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Simbolismo y antropomorfismo (página 2)


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Si hemos creído necesario extendernos sobre estas consideraciones tan largamente como lo hemos hecho, es debido a la ignorancia en que se está por lo común en Occidente sobre todo lo que concierne a la metafísica verdadera, y también porque tienen con nuestro asunto una relación muy directa, aunque no lo piensen así algunos, puesto que la metafísica es el centro único de todas las doctrinas del Oriente, de modo que no se puede comprender nada de ellas mientras no se haya adquirido de la metafísica una noción por lo menos suficiente para evitar cualquier confusión posible. Al señalar toda la diferencia que separa un pensamiento metafísico de un pensamiento filosófico, hemos hecho ver cómo los problemas clásicos de la filosofía, aun los que ella considera como más generales, no ocupan rigurosamente ningún sitio con respecto a la metafísica pura: la transposición, que tiene por objeto hacer aparecer el sentido profundo de ciertas verdades, desvanece aquí estos pretendidos problemas, lo que demuestra precisamente que no tienen ningún sentido profundo. Por otra parte, esta exposición nos ha suministrado la oportunidad de indicar el significado de la concepción de la "no-dualidad", cuya aprehensión, esencial a toda metafísica, no lo es menos a la interpretación más particular de las doctrinas hindúes; ello es evidente, por lo demás, desde el momento en que estas doctrinas son de esencia puramente metafísica.

Agregaremos aún una observación cuya importancia es capital: no sólo no puede estar limitada la metafísica por la consideración de una dualidad cualquiera de aspectos complementarios del ser, ya se trate de aspectos muy especiales como el espíritu y la materia, o, por el contrario, de aspectos tan universales como es posible, como los que se pueden designar con los términos de "esencia" y de "substancia", sino que tampoco podría estar limitada por la concepción del ser puro en toda su universalidad, porque no debe estarlo por nada absolutamente. La metafísica no puede definirse como "conocimiento del ser" de una manera exclusiva, como lo hizo Aristóteles: ésta es propiamente la ontología, que sin duda es de la incumbencia de la metafísica, pero que no por esto constituye toda la metafísica; y a ello se debe que lo que hubo de metafísica en Occidente haya quedado siempre insuficiente e incompleto, lo mismo que bajo otro concepto que indicaremos más adelante, el ser no es verdaderamente el más universal de todos los principios, lo que sería necesario para que la metafísica se redujese a la ontología, y esto porque, aun siendo la más primordial de todas las determinaciones posibles, ya es sin embargo una determinación, y toda determinación es una limitación, en la cual no se podría detener el punto de vista metafísico. Un principio es evidentemente tanto menos universal cuanto es más determinado, y por esto más relativo; podemos decir que, de una manera en cierto modo matemática, un "más" determinativo equivale a un "menos" metafísico. Esta indeterminación absoluta de los principios más universales, por lo tanto de los que deben ser considerados antes que todos los otros, es causa de grandes dificultades, no en la concepción, salvo quizá para los que no están acostumbrados a ellos, sino al menos en la exposición de las doctrinas metafísicas, y obliga a menudo a servirse de expresiones que en su forma exterior son puramente negativas. Así, por ejemplo, la idea del Infinito, que es en realidad la más positiva de todas, puesto que el Infinito no puede ser más que el todo absoluto, lo que, no estando limitado por nada, no deja nada fuera de si, esta idea, decimos, no puede expresarse más que por un término de forma negativa, porque, en el lenguaje, toda afirmación directa es por fuerza la afirmación de alguna cosa, es decir una afirmación particular y determinada; pero la negación de una determinación o de una limitación es propiamente la negación de una negación, por lo mismo una afirmación real, de manera que la negación de toda determinación equivale en el fondo a la afirmación absoluta y total. Lo que decimos para la idea del Infinito podría aplicarse igualmente a muchas otras nociones metafísicas extraordinariamente importantes, pero basta este ejemplo para lo que nos proponemos hacer comprender aquí; y, por lo demás nunca hay que perder de vista que la metafísica pura es, en sí, absolutamente independiente de todas las terminologías más o menos imperfectas con las que tratamos de revestirla para que sea más accesible a nuestra comprehensión.

Capítulo IX:

ESOTERISMO Y EXOTERISMO

Señalamos ocasionalmente, en el curso de nuestras consideraciones preliminares, la distinción muy generalmente conocida que existe, en ciertas escuelas filosóficas de la Grecia antigua, si no en todas, entre lo que se llama el esoterismo y el exoterismo, es decir entre dos aspectos de una misma doctrina, uno más interior y el otro más exterior: éste es todo el significado literal de estos dos términos. El exoterismo, que comprende lo que, era más elemental, más fácilmente comprensible, y por consiguiente susceptible de estar al alcance de todos de una manera más amplia, se expresa sólo en la enseñanza escrita, tal como nos ha llegado más o menos completamente; el esoterismo, más profundo y de orden más elevado, y que por lo mismo se dirige como tal a los solos discípulos regulares de la escuela, preparados especialmente para comprenderlo, era objeto de una enseñanza puramente oral, sobre la naturaleza de la cual no se han podido conservar evidentemente datos muy precisos. Por otra parte, debe entenderse bien que, puesto que se trataba de la misma doctrina bajo dos aspectos diferentes, y como en dos grados de enseñanza, estos dos aspectos de ningún modo podían ser opuestos o contradictorios, sino que más bien debían ser complementarios: el esoterismo desarrollaba y completaba, dándole un sentido más profundo que no estaba contenido allí sino como virtualmente, lo que el exoterismo exponía bajo una forma demasiado vaga, demasiado simplificada, y a veces más o menos simbólica, por más que el símbolo tuviese muy a menudo, en los Griegos, ese aire del todo literario y poético que lo hace degenerar en simple alegoría. Ni que decir tiene, por otro lado, que el esoterismo podía, en la misma escuela, subdividirse a su vez en varios grados de enseñanza más o menos profundos, pasando los discípulos sucesivamente de uno a otro según su estado de preparación, y pudiendo ir más o menos lejos según la extensión de sus aptitudes intelectuales; pero esto es casi todo lo que se puede decir seguramente sobre el particular.

Esta distinción del esoterismo y el exoterismo no se ha mantenido en absoluto en la filosofía moderna, que en realidad no es en el fondo más de lo que es exteriormente, y que, para lo que enseña, no tiene necesidad de un esoterismo cualquiera, puesto que todo lo que es verdaderamente profundo se escapa del todo a su punto de vista limitado. Ahora se plantea la cuestión de saber si esta concepción de los dos aspectos complementarios de una doctrina fue particular de Grecia; a decir verdad, habría algo de extraño en que una división que parece tan natural en su principio hubiese permanecido tan excepcional, y, de hecho, no es así. Primeramente, se podrían encontrar en Occidente, desde la antigüedad, ciertas escuelas generalmente muy cerradas, más o menos mal conocidas por este motivo, y que por lo demás no eran escuelas filosóficas, cuyas doctrinas no se expresaban fuera sino bajo el velo de ciertos símbolos que debían parecer muy oscuros a los que no tenían la clave de ellos; y estas claves sólo se libraban a los adherentes que habían adquirido ciertos compromisos, y cuya discreción había sido probada suficientemente, al mismo tiempo que se habían asegurado de su capacidad intelectual. Este caso, que implica manifiestamente que debe tratarse de doctrinas lo bastante profundas como para ser del todo extrañas a la mentalidad común, parece haber sido frecuente sobre todo en la Edad Media y es una de las razones por las cuales, cuando se habla de la intelectualidad de esta época, hay que hacer siempre reservas sobre lo que pudo existir fuera de lo que nos es conocido de manera cierta; es evidente en efecto que, en esto como en el esoterismo griego, han debido perderse muchas cosas porque sólo se enseñaron oralmente, lo que es también, como lo hemos indicado, la explicación de la pérdida casi total de la doctrina druídica. Entre estas escuelas, a las que acabamos de hacer alusión, podemos mencionar como ejemplo a los alquimistas, cuya doctrina era sobre todo de orden cosmológico; pero la cosmología debe tener siempre por fundamento cierto conjunto más o menos extenso de concepciones metafísicas. Podría decirse que los símbolos contenidos en los escritos alquimistas constituyen aquí el exoterismo, en tanto que su interpretación reservada constituye el esoterismo; pero la parte del exoterismo es entonces muy reducida, y como en suma no tiene razón de ser verdadera sino con relación al esoterismo y con vistas a éste, se puede uno preguntar si conviene también aplicar estos dos términos. En efecto, esoterismo y exoterismo son esencialmente correlativos, puesto que estas palabras son de forma comparativa, de manera que, allí donde no hay exoterismo, no hay motivo del todo para hablar tampoco de esoterismo; esta última denominación no puede pues, si se pretende guardar su sentido propio, servir para designar indistintamente toda doctrina cerrada, para uso exclusivo de una élite intelectual.

