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La dialéctica orden/desorden social desde los Imaginarios sociales (página 2)


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De hecho, la alusión a ésta en los textos de Karl Marx no deja de ser vaga, pudiendo sonsacarse sintomáticamente de sus obras más alejadas de su pretendida formulación como cuerpo doctrinal. Y también, en razón de lo anterior, la necesidad de introducir por parte de Lenin la existencia de una ideología  proletaria con una autonomía propia con respecto de la ideología dominante, que, tal como aducía Marx en La ideología alemana, no era más que la ideología  transmitida en realidad por la clase dominante; o del emblemático proyecto teórico de Georg Lukács, quien en Historia y consciencia de clase tratará de fundamentar posteriormente esta ideología proletaria. De cualquier modo, cabe precisar cómo en el marco teórico marxista no deja de suscitar serias dificultades el reconocimiento de una ideología del proletariado capaz de encajar en dicho marco. 

En todos estos análisis subyace un denominador común que, a modo de prejuicio teórico, impide desentrañar la inestabilidad y fragilidad de todo orden social. A este respecto, la literatura filosófico-sociológica británica de los años ochenta del pasado siglo ha sabido percibir la insuficiencia de ciertos axiomas teóricos latentes en el pensamiento marxista. Así, como ha diagnosticado certeramente tanto Nicolás Abercrombie (1980: 181-182), (1980:50-51) como John B. Thompson (1990:90), en el diálogo crítico que mantienen con ciertos presupuestos de la teoría marxiana de la sociedad, la ideología dominante nunca es algo absolutamente homogéneo, compacto y sin fisuras. En efecto, la teoría de la ideología marxista, especialmente la de raigambre althusseriana, presupone que los dominados acatan plenamente la representación del mundo impuesta por los detentadores del poder, quedando absolutamente colonizada su experiencia social por la ideología dominante. Pero se pregunta con razón Abercrombie ¿No caben espacios de fuga o de escepticismo por parte de los dominados?. En última instancia, la tesis de la ideología dominante se apoya en un principio sumamente discutible, a saber, que los dominados carecen de representaciones del mundo alternativas a la instituida, puesto que no disponen de los recursos teóricos necesarios para que su conciencia haga frente a la ideología transmitida por el poder.

En suma, se asume, implícitamente, una suerte de inmadurez o ingenuidad ideológica de los dominados. La cual, por otra parte, allana el camino para que se legitime finalmente que una vanguardia teórica irradie la luz del saber, como en el símil de la caverna platónica, sobre las ofuscadas y engañadas conciencias de aquellos que son víctimas pasivas de la ideología. Da justificación, de este modo, a una tiranía ilustrada de la cultura de los sabios sobre la siempre fácilmente domesticable cultura de las masas. Porque el camino de salida de la doxa viene previamente preconfigurado y señalado por agentes o instancias sociales ajenos a aquellos víctimas de la distorsión ideológica supuestamente generalizada, está diseñado desde una pretendida conciencia desideologizada sobre la que se deposita tanto la inequívoca verdad de lo social como los medios acertados para transformar la falsa conciencia en reconciliada transparencia del mundo.

La virtud de los planteamientos de Abercrombie y Thompson radica en descubrir la carencia de homogeneidad de la ideología dominante junto con la revalorización de una representación del mundo propia de los dominados, que surge, por otra parte, como afirmación de un espacio de resistencia por parte de éstos. Aquí habría que incluir, lógicamente, un tan difuso y subterráneo como insobornable escepticismo de la cultura popular frente a toda visión del mundo impuesta de modo vertical y externo. 

