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Antígona y Sócrates o el precio de la sabiduría (página 2)


Partes: 1, 2

Antígona es un personaje socrático, su modalidad femenina. Por eso se atendrá a la esfera del deber familiar, la que le es propia según las normas de la sociedad griega de su tiempo. No le será dado reunir discípulos ni contemplará siquiera como posibilidad el camino de la indagación racional. Pero al igual que Sócrates, posee sabiduría y la vive hasta las últimas consecuencias. Como él, se percata de que es incomunicable y asume sin ayuda su tarea. Exige a Ismena que la deje sola pues comprende lo inútil de su apoyo no acompañado por un saber esencial. Intentará cumplir con un deber que, a su modo, promueve la reflexión sobre la naturaleza de la virtud, tras el asombro y el terror de quienes encuentren a Polínices honrado y sepultado o escuchen siquiera que ésto se ha hecho.

Antígona, como Sócrates, está privada de elección, porque la sabiduría inclina sólo a la verdad. Hay una sola opción para ella. Y queda a solas con su destino, el destierro del mundo de los vivos, en la caverna que debe servirle de sepultura.

Como es casi inevitable, llama la atención el descenso ad inferos (también resulta significativo que Sócrates jurara "por el perro"). Pero Antígona experimenta al cabo de sus decisiones y actos lo que Sócrates consideraba el punto de partida de la existencia humana, el que muchos no rebasan. Sócrates habla del ascenso a la luz desde la caverna, del retorno a ella como deber del sabio, cuya condición resulta inseparable de la función pedagógica. Y la muerte, quizás el único pago a su sacrificio, no debe detenerle: la vita activa se hace inseparable de la vita contemplativa.

Sócrates buscaba la faceta luminosa de los misterios, la que ilumina la razón a la par del alma y condiciona una virtud fácil de practicar, porque deviene estado interior y no obediencia externa. La incesante búsqueda socrática persigue esclarecer, con ayuda de la razón dirigida hacia lo oculto, la naturaleza de los conceptos. Por eso, en su condición de ciudadano, Sócrates respetaba los cultos tradicionales, como parte de las leyes y costumbres a observar, aunque predicase que el alma había de dirigirse hacia lo divino en sí mismo, oculto y apenas nombrable(3). La sabiduría no se alcanza sino en lo trascendente, a la vez recóndito, que exige recorrer las profundidades de lo sensible para aprehender lo inteligible. Se trata de renovar la tradición y no de romper con ella: el descenso ad inferos permite también remontarse hacia lo más elevado. Se trata de vivir el antiquísimo pensamiento atribuído a Hermes Trimegisto y asumido por Heráclito y los órficos: "Camino hacia arriba y camino hacia abajo es uno y el mismo".

Pero Sócrates es un hombre y su función pedagógica se atiene a los derechos que la sociedad griega le concede, en el ejercicio de la búsqueda racional. Antígona es mujer y doncella. Su sabiduría es de otra índole. El poder sagrado de la virginidad le comunica una sabiduría no perseguida ni conquistada mediante el esfuerzo de la razón, pero ésto tampoco explica por completo su proceder. Como Sócrates, quien logró acceder por sí mismo a las esencias, Antígona es una "elegida" y como tal, asume todas las implicaciones de una fuerza despierta en ella y dormida en otras doncellas: el mejor ejemplo es su propia hermana.

Al igual que Antígona, Tiresias sabe qué debería hacerse, y lo expresa, pero sólo ella decide obrar, sacerdotisa de un oráculo unido a inevitables misterios. Su saber es infuso, confirmado pero no buscado, como tampoco el de Tiresias ha sido "buscado" a la manera socrática. Confirmado en la tragedia del padre, padeciente por haber pretendido tomar en sus manos las leyes secretas del cosmos, por el falso saber y el falso poder que un día ostentara. Lo oculto y ancestral se le ha presentado en la tragedia paterna, en su carácter terrible e irrevocable. De este modo, el respeto a lo eterno constituye la base de la virtud, del orden y conservación del universo. Antígona realiza en vida el descenso ad inferos para abrir los ojos de otros. Los suyos no lo necesitan. Como ocurre con Sócrates.