Se podría, sin duda, pero en una acepción mucho más amplia, considerar un esoterismo y un exoterismo en una doctrina cualquiera, si se distingue en ella la concepción y la expresión, siendo la primera por completo interior, mientras que la segunda no es más que su exteriorización; se puede también, en rigor, pero apartándose del sentido habitual, decir que la concepción representa el esoterismo, y la expresión el exoterismo, y esto de manera necesaria, que resulta de la naturaleza misma de las cosas. Si se entiende de este modo, hay particularmente en toda doctrina metafísica algo que será siempre esotérico, y es la parte de inexpresable que contiene esencialmente, como lo hemos explicado, toda concepción verdaderamente metafísica; es algo que cada uno puede concebir por sí mismo, con ayuda de las palabras y los símbolos que sirven simplemente de punto de apoyo a su concepción, y su comprehensión de la doctrina será mas o menos completa y profunda según la medida en que la concebirá efectivamente. También en las doctrinas de otro orden, cuyo alcance no se extiende hasta lo que es verdadera y absolutamente inexpresable, y que es el "misterio" en el sentido etimológico de la palabra, no es menos cierto que la expresión nunca está por completo adecuada a la concepción, de manera que, en una proporción bastante menor, se produce aquí algo análogo: el que comprende realmente es siempre el que sabe ver más lejos que las palabras y se podría decir que el "espíritu" de una doctrina cualquiera es de naturaleza esotérica, mientras que su "letra" es de naturaleza exotérica. Esto sería principalmente aplicable a todos los textos tradicionales, que ofrecen lo más a menudo una pluralidad de sentidos más o menos profundos; correspondiendo a otros tantos puntos de vista diferentes; pero en lugar de tratar de penetrar estos sentidos, se prefiere por lo común entregarse a fútiles investigaciones de exégesis y de "crítica de los textos", según los métodos laboriosamente establecidos por la erudición alemana; y este trabajo, por fastidioso que sea y por más paciencia que exija, es mucho más fácil que el otro, ya que por lo menos está al alcance de todas las inteligencias. Un ejemplo notable de la pluralidad de sentidos nos lo proporciona la interpretación de los caracteres ideográficos que constituyen la escritura china; todos los significados de que son susceptibles estos caracteres se pueden agrupar en torno a tres principales, que corresponden a los tres grados fundamentales del conocimiento, y de los cuales el primero es de orden sensible; el segundo de orden racional y el tercero de orden intelectual puro o metafísico; de modo que, para limitarnos a un caso muy simple, un mismo signo podrá emplearse analógicamente para designar a la vez el sol, la luz y la verdad, y sólo la naturaleza del texto permite reconocer, para cada aplicación, cuál de estas acepciones es la que conviene adoptar, de donde los múltiples errores de los traductores occidentales. Esto hará comprender cómo el estudio de los ideogramas, cuyo alcance escapa por completo a los europeos, puede servir de base para una verdadera enseñanza integral, permitiendo desarrollar y coordinar todas las concepciones posibles en todos los órdenes; este estudio podrá, pues, desde puntos de vista diferentes, proseguirse en todos los grados de enseñanza, del más elemental al más elevado, dando lugar cada vez a nuevas posibilidades de concepción, y es un instrumento maravillosamente apropiado para la exposición de una doctrina tradicional.

Volvamos ahora a la cuestión de saber si la distinción del esoterismo y el exoterismo, entendida esta vez en su sentido preciso, puede aplicarse a las doctrinas orientales. Desde luego, en el Islamismo la tradición es de esencia doble, religiosa y metafísica, como va lo hemos dicho; se puede aquí calificar muy exactamente de exotérico el lado religioso de la doctrina, que es en efecto el más exterior y el que está al alcance de todos, y de esotérico su lado metafísico, que constituye su sentido profundo y que es considerado como la doctrina de la "élite"; y esta distinción conserva bien su sentido propio, puesto que son dos aspectos de una sola y misma doctrina. Hay que notar, con este motivo, que existe algo análogo en el Judaísmo, en el cual el esoterismo está representado por lo que se llama "Qabbalah", palabra cuyo sentido primitivo no es otro que el de "tradición", y que se aplica al estudio de los significados más profundos de los textos sagrados, mientras que la doctrina exotérica o vulgar se atiene a su significado más exterior y más literal; sólo que esta "Qabbalah" es, de manera general, menos puramente metafísica que el esoterismo musulmán, y sufre también, en cierta medida, la influencia del punto de vista propiamente religioso, en lo cual es comparable a la parte metafísica de la doctrina escolástica, insuficientemente liberada de consideraciones teológicas. En el Islamismo, por el contrario. la distinción de los dos puntos de vista es casi siempre muy clara, fuera del caso de algunas escuelas que están más o menos teñidas de misticismo y cuya ortodoxia es, por lo demás, menos rigurosa que la de las otras escuelas esotéricas; esta distinción permite ver mejor que en cualquiera otra parte, por las relaciones del exoterismo y del esoterismo, cómo reciben un sentido profundo las concepciones teológicas por la transposición metafísica.

Si pasamos a las doctrinas más orientales, la distinción del esoterismo y del exoterismo no se puede ya aplicar de la misma manera, y aun hay algunas a las que no es de ningún modo aplicable. Sin duda, en lo que se refiere a China, se podría decir que la tradición social, que es común a todos, aparece como exotérica, mientras que la tradición metafísica, doctrina de la "élite", es esotérica por lo mismo. Sin embargo, esto no sería rigurosamente exacto sino a condición de considerar estas dos doctrinas con relación a la tradición primordial de la cual se derivan una y otra; pero, a decir verdad, están separadas con demasiada precisión, a pesar de esta fuente común, para que se las pueda considerar como las dos faces de una misma doctrina, lo que es necesario para poder hablar propiamente de esoterismo y exoterismo. Una de las razones de esta separación está en la ausencia de esa especie de dominio mixto al cual da lugar el punto de vista religioso, donde se unen, en la medida en que son susceptibles, el punto de vista intelectual y el punto de vista social, por otra parte, en detrimento del primero; pero esta ausencia no siempre tiene consecuencias tan marcadas al respecto, como lo demuestra el ejemplo de la India, donde tampoco hay nada de propiamente religioso, y donde todas las ramas de la tradición forman sin embargo un conjunto único e indivisible.

