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Del cero al mobbing, algunas malas prácticas


Partes: 1, 2

    1. El abuso del poder
    2. Las tradicionales promesas
    3. Los agravios comparativos
    4. La desconfianza como norma
    5. Los vicios en la comunicación
    6. Las entregas de responsabilidad en falso
    7. La apropiación de méritos de los colaboradores
    8. Las peticiones contrarias a los principios del trabajador
    9. Las exhibiciones innecesarias de poder
    10. La exclusión del trabajador
    11. La irritabilidad permanente
    12. Por qué hablar de malas prácticas

    Sin llegar a graves extremos como el acoso sexual o el psicológico —en el espacio existente desde la perversión cero al mobbing—, hay una gama de malos hábitos de grado venial que afectan a la calidad de vida en algunas organizaciones.

    Aunque muchos directivos cuidan de manera efectiva la relación con sus colaboradores y muestran valiosas competencias sociales, hay, sí, algunos otros que, por diferentes causas, abusan a veces del poder que administran, y no parece que los cursos de liderazgo eviten siempre —o aborden siquiera— estos posibles excesos.

    Este mismo año 2006, en un texto que leí, el consultor Ovidio Peñalver aseguraba que no se podía ser buen directivo-líder sin ser buena persona. Me pareció curioso que hubiera que decir esto después de miríadas de seminarios sobre liderazgo en las últimas décadas, pero me gustó leerlo. Sabemos que hay personas no suficientemente íntegras en puestos de dirección, sin que este rasgo haya impedido el acceso; de hecho, y aunque todos conozcamos muchos directivos ejemplares, puede que la integridad haya dificultado alguna carrera profesional. Y recuerdo también que Peter Drucker denunciaba la codicia de los ejecutivos de nuestro tiempo. Pero, si el lector me acompaña, voy a enfocar aquí solamente el marco de relaciones entre directivos y trabajadores.

    Como sabemos, el acoso psicológico viene a ser la aplicación, sobre una persona y con ánimo destructivo, de las perversiones sutiles, menores y mayores, que se llega a permitir el hostigador; pero, aun sin que se desee destruir moralmente a ningún trabajador, o conseguir que se vaya, hay otras conductas de cuestionable legitimidad que vienen a viciar las relaciones a que nos referimos. El mobbing, como otras graves conductas, resulta incuestionablemente condenable; pero cuando nos planteamos la mejora de la calidad de vida en el trabajo, y más allá de hablar de emociones, incentivos, horario flexible, recursos técnicos, formación o promociones, hemos de identificar igualmente algunos hábitos amparados en cierta impunidad del mando.

    A menudo, la diferencia percibida entre los mejores jefes y los peores se basa en vicios relacionales como los que describiremos aquí, aunque sin duda es mucho más deseable que esta diferencia se base en elementos positivos como la contribución al desarrollo profesional de los colaboradores, la idónea distribución de tareas o funciones, la receptividad a iniciativas e ideas, la eficacia en el feedback, la calidad y calidez de la comunicación, la integridad, la autodisciplina, la amplitud de miras, la perspicacia, la flexibilidad…

    De forma atrevida, podríamos pensar que se puede ser feliz o no en el trabajo, dependiendo del jefe que nos toque; aunque también los jefes pueden pensar lo mismo respecto de sus subordinados. El hecho es que todos podemos ser más efectivos y felices en la empresa, y vale la pena intentarlo.

    El trabajador puede preferir, desde luego y por ejemplo, un jefe neurótico a no tener ninguno y estar parado; pero eso no debe neutralizar el deseo general de una mejora de la calidad de vida en el trabajo, en sinergia con la inexcusable efectividad individual y colectiva, y empezando por hacer cada uno de nosotros la vida laboral más agradable a los demás, tanto a un lado como al otro de la vertical jerárquica.

    Naturalmente, hay directivos y mandos que son ejemplares, incluso sin asistir a frecuentes seminarios o workshops sobre liderazgo en consultoras o escuelas de negocios; pero no podemos negar la existencia de abusos de poder como tampoco podíamos negar —aunque a veces lo hacíamos— la existencia del mobbing.

    Podemos guardar silencio y correr el velo tupido habitual, pero lo mejor sería reducir todas las perversiones, mayores y menores y tal vez impunes, en beneficio de la satisfacción profesional y de la efectividad colectiva en las empresas; en beneficio de la profesionalidad.

