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La imperfección como terapia

Enviado por Ricardo Peter


    La imperfección como terapia

    Para penetrar a fondo en la problemática condición del hombre hay que partir de su deliberada, subrayo, deliberada ambición de pretender desunirse de su finitud.

    De hecho, la historia de la humanidad se estrena con una preferencia del hombre por ser perfecto. El relato bíblico, redactado, cuando aún no existían los manuales psiquiátricos por sabios en los tiempos del rey Salomón, documenta de manera poética pero profunda, el primer trastorno ontológico-existencial del hombre.

    Indudablemente, el hombre no apareció en la historia con la vocación de quedarse de brazos cruzados, afanado en poner nombres a los animales del campo, a las aves del cielo y a cada ser viviente (Gen. 2, 19) y, él, por su parte, permanecer en un sueño profundo.

    La vocación del hombre es la de vivir saltando de un despertar a otro. Y que, en muchos casos, equivale a vivir cruzando de infracción en infracción. De hecho, el mismo relato subraya que fue creado a "imagen y semejanza de Dios", es decir, con suficiente chispa como para decidir sujetarse a un mandato o desatenderlo, como fue en el presente caso.

    Por lo general, el hombre no sintoniza con ninguna prohibición. Para transgredir sólo necesita que le impidan algo. El hombre no ignora que a través de sus decisiones despabila su mente y alarga su conocimiento. Si finalmente dio el paso hacía el "árbol del bien y del mal" es porque carecía de ese conocimiento y lo requería para vivir y para sobrevivir.

    Pero resulta que el primer paso fue el equivocado, no por haber incumplido la orden divina, sino por haber deliberado desacertadamente, lo cual nos permite asumir que el errar es de marca antropológica. Precisemos que hubiera sido más beneficioso para la humanidad iniciar probando el Árbol de la Vida y, seguidamente, degustar el Árbol de la Ciencia del bien y del mal. Ambos eran agradables a la vista y buenos para comer. Pero al hombre todavía le faltaba astucia y a Dios, en cambio, le sobraba. He aquí que dijo: "Miren que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, pues se hizo juez de lo que es bueno y malo. No vaya ahora alargar su mano y tome también del árbol de la Vida. Pues al comer de este árbol vivirá para siempre" (Gen. 3, 22). Dicho y hecho. En un abrir y cerrar de ojos lo desalojaron del jardín.

    No sabemos a ciencia cierta si el primer gesto de afirmación humana, ateniéndonos a la narración bíblica, fue equivocada o no desde el punto de vista divino, pues nuestro punto de vista es muy distante del suyo. La verdad es que nunca sabremos cuál era la verdadera intención divina. Pese a que los filósofos han hablado del mal como si fueran Dios, todos sus argumentos de teodicea se van a la basura. Dios no se maneja desde conceptos humanos. A este propósito, el salmista arguye que "los pensamientos del Señor son más altos que nuestros pensamientos, y sus caminos son inescrutables". Así que incluso se puede sostener que la prohibición fue una sutil sugerencia para que el hombre no se sometiera ni siquiera a su Palabra.

    Transgrediendo el hombre alcanzó su plena libertad ya sea para adorar o para blasfemar. Y si desde su primer despertar, el hombre topó con la serpiente que, por supuesto, no estaba enrollada en un árbol, como la pinta Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, sino cobijada en lo más íntimo de su ser, es porque el hombre está marcado por la capacidad de autodeterminarse. El carácter decisional del hombre es de antes del desacato y así se conservó durante y después del mismo. La obediencia, igual que el amor, tiene que ser un acto gratuito y quien no es libre de desobedecer o de dejar de amar, tampoco es libre para obedecer o conservar una relación amorosa.