Precisamente nos queda por hablar aquí de la India, y en ella es menos posible considerar una distinción como la del esoterismo y el exoterismo, porque la tradición tiene en efecto demasiada unidad como para presentarse, no sólo en dos cuerpos de doctrina separados, sino también bajo dos aspectos complementarios de este género. Todo lo que se puede distinguir realmente es la doctrina esencial, que es toda metafísica, y sus aplicaciones de diversos órdenes, que constituyen como otras tantas ramas secundarias con relación a ella; pero es evidente que esto no equivale de ningún modo a la distinción de que se trata. La misma doctrina metafísica no ofrece otro esoterismo que el que se puede encontrar en ella en el sentido muy amplio que hemos mencionado, y que es natural e inevitable en toda doctrina de este orden: todos pueden ser admitidos para recibir la enseñanza en todos sus grados, con la única reserva de estar intelectualmente calificados para obtener un beneficio efectivo; hablamos solamente aquí, como es natural, de la admisión en todos los grados de la enseñanza, pero no en todas las funciones, para las cuales se pueden necesitar otras condiciones; pero, necesariamente, entre los que reciben esta misma enseñanza doctrinal, como acontece con los que leen un mismo texto, cada uno lo comprende y se lo asimila más o menos completamente, más o menos profundamente, según la extensión de su propias posibilidades intelectuales, Por ello es del todo impropio hablar de "Brahmanismo esotérico", como han querido hacerlo algunos, que han aplicado sobre todo esta denominación a la enseñanza contenida en los Upanishads; es verdad también que otros, hablando por su parte de '"budismo esotérico", han obrado peor aún, pues no han presentado bajo esta etiqueta más que concepciones eminentemente fantásticas que no dependen ni del Budismo auténtico ni de ningún esoterismo verdadero.

En un manual de historia de las religiones al cual hicimos ya alusión, y en el que por lo demás se encuentran, aunque se distingue por el espíritu con el que fue redactado, muchas confusiones comunes en esta clase de obras, sobre todo la que consiste en tratar como religiosas cosas que en realidad no lo son de ningún modo; hemos señalado, a este propósito, la siguiente observación: "un pensamiento indio encuentra rara vez su equivalente exacto fuera de la India; o, para hablar menos ambiciosamente, ciertas maneras de considerar las cosas, que en otras doctrinas son esotéricas, individuales, extraordinarias, en el Brahmanismo y en la India son vulgares, generales, normales." (Christus, cap. VII, pág. 359, nota). Esto es justo en el fondo, pero exige sin embargo algunas reservas, porque no se podría calificar de individuales, lo mismo en la India que en otra parte, concepciones que, siendo de orden metafísico, son por el contrario esencialmente supra-individuales; por otra parte, estas concepciones encuentran su equivalente, aunque bajo formas distintas, dondequiera que existe una doctrina verdaderamente metafísica, es decir, en todo el Oriente, y sólo en Occidente no hay nada en efecto que les sea equivalente, ni siquiera de muy lejos. Lo que es verdad, es que las concepciones de este orden en ninguna parte están difundidas tan generalmente como en la India, porque no se encuentra en otra parte un pueblo que tenga tan generalmente en el mismo grado las aptitudes requeridas, aunque éstas sean frecuentes sin embargo en todos los orientales, y principalmente en los Chinos, entre los cuales la tradición metafísica ha guardado a pesar de esto un carácter mucho más cerrado. Lo que debió contribuir sobre todo en la India para el desarrollo de semejante mentalidad, es el carácter puramente tradicional de la unidad hindú: no se puede participar realmente en esta unidad sino en la medida en que se asimila uno la tradición, y, como esta tradición es de esencia metafísica, se podría decir que, si todo hindú es naturalmente metafísico, es que debe serlo en cierto modo por definición.

Capítulo X:

LA REALIZACIÓN METAFÍSICA

Al indicar los caracteres esenciales de la metafísica, dijimos que constituye un conocimiento intuitivo, es decir inmediato, oponiéndose en esto al conocimiento discursivo y mediato del orden racional. La intuición intelectual es más inmediata todavía que la intuición sensible, porque está más allá de la distinción del sujeto y del objeto que esta última deja subsistir; es a la vez el medio del conocimiento y el conocimiento mismo, y, en ella, el objeto y el sujeto están unificados e identificados. Por otra parte, cualquier conocimiento no merece verdaderamente este nombre sino en la medida que tiene por efecto producir tal identificación, pero que, en cualquier otra parte, queda siempre incompleto e imperfecto; en otros términos, sólo es conocimiento verdadero el que participa más o menos en la naturaleza del conocimiento intelectual puro, que es el conocimiento por excelencia. Cualquier otro conocimiento, siendo más o menos indirecto, sólo tiene en suma un valor simbólico o representativo; y sólo es conocimiento verdadero y efectivo el que nos permite penetrar en la naturaleza misma de las cosas, y, si tal penetración puede tener lugar ya hasta cierto punto en los grados inferiores del conocimiento, sólo en el conocimiento metafísico es plena y totalmente realizable.

La consecuencia inmediata de esto es que conocer y ser no son en el fondo más que una misma cosa; son, si se quiere, dos aspectos inseparables de una realidad única, aspectos que no se podrían distinguir siquiera verdaderamente ahí donde todo es "sin dualidad". Esto basta para volver completamente vanas todas las "teorías del conocimiento" con pretensiones pseudo-metafísicas que ocupan un lugar tan grande en la filosofía occidental moderna, y que a veces hasta tienden, como en Kant por ejemplo, a absorber todo el resto, o por lo menos a subordinárselo; la única razón de ser de este género de teorías está en una actitud común a casi todos los filósofos modernos, nacida del dualismo cartesiano, actitud que consiste en oponer artificialmente el conocer al ser, lo cual es la negación de toda metafísica verdadera. Esta filosofía llega así a querer sustituir el conocimiento mismo por la "teoría del conocimiento" y ello es, por su parte, una verdadera confesión de impotencia; nada es más característico sobre el particular que esta declaración de Kant: "La mayor y quizá la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es, después de todo, exclusivamente negativa; puesto que ella es, no un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarlo". Tales palabras ¿no equivalen simplemente a decir que la única pretensión de los filósofos debe ser la de imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento? Éste es por lo demás el resultado inevitable del espíritu de sistema, que es, lo repetimos, antimetafísico en el más alto grado.

La metafísica afirma la identidad profunda del conocer y del ser, que sólo pueden poner en duda los que ignoran sus principios más elementales; y como esta identidad es esencialmente inherente a la naturaleza misma de la intuición intelectual, no sólo la afirma, sino que la realiza. Por lo menos esto es verdad en la metafísica integral; pero hay que agregar que lo que ha habido de metafísica en Occidente parece que permaneció siempre incompleto en lo que a ello concierne. Sin embargo, Aristóteles estableció claramente en principio la identificación por el conocimiento, declarando expresamente que "El alma es todo lo que ella conoce"; pero no parece que ni él ni sus continuadores hayan dado nunca a esta afirmación su alcance verdadero, deduciendo todas las consecuencias que ella permite, de manera que permaneció para ellos como algo puramente teórico. Vale más esto que nada, sin duda, pero es por lo menos muy insuficiente, y esta metafísica occidental nos parece como doblemente incompleta: ya lo es teóricamente, en que no va mas allá del ser, como antes lo explicamos, y, por otro lado, no considera las cosas, en la medida misma en que las considera, sino de un modo simplemente teórico; la teoría es presentada en cierta manera como bastándose a sí misma y como siendo su propio fin, cuando normalmente no debería constituir más que una preparación, por lo demás indispensable, con vistas a una realización correspondiente.

Hay que observar aquí algo a propósito de la manera de emplear esta palabra de "teoría": etimológicamente, su sentido primero es el de "contemplación", y, si se le tomara así, se podría decir que la metafísica toda entera, con la realización que implica, es la "teoría" por excelencia; sólo que el uso ha dado a esta palabra una acepción algo distinta, y sobre todo mucho más restringida. Desde luego, se ha adquirido la costumbre de oponer "teoría" y "práctica" y, en su significado primitivo, esta oposición, que es la de la contemplación y de la acción, todavía podría justificarse aquí, puesto que la metafísica está esencialmente más allá del dominio de la acción, que es el de las contingencias individuales; pero el espíritu occidental, orientado casi exclusivamente del lado de la acción y no concibiendo realización fuera de ésta, llegó a oponer generalmente teoría y realización. Es pues esta última oposición la que aceptamos de hecho, para no apartarnos del uso recibido y para evitar las confusiones que podrían provenir de la dificultad que hay en separar los términos del sentido que está uno acostumbrado a atribuirles con razón o sin ella; sin embargo, no llegaremos hasta calificar de "práctica" la realización metafísica, porque esta palabra ha permanecido inseparable, en el lenguaje corriente, de la idea de acción que expresó primitivamente, y que no se podría aplicar aquí de ningún modo.

