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Tecnocultura y "corporatividad": formas estetizantes de relación en el escenario publicitario de la comunicación (página 2)


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La crítica de la Publicidad como "gran mentira" fue abordada por G. Lipovetsky desde otra óptima distinta, en cierto modo desde una visión menos fantasmagórica y más teatral, plenamente lúdica, al afirmar que la Publicidad es un "cosmético de la comunicación", solidarizándose -instrumentalmente hablando- con el proceso de la moda y su constante rotación. Como interpreta Rodríguez Ferrándiz, para Lipovetsky, la publicidad nos seduce, desde luego, pero situándose descaradamente en el territorio del puro juego, de lo irracional, de lo sorprendente. Desde ese punto de vista, la comunicación publicitaria es sentida socialmente como institucionalmente legítima; un sistema autorreferencial, metapublicitario si se quiere, que no se esconde, sino exhibe humorísticamente sus propias contradicciones. Una práctica que le hace guiños al arte, a la historia, a la cita; hiperbólica, espectacular, fantasiosa y efectista, que se complace en provocar resonancias estéticas, existenciales y emocionales (2001:209).

A través de este prisma crítico, ya sea mediante la formulación de teorías observacionales que afectan al mundo de lo social y sus relaciones comunicativas con su entorno, ya mediante la censura acerba de la práctica comunicativa publicitaria como cabeza de turco del gran iceberg económico y sociocultural capitalista, es un hecho comprobable que nuestras "edades de la mirada" como nos sugiere Régis Debray han evolucionado, al menos cíclicamente, hacia posiciones donde lo mercantil rige el continuum espacial de las relaciones de intercambio cultural. La aparición de lo que se dio en llamar "industrias de la cultura" no hace sino reforzar el hecho de que son las imágenes, el poder de las representaciones, quienes habrían de poseer la responsabilidad de gestionar nuestro conocimiento de las propias interacciones sociales a partir de una explotación institucional en manos de las empresas como nuevas generadoras de sentido sociocultural.

Como señala Armand Mattelart (1998:76-78), es a finales de los años 70 (s. XX) cuando las instituciones europeas comienzan a hablar de la noción «industria cultural» como un concepto político e institucional –formulado desde los propios Ministerios de Cultura europeos–, evidenciando que un nuevo fenómeno recorría el viejo continente: el ascenso de una nueva forma de imperialismo financiero, basado en el control de los bienes culturales, por naturaleza en manos de las empresas transnacionales o multinacionales.

Al día de hoy, superado -al menos cronológicamente- el componente crítico de la Escuela de Frankfurt, puede constatarse el hecho de que aquellas mismas raíces, primero económicas y luego políticas, que inauguraron la era de las industrias culturales y que fomentaron la concentración de la producción de imágenes, han sufrido un proceso de secularización, de dispersión generalizada, a tenor del influjo de la tecnología como brazo ejecutivo de la economía. La tecnocultura contemporánea, por lo tanto, regida por el influjo de las tecnologías de la instantaneidad ha incidido, no sólo en la mediatización de las rutinas profesionales de la comunicación –entre otros factores de naturaleza técnica y sociolaboral-, sino, antes que nada, ha posibilitado una extensión del poder estetizante de las imágenes –fijas o en movimiento-; ha facilitado, en suma, el desbordamiento de las antiguas barreras de la industria de la cultura, para convertir en propia cultura cotidiana –asociada inequívocamente con la producción publicitaria de sentido de las empresas transnacionales- todos los frentes que rodean, tanto a la comunicación como a los productos vinculados a ella.

3. La corporatividad como nueva forma estetizante de relación

De esta manera, asistimos al fenómeno de considerar la comunicación como una categoría comercial donde pueden insertarse múltiples productos generadores de cultura cotidiana. Recientemente en un célebre concurso televisivo hemos podido comprobar cómo dentro del item "comunicación" la conductora del espacio incluía preguntas a los aguerridos concursantes acerca de la serie de dibujos animados "Los Simpsons". Día a día, nos desayunamos con ráfagas informativas más cercanas a la secuencia narrativa de un spot publicitario que a una ocurrencia meramente noticiable. Las noticias sobre la Guerra de Irak iba precedidas de una "promo" donde los recursos audiovisuales, la música y los grafismos se acercaban más a un producto cinematográfico-publicitario que a las condiciones asépticas requeridas por su naturaleza de evento informativo. El "parte de guerra" es un producto audiovisual y los espacios neotelevisivos elevan al rango de parodia el fenómeno panóptico de la "vida en directo".

