalló el escándalo. No es éste un ejemplo referido a las relaciones interpersonales, pero sí parece idóneo para recordar que, en las empresas, las cosas no son siempre lo que parecen: lo sabemos bien.
Querría añadir que tuve la sensación, en los años 80 y 90 —en aquellas encuestas de clima laboral o satisfacción de las personas—, de que no me preguntaban lo que yo quería decir; aun así, los resultados eran regulares o malos, y escuchábamos luego curiosas explicaciones sobre los mismos: temo que el cinismo alcanza a veces cotas muy elevadas.
Pero lleguen ustedes, si lo desean, a sus propias conclusiones sobre la impunidad y la complicidad en las empresas que han conocido; yo deseo referirme aquí especialmente a algunas prácticas que ubico entre el cero y el mobbing. Lo hago sumándome al deseo de unas relaciones más profesionales dentro de las empresas; no más frías, pero sí más profesionales y con mayor respeto a las personas y la ética. La emergente economía del conocimiento y la innovación parece demandar nuevos y más profesionales perfiles de trabajadores y directivos, y deberíamos evitar conductas como las siguientes, si todavía existieran. He seleccionado diez, pero el lector conocerá tal vez más.
1. Las tradicionales promesas
Quizá es una práctica que se va reduciendo, pero era bastante común décadas atrás. Sin duda facilitaba el control de la voluntad de los subordinados, pero hacía moverse al trabajador hacia el servicio al jefe, y quizá no tanto hacia las metas profesionales; dicho de otro modo, podía constituir una cierta corrupción alienante. Debería erradicarse del todo como práctica engañosa, sin perjuicio de los sistemas formales de incentivos y promociones. Incluso aunque seamos sinceros al pensar en posibilidades de futuro, quizá no deberíamos trasladarlas al posible beneficiado, ya sea senior o junior; además, a veces se promete lo que no se puede cumplir. Y tampoco debería valer lo de "no te prometo nada".
Si el lector asiente, el directivo no debe procurarse la sumisión de los trabajadores, sino su contribución profesional para alcanzar juntos las metas compartidas. Parece natural que las promesas clandestinas a que nos hemos referido sean ya algo del pasado, aunque no se descarten casos residuales. Pudieron formar parte del culto al ego, de la exhibición de poder, pero habría que actualizar los métodos de dirección de personas, allá donde no se haya hecho todavía. El trabajador junior (el senior ya lo hace) hará bien en escuchar con reservas estos anticipos de futuro (ascenso, asunción de poder, incremento salarial, etc.).
2. Los agravios comparativos
Los agravios comparativos minan la moral de los afectados, testigos de trato más favorable hacia otros trabajadores. El trato de favor hacia algún colaborador parece muy humano, pero puede ciertamente llegar a enrarecer el clima de trabajo. Habría que ver, en cada trato favorable, tanto en qué consiste como si se fundamenta en los valores declarados en la organización (diligencia, desarrollo profesional, calidad, espíritu de equipo, responsabilidad, orientación al cliente, etc.), o se explica por la voluntad libre del jefe; pero, en cualquier caso, los tratos especiales habrían de convivir con la profesionalidad exigida. Sin duda y por ejemplo, las relaciones de amistad son plenamente legítimas pero no deberían afectar al correcto funcionamiento del área de influencia del jefe.
3. La desconfianza como norma
La desconfianza en los subordinados podría estar en algún caso justificada y, aun así, debería quizá disimularse más; pero es que la confianza puede ser una buena inversión y vale la pena comprobarlo. El lector tendrá su punto de vista, pero creo que a veces sobran controles burocráticos, e incluso parecen orquestarse quizá más para recordar a los trabajadores que están bajo control, que para asegurar la buena marcha de las cosas. Se diría que la desconfianza como norma, la desconfianza por defecto, es cosa del pasado —anterior a los cambios culturales en las empresas—, aunque se produzca todavía.
En definitiva, trabajar con la sensación de que desconfían de uno es como caminar con un gran peso a la espalda; afecta, sin duda, a la moral del individuo, especialmente si el recelo desplegado por el jefe estuviera relacionado con prejuicios de cierto origen.