II. Imaginarios sociales: Una definición siempre controvertida

La noción de imaginario social admite una multiplicidad de perspectivas interpretativas en algunos casos bastante dispares. Heléne Védrine (1990) ha expuesto con precisión el tratamiento histórico del que ha sido objeto lo imaginario a lo largo del pensamiento occidental, señalando una notable y reiterada ambigüedad: irrealidad o falsedad por una parte, apertura de sentido por la otra. El estudio de Védrine pone el acento en cómo la devaluación de lo imaginario está en estrecha consonancia con el programa filosófico racionalista y conceptualista dominante en el itinerario del pensamiento occidental, en el fondo pretendidamente desmitificador, que identifica lo imaginario con una quimera o fantasía de la cual habría que liberarse para, de este modo, alcanzar una conciencia más diáfana y menos engañosa de la realidad. Védrine apela a Jean Paul Sartre y a Gaston Bachelard cuando busca localizar lo imaginario en el ámbito de una enriquecedora y fecunda ensoñación capaz de transgredir creativamente el orden de lo fáctico. Así, se desmarca de otras líneas de investigación , como el psicoanálisis lacaniano o el propio marxismo, que reducen la naturaleza de lo imaginario a una mera ilusión derivada de una previa carencia real o material, a la cual vendría a suplir como un género de consoladora sublimación o transfiguración. En la línea de Védrine, se han intentado precisar definiciones, siempre inconclusas y transitorias, del imaginario social[3]

Nuestra particular aproximación al Imaginario social bien puede resumirse en tres rasgos definitorios:

A. El imaginario social constituye el modo de construcción y definición de aquello que los individuos perciben y asumen como realidad. Si ya la sociología de corte fenomenológico había apuntado, enfrentándose al positivismo, que lo real es siempre algo significativo para un sujeto, el imaginario social es el elemento que nos permite otorgar una particular inteligibilidad y significación a la realidad. Por eso, se interpone, a modo de filtro obstaculizador, en el particular modo a través del cual los individuos perciben su realidad, dotando, de esta forma, a ésta de una suerte de certidumbre o evidencia incuestionable. Por lo mismo, impide su problematización, ya que ello entrañaría el que pudiera desmoronarse la definición socialmente aceptada de realidad. Cornelius Castoriadis, autor especialmente preocupado en asignar al orden de lo imaginario un sólido estatuto, propone que la realidad carece del rango de objetividad, puesto que su inteligibilidad vendría dada a través de un conjunto de significaciones imaginarias que la tornan particularmente significativa (Castoriadis, 1989: 283-333). Así, Castoriadis utiliza la noción de figuración cuando trata de abordar las relaciones entre lo imaginario y lo real, de manera que lo imaginario se presentifica, se torna en figuración concreta, en lo real.

B. El estatuto anteriormente atribuido al imaginario social implica reconocer las limitaciones de una ontología dualista que escinde dicotomicamente el orden de lo real y el orden de lo imaginario como ámbitos o esferas autónomas e independientes. Como acertadamente señaló Raymond Ledrut (1987:41-42), tras la caracterización del imaginario como ilusión o fantasía, en muchos casos fuente de alienación social, por parte de Marx y continuadores de la tradición marxista, subyace un simplificador dualismo ontológico que condena irremisiblemente al imaginario al ámbito de una pseudorealidad. Por el contrario, habría que contemplar la imbricación entre lo imaginario y lo real, al modo de Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa., desde la perspectiva de una trascendencia inmanente. Lo imaginario es inmanente a lo real, toma cuerpo en éste; de hecho la realidad está indisociablemente atravesada de por sí de  lo imaginario. En suma, ni materialismo ni idealismo, realidad e imaginario se entrelazan, se funden en una amalgama simbiótica en donde se confunden subjetividad y objetividad. Aqui, en este punto, la noción de forma social empleada por Ledrut (1984:179) y Michel Maffesoli (1985:79-96), (1996:105-147), es una herramienta conceptual especialmente relevante. Noción inspirada en la sociología de Georg Simmel (1923:204-232), quien se abre a una comprensión de la realidad desde un entrejuego de las culturas objetiva y subjetiva que conforman toda sociedad. A partir de Simmel sabemos que la realidad material esta preñada de una intrínseca e indisociable representación constitutiva propiamente de lo real.

