Antígona y Sócrates o el precio de la sabiduría
Enviado por Lourdes Rensoli Laliga
Lo trágico puede asumir dos formas fundamentales; la primera y más reconocida proviene del enfrentamiento de los esfuerzos humanos con fuerzas que frustran intentos y aspiraciones por incompatibilidad, antagonismo o simple incongruencia. A este género de conflicto pertenecen las situaciones de anagnórisis para el héroe, los "descubrimientos" de ocultas claves que, de seguirse, hubieran "evitado" o al menos aliviado la tragicidad de las situaciones. En tal caso, es posible para el héroe la re-conciliación con el poder desafiado conscientemente o no, pues en el fondo de los males sobrevenidos al héroe, yace la ignorancia en alguna de sus formas, ya sea como desconocimiento o como falso saber, no encaminado a lo recóndito sino a lo evidente y/o aparencial.
Se producen así estados de "ceguera" que conducen al choque con el poder representativo de la fatalidad. Esta ceguera espiritual puede manifestarse como inocencia, desconocedora de toda maquinación –tal es el caso de la Desdémona de Shakespeare–o como culpa ajena que se arrastra por herencia–la estirpe de Edipo en su conjunto–, como hybris–el caso de Medea o, en otro sentido, el de Macbeth–, como formas de justicia conflictivas, en cuyo trasfondo pugnan fuerzas suprahumanas, sobrenaturales o no–en Las Euménides–, como pretensión de modificar la realidad a través del solo poder individual humano–Hamlet o Edipo.
El héroe trágico sucumbe o se doblega bajo el peso de lo fatal y desconocido, y la única vía de salvación sería el Deus ex machina, que convierte al victimario en irremisible víctima
–así ocurre a Jasón en Medea–o torna la tragedia en ciernes en comedia, como en Tartufo. El "percatarse a tiempo" salvaría del golpe de lo fatal, aunque éste último suele emplear la ceguera como una de sus armas. En tal caso sería posible al menos producir al cabo algún bien a través de los males sobrevenidos, según se observa en Edipo en Colono. El protagonista vive lo suficiente para llegar a saber y comunicar a los demás el saber adquirido mediante su palabra o su ejemplo, aunque haya de morir o de purgar indefinidamente sus errores o los de su estirpe. Puede argüirse lo problemático de la propia comunicación del saber, pero al menos se lleva a cabo el intento, y el coro o algún testigo importante en la tragedia griega–otros personajes lo sustituyen en etapas posteriores–, que reciben una perdurable lección mediante el sufrimiento de los héroes, muestran que, pese a todo, algún bien se desprende del intento.
La tragedia absoluta sobrevendría si la muerte o el extremo sufrimiento de los héroes no dejaran huellas por no llegar a ser conocidos ni apreciados por nadie. Tal hubiera podido ser, fuera de los marcos del teatro, el caso de Job, de no intervenir el propio Dios.
El héroe hubiera vivido en este caso para rumiar calladamente su dolor, el cual no provocó espanto ni una lección real a quienes lo conocieron, sino burlas y reproches por pecados no cometidos, incluso exhortaciones a un arrepentimiento improcedente.
Pero el libro bíblico no fue escrito con propósitos "literarios". En suma, en esta forma de lo trágico, un poder se enfrenta con lo desconocido o mal conocido, y el re-conocimiento constituye de por sí una suerte de re-conciliación a través de la sabiduría adquirida, plena o incipiente.
Hay otro tipo de conflicto trágico en el cual la relación se invierte: hay en el héroe una serena sabiduría que conduce a los actos por los cuales él mismo habrá de sucumbir. Está a solas con su deber. Se le ama o se le odia pero no se le comprende. Aun quienes parecen hacerlo revelan en algún momento su saber a medias–un modo del no-saber–y se retiran desconcertados, o cometen errores que agudizan el conflicto.
La tragedia en este caso proviene de lo incomunicable del saber y de la consiguiente soledad, en sufrir sin opción las consecuencias de actuar en un mundo o medio dominado por la "ceguera"(1).
En su aspecto humano–el confesional no afecta a todos los hombres–, el sacrificio de Jesús nos sobrecoge por el estado de irremisible soledad en el que el intransferible cáliz lo sume, por la absurda ceguera de sus verdugos. De nada sirve que advierta a los discípulos que serán dispersados, a Pedro que lo negará tres veces, ni las prédicas donde describe su suplicio con antelación. El lo sabe y por eso ruega al Padre el perdón para quienes, en cambio, no saben lo que hacen. Es la doble condición de este supremo héroe la que transforma en glorioso misterio la tragedia por excelencia. Pero en el plano puramente humano, no existe variación en el conflicto que afecta al héroe trágico. Este podrá, como Sócrates, asumir con inalterable ánimo los hechos o padecer al apurar la copa como Antígona, pero siempre experimentará en sí mismo y en su relación con el mundo circundante las terribles consecuencias de un mal que no le afecta: la ignorancia.
Ver claro donde otros no pueden constituye en este caso quizás el elemento fundamental que acrecienta el dolor del héroe. Job debe incluirse en este tipo de tragicidad. Su sabiduría reside en este caso en su fe sin límites, en la espera de la redención, enfrentada con la visión superficial de su mujer y sus amigos, que lo acusan de ocultar sus faltas. Sócrates queda a solas con su daemon; Antígona con sus ancestros; Job con Dios, pero los tres son "excluídos" por igual del género humano, en una soledad esencial que para los dos primeros es definitiva.
La actitud socrática muestra la "dimensión interior de la areté(2)", lo cual creemos aplicable a Antígona. Uno y otra son condenados y abandonados a la soledad absoluta que proviene de una misión incompartible, por un medio ajeno a esta "virtud interior", ignorante de la esencia de la virtud, la cual reduce a leyes y fórmulas inventadas por los hombres. En este tipo de tragedia se apela a los cimientos de la condición humana, lo cual impide que el sufrimiento del héroe resulte posible de detener o de aliviar siquiera. Sólo cabe vivirlo.
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