En realidad, habría que distinguir aquí los controles generales que orquesta la empresa, de la actitud o conducta de cada jefe con sus subordinados, y caben desde luego otras circunstancias a considerar; pero creo que casi todos preferimos que confíen en nosotros, y estamos generalmente deseando demostrar que vale la pena. Algo así dijo Douglas McGregor hace más de 40 años.
4. Los vicios en la comunicación
La comunicación interna casi nunca se ha resuelto bien en las organizaciones y, aunque se vienen orquestando actos litúrgicos al respecto (jornadas de comunicación, cenas con el presidente, etc.), lo cierto es que falla la comunicación cotidiana con el jefe. Puede haber cinismo corporativo pero quizá frustra más, en su caso, el cotidiano en la comunicación jerárquica. Si no funciona la comunicación, se resiente la efectividad de los esfuerzos desplegados y se resiente, desde luego, la satisfacción profesional. Se organizan muchos seminarios para la mejora de la comunicación en las empresas, pero puede estar fallando la actitud y la voluntad de unos y otros.
A veces, la mentira parece constituir herramienta legítima de gestión para el jefe —tal vez por mor de la motivación y la consecución de resultados—, aunque no tarda en delatarse; pero también podemos hablar de hermetismo, evasivas, hipocresía, subjetividad, disparidad en los esquemas mentales, etc. Cabe —recordémoslo asimismo— asignar a directivos y mandos una función de stroking, de reconocimiento de méritos, de elogio, acorde con la necesidad que todos tenemos de afecto, y que se echaría de menos en su caso.
Una comunicación defectuosa desmoraliza a los trabajadores, y además reduce la inteligencia colectiva de la organización. Todavía recuerdo cuando, en los años 80, mi departamento se quejaba al director de la falta de comunicación existente, y él decidió que asistiéramos a un seminario de Análisis Transaccional, dándonos seguramente a entender que la carencia estaba en nosotros mismos. (Desde luego la situación no mejoró, pero aprendimos que —dicho ahora sin generalizar— no valía la pena quejarse).
5. Las entregas de responsabilidad en falso
Me contaba un colega consultor que una de las cosas que peor llevaba en su empresa eran las responsabilidades que en falso asignaba su jefe. Parece que había un reparto oficial de responsabilidades en algunos proyectos, y otro, al menos en lo que a él afectaba, oficioso y privado. El jefe le llamaba al despacho para decirle que, en realidad, él (el colega de que les hablo) era el encargado de determinado proyecto (de la coordinación de otras personas). Aquí parece haber engaño, ya sea para el nombrado oficialmente o para el elegido en privado. Estas cosas, si no traen mayores complicaciones, al menos generan confusión. El directivo puede, si lo desea, poner a prueba la asunción de responsabilidad y la competencia de un colaborador sin mediar engaño.
La verdad es que cuando uno es sorprendido perceptor de este tipo de mensajes privados (o públicos, pero no formales) de su jefe, podría legítimamente sentir que debe irse preparando si algo sale mal.
Quizá el responsable oficial saliera bien librado, pero el individuo puede temerse lo peor; cabe reaccionar inteligentemente e intentar quizá curarse en salud, pero no es agradable la sospecha de que el jefe desee hacerle a uno culpable de lo que salga mal, o de que se recibe una autoridad falsa, o de que puede haber un doble responsable al acecho, etc. Esta idea de responsabilidades clandestinas se solapa con el falso empowerment, por lo que aprovecho para intentar identificar el genuino:
- responsabilidad ante los resultados;
- poder (autoridad formal) para tomar decisiones;
- recursos humanos y materiales para la ejecución;
- información y conocimientos necesarios, y
- competencia profesional del sujeto apoderado.
Desde luego, es una pena que alguien posea capacidad, competencia, voluntad, para "poder" (verbo) hacer algo, pero carezca de "poder" (sustantivo) para hacerlo. Si un directivo apoderara a un colaborador faltando alguno de estos cinco elementos, estaríamos quizá ante un despiste del primero o una trampa para el segundo. Pero lo que aquí denuncio especialmente es la entrega en falso de responsabilidad, que puede confundir al trabajador y que puede hacerse justamente para ello, en espera de ver cómo reacciona. Francamente, no parece una práctica muy profesional.