C. En lugar de concebir la sociedad postmoderna desde una matriz holística sustentada sobre una significación central, tal como ocurría en las sociedades tradicionales o incluso modernas, deberíamos acercarnos al ejercicio práctico de los imaginarios sociales desde la fragmentación y sectorialización contextual en sus diferentes ámbitos de aplicación en la vida cotidiana. Esto no significa, sin embargo, que no existan áreas de intersección social en las que diferentes imaginarios sociales acaben entrecruzándose. Es más, los distintos plexos en los que se construye la cotidianidad se conforman a partir del trenzado de diferentes imaginarios sociales. Pero lo que sí interesa destacar es cómo ese constructo social denominado como vida cotidiana se configura desde la solidificación de una compleja trama de imaginarios sociales en ámbitos de actuación siempre local.

Los imaginarios sociales están estrechamente ligados, como ha señalado Josetxo Beriain (1996:287-312), al mantenimiento de la integración social. En última instancia, la estructura y plausibilidad de lo real descansa en un mito fundante, en un monde imaginale que diría Maffesoli(1992:29), que le otorga una global significación[4]. De hecho, como sostiene B. Anderson (1993:29), la propia identidad social se sustenta, necesariamente, sobre una representación imaginaria que le confiere una idiosincrasia[5]. De este modo es cómo lo real se torna en una creencia incuestionable, de manera que el mundo aparezca como algo aproblematizado en el sentido de Alfred Schutz. Así, lo real, como afirma Hans Blumenberg(1981:48) siguiendo a Edmund Husserl, se convertiría en lo incuestionablemente dado por familiar.  El imaginario social se ubicaría, pues, en el orden de la creencia, que tan certeramente José Ortega y Gasset(1986:29) demarcó de la idea, puesto que tendría que ver con aquello a lo que los individuos se aferran para otorgar una solidez ontológica a su mundo, clausurando la interrogación acerca de su sentido.

III. El orden social permanentemente inacabado. Una perspectiva desde el Imaginario social.

III.I. El conflicto por definir la realidad

Sabemos, desde que Durkheim mostrara que la religión es una trascendencia inmanente a lo social, que la sociedad no está constituida exclusivamente a partir de sus condiciones materiales de existencia. En efecto, la autorrepresentación que un grupo social hace de sí mismo es una faceta consustancial a la propia existencia de éste. Una sociedad, según Durkheim, se conformaría a partir de la interrelación de sus aspectos materiales e ideacionales, que en armoniosa simbiosis conforman la naturaleza de ésta. De ahí que el Imaginario social, que como hemos señalado anteriormente se definiría como una representación inmanente a lo social, sea un elemento prioritario para la propia existencia de la sociedad. Dado que el Imaginario social constituye una fuente y garantía de la integridad social a través de la coparticipación de sus integrantes en unas significaciones imaginarias socialmente instituidas, resulta especialmente relevante la intencionada utilización que de un imaginario social se haga con el propósito de conservar el orden social desde una definición de realidad que se torne plausible. Por eso, una vez problematizadas, a raíz del proceso de secularización occidental, las instancias teológicas o metafísicas que servían como fundamento que otorgaba credibilidad a la realidad, la definición de realidad se disuelve en una plástica gama de interpretaciones.

A partir de este momento, deja de existir una definición única y unitaria de realidad, puesto que ahora ésta admite una pluralidad de versiones en ocasiones contrapuestas. Como han diagnosticado Peter Berger y Thomas Luckmann (1995:80), la modernidad se caracterizaría por una problematización de lo real que en otro tiempo, sin embargo, estaba clausurada tanto por la tradición como por la religión. Las sociedades postmodernas, en este sentido, intensifican y acrecientan este radical autocuestionamiento, que ya estaba en el propio germen de la modernidad, de modo que, utilizando una conocida expresión marxiana, todo lo sólido parece disolverse en perspectivas o versiones múltiples. Al mismo tiempo, y  vinculado directamente con lo anterior, se nos descubre la posibilidad de existencia de una pluralidad de realidades irreductibles a la unicidad, a un código de interpretación unilateral. El despliegue de la modernidad, en suma, implicaría llevar hasta el último extremo el politeísmo de los valores que Max Weber anunciaba como detonante irreversible de nuestra época.