    Sin embargo, nos queda claro que en el momento en que quebrantó el primer precepto trascendente, el hombre estaba interesado en otro asunto. Le atraía más indagar la naturaleza del bien y el mal que observar una advertencia divina. Lo cual prueba que el primer paso fue racional. Pudo más la curiosidad, el hambre de saber, que el respeto a la autoridad. El Adán del Génesis es el más rancio progenitor de Descartes quien pensando que existía porque pensaba, llegó a plantear la duda como método de investigación

    A diferencia del Testamento cristiano, el Testamento hebraico presenta un Dios partidario del ajusticiamiento. Un Ser divino que no merece ni siquiera el calificativo de humano. Que sin decir "agua va", propina castigos que sólo un paranoico podría aplicar. La diferencia entre ambos Testamentos es abismal. En tiempos del Nuevo, en vez de recibir una túnica de piel como refiere el Gen. (3, 21) Adán hubiera obtenido la mejor ropa, le hubieran colocado un anillo en el dedo, zapatos en los pies y celebrado con música y baile (Lc. 15, 22-24).

    La Biblia hebraica no toma en cuenta que ese insurrecto, hecho a imagen y semejanza divina, si bien tenía la pila de conocer bien cargada, no así su chip neuronal que aún carecía de un software para el manejo en situaciones de apuros. Este programa lo conseguiría un poco después, cuando se descubrió desnudo y arrojado fuera del Edén. Mientras tanto, se limitó a esconderse y a mal cubrirse "cociendo unas hojas de higuera" (Gen. 3, 7).

    Sin embargo, con el asunto de la transgresión no entró el mal en el mundo como insistía el obispo de Hipona. Entró el pecado, la desobediencia a Dios. El Génesis no explica el mal en el mundo. El mal, por lo menos en la versión de la mentira, ya circulaba libremente por el paraíso. Otros mejor equipados que el hombre ya habían desobedecido. En efecto, antes de que el hombre desconociera el mandato divino, ya existía el Padre de la mentira (Jn. 8, 44) que fue quien propuso la farsa más descarada, afirmando, sin pudor alguno, que de ninguna manera iban a morir, sino que serían como dioses.

    El mal no entró en el mundo por el pecado sino que – siguiendo una lógica implacablemente bíblica – el pecado entró en el mundo por la capacidad de decidir propia del hombre quien no siendo una marioneta movida por hilos ni siquiera divinos, dispone del poder de instalar en la historia un reino de violencia como el de Caín o una civilización de la generosidad, como Abel.

    El drama de nuestra imperfección ha sido utilizado por los adversarios del despertar como mecanismo de control de la conciencia. De hecho, el concepto de Imperfección, por ser un concepto multidimensional, ha servido para todos los usos. Para combatir a los infieles por medio de las Cruzadas, para quemar herejes que no aceptaban los dogmas establecidos, para colgar blasfemos o para prohibir las ideas de librepensadores como pudo verse con el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire, escrito en 1773 e incluido por la Jerarquía Católica, apenas tres años después, en el Índice de los Libros Prohibidos.

    Si me permiten su atención por un par de minutos, podemos repasar algunos de los innumerables sinónimos del concepto de imperfección. Omitiremos, por supuesto, aquellos sinónimos que podemos puntualizar en un idioma mal hablado, en un escrito mal redactado o en un verbo mal conjugado.

    Imperfección puede decir lo peor desde el punto de vista físico: deformidad, desfiguración, anormalidad, monstruosidad, anomalía, aberración, desproporción, deterioro. Igualmente puede significar una actitud de cerrazón, ignorancia, obstinación o un pensamiento alterado, distorsionado o una conducta meritoria de castigo. Efectivamente, desde el punto de vista moral el concepto de imperfección corre parejo a daño, deterioro, falta, perjuicio, inconveniente, ruina, detrimento, menoscabo, malogro, desgracia. También puede designar vicio, corrupción, degeneración, perdición, depravación, desvío, inmoralidad, insuficiencia, lacra, sinvergonzonería.

    En la teología moral, la imperfección asume un carácter de pecado leve denominado "venial", que si bien no rompe la relación de amistad con Dios, menoscaba esa relación y, como las drogas encaminan a la adicción, el pecado venial, tarde o temprano, arrastra al pecado mortal. En caso de "pecado venial" se trata de culpa, yerro, mancha, desliz, infracción, transgresión, maldad, flaqueza, perversidad, vileza que amerita expiación.