6. La apropiación de méritos de los colaboradores
Hablemos ahora de la apropiación por el jefe de méritos ajenos, por duro que suene. Fíjense, ya para empezar, en cómo definimos a veces al directivo-líder: "Un buen líder lo es, entre otras cosas, porque sabe obtener lo mejor de sus colaboradores". He reproducido una frase textual de Javier Fernández Aguado, pero la idea está presente en la esencia misma del liderazgo de los directivos. Desde luego y dicho así, si un individuo hace algo especialmente bien, parece que será porque su jefe-líder lo habrá sabido obtener de él…
Como trabajador y por ejemplo, yo preferiría leer que un buen directivo lo es, entre otras cosas, porque facilita o propicia el desarrollo, el mejor desempeño y la realización profesional de los trabajadores de su área de influencia.
Hay desde luego ocasiones en que sí cabe atribuir al directivo buena parte del mérito, si no casi todo; pero yo me estoy refiriendo aquí a singulares logros específicos fruto del esfuerzo (y aun la iniciativa) de un profesional (o varios), y cuya calidad, esmero o relevancia podría tender a lucir en su beneficio un jefe de dudosa integridad.
Ahora recuerdo una ocasión en que yo mismo (que algunas cosas de mérito tengo en mi "haber", aparte del mayor volumen del "debe") padecí esto por parte de un jefe que no era por cierto el mío, y además, y extrañamente en mi caso, tuve en aquella reunión la templanza de callar y dejar que… Traigo este recuerdo mío para dar fe de que la cosa realmente fastidia, más cuando uno ha hecho algo (caramba, ocurre a veces) con la razón y el corazón, sobrepasando el mero cumplimiento, y aun avanzando quizá contra obstáculos deliberados: convendrá en ello el lector.
En efecto, podemos hablar de esfuerzos extraordinarios desplegados por no pocos trabajadores —quizá para vencer obstáculos extraordinarios—, pero pueden surgir del prurito profesional, de la fe en lo que se hace, de la motivación intrínseca, y llevarse a cabo a veces a pesar del jefe, como también pueden surgir a causa del jefe. Por aquí enlazo con el siguiente punto.
7. Las peticiones contrarias a los principios del trabajador
En vez de principios morales, lean, si lo prefieren, valores proclamados corporativamente (orientación al cliente, calidad, creatividad, integridad, etc.). El hecho es que —permitan que insista en explotar mis vivencias de consultor de formación— yo mismo me vi obligado, siendo diseñador-guionista de e-learning, a diseñar cursos on line con muy poco tiempo asignado, creo que por razones de presupuesto.
En la práctica, dedicaba el triple de tiempo al diseño, pero se había dispuesto que sólo cargáramos al proyecto las horas previstas. Yo prolongaba entonces mi jornada de trabajo, porque era incapaz de entregar un diseño sin sentirme suficientemente satisfecho; luego el curso satisfaría o no a los usuarios, pero sabemos que un docente suele presentar perfil autotélico, y pone su empeño (quizá a veces exagerado) en que los alumnos aprendan.
El lector conocerá otros tipos de peticiones similares a los subordinados, y aun podrá pensar que es empresarialmente legítimo poner a los trabajadores al servicio del negocio y no tanto al de su profesión; pero estará de acuerdo en que a ningún trabajador experto gusta hacer chapuzas.
Se dan también casos en que los directivos ponen a sus subordinados a trabajar en asuntos particulares (del directivo), a aguantar chaparrones que no les corresponden, etc., y aquí habría que contar con su anuencia. Sabemos, desde luego, que ha habido y hay directivos para quienes su autoridad formal está frecuentemente por encima de cualquier otra consideración, como asimismo sabemos que hay otros muchos que prefieren, y cultivan, la autoridad moral sobre sus colaboradores: esto conecta ya con lo que sigue.
8. Las exhibiciones innecesarias de poder
Los directivos parecen ambicionar poder, ya sea para hacer cosas grandes, para mejorar su estatus, o simplemente para poseerlo y ejercerlo. En cualquier caso, el culto al ego consume a veces buena parte de la atención disponible, y, sobre todo, puede resultar lesivo para los subordinados cuando éstos ven afectada su dignidad personal o profesional.
La arrogancia, la presunción de infalibilidad, la exhibición de privilegios, las decisiones porque lo digo yo, el exceso de liturgias, o la ilegítima coacción entre otras posibilidades, parecen darse sobre todo en directivos y mandos que han alcanzado el poder especialmente para lucirlo, o que carecen de suficiente madurez.