El antecedente lejano de Antígona en la mitología griega es Eurídice, quien no actúa voluntariamente, pero es la esposa de Orfeo, dueño de los misterios. No parece del todo casual el nombre de Eurídice que lleva la reina, futura suegra de Antígona, la cual parece ceder a la joven el papel protagónico en esta nueva era. Su hijo, el joven Hemón, descenderá ad inferos por amor, aunque morirá en un acceso de hybris, comprensible y noble, pero hybris al fin. Sólo Antígona tiene plena conciencia del alcance y las dimensiones de sus actos, del golpe de la fatalidad, y aunque el temor y el dolor ante lo irremisible la sacudan, sus actos no suponen hybris pues no quebranta la medida propia de su tipo de virtud, de la areté femenina que exige otro tipo de sofrosyne, areté que incluye llorar la muerte virginal, sin sucesión para la estirpe. Al cabo, sus actos abren los ojos de los necios, pero no de forma tranquila, iluminada por la alegría del descubrimiento, como en el caso de Sócrates, pues no le es dada la función pedagógica: a una mujer, y más aún, doncella, no se la escucha, según expresa el rey. La enseñanza que transmite viene a través de lo irremediable.

Sócrates es un mártir, pero su serenidad lo preserva de la tragedia que se produce sobre él y a causa de él, que afecta a sus discípulos y al consejo que lo condena. Su muerte sobrecoge como la muerte voluntaria de los dioses antiguos. Evitarla hubiera supuesto para él incurrir en hybris–en su caso, desorden motivado por el apego a la vida corporal–, violar el orden de su areté. Pero él, siendo hombre, predica públicamente un proceder y una actitud. Antígona, mujer griega, ha de limitarse a actuar, pues sus palabras no son atendidas, y basa su conducta en el sagrado temor y en el amor, el cual proclama como su fin. Su sabiduría se apoya en el amor, un amor dirigido, en primera instancia, a los suyos, pero en última instancia, al objeto que inspira ese sagrado temor: lo oculto y trascendente.

Es así que el amor, que es unión y reconciliación, la separa–como a Sócrates la filo-sofía–de los demás, aunque lazos más profundos los vinculen a un nivel no ordinario, al objeto más recóndito de ese amor, como en el caso de Sócrates. Dos muestras son la acusación de desobediencia a las leyes de la ciudad hecha a ambos, y la actitud de los dos ante la muerte inevitable.

Sócrates fue acusado, en esencia, del mismo delito imputado a Antígona: desobedecer las leyes civiles. Esto nunca fue probado de manera irrefutable. Se le condenó por una actitud ante estas leyes y no por un proceder en contra de ellas. Antígona se hizo culpable de ambos delitos. Pero todas estas leyes fueron establecidas por hombres no identificados con las leyes del cosmos sino con ideales humanos en el sentido más empírico, asentados en este caso en la democracia, ese "bien de la mayoría" tan problemático para Sócrates–según muestra en su condena a los sofistas–lo cual argumenta hasta la saciedad su discípulo Platón en La República. Según es sabido, el ideal democrático le resulta inaceptable porque contradice el orden natural y por consiguiente resulta muy fácil la transformación en su opuesto.

Edipo y más tarde Creonte son excelentes ejemplos de lo anterior. Ambos olvidan en la ofuscación del poder el respeto debido a las leyes cósmicas y deberán pagar por ello. Los decretos de ambos se imponen a la ciudad como leyes inviolables, paradoja que para el pensamiento griego revela una esencial inconsistencia. La controvertida doxa social de los sofistas contiene un fondo relativista que da paso a la tiranía, y el diálogo entre Antígona y Creonte es muy significativo al respecto. El la tilda de insolente y siente que arriesga no sólo su poder sino su hombría. Ella le llama tirano y él responde comparándola con la multitud a la que el temor ha enmudecido, con la fuerza externa de la doxa social: "¿Y tú no te avergüenzas de pensar de distinta manera que ellos?"(4).

El pueblo tebano carece de la fuerza de la convicción que da el verdadero saber. Teme, pero acepta los decretos de Creonte cegado por la aureola mágica que suele envolver el poder. Compadece a Antígona pero es incapaz no sólo de seguirla, sino ni siquiera de alzar la voz en su defensa. Pero también por temor aconseja a Creonte, tras la entrevista con Tiresias, reparar el error que se va evidenciando como mal. Se trata de un temor en el fondo del cual yace la intuición del orden cósmico y los males que pueden sobrevenir por quebrantarlo, pero no es saber. Esto se muestra con claridad cuando el coro dice a la joven condenada: "Estás vengando alguna prueba paterna"(5). Y se pierde en contradicciones en el parlamento siguiente, al ponderar por igual el respeto a los muertos y al imperio. Es pura doxa, engendrada por las contingencias, que no puede resolver las paradojas porque no se vincula a búsquedas de tipo socrático ni a la luz interior que a la mujer griega puede otorgar su posición de guardiana de lo ancestral, bajo la forma de la familia.

