- Domingo 5 de octubre. El padre Gregorio delirante
- Lunes 6 de octubre. Cartas calumniosas del cura Gregorio y Mercedes Sánchez
- Martes 7 de octubre. El cura se abalanza sobre Luisa
- Viernes 10 de octubre. Viva o muerta serás mía
- Domingo 12 de octubre. Desamparada ante un enemigo poderoso
- Viernes 17 de octubre. Intento de violación brutal por un apóstol de la castidad
- Lunes 20 de octubre. Venganza implacable del cura humillado
- Miércoles 22 de octubre. Carta de confesión del cura
Del libro FLOR DE FANGO de José María Vargas Vila
Domingo 5 de octubre. El padre Gregorio delirante
Pocos fueron los jóvenes y señoritas que asistieron hoy a misa. A Carlos, sus hermanas, amigos y amigas no los vi en la iglesia. Me habían comentado que estaban sintiendo aversión hacia el cura por tantos disparates que dice. Doña Mónica ha hecho correr el rumor de que el padre Gregorio no le fue bien con el tratamiento de reposo y de ejercicios espirituales en Bogotá. Que anda encerrado, que poco come y se desvela diciendo y cantando cosas raras.
Lunes 6 de octubre. Cartas calumniosas del cura Gregorio y Mercedes Sánchez
Doña Mónica volvió hoy a traerme otra carta cerrada del cura Gregorio:
"Señorita Luisa:
El viernes pasado recibí copia de una carta y de un anónimo que enviaron al padre Serrezuela. La carta de doña Mercedes de la hacienda "La Esperanza" y el anónimo de una madre de familia de la parroquia del padre Serrezuela. De ambos documentos te transcribo una copia.
Cuando recibí y leí la carta de doña Mercedes y el anónimo, me sentí un tonto estúpido. Entonces tu seriedad y tu virtud me parecieron fingidas!. Aceptaste el manoseo del padre y las caricias del hijo en "La Esperanza" y ahora rechazas mis galanteos y lisonjas? Qué hipocresía! Y yo guardándote consideraciones! Pero me siento feliz, me embarga cierta placidez sensual y por qué no decírtelo, una sonrisa de cierta satisfacción malévola aflora de mi corazón a mis labios. Con estas armas en mis manos, la carta y el anónimo, triunfaré. En el curso de la semana te visitaré. Gregorio"
Carta de doña Mercedes:
"Venerable padre Serrezuela:
No puedo olvidar la herida causada a mi orgullo, la vergüenza infligida delante de mis hijos. Crisóstomo aletargado por su pasión insensata me exaspera. Arturo, soberbio e indócil por su amor contrariado, se hace insoportable. Matilde celosa me desprecia y Sofía continúa indiferente. Odio y desprecio de corazones egoístas parece ser lo único que me rodea. Luisa es la única gran culpable de todo esto. Deslumbró a Crisóstomo, sedujo a Arturo y fanatizó a Sofía. Menos mal que ante mis hijos y extraños se descubrió su espantoso pecado que creía muy oculto. Una maestra perversa, pobre pero con modales de gran señora, producto de esa Normal tan odiada.
Padre, mi religiosidad exige castigo como ejemplo de moral, para que las demás madres de familia no vean también invadidos sus hogares por estas muchachas peligrosas. Hay que descubrirles los secretos a estas muchachas para que no se atrevan a creerse de igual nivel aristocrático. Esas hijas de pobretones, aunque no sean hijas del pecado llevan mala sangre. Con sus costumbres perversas lo envenenan todo. Padre es preciso salvaguardar la moral por encima de todo! De lo contrario nuestra respetada sociedad santafecina está herida de muerte. Su acendrada religiosidad, su noble aristocracia.
La laicización y secularización, o sea volver públicos los centros de enseñanza clericales es apostasía! Los predicadores que sosiegan nuestras almas inquietas, que nos guían y conducen al reino de Dios están siendo desalojados de sus conventos, de sus santos asilos de paz.