No hace falta decir que, en teoría, el poder es una herramienta al servicio de la organización y no de las personas que lo administran; pero también en teoría los trabajadores (pienso sobre todo en grandes empresas y en los denominados trabajadores del saber) han de perseguir metas compartidas, y sin embargo les pedimos que sigan, como seguidores, a un supuesto líder (inevitable recordar el anagrama redil, si me permiten la irreverencia). Podríamos ir pensando aquí en un nuevo orden organizacional, pero baste recordar que los excesos en la ostensión del poder no engrandecen, sino que empequeñecen, a quienes los producen; desde luego, resultan, a menudo y por innecesarios, chocantes para el entorno.
9. La exclusión del trabajador
Puede haber diferentes causas para apartar a un trabajador de la comunicación habitual, de la participación en la toma de decisiones, e incluso del curso de la actividad: unas quizá explicables y justificadas, y otras no tanto.
Además, puede hacerse de modo no declarado; para el jefe es sencillo, por ejemplo, celebrar una reunión aprovechando una oportuna ausencia, o argumentar la dedicación de una persona a unos asuntos liberándola de otros.
Si no estamos ante un auténtico proceso de mobbing, puede tratarse de un castigo psicológico temporal por algo que no gustó al jefe, de una forma de neutralizar su criticidad, o de otras muchas cosas, incluyendo situaciones de mediocridad general que militara contra la brillantez particular.
En efecto, si un trabajador supiera mucho de diferentes temas, podría dejar en evidencia a los mediocres y al mismo jefe. La nueva economía del conocimiento debe resolver bien las relaciones jerárquicas, considerando el valor creciente del saber y la necesidad del aprendizaje permanente. Lógicamente, el directivo (cuyo papel evoluciona, sin perder peso, en la economía emergente) no podrá competir ya siempre en saber con los trabajadores, y le será más útil la autoridad moral que la formal; pero además habrá de conseguir que lo que milite en su área sea la brillantez y el aprendizaje continuo, y no la mediocridad y el inmovilismo.
10. La irritabilidad permanente
Así como imaginamos al mejor jefe como alguien de buen carácter, que no olvida sus buenas maneras y que hace también gala de buen humor (incluso ante la adversidad o las urgencias), asociamos al peor jefe con la irritabilidad y la dificultad en la relación. Obviamente, la denominada calidad directiva es otra cosa; pero ante un jefe irritable, neurótico, ansioso, podemos sentirnos bloqueados, salvo que podamos hacer nuestro trabajo con cierta autonomía.
Cabe ciertamente asociar, en su caso, la irritabilidad con el estrés y la presión a que se ven con frecuencia sometidos los directivos. Pensemos en aquello de preguntar cómo está el jefe de humor hoy…; quizá ha tenido un problema con un cliente o un proveedor, y puede salpicar a los trabajadores que se acerquen. Es humano, pero lo cierto es que hay jefes en cuya ausencia se trabaja mucho mejor, y sobre los que nos preguntamos qué le pasa hoy, precisamente cuando están amables. El autocontrol, la templanza, la receptividad, la resistencia a la adversidad, son cualidades o virtudes necesarias en los directivos, y que lucen la mayoría de ellos; pero cuando no es así, los trabajadores lo padecen.
Por qué hablar de malas prácticas
El perfil ideal de los directivos del siglo XXI parece ser uno de los temas cardinales de la literatura del management, aunque quizá nos hemos atascado en el concepto de liderazgo. El hecho es que para llegar a este perfil ideal hay seguramente que añadir lo que falte y eliminar lo que sobre, considerando siempre cada circunstancia y, desde luego, el perfil de los trabajadores del entorno. Entre las cosas que en ocasiones sobran, podríamos referirnos a la desmedida necesidad de autoafirmación en los directivos más jóvenes, a un exagerado culto al ego, a una particular percepción de las realidades y a un abuso del poder que se administra; todo ello —y alguna cosa más— se concreta en conductas como las anteriormente identificadas.
He destacado estas diez pero, todavía referidas a la relación jefe-subordinado, hay más conductas que erosionan la calidad de vida en la empresa: la excesiva carga de trabajo sobre el subordinado, la obstaculización de su aprendizaje y desarrollo, su reprobación pública, etc. No se trata tanto de identificar lo que ya conocemos, como de subrayar la necesidad de profesionalizar las relaciones entre directivos y trabajadores, lo que incluye buena dosis de autocrítica y autodisciplina en todos nosotros. Nadie es perfecto, pero sí podemos ser todos menos imperfectos y, como decíamos, esto pasaría por neutralizar tanto los defectos como los excesos.