A Antígona la pierde su saber, reservado en la sociedad griega para los hombres, la hetaira o la pithya, mujeres que han renunciado a la posición modélica de madre de familia. Sócrates es condenado porque el peso de su autoridad se reconoce y se teme. Tiresias es amenazado por idéntica razón, pero a Antígona se le niega el reconocimiento porque además de mujer, es joven y doncella prometida en matrimonio. Su feminidad es viva y ha despertado el amor de Hemón hasta el punto de decidirlo a morir con ella. El compromiso entre ambos no es de conveniencia, dudosa por lo demás después de los males que han azotado a Edipo y a sus hijos. Todo ésto hace que no pueda ser creída por el ciudadano medio. Hemón cree en ella porque la ama, pero el suicidio muestra que no hay en él un verdadero saber, aunque el de Antígona lo inflame y sacuda. El pueblo la compadece porque ha mostrado amor y por él es sacrificada aparentemente(6). Pero es Hemón el verdadero sacrificado al amor. Este amor lo hace entonar, como a Sócrates en el Fedro, la palinodia cuyo objetivo último es la sabiduría. De una inusitada forma, Hemón se ha hecho philo-sophos, pues ama, a través de Antígona, la sabiduría que en ella reside.

Los discípulos veneran y aman a Sócrates, pero no se disponen a morir con él. Y no es por haber conquistado–salvo en el caso de Platón–una sabiduría propia que les vete dicho acto por ajeno a la fronesis y a la paideia socrática, sino porque no pueden identificarse con él. El maestro se torna un paradigma inalcanzable. Fedón, Cebes, Critón y los demás le lloran pero no se les ocurre acompañarlo. Hemón acompaña a Antígona siguiendo un llamado más fuerte: el de la ley cósmica que une a hombre y mujer. Ella se ha vuelto la sabiduría femenina–diferente de la sabiduría "masculina" de Atenea Parthenos, caso inverso al de Sócrates, al cual se le ama por su saber y por la virtud que éste engendra.

La egipcia Isis, regente de la vida y de la muerte, las griegas Ceres y Proserpina, cobran cuerpo en la joven virgen. Tebas se redime por medio de un sacrificio arcaico, pues la doncella que lava las cualpas es acompañada por el joven que la desposará en el otro mundo. El saber aniquila a quien lo obtiene, parece decirnos Sófocles, al menos en un mundo en el cual el reconocimiento de lo invisible y la obediencia a éste se han sustituído por dictados humanos basados en la pura contingencia. El poder que emana de esta virgen sabia aniquila a quien lo recibe en toda su intensidad. El resto obedece a los cánones de la tragedia griega.

En el juicio de Sócrates, éste interroga a Melito de tal modo que se repiten los principales argumentos expuestos por Hemón

y Creonte: en toda Atenas, sólo Sócrates parece ser capaz de corromper, como en toda Tebas, sólo Antígona. En ambos casos, a través de ejemplos civiles dados con toda conciencia. Sin embargo, se acusa a Sócrates de no creer en los dioses del Estado y se condena a Antígona por respetarlos a toda costa. Pero los mismos dioses se someten a un orden interno del universo frente al cual se hacen contingentes salvo si se les reconoce como sus custodios o símbolos. Sócrates ha comprendido lo primero; Antígona lo segundo, pero a ambos el saber los guía hacia el orden oculto, en una sociedad donde el respeto a los dioses se acepta–y aun impone–o se rechaza según los dictados del poder político. Antígona podría repetir las palabras socráticas: "Antes que el ciudado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y su perfeccionamiento (…) A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Anito hace en este momento que es trabajar para hacer morir a un inocente"(7). Sócrates se sabe escogido por un dios. Antígona también. Ambos, con el eterno amor fati del sabio, pagarán el precio.