Padre, a los obreros ahora hay que llamarlos artesanos, los campesinos empiezan a usar zapatos y ya se ven algunos negros en puestos de gobierno. Las mujeres de mala vida pueden entrar a cualquier parte y hasta ir al teatro. Qué vergüenza!
Pero de todas estas plagas la peor han sido las Normales. Mi corazón me advertía que una de esas advenedizas sería funesta en mi familia. Una de esas mujeres fue la causa de todos mis actuales problemas y dolores. Volvió libidinoso a Crisóstomo y lascivo el temperamento de Arturo. Padre, hay que encontrar la manera de castigar ejemplarmente a esta mujer responsable de tanto mal!
Padre bendíceme.
Mercedes Sánchez de la Hoz"
Anónimo:
Un alma piadosa, una madre de familia en bien de la moral católica da el siguiente aviso: Averigüé con la respetable familia de la Hoz y Sánchez en la hacienda "La Esperanza" y con el respetable párroco del pueblo, el padre Serrezuela, la clase de ave de mal agüero que es la normalista Luisa García".
Martes 7 de octubre. El cura se abalanza sobre Luisa
Como lo esperaba, hoy en la tarde hizo el párroco su entrada triunfal en la sala de la escuela, donde me encontraba bordando. Mi madre estaba en la cocina. Tomó un asiento, se sentó junto a mí y con aire de misteriosa piedad empezó a hablarme. Gracias a Dios que te encuentro sola! Tengo que comunicarte algo muy grave! Pero antes, tienes enemigos? No lo se! Y si los tengo son gratuitos, contesté con seriedad y extrañeza. Leíste lo que he recibido? Hay personas envidiosas, muy malas que andan calumniando y difamando por todas partes! Mientras recordaba los infames panfletos sentí que la sangre se agolpaba en mi rostro y las sienes me latían. Con espantosa indignación repliqué, ¡esto es una infamia! Lo mismo sostengo yo, por eso como buen amigo vengo a prevenirte! Lo importante es que carticas y anónimos como estos no lleguen al alcalde o a personas influyentes porque podría regarse el cuento!
Presentí entonces todo el mal que la divulgación de aquella infamia podría causarme.
Con lenguaje meloso y citas de textos bíblicos intentó seducirme pero consiguió exasperarme aun más. Mira Luisa, te conviene que esto quede en secreto, si esto se propaga perderías tu reputación y tu puesto. No señor, mi reputación no está a merced de calumnias como éstas. Y si ella se divulga y aquí en el pueblo la creen puedo pedir traslado a la escuela de otro pueblo. No pude contener mis lágrimas y estallé en sollozos.
Se acercó entonces y me dijo: no llores, te juro que este secreto quedará entre nosotros. Me tomó una mano pero la retiré con fuerza. Me ciñó el talle murmurando confusas y torpes palabras de pasión. Trémula de ira me puse de pié. Abrazando mis piernas se puso de rodillas y me suplicaba: Luisa déjame amarte! Déjame amarte!. Levántese y váyase!, le grité tratando se zafarme de sus brazos. Se levantó y se abalanzó sobre mí! No tuve otro recurso que gritar mamá!, mamá!. El cura me soltó y mi madre apareció.
Qué pasa hija? Nada grave!, respondió el cura. Que un abejorro pasó y la señorita se iba asustando.
Pálida, temblorosa, apoyada contra la pared no repliqué nada. Pobre hija es tan nerviosa, pero ya pasó el susto, dijo mi madre y regresó a sus faenas.
La fuerza de mi carácter cambió el susto por cólera. Al quedarnos de nuevo solos dije al cura con ira: Que mal ministro y peor caballero es usted! Cuidado con lo que dices! Tengo pruebas en tu contra en mi mano!, respondió tomando los papeles que había sobre la mesa. Me da igual, me es indiferente, haga usted con ellas lo que quiera!, repliqué.
Me desafías?. No señor, pero no le temo. Por última vez te pido reflexiones! Nada tengo que reflexionar y por favor señor cura salga usted de esta casa! Con rabia en sus ojos el levita abandonó en silencio y apresuradamente la escuela.