La tecnocultura comunicativa es, gracias al satélite, a la pantalla y a las tecnologías de la información, un fenómeno de producción de imágenes, de representaciones alejadas de su referente inmediato que establece como nuevos modelos de referencia estilos de vida y experiencias sociales reticulares. Aunque los guardianes de la puerta siguen siendo aún las grandes corporaciones con todo su poder comunicador, los productos comunicativos lanzados por su sistema económico colonizador actúan con un profundo valor retórico, estético y efectista. Al igual que el Beaubourg baudrillardiano negaba la finalidad para la que había sido concebido institucionalmente, el Museo Guggenheim de Bilbao vampiriza la atención del visitante, reclamando para sí la admiración que debiera focalizarse en las obras de arte contenidas en él y no en su continente. Así en el arte como en la vida cotidiana de los destinatarios sociales de "productos" culturales.

Si en el ámbito del mercado mediático, los formatos publicitarios han colonizado el resto de plataformas comunicativas, observamos también cómo el ámbito sociocultural, se rige en la actualidad por imágenes que sintetizan valores de marca y producción de sentido y cohesión social. La publicidad, denostada antes y ahora, sigue narcotizando para algunos, maquillando para otros, y actuando, al cabo, como esa maestra de ceremonias que ordena y asienta los principios básicos de la visibilidad del deseo y la motivación, de la pertenencia o la referencia a un determinado grupo, de la búsqueda de nuevas síntesis pseudo-ideológicas con las que ganar adeptos para una causa mercadotecnia en beneficio directo e indirecto de las grandes empresas transnacionales. Sigue oxigenando, en suma, un mercado de experiencias que sigue necesitado de una dirección de arte, de una planeación estratégica, de un baluarte retórico-argumentativo capaz de decir y expresar valores de identificación con un grupo o grupos.

Como afirma P. Nacach (2004:89),

"el éxito rutilante del discurso publicitario, de su penetración en los entresijos o en las ranuras de la comunidad, se debe entre otras consideraciones a que la publicidad es prácticamente invisible. Resulta una tarea compleja desenmascarar sus ocultos mecanismos, porque estos se muestran como naturales, instalándose cómodamente, más quizás que en la conciencia visible de la sociedad, en su inconsciente onírico, en los sueños menos reconocibles de los hombres".

El poder de influencia de dicha invisibilidad se ve favorecida por la asimilación de tendencias socioculturales, reinventadas tras su extracción desde los más recónditos lugares de la sociedad. El alejamiento del producto, el establecimiento de un nexo de unión entre los destinatarios y los valores de la marca convierten el escenario publicitario contemporáneo en un "no lugar", en un espacio tecnocultural virtual, donde los destinatarios sólo se relacionan invisiblemente ligados por el poder de la marca, verdadero signo de cohesión. "La marca se extiende entonces de manera rizomática, inmiscuyéndose por todos lados, buscando su mejor alimento, rastreando su tierra más fértil. No se trata de una extensión fija, firme, que se adhiere a algunas cosas o acontecimientos y deja en paz a otros. No. La marca utiliza más bien una adhesión flexive, invasiva, letal. Ningún espacio social quedará libre de las marcas, de la imagen, de la ficción que ellas provocan" (Nacach, 2004:91).

Por lo tanto, el poder omnipresente de las grandes marcas –lo que hemos dado en llamar, en algún que otro lugar, la corporatividad– reside en una estrategia de actuación que da sentido a la experiencia de sus destinatarios, a través de la integración del discurso publicitario en el plano de la cotidianeidad, apelando a unos valores íntimos del contexto social, previamente adquiridos o entresacados de ese mismo contexto. La célebre frase de Henry Ford, "no vendemos coches, vendemos sensaciones", adquiere en el actual contexto tecnológico, corporativo y comunicativo una mayor relevancia, si cabe, sobre todo si asociamos la cita del constructor de automóviles con ejemplos de la publicidad actual como las célebres "Love Marks" de Saatchi & Saatchi, un planeamiento estratégico-publicitario, una propuesta para anunciantes y un reclamo para anunciadores, donde los valores de la marca tienden a fijarse a tenor de la creación de fidelidades afectivas y de la transmisión de una serie de pautas narcisistas, anímicas y emocionales. Psicagógicamente hablando, la afectividad de las almas y el confort moral de la posesión material de una marca o la pertenencia a un club de seres "marcados" caracterizan las nuevas formas de relación entre las corporaciones y sus "usuarios".

La Publicidad, pues, evidencia nuevas modalidades comunicativas donde, ante los sujetos, no se sitúan otros sujetos sino entelequias en forma de grafismos perfectamente visibles y pregnantes: son las marcas y sus eslóganes en quienes la Gran Empresa económica ha delegado su poder de interacción.