En toda doctrina que es metafísicamente completa, como lo son las doctrinas orientales, la teoría va siempre acompañada o seguida de una realización efectiva, de la cual es sólo la base necesaria: no se puede abordar ninguna realización sin una preparación teórica suficiente, pero la teoría toda entera está ordenada con vistas a la realización, como el medio con vistas al fin, y se supone este punto de vista, por lo menos implícitamente, hasta en la expresión exterior de la doctrina. Por otra parte, la realización efectiva puede tener, además de la preparación teórica y después de ella, otros medios de un orden muy diferente, pero que no están, ellos tampoco, destinados más que a suministrarle un apoyo o un punto de partida, que no tienen en suma más que un papel de "auxiliares", cualquiera que sea de hecho su importancia: ésta es, principalmente, la razón de ser de los ritos de carácter y de alcance propiamente metafísicos cuya existencia hemos señalado. No obstante, a diferencia de la preparación teórica, estos ritos nunca son considerados como medios indispensables, no son más que accesorios y no esenciales, y la tradición hindú, en la que ocupan sin embargo un sitio importante, es por completo explícita sobre el particular; pero, por su propia eficacia, facilitan grandemente la realización metafísica, es decir, la transformación de este conocimiento virtual que es la simple teoría, en un conocimiento efectivo.

Con seguridad, estas consideraciones pueden parecer extrañas a los occidentales, que no han considerado nunca ni siquiera la posibilidad de algo de este género; y sin embargo, a decir verdad, se podría encontrar en Occidente una analogía parcial, aunque bastante lejana, con la realización metafísica, en lo que llamaremos la realización mística. Queremos decir que hay en los estados místicos, en el sentido teológico de esta palabra, algo de efectivo que hace de ellos más que un conocimiento simplemente teórico, por más que una realización de este orden esté siempre limitada por fuerza. Por el hecho mismo de que no se sale del modo propiamente religioso, no se sale tampoco del dominio individual; los estados místicos no tienen nada de supra-individual, no implican más que una extensión más o menos indefinida de las solas posibilidades individuales, que, por lo demás, van incomparablemente más lejos de lo que por lo común se supone, y que los psicólogos no son capaces de concebir aun con todo lo que se esfuerzan por hacer entrar en su "subconsciente". Esta realización no puede tener un alcance universal o metafísico, y permanece siempre sometida a la influencia de elementos individuales, principalmente de orden sentimental; éste es el carácter mismo del punto de vista religioso, pero todavía más acentuado que en cualquiera otra parte, como ya lo señalamos, y es también, al mismo tiempo, lo que da a los estados místicos el aspecto de "pasividad" que se les reconoce generalmente sin contar que la confusión de los dos órdenes intelectual y sentimental puede aquí ser a menudo una fuente de ilusiones. En fin, hay que notar que esta realización, siempre fragmentaria y rara vez ordenada, no supone preparación teórica: los ritos religiosos desempeñan en ella este papel de "auxiliares" que desempeñan en otras ocasiones los ritos metafísicos, pero que es independiente, en sí misma, de la teoría religiosa que es la teología; esto no impide, por lo demás, que los místicos que poseen ciertos datos teológicos se eviten muchos errores que cometen los que están desprovistos de ellas, y son más capaces de controlar en cierta medida su imaginación y su sentimentalidad. Tal como es, la realización mística, o en modo religioso, con sus limitaciones esenciales, es la única conocida en el mundo occidental; podemos decir aquí también, como hace poco, que vale más esto que nada, por más que se esté muy lejos de la realización metafísica verdadera.

Hemos querido precisar este punto de vista de la realización metafísica porque es esencial en el pensamiento oriental y, por otra parte, común a las tres grandes civilizaciones de las que hemos hablado. Sin embargo, no queremos insistir más de lo debido en esta exposición, que debe por fuerza ser más bien elemental; no la consideraremos, pues, en lo que concierne espacialmente a la India, sino en lo que sea estrictamente inevitable hacerlo, porque este punto de vista es quizá todavía más difícil de comprender que cualquier otro para la generalidad de los occidentales. Además, es necesario decir que si la teoría puede ser expuesta siempre sin reservas, o por lo menos con la sola reserva de lo que es verdaderamente inexpresable, no sucede lo mismo con lo que se refiere a la realización.

TERCERA PARTE: LAS DOCTRINAS HINDÚES

Capítulo I:

SIGNIFICADO PRECISO DE LA PALABRA "HINDÚ"

Todo lo que se ha dicho hasta aquí podría servir de introducción, de manera absolutamente general, al estudio de todas las doctrinas orientales; lo que ahora diremos se referirá más particularmente a las doctrinas hindúes, adaptadas especialmente a un modo de pensamiento que, conservando los caracteres comunes al pensamiento oriental en su conjunto, presentan además ciertos rasgos distintivos a los cuales corresponden diferencias en la forma, aun allí donde el fondo es rigurosamente idéntico al de las otras tradiciones, lo que es siempre el caso, por las razones que hemos indicado, cuando se trata de metafísica pura. En esta parte de nuestra exposición importa precisar, antes que nada, el significado exacto de la palabra "hindú", cuyo empleo más o menos vago da lugar en Occidente a frecuentes equivocaciones.

Para determinar con precisión lo que es hindú y lo que no lo es, no podemos dispensarnos de recordar brevemente algunas de las consideraciones que ya hemos desarrollado: esta palabra no puede designar a una raza, puesto que se aplica igualmente a elementos que pertenecen a razas diversas, ni menos a una nacionalidad, ya que nada semejante existe en Oriente. Si se considera a la India en su totalidad, sería más bien comparable al conjunto de Europa que a tal o cual Estado europeo, y esto no sólo por su extensión o por la importancia numérica de su población, sino también por las variedades étnicas que presenta; del norte al sur de la India las diferencias son tan grandes por lo menos, bajo este aspecto como las de una extremidad a la otra de Europa. No hay, por otro lado, entre sus diversas regiones, ningún lazo gubernamental o administrativo, si no es el que los europeos han establecido allí recientemente de manera del todo artificial; esta unidad administrativa, es verdad, había sido realizada ya antes que ellos por los emperadores mongoles, y quizá anteriormente todavía por otros, pero siempre tuvo una existencia pasajera con relación a la permanencia de la civilización hindú, y hay que notar que casi siempre se debió a la dominación de elementos extranjeros, o en todo caso no hindúes; además, no llegó nunca hasta suprimir completamente la autonomía de los Estados particulares, sino que se esforzó más bien por hacerlos entrar en una organización federativa. Por otra parte, no se encuentra en la India en absoluto, nada que pueda compararse al género de unidad que realiza en otras partes el reconocimiento de una autoridad religiosa común, ya sea que esta autoridad esté representada por una individualidad única, como en el Catolicismo, o por una pluralidad de funciones distintas, como en el Islamismo; la tradición hindú, sin ser de ningún modo de naturaleza religiosa, podría sin embargo implicar una organización más o menos análoga, pero no es así, a pesar de las suposiciones gratuitas que algunos han podido hacer a este respecto, porque no comprendían cómo pudo realizarse efectivamente la unidad por la sola potencia inherente a la misma doctrina tradicional. Esto es muy distinto, en efecto, de todo lo que existe en Occidente, y sin embargo es así: la unidad hindú, hemos insistido ya en ello, es una unidad de orden pura y exclusivamente tradicional, que no tiene necesidad, para mantenerse, de ninguna forma de organización más o menos exterior, ni del apoyo de ninguna autoridad que no sea la de la doctrina misma.