Entonces me encerré en mi aposento, me tendí en mi lecho y lloré amargamente durante un largo rato. Cuando mi madre vino a llamarme para la comida ya estaba sentada, resignada, serena y dispuesta a todo. Me había acostumbrado al dolor y no lo temía.
Viernes 10 de octubre. Viva o muerta serás mía
Otra carta del cura:
"Señorita Luisa:
El martes cuando fui a la escuela a hablar sobre la carta y el anónimo, la indignación que vibraba en tus palabras, tu soberbia y agresividad te volvían más tentadora y esto exasperaba mis deseos e incitaba mi lujuria. Mis planes basados en la intimidación no funcionaron. En lugar de temor, de miedo, desperté en ti repulsión y cólera.
Luego que me echaste de la escuela regresé a la casa cural y como un escorpión cercado de llamas daba vueltas furioso en medio de mi impotencia. Tanta altivez, tanta belleza esquiva exacerbaban mi alma en ignición. El recuerdo de tu desden y de mi humillación me hacían retorcer violentamente. Me sentía como un animal impedido de acercarse a una hembra en celo. Mi cerebro enfermo me hacía ver el rojo de la sangre de la virgen violada. Mi obsesión de poseerte hizo pasar por mi mente hasta el crimen, el homicidio. Viva o muerta serás mía!, rugía en mi interior un instinto salvaje. Insomne, rendido, extenuado recuerdo sentí que me caía.
Todo enardece la pasión en mi espíritu insurrecto. Tú serena actitud, el frío respeto con que me tratas. Pronto volverás a saber de mí.
Gregorio"
Domingo 12 de octubre. Desamparada ante un enemigo poderoso
En el púlpito y en la escuela el cura empezó a predicar contra la seducción y corrupción de niñas y mujeres. Aguijoneado por su amor propio herido, continuó entonces con argucias más audaces. Ante mí empezó a mostrarse como un hombre enamorado, su voz se tornó confidencial con vibraciones pasionales, sus miradas de beatitud se transformaron en ojeadas lascivas y sus frases se volvieron atrevidas. Tuve miedo! No podía contar a mi madre lo que sucedía, porque su espíritu religiosamente blindado no lo aceptaría y si se alarmaría. Tenía que refugiarme en mí dignidad y para ello cambié mi comportamiento con el cura enloquecido. De seria pase a fría y hosca, de cortés a displicente con respuestas severas y agrias.
El cura soberbio arreció sus tácticas, empezó a enviarme regalos que escondía sin abrirlos ni mirarlos. El miedo y la angustia se apoderaron de mí, me sentía desamparada en un pueblo lejano frente a un enemigo poderoso.
Carlos era el único que podía salvarme pero yo no lo amo. Mi único consuelo solidario son las continuas visitas de Arturo. El amor de Arturo es sincero, apasionado, es un encanto pero no un escudo, es un sueño pero no una fuerza, me deleita pero no me ampara. Se anuncia una nueva tempestad que amenaza mi seguridad y tranquilidad.
Viernes 17 de octubre. Intento de violación brutal por un apóstol de la castidad
Doña Mónica me había avisado que las dos teníamos que terminar las horas santas adorando al santísimo ayer de 5 a 6 de la tarde.
Ambas con un cirio encendido entre manos estábamos terminando nuestra hora de oraciones, cuando vi que el cura entraba a la iglesia por la puerta de la sacristía. Mónica apagó el cirio, se levantó y salió también por la puerta de la sacristía. De rodillas pero temblorosa seguí rezando. El cura se acercó y se arrodilló junto a mí.
Dejé de rezar, apagué el cirio. Cuando el cura con voz extraña pronunció mi nombre, temblando de miedo me levanté. Haciéndome propuestas obscenas me agarró por la cintura e intentó tumbarme. Al golpearle la cabeza con el cirio pude zafarme y tratar de correr. El cura me alcanzó, me agarró, me levantó y me derribó al suelo. Cuando lo sentí sobre mi cuerpo, con forcejeos, mordiscos y arañazos pude hacerlo a un lado, bofetearle la cara, levantarme y correr a las puertas de la iglesia. Las puertas estaban cerradas con llave y el cura me perseguía. Entré por la puerta del campanario, cerré la puerta y corrí el cerrojo. El cura golpeaba la puerta y gritaba que le abriera. De pronto vi dos cuerdas, me colgué de ellas y desesperadamente empecé a tocar las campanas.