Sócrates cuenta en la Apología un hecho similar al que sucede a Antígona, acaecido tras la batalla de las Arginusas, en el cual Sócrates, siendo Senador, intervino para imponer justicia. Aquí parecen contradecirse los criterios de justicia sustentados por Sócrates y Antígona, pues Sócrates salva del castigo a los generales atenienses que, vencedores en la batalla naval, no habían enterrado a los muertos(8).

Sucede sin embargo que el castigo a este acto–acto que en el caso de Antígona constituye el verdadero crimen–se hubiera basado en quebrantar las leyes ciudadanas en favor de la ira popular. La injusticia consistiría en establecer leyes y quebrantarlas según los vaivenes de la demagogia, aunque los deberes para con los muertos sean sagrados.

Pero Sócrates es hombre y le concierne la vida pública. Como personaje socrático femenino, Antígona se aplica a reparar la injusticia en el nivel que le corresponde. Sócrates no aprobó el desacato para con los muertos, sino que combatió la incongruencia tras la cual se ocultaban conveniencias y caprichos. A él corresponde reparar la transgresión de las leyes. A ella, la transgresión de lo sagrado. Por eso no pretende condenar a Creonte ni defenderse a toda costa, sino restaurar diké allí donde le resulta posible. Y ambos pronuncian ante la inminencia de la muerte frases muy similares, consecuencias de seguir su verdad única: Antígona dice a Ismena: "Tú has elegido vivir y yo morir"(9).

Sócrates dice: "Es tiempo para que nos retiremos de aquí, yo para morir, ustedes para vivir. Entre ustedes y yo, ¿quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe excepto el dios"(10).

Esta similitud en la letra, mayor aún en el espíritu, muestra la esencial soledad de ambos ante lo ineluctable, que se precipita como consecuencia de la actitud de cada uno. No parece hybris la desesperación de Antígona al ser llevada al sepulcro. La sabiduría le ha infundido un valor "inadecuado" para su feminidad y le impide, al estar unida al amor, guardar hasta el final la imperturbabilidad socrática e incluso pretenderlo.

Pero Antígona no ha obrado por mero impulso. Sin mediar una búsqueda de tipo socrático, ha llevado a cabo una reflexión: ¿para qué realizar a toda costa las honras fúnebres de Polinices, es decir, desobedecer las leyes de la ciudad, aunque provengan de la cólera de un autócrata? Pregunta crucial para cualquier ciudadano griego, cuya relación con la polis confería sentido a su vida. Es el mismo dilema socrático, sólo que Sócrates emplea las leyes civiles para argumentar su propia posición con respecto a los asuntos de la polis, y con ayuda de su método de discusión, hacer valer su opinión, o por lo menos que ésta golpee a sus opositores, como ocurre en la Apología.

Antígona reflexiona en silencio. No es Aspasia ni Diótima, liberadas del confinamiento por sus respectivas condiciones sociales–hetairas ambas y tal vez sacerdotisa la segunda–pero razona con la misma claridad(11). No trata de defender el orden aristocrático, desplazado por la democracia, sino el orden cósmico, ancestral y sagrado. Sócrates tampoco defendió la aristocracia, como una interpretación sociologista pudiera proponer, sino la eternidad de ciertos valores, su contenido universal, frente al voluntarismo y el utilitarismo. Antígona defiende el deber para con los ancestros y sus descendientes, valores también perennes pues los ancestros constituyen una imagen del cosmos que nos genera, de las raíces que nos atan al ser. Y sus hermanos representan todo ésto en el mismo grado y sentido que ella, hecho que los sitúa en un lugar diferente del que pudieran algún día ocupar su marido e hijos. Si utilizamos los términos de María Zambrano, diremos que Antígona defiende el terreno de lo prenatal(12).

Llama también la atención su duda frente a la posible justicia de los dioses. Toda actitud de sabiduría está ligada a la duda, sea cual sea el resultado. Sócrates fue acusado de no creer en los dioses porque conocía la pura aparencialidad de éstos y les rendía exclusivamente un homenaje ciudadano, pero, yendo más lejos, el verdadero motivo de la acusación es la duda, perenne y corrosiva de todo principio "conveniente" y no absoluto. Antígona se asoma al misterio de la justicia cósmica en sus últimas palabras: "¿Qué derecho de los dioses he transgredido?"(13)

Creonte se ha cuidado bien de cometer dicha transgresión al emplear recursos que aprobaría un sofista, al desterrarla del mundo de los vivos, eufemismo que encubre la sentencia de muerte contra una joven virgen. Ella ha obedecido las leyes de lo eterno, en apariencia aprobadas por los dioses, pero el último velo parece descorrerse ante sus ojos: ellos no son los autores ni los dueños de las leyes, las cuales provienen de algo más hondo y terrible, de aquello en lo cual Sócrates se adentró a través de lo único accesible al hombre: los valores y su naturaleza.