Lo que ha perdido, definitivamente, credibilidad es la existencia de una realidad en sí, con una consistencia ontológica firme. La hermenéutica, pero también la fenomenología, han ayudado a disipar el falaz espectro de una realidad concebida como independiente del sujeto que la experimenta significativamente. De este modo, nos hemos visto obligados a aceptar que lo real no es más que una significación, en la cual se introduce la subjetividad, que para el sujeto posee la realidad. Hemos pasado así de una ontología esencialista a una hermenéutica, pero también, como antes indicábamos, de una definición única de realidad a una definición múltiple. Pero además, por otra parte, lo real es de por sí ambivalente (Baumann), complejo (Luhmann), de ahí que sea obligada una reducción selectiva de posibilidades que delimite y acote la realidad para así hacer frente a la incertidumbre. Es necesaria una definición de realidad que transforme lo indeterminado en determinado, la incertidumbre en certeza. Y en este punto, los imaginarios sociales poseen una destacada funcionalidad, puesto que construyen y configuran una específica percepción significativa de la realidad para los individuos, dado que focalizan inexorablemente una definición de realidad que excluye otras posibilidades alternativas a ésta. Es la relación entre relevancia y opacidad que Juan Luis Pintos (1995:8-20) ha intentado mostrar como determinante en el papel de los imaginarios sociales.

Por tanto, toda imposición de una definición cancelada de realidad es necesariamente frágil, inestable. Tras una aparentemente consolidada armonía social se encubre siempre una constante y tácita lucha entre distintos imaginarios sociales que compiten por conquistar una plausibilidad generalizada, pero siempre al servicio de distintos intereses de poder. El poder, efectivamente, ha desplazado su ejercicio, de manera que los tradicionales aparatos ideológicos althusserianos o disciplinarios de Michel Foucault han sido sustituidos por la imposición de un espectro o campo de visualización uniformizadora de realidad que impide su cuestionamiento. La vieja actuación coactiva de los aparatos ideológicos da paso, de este modo, a estrategias de construcción de realidades por los mass-media a través de la instrumentalización de imaginarios sociales[6]. Así pues, la competencia por definir la realidad tiene importantes consecuencias en el terreno de la legitimidad política. Pero como antes dejábamos se½alado, y esta es precisamente la intrínseca y paradójica vulnerabilidad del orden social, la realidad puede acoge una plástica gama de interpretaciones plausibles. De modo que todo régimen de visualización hegemónico descansa, finalmente, en una armonía siempre, conflictiva, inestable e inacabada.

En cualquier tipo de sociedad, late una constante pugna entre imaginarios sociales que persiguen legitimar la realidad establecida e imaginarios sociales que buscan deslegitimarla y, lógicamente, modificarla. Ledrut (1987:55) afirma, a este respecto, que en toda sociedad se alberga una dialéctica permanente y nunca acabada entre imaginarios con una función estática, es decir que buscan reafirmar el orden social, e imaginarios dinámicos, que tratan de cuestionarlo. Aquí, habría que reconocer un especial estatuto al ensueño, a la creadora y vivificadora capacidad que posee la ilusión que anida subterráneamente en toda sociedad para trascender lo dado, por abrir posibilidades a la realidad instituida. Porque, en definitiva, una sociedad es también, entre otros aspectos, la expresión de sus sueños, de sus ideales, de sus utopías[7].

Por eso, efectivamente, cabe una lectura eminentemente deslegitimadora del imaginario social, que se desmarcaría así de su simplificadora identificación con lo ideológico (Carretero, 2001), puesto que los Imaginarios sociales pueden producir dislocaciones en la realidad instituida para abrirnos a posibilidades de realidad alternativas. Maffesoli (1977:51-52), (1979:90) ha insistido reiteradamente, apoyándose en Georg Sorel, en el privilegiado apoyo que brinda el imaginario condensado bajo la forma de mito a todo movimiento social dinamizador de una petrificada realidad, poniendo de manifiesto que sin una apelación al terreno de lo imaginario todo proyecto de transformación social está destinado al impotente ámbito de la mera teorización o, en última instancia, a la infructuosidad política. El Imaginario de una sociedad, al estar ligado al orden de lo vivencial, de lo pasional, está dotado de una especial eficacia política, puesto que posee la facultad de enraizarse en la experiencia social, mientras que la teorización programática o conceptual adolece de ello.