Cuando me di cuenta que el cura se había ido, aun temblorosa, subí al campanario y me asomé a una ventana. A pesar de la sombra densa de un anochecer frío sin estrellas, ni luna en el cielo, vi que los habitantes salían de sus casas asombrados por el toque inusual y prolongado de las campanas. Sentí que el sacristán abría apresuradamente las puertas de la iglesia. Descendí rápidamente, descorrí el cerrojo y me escondí a un lado de la puerta del campanario. Cuando el sacristán subía las escaleras al ritmo que sus sesenta años le permitían, salí a la calle y escapé protegida por la noche y un muro contiguo a la iglesia.
Cuando llegué a la escuela me lancé a los brazos de mi madre que me esperaba inquieta. Lloré mucho hasta muy tarde en la noche, cuando al fin pude contar a mi madre aquel acontecimiento funesto. La ignorancia y la fe se expresan a veces como una candidez sublime que en el fondo solo es estupidez. Mi madre embotada, anonadada no podía creer aquella revelación de intento de violación brutal, por un apóstol de la castidad. Aquella noche la pasé en vela sin tristeza y sin miedo, llena de soberbia y de cólera, pero orgullosa de haber salido vencedora.
Lunes 20 de octubre. Venganza implacable del cura humillado
La venganza del cura humillado y herido fue implacable. Comenzó la misma tarde en que intentó deshonrarme en la escuela. Ordenó a su empleada que repartiera por todo el pueblo copias de la carta de doña Mercedes y del anónimo.
Ayer domingo subió al púlpito y luego de leer la carta y el anónimo, enardecido dio rienda suelta a todos sus instintos demoníacos. Adicionó nuevas infamias con malévolas suposiciones, con chismes feligrecinos.
Con la misma brutalidad que intentó deshonrarme me acusó de impía, de impura. Mancilló mi honra, jugó con mi honor en la iglesia ante una comunidad completamente fanática y servil.
Me trató de prostituta, de herética, de masona, de tener comercio con hombres y demonios. Alertó a los padres de familia, imploró justicia y castigo al cielo. Terminó el sermón recordando que las meretrices y adúlteras eran lapidadas, muertas a piedra por el pueblo de Dios.
Cuando aquel tonsurado sátiro, cínico y lascivo, tuvo el atrevimiento, la desvergüenza, de regresar sereno al altar a consagrar el pan y el vino, no pude permanecer más tiempo en la iglesia y con mi madre salimos y nos apresuramos a la escuela.
Me contaron luego que al terminar la misa, las niñas de las escuelas, mis alumnas, corrieron aterrorizadas a sus casas tratando de huir de la maestra sacrílega. Que a la salida de la iglesia el sacristán, su señora y Mónica con otros paniaguados del cura atizaban con furor y repartían licor a feligreses serviles y fanáticos. Estos se amotinaron alrededor de ellos y vociferando ¡abajo la masona!, ¡muera la hereje!, entre los gritos más decentes, se dirigieron a la escuela.
Impávida esperaba el tumulto ebrio de fanatismo y de licor. Azuzados pasaron de las palabras a los hechos y empezaron a lanzar una nube de piedras contra las ventanas y las puertas de la escuela. Algunas que penetraron al salón rompieron mapas y globos.
La chata, una meretriz conocida en el lugar, ebria, se acercaba amenazándome con una navaja abierta. Impasible, serena con resignada fiereza y valor tranquilo la esperaba en medio del salón. De pronto mi madre transfigurada de ira, asiendo un leño fuerte que halló a la mano, se abalanzó sobre la vagabunda y le propinó tal golpe que la mandó a tierra y le permitió arrebatarle el arma homicida. Luego se dirigió hacia la puerta del salón, apostrofando a la turba cobarde con frases soeces. Mamá, mamá, cállate!, le gritaba.