La conclusión de todo esto puede formularse de la manera siguiente: son Hindúes todos los que están unidos dentro de una misma tradición, con la condición, como es natural, de que estén debidamente calificados para poder adherirse real y efectivamente, y no de una manera simplemente exterior e ilusoria; por el contrario, no son Hindúes los que, por cualquier razón que sea, no participan de esta misma tradición. Este caso es particularmente el de los Jainistas y de los Budistas; es también en los tiempos modernos, el de los Sikhs, sobre los cuales se ejercieron, por otra parte, influencias musulmanas cuya huella es muy visible en su doctrina especial. Tal es la verdadera distinción; y no podría haber otra, por más que ésta sea muy difícil de percibir para la mentalidad occidental, acostumbrada a basarse sobre otros elementos de apreciación, que faltan aquí completamente. En estas condiciones, es un verdadero despropósito hablar, por ejemplo, de "Budismo hindú", como se hace sin embargo demasiado frecuentemente en Europa y notablemente en Francia; cuando se quiere designar al Budismo tal y como existió antes en la India, no hay otra designación que pueda convenir que la de "Budismo indio", lo mismo que se puede hablar perfectamente de los "musulmanes indios", es decir, de los musulmanes de la India, que de ningún modo son "Hindúes". Se ve lo que provoca la gravedad real de un error del género de éste que señalamos, y por qué razón constituye a nuestros ojos mucho más que una simple inexactitud de detalle: y es que demuestra un profundo desconocimiento del carácter más esencial de la civilización hindú; y lo más asombroso no es que esta ignorancia sea común en Occidente, sino que la compartan los orientalistas profesionales.

La tradición de que se trata fue llevada a la región que es la India actual, en una época más o menos remota y que sería muy difícil precisar, por hombres llegados del Norte, según ciertas indicaciones que ya hemos señalado; no está probado que estos emigrantes, que debieron detenerse sucesivamente en diversas regiones, hayan constituido un pueblo propiamente dicho, por lo menos en el origen, ni que hayan pertenecido primitivamente a una raza única. Sea lo que fuere, la tradición hindú, o por lo menos la que ahora lleva esta designación, y que entonces pudo tener otra o no tener ninguna, esta tradición, decimos, cuando se estableció en la India, fue adoptada tarde o temprano por la mayoría de los descendientes de las poblaciones indígenas; éstos, los Drávidas, por ejemplo, se volvieron, pues, Hindúes en cierto modo "por adopción", pero lo fueron entonces tan verdaderamente como los que lo habían sido siempre, en cuanto fueron admitidos en la gran unidad de la civilización tradicional, y aunque hayan subsistido entre ellos algunas trazas de su origen, bajo la forma de modalidades particulares en la manera de pensar y de obrar, con tal que fuesen compatibles con el espíritu de la tradición.

Antes de su asentamiento en la India, esta misma tradición era la de una civilización que no llamaremos "arianismo", habiendo explicado ya por qué motivo esta palabra está desprovista de sentido, pero para la cual podemos aceptar, a falta de otra denominación la de "indo-irania", aunque su lugar de desarrollo, verosímilmente, no haya sido ni el Irán ni la India, y nada más que para indicar que debió después dar nacimiento a las dos civilizaciones hindú y persa, distintas y aun opuestas por ciertos caracteres. En cierta época, pues, debió de producirse una división bastante análoga a la que fue más tarde en la India, la del Budismo; y la rama separada, desviada con relación a la tradición primordial, fue entonces lo que se denomina el "iranismo", es decir, lo que debía volverse la tradición persa, llamada también "Mazdeísmo". Señalamos ya esta tendencia, general en Oriente, de doctrinas que fueron al principio antitradicionales, a imponerse a su vez como tradiciones independientes; ésta de que se trata había tomado sin duda este carácter largo tiempo antes de estar codificada en el Avesta bajo el nombre de Zarathustra o Zoroastro, en el cual hay que ver no la designación de un hombre, sino más bien la de una colectividad, como acontece a menudo en semejante caso: los ejemplos de Fo-hi para China, de Vyasa para la India, de Thoth o Hermes para Egipto, lo muestran de manera suficiente. Por otro lado, una huella muy clara de la desviación ha persistido en la misma lengua de los Persas, en la que ciertas palabras tuvieron un sentido directamente opuesto al que tenían primitivamente y que conservaron en sánscrito; el caso de la palabra "dêva" es el más conocido, pero se podrían citar otros, el del nombre de "Indra" por ejemplo, y esto no puede ser accidental. El carácter dualista que se atribuye de ordinario a la tradición persa, si fuese real, sería también una prueba manifiesta de la alteración de la doctrina; pero hay que decir sin embargo que este carácter parece no ser más que el hecho de una interpretación falsa o incompleta, mientras que hay otra prueba más seria, constituida por la presencia de ciertos elementos sentimentales; por lo demás, no tenemos por qué insistir aquí sobre esta cuestión.

A partir del momento que se produjo la separación de que acabamos de hablar, la tradición regular se puede llamar propiamente "hindú", cualquiera que sea la región donde se conservó al principio, y haya o no recibido desde entonces esta designación, cuyo empleo no debe hacer pensar de ningún modo que hubiese en la tradición algún cambio profundo y esencial; no pudo haber entonces, ni en lo sucesivo, más que un desarrollo natural y normal de lo que había sido la tradición primordial. Esto nos lleva directamente a señalar aún un error de los orientalistas, que, no comprendiendo nada de la inmutabilidad esencial de la doctrina, creyeron poder considerar, posteriormente a la época "indo-irania", tres doctrinas sucesivas supuestas diferentes, a las cuales dieron los nombres respectivos de "Vedismo", de "Brahmanismo" y de "Hinduismo".

Si sólo se quisiera entender con esto tres períodos de la historia de la civilización hindú, sería sin duda aceptable, por más que las denominaciones sean muy impropias, y que sea muy difícil delimitar y situar cronológicamente tales períodos. Si se quisiera decir que la doctrina tradicional, permaneciendo la misma en el fondo, pudo recibir sucesivamente varias expresiones más o menos diversas para adaptarse a las condiciones particulares, mentales y sociales de tal o cual época, esto podría admitirse, con reservas análogas a las precedentes; pero no es ello lo que sostienen simplemente los orientalistas: al emplear una pluralidad de denominaciones suponen expresamente que se trata de una serie de desviaciones o de alteraciones, que son incompatibles con la regularidad tradicional y que nunca han existido más que en su imaginación. En realidad, la tradición hindú toda entera está esencialmente fundada en el Vêda, siempre lo ha estado y no ha cesado jamás de estarlo; se podría, pues, llamarla "Vedismo" y el nombre de "Brahmanismo" también le conviene igualmente en todas las épocas; poco importa en el fondo la designación que se prefiera darle, pero con tal de percatarse del hecho de que, bajo uno o muchos nombres, siempre se trata de la misma cosa; no es más que el desarrollo de la doctrina contenido en principio en el Vêda, palabra que significa por lo demás propiamente, el conocimiento tradicional por excelencia. No hay, pues, Hinduismo en el sentido de una desviación del pensamiento tradicional, puesto que lo que es verdadera y puramente hindú es justamente lo que, por definición, no admite desviación alguna de esta clase; y si a pesar de esto se producen a veces ciertas anomalías más o menos graves, el sentido de la tradición las ha mantenido siempre en ciertos límites, o bien las ha desechado por completo de la doctrina hindú, y en todo caso, les ha impedido que adquieran nunca una autoridad real; pero esto, para ser bien comprendido, exige todavía algunas otras consideraciones.