    La palabra expiación suena muy fuerte. Es preferible el sinónimo de purificación, la cual requería la institución de un estadio sin graderías para expiar pecados que sin ser mortales tampoco pueden considerarse simples faltas. Y como el asunto era purgar se le llamó purgatorio. El purgatorio fue creado, sacado de la reflexión teológica, en el siglo VI por Gregorio I, el Magno, monje y Padre de la Iglesia Latina, bisnieto del Papa Feliz III, nieto del Papa Feliz IV (otros dicen de Agapito I) y sobrino de dos tías monjas. Fue un escritor prolífico, pero con semejante cadena religiosa, es teológicamente lógico que terminara ocupándose del purgatorio en vez de escribir un ameno tratado sobre el Cielo y sus alrededores.

    El purgatorio es un estadio transitorio para la higiene espiritual, el lugar que posiblemente nos espera. Su razón de ser es reunir por un sabático variable de siglos a milenios a quienes habiendo muerto sin pecado mortal pero con una sustanciosa dosis de pecados leves y no perdonados en vida, deban purificarse en un laguito de fuego y azufre para poder ser consentidos a la visión beatífica. Lo del "laguito de fuego y azufre" no es una burla mordaz de mi parte. En el Libro de las Revelaciones o Apocalipsis, cruel manera de cerrar el Nuevo Testamento, en 21, 8, se lee:

    Pero a los cobardes, a los renegados, corrompidos, asesinos, impuros, hechiceros e idólatras, en una palabra, a todos los mentirosos, la herencia que les espera es el lago de fuego y de azufre, o sea, la segunda muerte.

    Si probablemente no todos calzamos con estas palabras por cobardes, impuros, asesinos y hechiceros, ciertamente podemos hacer olas en el laguito de fuego y azufre por idólatras (del consumismo) y mentirosos.

    Ahora bien, si esa es la suerte de quienes concurren en el infierno, por analogía, a nosotros los buenos, pero no por renegados, impuros, etc., sino sencillamente por mentirosos, nos espera un inframundo menos ingrato. Normalmente, mientras no se pruebe lo contrario, quien entra al Purgatorio tiene asegurada la salida del mismo y la entrada al cielo. El castigo es "temporal": es cuestión de siglos o milenios. 

    La existencia de tantos sinónimos nada lisonjeros para pormenorizar el sentido de la palabra imperfección no habla bien de nuestra pertenencia a la raza humana, sino que confirma el resentimiento del hombre hacia su propia falibilidad y, básicamente, hacia su condición finita.

    Entonces, ¿en qué sentido ser imperfectos puede calificarse como una marca del mal o del pecado y no como condición propia del hecho de ser limitados? En ningún sentido. Si "el límite, afirma Aristóteles en su Filosofía Prima o Metafísica, V, XVII, es la substancia o esencia de cada ser", la imperfección es depositaria o contenedor de esa sustancia y como tal, envoltura de mi dignidad.

    A pesar de que la finitud problematiza todo y de consecuencia, el hombre se manifiesta débil ante el deber y pronto para correr riesgos como el hijo pródigo, la condición limitada no lo exenta, en su facultad de elección, de responsabilidad ética. La opción o decisión no acaba con la adopción de algo. Por ahí empieza. Decidir es generar consecuencias y éstas están coloreadas por el bien o por el mal.

    La trabada relación del hombre con su imperfección ontológica lo ha llevado a complicarlo todo en su intento de querer arreglarlo todo. Despreciando su natural contingencia, el hombre ha terminado creando una cultura despreciativa de la vida. ¿Sería erróneo entonces pensar que las catástrofes ocasionadas por el hombre sean consecuencias lógicas del desprecio de su finitud?

    En realidad, la bondad del hombre permanece como un misterio. Que el hongo atómico de Nagasaki e Hiroshima haya dejado un saldo de más de 275. 000 muertos y miles de afectados es comprensible si tenemos presente que el trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos, sin estudios superiores, optó por la paz levantada sobre un escombro de civiles inocentes en una nación que estaba por firmar su rendición.