Su presencia en la puerta exasperó al populacho y cuando avanzaba a retirarla nos cayó una lluvia de piedras, lodo y astillas de madera. Recuerdo que tuvimos que retroceder rápidamente.
Al día siguiente mi madre me contó que una piedra me había herido en la sien derecha y había rodado ensangrentada y sin sentido. Cuando la turba vil se precipitaba al salón, ansiosa de más sangre, a despedazarnos a las dos mujeres, apareció Carlos, el hijo del alcalde, con cuatro jóvenes más, que como locos, retiraban y golpeaban a la muchedumbre con puños de titanes. Temblorosos de ira, silenciosos, feroces se abrían paso como ángeles vengadores.
La furia salvaje de estas naturalezas jóvenes, la indignación de nobles corazones que van a la muerte sin miedo, hizo retroceder a la turba asombrada, con pánico. Azuzados por el sacristán a la cabeza y por las beatas se ensoberbecieron y volvieron al ataque. Carlos y los cuatro jóvenes, armados con garrotes se lanzaron sobre la multitud y empezaron a garrotearla. El sacristán cayó primero. Su hijo, puñal en mano se precipitó sobre Carlos, quien lo hizo rodar a tierra con un garrotazo en la cabeza.
La turba retrocedió y cuando empezaban a desenvainar sus cuchillos y los jóvenes desenfundaban sus revólveres apareció el alcalde con la policía disparando al aire. Con gritos de ¡abajo el gobierno!, ¡muera el alcalde!, ¡viva el señor cura!, se dispersó aquella borrasca popular.
En la escuela mutuamente con mi madre nos limpiábamos y nos curábamos las heridas, solas, desamparadas. Aquella noche fue de rondas y alarmas de la policía y nadie más se acercó a la escuela.
El cura según cuentan permaneció tras los cristales de su ventana, gozando de aquella asonada canivalesca organizada por él, y con la que convirtió al rebaño de sus ovejas en jauría de lobos sedientos de sangre y hambrientos de homicidio.
Miércoles 22 de octubre. Carta de confesión del cura
Aunque no quería abrir esta nueva carta por prudencia, lo hice.
"Señorita Luisa:
Organicé dos días de adoración al Santísimo. Hice que correspondiera la velación a doña Mónica y a ti Luisa a la última hora de 5 a 6 de la tarde del segundo día.. Llegué al templo cerca de las seis de la tarde. Qué augusta soledad! La única nave de la iglesia blanca y fría estaba llena de silencio. La sombra que empezaba a cubrir el cielo se hacía cada vez más densa sobre las baldosas. El aire estaba húmedo, lleno del perfume de lirios y de rosas y del olor a cera de múltiples veladoras encendidas al pie del altar. Este ambiente enervante y acre predisponía a una extraña voluptuosidad mística. Los dorados del altar producían fulguraciones de incendio.
En su centro un Cristo tosco y extraño con semblante descompuesto y miembros contorsionados. Una lividez siniestra, color de cadáver. La sombra vespertina aumentaba la palidez doliente de la imagen. En ese limbo fantasmal, las carnes despedazadas que mostraba su desnudez emitían cierta luminosidad. En sus ojos entrecerrados flotaba la embriaguez, la voluptuosidad moral del martirio, un extraño aire de dolor triunfal. El rebelde ajusticiado en una convulsión soberbia, parecía querer desprenderse de aquella agonía fulgurante y ascender al cielo abierto ante él, con el último rayo de aquella tarde, en una muerte apoteósica.
A sus pies la imagen de su madre, tosca también, la virgen dolorosa. Con una toca fúnebre en su cabeza dejaba ver algo de su rostro con cierta gracia enfermiza y la extraña majestad de la maternidad.
Sobre el Cristo, en un retrato, la paloma mística extendiendo sus alas en un fondo azul salpicado de estrellas.
Al pie del altar, velaban dos mujeres, cada una con un cirio encendido entre sus manos. Una anciana repugnante de mirar odioso, la chismosa del pueblo, ama de llaves vitalicia en la casa cural, doña Mónica.