Paolo Landi, director de publicidad de la firma Benetton, afirmaba hace relativamente poco tiempo que el futuro no reside en la bulimia consumista. Que es preciso convencer al mundo no para que consuma más, sino para que consuma mejor. Esta reflexión deja entrever una estrategia comunicativa que ya fue puesta de manifiesto, entre otros, por Naomi Klein en su exitosa obra No Logo. Klein viene a aseverar que la mayoría de marcas transnacionales utilizan como reclamo o argumentario un estilo de vida –una experiencia de vida–, emotivo y cuasi espiritual, en clara contradicción con su propia actividad económica.

"Scott Bedbury, el vicepresidente de marketing de Starbucks, admitió abiertamente que «los consumidores no creen verdaderamente que haya una gran diferencia entre los productos», y por eso las marcas deben «establecer relaciones emocionales» con sus clientes como «la Experiencia Starbucks». La gente que hace cola para comprar artículos de la empresa no sólo va a comprar el café, escribe su presidente, Howard Shultz, sino que acude «por el romanticismo de la experiencia, por el sentimiento de calidez y de comunidad que se percibe en nuestras tiendas»" (Klein, 2001:47-48).

La marca, en el contexto actual, es, lejos de un dispositivo comunicativo, una constructo cultural cuya significación específica se determina por el uso que le dan los distintos actantes sociales que participan de ella, en tanto públicos receptores, interpretantes y finalmente consumidores de unos valores y atributos debidamente codificados y encapsulados en ella. Para lograr su fin, la marca consigue elevar al rango de significación una suma diversa de experiencias, sensaciones y estimaciones, apropiándose de ellas y devolviéndolas al contexto sociocultural –donde han sido halladas, seleccionadas y consensuadas– en forma de mensajes exultativos que remiten inequívocamente a su propio estatuto de signo asociado a una realidad corporativa.

Por esa razón apuntada arriba, cuando apelamos a la "cultura" en el contexto de este nuevo orden caracterizado por una mutación simbólica de los signos de identidad en signos de sentido, hemos de considerar aquélla, antes que nada, como una estrategia de circulación del sistema de mercancías; hablamos, por tanto, de un ámbito regido por la "racionalidad" de las grandes organizaciones comerciales que utilizan, a través del engranaje publicitario, todos los recursos de la cultura -y la contracultura-, para fabricar mensajes dirigidos a potenciar los valores preponderantes de sus propias marcas, empleadas al mismo tiempo como insignias de identidad y como activos comunicacionales.

Si se nos permite la muy manida metáfora, la marca es un mecanismo que facilita la conexión con la matriz de las experiencias en venta de sus destinatarios sociales, generando incluso una aparente interfaz de desconexión, mediante la propuesta de estilos de vida radicados estéticamente fuera de ese sistema de relaciones. Desde esa óptica metafórica, el juego propuesto por buena parte de la literatura de ciencia ficción del siglo XX ha planteado evolutivamente dicha tesis de la conexión-interconexión, teniendo como punto álgido visible la propuesta espectacular que sustenta un producto cinematográfico como la saga "The Matrix". En la trilogía de los hermanos Wachowsky, la Matriz es un sistema conformado por una red interactiva neural que somete a la ilusión de la hiperrealidad a todos los sujetos conectados a ella. Una comunidad cuyo sentido es estar conectados a la máquina. Matrix, además de como un sistema productivo de experiencias que incluso contempla la posibilidad de controlar las anomalías que todo sistema incorpora, actúa como una marca que cohesiona –de forma inconsciente- a los propios "consumidores" que hacen finalmente que funcione, suministrándole su fuente primaria de energía.

En torno a la marca, pues, se establecen grupos identitarios que participan de los valores que dichas representaciones simbólicas estipulan como propios y, por lo tanto, trasvasables directamente a su propio grupo de adeptos. Las denominadas (bien o mal) "comunidades de sentido" no son otra cosa que la materialización de nuevas formas de relaciones que, tomando como base el fenómeno de la "corporatividad", al hilo del influjo del discurso publicitario, ponen de manifiesto ese baluarte de significaciones sociales adheridas a las marcas convertidas en su emblema.