III.II. Los contrapoderes. Como pensar la resistencia a los imaginarios sociales dominantes

Por Imaginario social dominante entendemos la definición de realidad social construida por los detentadores del poder para legitimar, y así conservar, las relaciones sociales institucionalizadas. En una sociedad caracterizada prioritariamente por una cultura mediática, la transmisión de este Imaginario social dominante es llevada a cabo a través de los medios de comunicación de masas. En efecto, el poder mediático diseña prefabricados imaginarios sociales que acaban solidificándose finalmente como aquello aceptado como evidencia social por los individuos. Construye estereotipos, estigmatizaciones o estilos de vida que acaban estructurando la asunción de la realidad social para tornarse en realidades definitivamente consistentes. De este modo, la percepción del mundo social acaba estando mediatizada por la interposición del imaginario social, lo que dificulta que pueda llegar a problematizarse una visualización convertida en dominante y totalizadora.

Michel Foucault (1977:163-173) afirmaba que todo poder produce sus efectos de rebote, es decir que genera sus propias resistencias. En efecto, los dominados no son meros receptores de la dominación, puesto que también producen sus contrapoderes. Difícilmente podríamos concebir una sociedad, como piensa Althusser, desde una ideología dominante capilarizada por todos los intersticios del cuerpo social y que, a modo de cemento colectivo, alcanzase un pleno sometimiento de los dominados. La hegemonía, de la que hablaba Antonio Gramsci, nunca es algo absoluto, definitivo. El conjunto de creencias, valores, en definitiva el sentido común solidificado, que trata de establecer el poder como única versión uniformizadora de la realidad encuentra siempre sus resistencias. Michel de Certeau denominaba como desvíos desde dentro a las respuestas, siempre activas, de los dominados ante un ejercicio de poder. Para De Certeau, la dominación genera como contrapartida, inevitablemente, estrategias y prácticas de resistencia que tratan de contrarrestar a la ideología dominante. Así, los dominados no son meras víctimas pasivas de la representación del mundo impuesta por los dominantes, puesto que, a menudo, metabolizan y metamorfosean esta representación, es decir, metaforizan el orden dominante haciéndolo funcionar en un registro diferente (De Certeau, 1990: 54). En este punto, cabe  realzar la importancia del saber local y de la cultura popular, de la memoria colectiva sobre la que tanto ha insistido Maurice Halbwachs, de la tradición apuntada por Georges Balandier, como baluartes de afirmación de lo proxémico, del continuum histórico, de la temporalidad natural de las cosas.

En este sentido, pese a que no nos interese profundizar aquí en esta importante cuestión que exigiría un tratamiento más exhaustivo, conviene apuntar cómo el despliegue y extensión del imaginario capitalista que persigue imponer el dinero y el consumo como única realidad posible discurre paralelamente con el proceso de desmantelamiento y  autorenuncia de una cultura e identidad propiamente obrera, arraigada en una tradición histórica de clase pero que bloqueaba, a modo de obstáculo, la expansión económica del capitalismo.

En realidad, paradójicamente, convendría interrogarse sobre si resulta beneficioso o perjudicial para un renovado proyecto de teoría crítica el asumir la tesis de una generalizada ideología dominante. ¿No estamos, con ello, reconociendo la imposibilidad de los individuos para construir su destino histórico sin apelar a una verdad impuesta, en clave de una sospechosa ilustración, desde fuera? ¿No es precisamente más ideológico reconocer la existencia de un engaño generalizado del que son víctimas pasivas los individuos?. ¿No se desvaloriza con esta tesis, curiosamente, un larvado y subterráneo, pero activo, escepticismo inscrito en la cultura popular, en el apego a lo cercano, siempre significativo de un descrédito de toda monopolización de la verdad?. La solidificación social de un imaginario dominante encuentra, de esta manera, una importante resistencia en un acervo cultural, en un patrimonio colectivo, en lo que bien podríamos catalogar como imaginarios populares, que se nutren de una representación del mundo y unas prácticas sociales con una lógica diferenciada de la institucional.