La otra eras tú, Luisa, con tus formas parnasianas y tu actitud beatífica, semejabas la estatua de un escultor veneciano. Con tu seriedad austera y la fuerza de tu actitud contemplativa recordabas la Asunción de pintores famosos. Absorta estaba en tus oraciones o pensamientos. Tu rostro revelaba un recogimiento soñador. Tus párpados medio cerrados, como tratando de conservar alguna visión querida. En tu actitud había beatitud y pasión.
Orabas o soñabas? Sobre qué comarca del país azul sobrevolaba tu alma? Regiones apacibles, bajo un cielo cubierto, donde nacen pálidas flores y se enferman los geranios de la fe? En valles encantados, donde bajo un sol ardiente abren sus cálices purpurinos las rosas rojas del deseo en medio de la floración exuberante y divina del amor? O sobre un lugar donde se escucha la música de un lejano país perdido y donde un coro de jóvenes canta a tu oído el himno suave de la eterna dicha?.
Cuando volví de la abstracción estabas sola,. La anciana, como habíamos acordado, había salido por la puerta de la sacristía.
Las sombras de la noche habían invadido la nave de la iglesia y las luces de las veladoras proyectaban extrañas sombras de los objetos que alumbraban. Al ver que me acercaba, apagaste el cirio e intentaste ponerte de pie, sentiste miedo cerval, no tuviste fuerzas para levantarte, bajaste la frente y empezaste a orar con fervor. Me detuve por un momento, estaba pálido y agitado. Luego avancé y me arrodillé a tu lado. Tú permaneciste inmóvil, sin volver a mirarme. Luisa, murmuré tristemente.
Tú lanzaste un gemido de fiera, me volviste a mirar aterrada e intentaste levantarte. Entonces te ceñí por el talle, te atraje hacia mí con fuerza y te dije: ahora serás mía! Estaba completamente dominado por la sed de lujuria!. Dios mío!, Dios mío!, exclamaste pero tu voz se perdió en la soledad del templo.
Forcejeaste!, lograste ponerte de pie. Los atavismos de tu raza rebelde, tus cóleras reprimidas y las de los tuyos estallaron, y con el cirio me golpeaste dos veces la cabeza.
Yo rugí como un tigre bajo el látigo del domador y retrocedí por un momento. Pero el castigo fue un acicate a mi pasión y me abalancé de nuevo sobre ti.
Tú, lívida, soberbia retrocediste contra el altar e hiciste temblar candelabros y floreros como si fuesen a desplomarse. Ligero como un leopardo te alcancé, te tomé por la cintura, te levanté y te puse en tierra!.
Pugné por besarte en la boca, por descubrir tus partes femeninas, pero con fuerzas sobrehumanas, gemidos de fiera moribunda, agilidad de gato montés, loca de furor, semblante rojo y cabellos desgreñados, con mordiscos y arañazos lograste zafarte.
Las bofetadas que me diste en la cara repercutieron en el templo. Te levantaste y corriste hacia la puerta, pero la puerta estaba cerrada!. Amoratado y sangrante te seguí, seguro de que no ibas a escaparte!.
Ligera como una ardilla, entraste por la puerta del campanario y corriste el pasador dentro de la armella.
Abra o rompo la puerta!, te gritaba y embestía la puerta. Cuando buscabas la escalera para subir al campanario, te encontraste con las cuerdas de las dos campanas. Te agarraste a ellas y las tiraste fuerte, tenaz y febrilmente!
Tuve que salir de la iglesia a la carrera por la puerta de la sacristía. Al pasar frente al altar me detuve por un momento. Me pareció que el Cristo, como indignado, quería arrancar su mano del madero para castigarme, la virgen dolorosa enrojecía, los ángeles plegaban sus alas, los lirios avergonzados cerraban sus cálices, las campánulas blancas se tornaban rojas, como si sus pétalos sintieran la vergüenza y las azucenas pálidas se inclinaban tristes, temblorosas.
Gregorio"
Autor:
Rafael Bolívar Grimaldos