Capítulo II:

LA PERPETUIDAD DEL VÊDA

El nombre de "Vêda", del cual acabamos de indicar el sentido propio, se aplica de manera general a todos los escritos fundamentales de la tradición hindú; se sabe que estos escritos están repartidos en cuatro recopilaciones que llevan los nombres respectivos de Rig-Vêda, Yajur-Vêda, Sâma-Vêda y Atharva-Vêda. La cuestión de la fecha en la cual fueron compuestas estas recopilaciones es una de las que más preocupan a los orientalistas, y éstos no han llegado jamás a entenderse sobre su solución, ni siquiera limitándose a una estimación muy aproximativa de su antigüedad. En esto, como en lo demás, se comprueba sobre todo, como lo indicamos ya, la tendencia a referir todo a una época tan poco remota como es posible, y también a discutir la autenticidad de tal o cual parte de los escritos tradicionales basándose en análisis minuciosos de textos acompañados de disertaciones tan interminables como superfluas sobre el empleo de una palabra o de una forma gramatical. Éstas son, en efecto, las ocupaciones más habituales de los orientalistas, y su destino ordinario está, en la intención de los que se entregan a ellas, en demostrar que el texto estudiado no es tan antiguo como se pensaba, que no debe ser del autor al que se le había atribuido siempre, si es que hubo uno, o, por lo menos, que ha sido "interpolado" o ha sufrido una alteración cualquiera en una época relativamente cercana; los que están nada más que un poco al corriente de los trabajos de la "crítica bíblica" pueden formarse una idea suficiente de lo que es la preparación de estos procedimientos. No debe sorprender que investigaciones llevadas a cabo con semejante espíritu terminen en el amontonamiento de volúmenes de discusiones ociosas, y que los lamentables resultados de esta "crítica" disolvente, cuando son conocidos por los orientales, contribuyan grandemente a inspirarles el menosprecio del Occidente. En suma, lo que escapa totalmente a los orientalistas son siempre las cuestiones de principio, y, como son precisamente aquellas sin las cuales no se puede comprender nada, puesto que todo el resto se deriva de ellas y debería lógicamente deducirse, descuidan todo lo esencial, porque son incapaces de verlo, y se pierden irremediablemente en los detalles más insignificantes o en las fantasías más arbitrarias.

La cuestión de la fecha en la cual fueron escritas las diferentes partes del Vêda parece realmente insoluble y, por lo demás, carece de importancia real, porque antes de la época más o menos lejana en que fue escrito el texto por la primera vez, hay que considerar, como tuvimos ocasión de hacerlo notar antes, un período de transmisión oral de una longitud indeterminada. Es probable que el origen de la escritura en la India sea notablemente más antiguo de lo que se pretende por lo común, y que los caracteres sánscritos no sean derivados de un alfabeto fenicio, a los que no se aproximan ni por la forma ni por su arreglo. Sea lo que fuere, lo cierto es que no hay que ver más que una ordenación y una fijación definitiva de textos tradicionales preexistentes en el trabajo atribuido a Vyâsa, nombre que no designa verdaderamente ni a un personaje histórico, ni mucho menos a "un mito", sino más bien, como lo hicimos notar antes, a una colectividad intelectual. En estas condiciones, la determinación de la época de Vyasa, aun admitiendo que sea posible, no tiene más que el interés de un simple hecho de historia, sin ningún alcance doctrinal; es evidente, por otra parte, que esta época puede comprender un período de cierto número de siglos; hasta podría no acabarse nunca, de manera que la cuestión de su punto de partida sería la única por plantearse realmente, lo que no quiere decir que sea posible resolverla, sobre todo por los procedimientos especiales de la erudición occidental.

La transmisión oral antecedente es indicada a menudo en un texto, pero sin ningún dato cronológico, por lo que se llama el "vansha" o la filiación tradicional; es lo que acontece principalmente con la mayoría de los Upanishads. Sólo que, en el origen, es necesario siempre recurrir a una inspiración directa, por lo demás indicada igualmente en el vansha, porque no se trata aquí de una obra individual; poco importa que la tradición haya sido expresada o formulada por tal o cual individuo, éste no es por ello el autor, ya que esta tradición es esencialmente de orden supraindividual. Por ello, al origen del Vêda se le llama "apaurusheya", es decir, "no humano": ni las circunstancias históricas, ni tampoco otras contingencias, ejercieron influencia alguna sobre el fondo de la doctrina, que tiene un carácter inmutable y puramente intemporal, y es por lo demás evidente que la inspiración de que acabamos de hablar puede producirse en no importa qué época. La sola dificultad, aquí, es quizá la de hacer aceptar a los occidentales una teoría de la inspiración, y sobre todo la de hacerles comprender que esta teoría no debe ser ni mística ni psicológica, que debe ser puramente metafísica; esto supondría, por otra parte, desarrollos que no entran en nuestro propósito presente. Estas cuantas indicaciones deben bastar para hacer entrever al menos lo que los Hindúes quieren decir cuando hablan de la perpetuidad del Vêda, que también está en correlación, por otra parte, con la teoría cosmológica de la primordialidad del sonido entre las cualidades sensibles, que no pensamos exponer aquí; este último punto puede suministrar una explicación del hecho de que, aun posteriormente al uso de la escritura, la enseñanza oral de la doctrina ha conservado siempre en la India un papel preponderante.

Como el Vêda es el conocimiento tradicional por excelencia, es el principio y el fundamento común de todas las ramas más o menos secundarias y derivadas de la doctrina; y, también para éstas, la cuestión del desarrollo cronológico tiene poca importancia. Es necesario considerar la tradición en su integridad, y no hay por qué preguntarse lo que en esta tradición es o no es primitivo, puesto que se trata de un conjunto perfectamente coherente, lo que no quiere decir sistemático, en el que todos los puntos de vista que contiene pueden ser considerados simultánea o bien sucesivamente, y en el que, por consiguiente, es poco interesante conocer el orden histórico en el cual de hecho se desarrollaron. Es también tanto menos interesante, cuanto que no se trataría nunca aquí, en realidad, más que de un desarrollo de estos puntos de vista tal y como fue formulado por escrito en las obras que podemos conocer, porque, cuando se sabe ver más allá de los textos y se penetra más en el fondo de las cosas, se está obligado a reconocer que fueron siempre concebidos simultáneamente en su principio mismo; por ello, un texto tradicional puede ser susceptible de una pluralidad de interpretaciones o de aplicaciones, en correspondencia con estos puntos de vista. No se le puede asignar a esta o aquella parte de la doctrina un autor determinado, como tampoco se puede hacer para los mismos textos védicos en los cuales la doctrinas toda entera está encerrada sintéticamente, por lo menos tanto como puede ser expresable; y si tal autor o comentador conocido ha expuesto tal punto más o menos particular, esto no quiere decir evidentemente que algún otro no lo haya hecho antes que él, y todavía menos que nadie haya pensado en ello hasta allí aunque ninguno lo haya formulado aún en un texto definido. Sin duda que la exposición puede modificarse en su forma exterior para adaptarse a las circunstancias; pero, nunca insistiremos bastante en ello, el fondo permanece siempre el mismo rigurosamente, y estas modificaciones exteriores no alcanzan ni afectan en nada a la esencia de la doctrina; estas consideraciones, que llevan la cuestión al terreno de los principios, hacen comprender las razones principales del apuro de los cronologistas, al mismo tiempo que la inanidad de sus investigaciones; como estas razones, de las que por desgracia no se dan cuenta, se deben a la naturaleza misma de las cosas, lo mejor sería indudablemente el tomar una determinación y renunciar a promover cuestiones insolubles, y, por lo demás, se resignaría uno sin pena si percibiera solamente que estas cuestiones no tienen ningún alcance serio: esto es sobre todo lo que hemos querido explicar en este capítulo, en el cual no nos era posible tratar completamente el asunto hasta en sus aspectos más profundos.