Maffesoli (1990: 250) ha propuesto la noción de neotribalismo para caracterizar una difusa, polimórfica y heterogénea cultura postmoderna que se nutre fundamentalmente de una especial socialidad empática. En contraposición con aquellos análisis de la sociedad actual que la catalogan como individualista, Maffesoli sugiere, por el contrario, la emergencia de nuevos lazos sociales expandidos por todo el entramado social. Pero además, sostiene que esta socialidad instalada en la cotidianidad es testimonio de una resistencia a todo tipo de ideología que trate de ser impuesta de modo externo y vertical al cuerpo social.

En lo cotidiano anidaría una subterránea potencia social, expresión de un irrefrenable deseo de vida, difícilmente domesticable por el poder. Esta tomaría cuerpo en el orden de lo imaginario, en mitos con una indudable eficacia social, puesto que, al modo durkheimniano, constituirían los verdaderos fundamentos de identificación de grupos o comunidades. Habría, pues, una reafirmación de lo colectivo, de una sui géneris participación mística, reveladora de la crisis de los metarrelatos o ideologías propias de la modernidad que han tratado de imponer un telos histórico, despreciando el instante presente en aras de una «futurización de la historia». Este neotribalismo, por otra parte, se afianza sobre una interpenetración de las conciencias generando una particular efervescencia colectiva, a través de la cual se genera un tipo de comunidad tribal con lazos de atracción social. En Maffesoli, en suma, lo cotidiano más que un lugar de coagulación de una ideología dominante es un indudable espacio intersticial de resistencia ante el poder. Es la cotidianidad como respuesta subversiva a todo proyecto o programa histórico unidireccional que sacrifique el instante presente en aras de una teleológica realización final de la historia.

IV. A modo de conclusión

El debate en torno a la globalización ha pasado a ocupar un papel destacado en el terreno de la teoría sociológica. Se le achaca la colonización cultural que convierte al dinero en nuevo fetiche sustitutivo del lugar antes ocupado por la divinidad. La muerte de Dios, que anunciaba hace un siglo Nietzsche, lamentablemente no ha supuesto el desarrollo pleno de las facultades y potencialidades humanas. Mas bien, por el contrario, el culto a Dios ha sido reemplazado por la adoración al dinero y a las falsas necesidades a las que apela el consumo. La definición de realidad que el poder intenta establecer es que ésta es la única realidad posible. Sin embargo, sabemos que el poder nunca es algo perfectamente acabado. En toda sociedad compleja, como la actual, caben múltiples versiones alternativas a la establecida, espacios de fuga y resistencia.  Ahora bien, la vertebración política de este reconocimiento positivo de la diferencia pasa, evidentemente, por la capacidad para establecer posibilidades de realidad alternativas a la dominante. Lo que implicaría, entonces, utilizar los espacios intersticiales albergados en la propia cultura mediática como vías de oferta de realidades opcionales, pero posibles, a la realidad institucionalizada.

El proceso de desencantamiento del mundo al que condujo la modernidad ha intentado excluir al mito de la experiencia social en nombre de la razón científica. Sin embargo, el mito posee una donación de sentido del que adolece la racionalidad abstracta, unidimensional e instrumental propia de la ciencia. La construcción y articulación de los espacios de resistencia social debe, entonces, recuperar la fuerza de lo mítico. El Manifiesto comunista, como movilizador del imaginario colectivo, como mito en suma, siempre ha sido más eficaz para los anhelos y esperanzas de transformación social que impulsaron el movimiento obrero que la minoritaria lectura de El Capital. Por eso, los contrapoderes deben procurarse de imaginarios con capacidad para guiar nuevas prácticas sociales, abriéndose así a un novedoso abanico de subjetividades sociales con una irremplazable demanda de sentido. Quizá entonces, al dejarnos arrastrar como Ulises, el héroe homérico, por el embriagador sonido de lo imaginario, del mito, podamos llegar a edificar realidades alternativas a la dominante.