¿Cuál es el sentido cultural que hemos de atribuir a los escenarios de la comunicación en su omnipresente versión publicitaria?. Parece evidente que cuando hablamos de cultura no nos estamos refiriendo ni a la "formación de las almas", ni al conjunto de desarrollos intelectivos construidos en torno a la elucidación de las condiciones de verdad, ni siquiera al fenómeno relacionado con una comunicación intelectual erudita o elitista. Cuando hablamos de cultura en el contexto del "nuevo orden" simbólico y social de lo tecnocultural, es hacerlo de una estrategia de circulación del sistema de mercancías; es hablar de un ámbito regido por la gran empresa económica donde específicamente esa "cultura" (las reglas, el saber común, los hábitos) adquiere relevancia "como insumo de la eficiencia técnica" (Sodré, 1998:33). Asistimos a una coyuntura sociocultural de verdadera mutación simbólica, materializada en el ámbito comunicativo. Vivimos tiempos extraños que son el resultado extensivo y transfigurado del advenimiento crítico del poder de la imagen triunfante sobre un mundo regido desde antiguo por la escritura. La extensión última de esa ramificación icónico–cognitiva (la imagen como forma de conocimiento, como forma de presentación y representación, como forma "performativa" que desplaza en su "hacer-hacer" a la palabra) se materializa en aquellas formas publicitarias donde habita la idea de una "cultura de lo corporativo", una "corporatividad" que es asumida como estructura esencial, en la dinámica exógena de las relaciones públicas de las propias corporaciones. En cierto modo, como afirma Muniz Sodré, seguimos siendo hijos de la vieja idea de "cultura" propugnada por la tradición platónica: el medio para proporcionar a la vida social los objetos correctos, justos y bellos (una paideia), no obstante dicha tradición ha sido reformulada y combinada con aquellos razonamientos sofistas que intentaban ocuparse de la esfera de las creencias apasionadas, de las apariencias y del juego (una paidia, en suma), para producir, en sentido literal, nuevos escenarios comunicativos, nuevos productos culturales, nuevas experiencias mediáticas, nuevas imágenes, nuevas formas discursivas y nuevos comportamientos sociales aparentemente deslocalizados de los territorios económicos pero embebidos solidaria e invisiblemente en ellos.

"Es importante observar que las nuevas formas discursivas de la «industria cultural» tienen mucha relación con el viejo arte retórico, concebido por los sofistas y sistematizado por Aristóteles. En una práctica cultural gobernada por números mayoritarios, los restos degradados de las enseñanzas aristotélicas permanecen como una especie de modelo para la producción de discursos llamados de «masas» (periodismo, drama, [publicidad], etc). La contemporaneidad sumó, a la magia de las palabras, la fascinación mágica de las imágenes producidas por tecnologías muy nuevas, con efectos de ilusionismo y demagogia semejantes a los obtenidos con la vieja adulación (kolakeia) de la sofística" (Sodré, 1998:25-26).

Si, como afirmaba Umberto Eco, la tecnología ha sustituido a la magia y nos hipnotiza hasta el punto de no hacernos percibir la serie consecutiva de causas y efectos que subyacen bajo el estatuto propio del hecho científico, la invisibilidad del discurso publicitario omnipresente gracias al poder de implantación sociocultural de la marca como gran entramado culturizador y estetizante nos hace obviar las profundas conexiones entre las causas y los efectos que han de regir los procesos de relación social, entre los cuales habita, cómo no, la relación comercial entre los bienes de consumo y los propios consumidores. Esa fascinación mágica por las imágenes crea pautas de comportamiento imitables y asumibles por los colectivos sociales en su carrera hacia la aprehensión de determinadas "marcas" que proponen estilos de vida deseables de facto. Comunidades virtuales, comunidades estéticas o comunidades de sentido que, al hilo, de dicha corporatividad se convierten en receptores comunes y también en protagonistas formales de las propuestas publicitarias que inundan día adía el mercado de lo social; experiencias de sentido que dan sentido a las experiencias de los sujetos.

Si el espacio cibernético es el "sitio" ideal para la práctica de un nuevo modelo de sociabilidad, el espacio de la corporatividad crea un entorno virtual de relaciones donde la metáfora de la red se hace efectiva, interconectando las conciencias de pertenencia a una sociedad alienada por el influjo constante de las grandes marcas, en cuyas imágenes se deposita buena parte de la fuerza simbólica de lo social.

4. Referencias bibliográficas

CÓZAR, J. M. de –ed.- (2002): Tecnología, civilización y barbarie. Barcelona: Anthropos.

DEBORD, G. (2002): La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos.

KLEIN, N. (2001): No logo. Barcelona: Paidós.

LIPOVETSKY, G. (1986): La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama.

MATTELART, A. (1998): La mundialización de la comunicación. Barcelona: Paidós.

NACACH, P. (2004): Las palabras sin las cosas. El poder de la Publicidad. Madrid: Lengua de Trapo.

RODRÍGUEZ FERRÁNDIZ, R. (2001): Apocalypse Show. Intelectuales, televisión y fin de milenio. Alicante: Universidad.

SODRÉ, M. (1998): Reinventando la cultura. La comunicación y sus productos. Barcelona: Gedisa.

KLEIN, N. (2001): No Logo. El poder de las marcas. Barcelona: Paidós, pp. 47-48.

PETERS, T. (1997): "What Great Brands Do", en Fast Company, agosto-septiembre, p. 96 (cit. en KLEIN, N: Op. cit., p. 48).

César San Nicolás Romera –

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