Job podría esclarecer mucho mejor el problema mediante el Deus Absconditus, cuya voz llega a escuchar, el cual hace trizas la aparencialidad de las leyes y la recompensa o el castigo condicionados por ellas. Sócrates no teme a los dioses, sino sólo a las esencias cósmicas que porta en sí mismo como microcosmos. Al igual que Demócrito, Jenófanes o Parménides, ha descubierto que las leyes cósmicas no dependen de los dioses, ligados a la pura contingencia. Aunque sus respectivas concepciones los diferencian, este hallazgo los vincula en la filo-sofía, porque no fue un descubrimiento individual, sino de la sabiduría griega, de la conciencia colectiva. Antígona llega hasta el umbral de este descubrimiento, impulsada por la ley que cumple. El resto lo sabrá pronto, más allá de la muerte.

Pero no puede vislumbrarse, ni siquiera intuirse tal cosa sin sentir de golpe lo trágico de la condición humana. Sócrates, hombre con derechos civiles, viejo y triunfante en una larga búsqueda, bebe la cicuta con perfecta indiferencia frente a lo aparencial. Antígona, mujer, joven, virgen e impulsada por una luz sagrada, teme a los poderes que se desencadenan por ella y frente a ella, pues su instinto es lo suficientemente sabio para entender que la calma y el equilibrio de la razón no hacen mermar la terrrible fuerza de lo trágico, ante el que resultan idénticos el llanto y la serenidad.

El sereno anciano Sócrates y la doliente doncella Antígona están en definitiva hermanados por la misma suerte, por aquello que a los ojos del hombre común constituye la culpa, por la sabiduría esencial expresada en el actuar, pase lo que pase, conforme a la ley cósmica que contradice lo aparencial, la doxa unida a éste. Sócrates despierta un sagrado respeto. Antígona, también la compasión. Pero pese a las diferencias, ambos muestran que no pueden violarse impunemente los límites dentro de los cuales se mueve el hombre común. La verdadera tragedia de ambos no es la muerte sino la soledad, la incomunicabilidad del saber que los distancia de sus semejantes, sin importar que despierten simpatía o rechazo. Y la misma suerte correrá todo aquel a quien el cosmos haya proporcionado un saber análogo, por la vía que fuere. Esta tragedia puede ser asumida de varias formas por el héroe, pero lo dejará siempre inerme frente a la pura contingencia que ha logrado rebasar.

La República platónica, entre otros significados, constituye una larga reflexión al respecto, cuando en el libro II se concluye que la justicia se sufre, no se elige; es un don, no una conquista del hombre, y la posibilidad de entender ésto supone un saber no común. En el libro VII se advierte también que el precio va más allá de la soledad. Ciencia y virtud son inseparables y quien las posee quedará tarde o temprano privado de habitar en el reino de los vivos, quienes intuyen el peso terrible de un don que se niegan a compartir con quien lo ha obtenido o tolerar siquiera, quizás porque temen carecer de fuerza suficiente para ello.

Esta privación se manifiesta en vida en la irremisible contradicción con la mayoría de los hombres, conflicto que, en su forma más radical, genera la condena a la cicuta o al sepulcro. La estirpe socrática no sigue un sólo modelo, sino que existe siempre de forma concreta. Podrá variar su reacción frente a lo trágico, pero lo padecerá siempre, porque no asume la existencia como un fin en sí misma, sino en función de un principio, de una totalidad que se revela al cabo como paradójica(14).

De un curioso modo, Sócrates y Antígona resultan, en sus respectivos contextos, los dos únicos seres realmente libres porque conocen y asumen esa dependencia, ese telos. Pero según anunciara Anaximandro, pagarán con el retorno al apeiron su desprendimiento de éste, o mejor, su autonomía moral, la única posible para el hombre.

Lourdes Rensoli Laliga

Madrid, mayo de 1996.