Capítulo III:

ORTODOXIA Y HETERODOXIA

La ortodoxia y la heterodoxia pueden ser consideradas no sólo desde el punto de vista religioso, aunque éste sea el caso más habitual en Occidente, sino también desde el punto de vista mucho más general de la tradición bajo todos sus modos; en lo que concierne a la India, sólo de esta manera se las puede comprender, puesto que no hay nada en ellas que sea propiamente religioso, mientras que para el Occidente no hay nada, por el contrario, verdaderamente tradicional fuera de la religión. Por lo que hace a la metafísica y a todo lo que de ella procede más o menos directamente, la heterodoxia de una concepción no es otra cosa, en el fondo, que su falsedad, que resulta de su desacuerdo con los principios fundamentales; y esta falsedad es también, lo más a menudo, una absurdidad manifiesta; por poco que se quiera conducir la cuestión a la simplicidad de sus antecedentes esenciales: no podría ser de otro modo, puesto que la metafísica, como ya lo hemos dicho, excluye todo lo que presenta un carácter hipotético, para no admitir más que aquello cuya comprehensión implica inmediatamente la verdadera certidumbre. En estas condiciones, la ortodoxia forma un todo con el conocimiento verdadero, puesto que reside en un acuerdo constante con los principios; y como estos principios, para la tradición hindú, están esencialmente contenidos en el Vêda, es evidentemente el acuerdo con el Vêda lo que aquí es el criterio de la ortodoxia. Nada más que, lo que hay que comprender bien, es que se trata no tanto de recurrir a la autoridad de los textos escritos, como de observar la perfecta coherencia de la enseñanza tradicional en su conjunto; el acuerdo o el desacuerdo con los textos védicos sólo es, en suma, un signo exterior de la verdad o de la falsedad intrínseca de una concepción, y ésta es la que constituye realmente su ortodoxia o su heterodoxia. Si así es, se objetará quizá; ¿por qué motivo no hablar, simplemente, de verdad o de falsedad? Es que la unidad de la doctrina tradicional, con toda la potencia que le es inherente, suministra la guía más segura para impedir que las divagaciones individuales obren a su guisa; basta para esto con el poder que tiene la tradición en sí misma, sin que sea necesario el apremio ejercido por una autoridad más o menos análoga a una autoridad religiosa: esto resulta de lo que hemos dicho sobre la verdadera naturaleza de la unidad hindú. Allí donde falta este poder de la tradición, y donde no hay ni siquiera una autoridad exterior que pueda suplirla en cierta medida, se ve claro, por el ejemplo de la filosofía occidental moderna, a qué confusión llegan el desarrollo y la expansión sin freno de las opiniones más aventuradas y más contradictorias; si las concepciones falsas nacen entonces tan fácilmente y llegan hasta a imponerse a la mentalidad común, es que no es ya posible referirse a un acuerdo con los principios, porque ya no hay principios en el verdadero sentido de esta palabra. Por el contrario, en una civilización esencialmente tradicional jamás se pierden de vista los principios, y no hay más que aplicarlos, directa o indirectamente, en uno u otro orden; las concepciones que se apartan de ellos se producirán pues con menos frecuencia, serán hasta excepcionales, y, si a veces se producen sin embargo, su crédito no será nunca muy grande: estas desviaciones serán siempre anomalías como lo fueron en su origen, y, si su gravedad es tal que se vuelvan incompatibles con los principios más esenciales de la tradición, serán por esto mismo arrojadas fuera de la civilización en que nacieron.

Para dar un ejemplo que ilustrará lo que acabamos de decir tomaremos el caso del atomismo, sobre el cual volveremos a insistir más adelante: esta concepción es claramente heterodoxa, porque está en desacuerdo formal con el Vêda y por lo demás su falsedad es fácilmente demostrable, porque implica en síi misma elementos contradictorios; heterodoxia y absurdidad, son, pues, verdaderamente sinónimos en el fondo. En la India, el atomismo apareció al principio en la escuela cosmológica de Kanâda; hay que hacer notar que las concepciones heterodoxas no podían formarse en las escuelas entregadas a la especulación puramente metafísica, porque en el terreno de los principios la absurdidad resalta mucho más pronto que en las aplicaciones secundarias. Esta teoría atomista no fue nunca, entre los Hindúes, más que una simple anomalía sin gran importancia, por lo menos mientras no se le agregó algo más grave; no tuvo, pues, más que una extensión muy restringida, sobre todo si se la compara con la que debía adquirir más tarde entre los Griegos, donde fue aceptada corrientemente por diversas escuelas de "filosofía física", porque los principios tradicionales faltaban ya, y a la que el epicureísmo sobre todo le dio una difusión considerable, cuya influencia todavía se ejerce en los occidentales modernos. Volviendo a la India, el atomismo no se presentó al principio más que como una teoría cosmológica especial, cuyo alcance, como tal, estaba muy limitado; pero, para los que admitían esta teoría, la heterodoxia sobre este punto particular debía lógicamente acarrear la heterodoxia sobre muchos otros puntos, porque todo se sostiene estrechamente en la doctrina tradicional. Así pues, la concepción de los átomos como elementos constitutivos de las cosas tiene por corolario la del vacío en el cual se deben mover estos átomos; de ahí debía surgir tarde o temprano una teoría del "vacío universal", entendido no en un sentido metafísico relacionándose a lo "no-manifestado", sino al contrario en un sentido físico o cosmológico, y es lo que sucedió en efecto con ciertas escuelas búdicas, las cuales, identificando este vacío con el Akâsha o éter, fueron naturalmente conducidas por esto mismo a negar la existencia de éste como elemento corporal y a no admitir más que cuatro elementos en vez de cinco. Hay que hacer notar también, a este propósito, que la mayoría de los filósofos griegos no admitió tampoco más que cuatro elementos, como las escuelas búdicas de que se trata, y que si algunos hablaron, sin embargo, del éter, siempre lo hicieron de manera bastante restringida, dándole una acepción mucho más especial que los Hindúes y mucho menos precisa. Hemos dicho ya de manera suficiente de qué lado están los plagios cuando se comprueban concordancias de este género, y sobre todo cuando estos plagios están hechos de un modo incompleto, lo que es quizá su marca más visible; y que no vaya a objetársenos que los Hindúes "inventaron" el éter después, por razones más o menos plausibles, análogas a las que lo hacen aceptar generalmente por los filósofos modernos; sus razones son de otro orden y no son extraídas de la experiencia; no hay ninguna "evolución" de las concepciones tradicionales, así como lo hemos explicado ya y, por lo demás, el testimonio de los textos védicos es formal tanto para el éter como para los otros cuatro elementos corporales. Parece pues que los Griegos, cuando estuvieron en contacto con el pensamiento hindú, recogieron este pensamiento, en muchos casos deformado y mutilado, y además no siempre lo expusieron fielmente, tal y como lo habían recogido; por otra parte, es posible, como lo indicamos, que se hayan encontrado en el curso de su historia, en relaciones más directas y más continuas con los Budistas, o por lo menos con ciertos Budistas, que con los Hindúes. Sea como fuere, agreguemos todavía, por lo que atañe al atomismo, que lo que constituía sobre todo su gravedad, es que sus caracteres lo predisponen para servir de fundamento a este "naturalismo" que es tan generalmente contrario al pensamiento oriental como es frecuente, bajo formas más o menos acentuadas, en las concepciones occidentales; se puede decir, en efecto, que, si todo "naturalismo" no es por fuerza atomista, el atomismo es siempre más o menos "naturalista", por lo menos en tendencia; cuando se incorpora a un sistema filosófico, como fue el caso entre los Griegos, hasta se vuelve "mecanicista", lo que no siempre quiere decir "materialista", porque el materialismo es cosa muy moderna. Poco importa por lo demás aquí, puesto que en la India no se trata de sistemas filosóficos, como tampoco de dogmas religiosos; las desviaciones mismas del pensamiento hindú no han sido nunca ni religiosas ni filosóficas, y esto es verdad también para el Budismo, que es, sin embargo, en todo el Oriente, lo que parece acercarse más, en ciertos aspectos, a los puntos de vista occidentales, y que, por esto mismo, se presta muy fácilmente a las falsas asimilaciones a las que los orientalistas están acostumbrados; a este respecto, y a pesar de que el estudio del Budismo no entra propiamente en nuestro tema, debemos sin embargo decir aquí de él por lo menos algunas palabras, aunque no fuera más que para disipar ciertas confusiones corrientes en el Occidente.