    Quizá podría pensarse que el objetivo de aunar la efectividad y la satisfacción profesional de las personas ya ha sido abordado en los muchos seminarios orquestados para el desarrollo del liderazgo en directivos intermedios; pero, ¿ha sido realmente así? Yo diría, aunque suene fuerte, que los modelos de liderazgo se han definido, en muchos casos, ignorando o pretiriendo a los seguidores, y contribuyendo a una excesiva elitización del mando. Me quedo con lo que sostenía Peter Drucker: como sabemos, él venía a decir que cada persona debe ser dirigida de manera específica, e incluso de manera particular en diferentes momentos.

    El abuso del poder

    Digamos ya asimismo que las ocasionales prácticas abusivas no convierten en monstruos a los mandos o directivos implicados, porque muchos de nosotros abusamos, alguna vez y aunque sea mínimamente, del poder, mucho o poco, que administramos: patrulleros de tráfico sobre automovilistas, pilotos sobre pasajeros, profesores sobre alumnos, agentes del orden sobre sospechosos, clientes sobre proveedores (o al revés, según el caso) y aun padres sobre hijos (también al revés, a veces).

    Podrían intercambiarse los papeles sin que el problema desapareciera necesariamente, y puede que esto forme parte de nuestros genes; pero el hecho es que los abusos pueden crecer como bola de nieve, y hasta convertirse en práctica habitual. No se nos olvide además que en la empresa solemos vivir bajo presión, encarando constantemente riesgos y desafíos, lo que altera sin duda nuestra conducta.

    Cabe recordar aquí el experimento llevado a cabo en la Universidad de Stanford en 1971, y del que nos hablaban Peters y Waterman en su clásico En busca de la excelencia. Habiendo pedido voluntarios para recrear una prisión durante diez días, el profesor Phil Zimbardo observó que, ya al final del primero, algunos voluntarios seleccionados como guardianes habían abusado de sus prerrogativas, y dañado física y psicológicamente a algunos de los seleccionados como reclusos. El experimento hubo de concluirse al cuarto día, por miedo a las consecuencias de los excesos registrados.

    El análisis es ciertamente complejo, y además no hacen falta ejemplos para sostener que del poder se abusa; pero quería subrayar la idea de que probablemente todos tenemos unos esquemas mentales arraigados que lo consideran natural.

    Como a mí, al lector se le habrá ocurrido también otro posible experimento con voluntarios, no ya de guardianes y presos, sino de jefes y subordinados. Aplicando cierta presión sobre los primeros, resultaría sencillo apreciar un comportamiento algo neurótico y hostil sobre los segundos, lo que me hace llegar a la reflexión —siempre me sale alguna perogrullada— de que la madurez emocional resulta imprescindible en quienes manejen poder.

    A veces, y porque también es humano, tratamos de compensar por las injusticias que cometemos…; pero concretemos ya: ¿a qué me refiero exactamente, dentro de la empresa? ¿Qué es lo que, en las relaciones jerárquicas y aun sin llegar a extremos, lesiona sensiblemente la calidad de vida en la empresa?

    El lector podrá estar ya pensando en las excesivas cargas de trabajo, en la neurosis colectiva de algunas organizaciones, en el politiqueo feroz, en metas o normas contradictorias, en el cinismo corporativo, en los favoritismos, en los intereses espurios, en las deudas de gratitud, en el imperio de la apariencia, en la mediocridad militante, en la corrupción codiciosa o negligente… Todo esto existe en mayor o menor grado en muchas organizaciones, pero querría enfocar estas páginas especialmente hacia el daño moral que, aun sin ser extremo y persistente, puede causar el jefe al subordinado, con mayor o menor conciencia de ello y en relación con el uso del poder que el primero administra.

    Hay, de entrada, trastornos de personalidad como la neurosis o la psicosis —pensemos también en el narcisismo—, que sin duda salpican a las personas del entorno, y que ciertamente no son exclusivas de los directivos. Pero, sobre todo y sin olvidar el hostigamiento sexual u otras graves conductas, deseo referirme a prácticas más comunes y de las que quizá hablamos menos, como las falsas promesas, las tareas-trampa que se encargan a veces a los colaboradores, las supuestas entregas de responsabilidad que los demás trabajadores ignoran, las decisiones porque sí, el cinismo en la comunicación, la apropiación de méritos colectivos, la imposición de tareas que no corresponden al puesto ocupado por el trabajador, las peticiones contrarias a principios o valores de los individuos, el trato discriminatorio o humillante, la exhibición innecesaria de poder, la desconfianza por defecto, la desautorización profesional gratuita, la maledicencia… Son pecadillos aparentemente veniales y sólo cabe atribuírselos a quienes los cometen, pero identifiquémoslos.

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