En los programas de formación venimos postulando un perfil de directivo-líder —en realidad disponemos de muchos modelos— como solución a las relaciones jerárquicas de los directivos intermedios, pero su supuesto efecto energizante podría evaporarse ante la presencia de perversiones mayores o menores, tanto en lo referido a las relaciones jerárquicas en que aquí nos hemos detenido, como en lo que tiene que ver con la conducta profesional general.
El objetivo a formular en el siglo XXI es ambicioso: necesitamos directivos que añadan más valor a las organizaciones y que, mediante la autoridad moral, resulten más valiosos a los trabajadores, en beneficio de la efectividad y la satisfacción profesional.
Los directivos pueden y deben contribuir a que todas las personas alcancen mayores cotas de profesionalidad en el desempeño cotidiano.
El nuevo trabajador del conocimiento, el que nos dibujara Drucker para la economía emergente, ha atraído nuestra atención y parece que hay bastante coincidencia en la descripción de su perfil ideal; sin embargo, quizá no hay tanto acuerdo en lo referido al perfil del directivo intermedio. A pesar de la insistencia en el concepto de liderazgo sobre los colaboradores, quizá los nuevos jefes han de ser —porque la transición de la etapa industrial a la del conocimiento parece demandarlo— menos ministros del Interior, y más ministros de Exteriores, a la vez que se aplica bien el empowerment. Naturalmente, hay empresas y directivos que ya funcionan así desde hace tiempo, en la medida en que los trabajadores respondan al perfil ideal y protagonicen su actividad.
Mensaje final
Diría yo a los jóvenes con vocación de directivos que persigan el poder para hacer cosas importantes, y que su dimensión profesional estará relacionada con el buen uso que hagan del mismo. Les diría también que sus subordinados no son tontos, y que no es sencillo engañarles; y que no intenten competir en conocimiento con ellos, que eviten la presunción de infalibilidad, que apuesten por la integridad y la acompañen del buen juicio… Cometeréis errores; pero aprended de ellos y, sobre todo, reconocedlos. Además, digerid bien los primeros éxitos si los alcanzáis pronto.
Seréis bastante más que jefes, pero, como tales, os será más útil la autoridad moral que el poder formal; la inteligencia, que el conocimiento; el dominio propio, que el que ejerzáis sobre los colaboradores; la generosidad, que la mezquindad; la flexibilidad, que el rigor; la sinceridad, que la falsedad; el cultivo personal, que el culto al ego… Puede que viváis una relación entre directivos y trabajadores muy diferente de la conocida en décadas anteriores: favorecedla, y no la entorpezcáis en favor del statu quo.
No os sintáis líderes si como tal no os ve vuestro entorno, pero intentad ganaros la adhesión de los trabajadores para buen fin. Decidid vosotros mismos si, en cada caso, la relación idónea es la de líder-seguidor, la de cliente-proveedor, la de tutor-pupilo, la de directivo-colaborador, la de jefe-subordinado, la de experto-ayudante, la de senior-junior, la de proactivo-reactivo, la de colega-colega, o la de profesional-profesional; pero decidid bien, en beneficio de los resultados. Recordad que si inexcusable resulta la efectividad colectiva, también ha de perseguirse una bien entendida calidad de vida en el trabajo, para todos. Ved a los trabajadores como profesionales, y contribuid a que lo sean plenamente. Su satisfacción es un objetivo, como lo es su desarrollo profesional.
Si el lector es joven, quizá no soporte más consejos; y si no es tan joven quizá puede reflexionar sobre su idoneidad (la de los consejos formulados para jóvenes), como sobre la oportunidad de dar un repaso a las perversiones menores (o quizá no tan pequeñas) que hemos descrito y cuya presencia residual convendría erradicar. La deseada calidad de vida en el trabajo —sin perjuicio, y aun en beneficio, de la efectividad colectiva— demanda un ambicioso desarrollo, como seres humanos completos, de todos: directivos y trabajadores.
José Enebral Fernández
Consultor
Alta Capacidad
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