NOTAS

(1) Sobre este problema: U. von Wilamowitz-Moellendorf: Einleitung in die griechische Tragödie. Hildesheim, 1988;

R. Gardner: From Homer to tragedy: the art of allusion in the Greek poetry. London, 1990; J. Peter Euben (ed.): Greek tragedy and political theory. Berkeley, 1986; J. P. Vernant, P. Vidal-Naquet: Myth and tragedy in ancient Greece. New York, 1988; K. M. May: Nietzsche and the spirit of tragedy. Houndmills-London, 1990; M. S. Silk, J. P. Stern: Nietzsche on tragedy. Cambridge, 1983; Ch. Meier: Die politische Kunst der griechischen Tragödie. München, 1988; N. Georgopoulos (ed.): Tragedy and Philosophy. Houndmills- London, 1993; E. Rodhe y otros: Nietzsche y la polémica sobre "El nacimiento de la tragedia". Málaga, 1994.

(2) Cfr.: L. Polo: "La vida buena y la buena vida: una confusión posible". Atlántida, nº 7, julio-sept. 1991; W. Jaeger: Paideia. Die Formung des griechischen Menschen. Berlin, 1954, caps. II-III; V. Bróchard: La morale de Platon. Paris, 1926; K. Reinhardt: Sophokles', Antigone'. Göttingen, 1961, pp. 9 ss; R. Mondolfo: La concepción del sujeto humano en la cultura antigua. Buenos Aires, 1955, pp. 365, 391-396, 401-408.

 (3) Cfr.: L. Robin: El pensamiento griego y los orígenes del espíritu científico. México, 1962, III-II; A. Lesky: Historia de la literatura griega. Madrid, 1968, I, V, B-9; L. Gernet y A. Boulanger: El genio griego en la religión. México, 1960, II, IV, 3, pp. 65, 256-270; W. K. C. Guthrie: Orpheus and Greek Religion: a study of the Orphic Movement. London, 1952; K. Kerényi: Dyonisos: Archetypal Image of the Indestructible Life. Princeton, 1976; L. Rensoli: "Tres filósofos de la duda: Sócrates, Agustín, Descartes". Posfacio a: Antología de historia de la filosofía. Renacimiento II. La Habana, 1983.

 (4) Sófocles: Antígona. En: Tragedias. Madrid, 1981, p. 281.

(5) Sófocles: Antígona. Tragedias, ed. cit., p. 281.

(6) Cfr.: E. Zeller: Sócrates y los sofistas. Buenos Aires, 1955, pp. 15-16; Cfr.: H. Fränkel: Dichtung und Philosophie des frühen Griechentums. München, 1976, p. 323; P. Boutang y G. Steiner: Diálogos sobre el mito de Antígona y el sacrificio de Abraham. Barcelona, 1994, pp. 45-90.

(7) Platón: Apología de Sócrates. Obras. Madrid, 1950, pp. 26-27; Fränkel (op. cit., p. 477) señala en la obra la idea de la justicia y el ejercicio del bien como la mejor herencia y areté.

(8) Cfr.: Platón: Ibíd., p. 29.

(9) Sófocles: Antígona, ed. cit., p. 269.

(10) Platón: op. cit., p. 42.

(11) Cfr.: R. Ricchi: Femminilitá e ribellione: la donna greca nei poemi omerici e nella tragedia attica. Firenze, 1987.

(12) Cfr.: M. Zambrano: La tumba de Antígona. México, 1967, pp. 3-27 (se insiste en la soledad esencial de Antígona y en la dimensión filosófica de la obra, temas desarrollados en El hombre y lo divino); A. Lesky: op. cit., pp. 307-310.

(13) Sófocles: Antígona, ed. cit., p. 283.

(14) Cfr.: S. Kierkegaard: Antígona. En: O ésto o aquello. México, 1942, pp. 33-43, 70-82; W. Kaufmann: Tragedia y filosofía. Barcelona, 1978, pp. 40-49; G. Steiner: Antigones. Oxford, 1989, pp. 38-42. En la p. 40 se hace notar la opinión de Hegel sobre Antígona, superior a Sócrates. Sobre este punto: O. Piulats: Antígona y Platón en el joven Hegel. Barcelona, 1989, pp. 35-36, 46, 166-173; H. Fränkel: Dichtung und Philosophie des frühen Griechentums. ed. cit., pp. 446 ss.

A María Zambrano, la que pagó el precio

 

 

Autor:

Lourdes Rensoli Laliga

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