Capítulo IV:

ACERCA DEL BUDISMO (*)

El Budismo, acabamos de decirlo, parece más próximo, o más bien menos alejado de las concepciones occidentales que cualquier otra doctrina del Oriente, y, por consiguiente, más fácil de estudiar para los occidentales; es, sin duda, lo que explica la predilección marcada que le muestran los orientalistas. Éstos, en efecto, piensan encontrar ahí algo que entre en los cuadros de su mentalidad, o que por lo menos no escape completamente a ella; en todo caso, no se encuentran en ella, como en las otras doctrinas, perplejos por una total imposibilidad de comprehensión que, sin confesársela a ellos mismos, deben sentir sin embargo más o menos confusamente. Tal es al menos la impresión que ellos experimentan en presencia de ciertas formas del Budismo, pues, como lo diremos a continuación, hay muchas distinciones que hacer a este respecto; y, naturalmente, quieren ver en estas formas que les son más accesibles el Budismo verdadero y en cierto modo primitivo, mientras que las otras no serían, según ellos, sino alteraciones más o menos tardías. Pero el Budismo, sea como sea, y aún en los aspectos más "simplistas" que haya podido revestir en algunas de sus ramas, es sin embargo y a pesar de todo todavía oriental; también los orientalistas llevan demasiado lejos la asimilación con los puntos de vista occidentales, por ejemplo cuando quieren hacer de él el equivalente de una religión en el sentido europeo de la palabra, lo que, por lo demás, los hace caer a veces en singulares perplejidades: ¿no han declarado algunos no retrocediendo ante una contradicción en los términos, que fuera una "religión atea"? Además, en realidad el Budismo no es ni "ateo", ni "teísta", ni "panteísta"; lo que hay que decir sencillamente es que no se coloca en el punto de vista con relación al cual estos diversos términos tienen un sentido; pero, si no se coloca, es precisamente porque no es una religión. Así pues, aquello mismo que podría parecer lo menos extraño a su propia mentalidad, los orientalistas encuentran todavía manera de desnaturalizarlo por sus interpretaciones, y aún de varias maneras, pues cuando quieren ver en ello una filosofía, no lo desnaturalizan menos que al pretender hacer de él una religión: si por ejemplo se habla de "pesimismo", como tan a menudo se hace, no se caracteriza al Budismo o por lo menos no es más que el Budismo visto a través de la filosofía de Schopenhauer; el Budismo auténtico no es ni "pesimista" ni "optimista", pues para él las cuestiones no se plantean precisamente de esta manera; pero hay que admitir que es muy incómodo para algunos el no poder aplicar a una doctrina las etiquetas occidentales.

La verdad es que el Budismo no es ni una religión ni una filosofía, a pesar de que, sobre todo en sus formas más preferidas por los orientalistas, esté en ciertos aspectos más cerca de una y de otra que las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, se trata ahí de escuelas que habiéndose colocado fuera de la tradición regular, y habiendo por eso mismo perdido de vista la metafísica verdadera, se vieron pues inevitablemente obligados a sustituirla por algo que se pareciese en cierta medida al punto de vista filosófico, pero en cierta medida nada más. Asimismo, algunas veces se encuentran en ellas especulaciones que, si se las considera superficialmente pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, no es propiamente psicología, cosa puramente occidental, y en el mismo Occidente muy reciente, puesto que data realmente de Locke; no se debe atribuir a los Budistas una mentalidad que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. Para ser legítimo, el acercamiento no debe ir hasta una asimilación; y de un modo semejante, por lo que atañe a la religión, el Budismo no le es efectivamente comparable más que en un solo punto, importante sin duda, pero insuficiente para llegar a la conclusión de una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, el cual además puede explicarse en todos los casos como una adaptación a las condiciones particulares del período en el cual han surgido las doctrinas que han sido afectadas, y que, por consiguiente, está lejos de implicar necesariamente que éstas sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser más esencial que una semejanza, la cual, en suma, atañe más a la forma de expresión de las doctrinas; es lo que desconocen particularmente los que hablan de "moral búdica": lo que ellos toman por la moral, y esto tanto más fácilmente cuanto que su aspecto sentimental puede en efecto prestarse a tal error, es considerado en realidad bajo un aspecto completamente diferente, y tiene una razón de ser muy distinta, que ni siquiera es de un orden equivalente. Bastará un ejemplo para poder darse cuenta de eso: la fórmula muy conocida: "Que los seres sean felices", concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no sólo a los seres humanos; es esta una extensión a la que de ningún modo es susceptible, por propia definición, el punto de vista moral. La "compasión" búdica no es la "piedad" de Schopenhauer; sería más bien comparable a la "caridad cósmica" de los musulmanes, que por lo demás se puede transponer perfectamente fuera de todo sentimentalismo. Esto no impide que el Budismo esté incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el "moralismo", constituye sin embargo un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que lo diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que lo hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la "primordialidad" tradicional.

Otro punto digno de mencionar a este propósito, es que existe un lazo bastante estrecho entre la forma sentimental de una doctrina y su tendencia a la difusión, tendencia que aparece tanto en el Budismo como dentro de las religiones, como lo prueba su expansión en la mayor parte de Asia; pero aquí todavía no hay que exagerar la semejanza, y además no parece muy acertado hablar de "misioneros" búdicos que en ciertas épocas se esparcieron fuera de la India, pues además del hecho de que éstos no solamente eran unos pocos personajes aislados, tal palabra hace inevitablemente pensar en los métodos de propaganda y de proselitismo que son propios de los occidentales. Por otra parte, lo muy notable es que, a medida que se producía esta difusión, el Budismo disminuía en la India misma y terminaba por extinguirse enteramente después de haber creado ahí, por último, escuelas degeneradas y netamente heterodoxas, a las que se refieren las obras hindúes contemporáneas de esta última fase del Budismo indio, particularmente las de Shankarâchârya, quien nunca se ocupaba de ellas más que para refutar las teorías de estas escuelas en nombre de la doctrina tradicional, sin que por otra parte las imputase de ningún modo al mismo fundador del Budismo, lo que bien indicaba que no se trataba sino de una degeneración de aquellas y, lo más curioso es que precisamente son estas formas disminuidas y desviadas las que a los ojos de la mayor parte de los orientalistas representan con la más grande aproximación posible el verdadero Budismo original. Volveremos más tarde sobre este punto, pero antes de ir más lejos cabe bien precisar que en realidad la India jamás fue budista, contrariamente a lo que pretenden generalmente los orientalistas, que quieren en cierto modo hacer del Budismo el centro mismo de todo lo que concierne a la India y a su historia: la India antes del Budismo, la India después del Budismo, tal es la separación más clara que ellos creen poder introducir, entendiendo por otra parte con eso que el Budismo dejó, aún después de su extinción total, una huella profunda en su país de origen, lo que es completamente falso por la misma razón que acabamos de indicar. Es cierto que estos orientalistas, quienes se imaginan que los Hindúes tuvieron que hacer plagios a la filosofía griega, podrían sostener igualmente, sin mucha más inverosimilitud, que también los hicieron al Budismo; y no estamos muy seguros de que no sea éste el fondo del pensamiento de algunos de ellos. Se debe admitir que a este propósito hay algunas excepciones honorables; Barth, por ejemplo, ha dicho que "el Budismo tuvo solamente la importancia de un episodio", lo cual, en lo que se refiere a la India, es la estricta verdad; pero a pesar de esto no ha cesado de prevalecer la opinión contraria, sin hablar, bien entendido, de la crasa ignorancia del vulgo que, en Europa, de buena gana se figura que todavía hoy día el Budismo rige en la India. Lo que solamente habría que decir es que hacia la época del rey Ashoka, es decir, a partir del III siglo antes de la era cristiana, el Budismo tuvo en la India un período de gran extensión, al mismo tiempo que empezaba a difundirse fuera de la India, y que este período fue, por lo demás, prontamente seguido de su declinar; pero también para este período, si se quisiera encontrar una similitud en el mundo occidental, deberíase decir que esta extensión fue más bien comparable a la de una orden monástica que a la de una religión dirigiéndose a todo el conjunto de la población; sin ser perfecta, esta comparación sería sin duda la menos inexacta de todas.

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