En las ficciones, en las utopías que buscan trascender a través de la ilusión lo dado, es donde se alberga, entonces, el antídoto apropiado frente a la conversión reificadora y uniformizadora de todo lo real en mercancía. Porque, pese a cualquier tentativa de exclusión o represión de nuestra imaginación, estamos, indudablemente, habitados por nuestros sueños.

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Notas

[1] En las conclusiones a la obra Las formas elementales de la vida religiosa, Durkheim condensa y explicita la preocupación central que recorre todo su itinerario intelectual, a saber, la búsqueda de un sustitutivo funcional que supla el papel en otra hora desempeñado por la religión en las sociedades tradicionales, pero ahora en una sociedad que, a raíz de la modernidad, se ha tornado laica.

[2] Aparece suscitado este problema en obras más vinculadas propiamente al campo de la historia que al de la filososfía o al de la economía. Véase, Karl Marx, La guerra civil en Francia, Madrid, Ricardo Aguilera,1976 o en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Akal, 1975.

[3] Gilbert Dürand, en su memorable obra Las estructuras antropológicas de lo imaginario, abre una sugerente línea de investigación para indagar en la naturaleza de lo imaginario. En las últimas décadas pueden verse especialmente las interesantes aportaciones de (Baczko, 1984: 8), (Miranda, 1986: 15) y (Baeza, 2000: 9).

   [4] La noción de monde imaginale procede de los estudios en torno al papel ontológico        asignado a la  imaginación en el islamismo de H. Corbin. Véase, especialmente Corbin, 1993).

[5] No en vano el estudio del Imaginario social ha servido de utillaje teórico innovador en los recientes estudios en torno a los procesos de configuración de identidades sociales, en donde la parte de irrealidad juega un papel esencial en la constitución del lazo comunitario. Véase, especialmente, Beriain (1996), (2000).

    [6] Esta perspectiva que liga Imaginario social y poder puede verse de manera especial en     Imbert (1992), Pintos (2000) y Carretero (2001).

       [7] De  hecho lo imaginario es el fundamento en donde reposa la utopía. Ninguna utopía ha     llegado a materializarse históricamente, como tampoco ningún proceso revolucionario ha llegado a cuajar, sin un elemento imaginario que movilizara la energía colectiva en una determinada dirección. Véase, a este respecto, (Maffesoli, 1977), (Baczko, 1984) o también (Delgado, 2002)

Angel Enrique Carretero Pasín

Profesor de Filosofía en el IES Chano  Piñeiro/  Grupo Compostela de  Estudios sobre Imaginarios Sociales:  Departamento de Sociología de la Universidad de Santiago de Compostela

Licenciado en Filosofía: Universidad de Santiago de Compostela (USC). Doctor en Sociología y Ciencias Políticas (USC). Profesor Titular de Filosofía y Sociología en el IES Chano Piñeiro. Integrante del GCEIS (Grupo Compostela de Estudios sobre Imaginarios sociales). Ha publicado Imaginarios sociales y crítica ideológica y Michel Maffesoli. Un pensamento nómada. También ha publicado diferentes trabajos en Revistas académicas como Anthropos, Sociétés, Revista de Occidente, Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Esprit critique, Comunicación y sociedad, Nómadas, A trave de Ouro, etc…Ha estado en diversas ocasiones como  Investigador invitado en el CEAQ (Centro de Estudios sobre lo Actual y lo Cotidiano) Paris V/Sorbonne bajo la dirección de Michel Maffesoli. Líneas de investigación: Imaginario, Postmodernidad y Sociología de la vida cotidiana.

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