    Por otra parte, que un hombrecillo increíblemente estúpido, que siempre estuvo muerto en vida, de mirada delirante y de gestos que alguien ha definido como de epiléptico, haya exterminado 6 millones de judíos es fácil de explicar. Ese hombre padecía de una aguda ambición de control y dominio. Es lo que denominamos "ansia de perfección". Aunque era adicto a estupefacientes, fue presentado como Dios en 1934. Y como sentía un dios, "se negaba a exhibir sus debilidades"[1].

    Puede que al día de hoy ya no existan horrores que nos asombren. Pero que una mujercita enclenque, de noble familia, haya abandonado la bonanza de su medio familiar para dedicar su vida a recoger moribundos es un jeroglífico humano. Igualmente, que la madre y los hermanos de un profeta judío, itinerante, carismático, bondadoso, de hablar hiperbólico, hayan querido encerrarlo en un manicomio porque anunciaba un Reino de amor, es algo de fácil entendimiento. Pero que ese mismo sujeto pidiera perdón para quienes lo ejecutaban, es algo difícil de concebir en todo el universo. Esto es lo que denomino el escándalo humano.

    El mal sin embargo no está anclado a lo ontológico. Justamente, antes de que aconteciera el primer atardecer y amanecer del primer día sexto de la historia, un día antes de terminar su trabajo, vio Dios que todo cuanto había hecho era muy bueno (Gen. 1,31). La desobediencia no cambio esta bondad. Si en el hombre existe mala levadura, como dice Rubén Darío es por vía de sus decisiones influenciadas por la necesidad de control, de poder sobre las cosas y los hombres, como si fuera divino. El causar daño no es pues un premisa de la finitud, sino de las elecciones y decisiones humanas. La finitud simplemente es una condición de lo creado, pero el mal o el bien es decisión de cada ser humano.

    Mientras el mal puede concebirse como una decisión moral, la imperfección en si misma sólo puede concebirse como una consecuencia de la finitud, la cual comporta privación o carencia de algo. Desde este punto de vista, nada de lo que existe en el universo conocido puede presentarse cabalmente completo. Hacer el hacer el mal no es propiamente una imperfección, sino una elección. El mal no indica carencia de algo, como decíamos, del concepto de imperfección, sino que deja al desnudo el poder de la elección. La posibilidad que se anida en el ser del hombre de optar y decidir libremente y con conocimiento de causa, de dañar en vez de hacer el bien.

    La imperfección es demasiado humana. Es humana a tal punto que el ser humano no puede alcanzar una forma perfecta ni siquiera en la estupidez. No existe el perfecto idiota. Cualquier idiota es imperfecto aunque lo niegue. Pues, si es natural que todo lo que existe sea imperfecto (cualquier teoría, cualquier planificación, deseo, pensamiento o sentimiento), el corolario más cercano al hombre es que su condición no puede esquivar el calificativo de "un desastre perfecto".

    Por una parte, el hombre se experimenta libre frente a su destino, pero por otra, su destino es vivir forzado a ser finito. De esta encrucijada ontológico-existencial nace espontáneamente la pretensión de usar su libertad para arreglarse y zafarse de este dilema, fuente de una dualidad intermitente.

    Veamos ahora cómo opera la dualidad, primero en una escala trivial, sin particular importancia.

    Quien hace dieta, por ejemplo, porque quiere bajar de peso, pero no logra cumplir con su propósito y hace trampas. Al final llega a sentirse abatido, aplastado, aniquilado. Otro templo: un mujer guapa puede considerarse fea si le sale una mancha o un grano en la cara. Pero el hecho es que quien se considera feo, se verá horrible y quien se ve horrible, se sentirá incomodo e iniciará una lucha consigo mismo. Esta persona pierde de vista lo esencial: que en ese momento su fealdad no es tanto física como mental. Otro ejemplo: en China, adolescentitas que se ven gordas comen parásitos para adelgazar.

    El temor que domina en los tres casos anteriores es el de no ser aceptados o queridos debido a lo que consideran como imperfección. Y debido a esta consideración, muchas personas, particularmente mujeres, se vuelven sádicas contra sí mismas.

    Pero, ¿qué tal si en vez de ocuparnos de la dieta y de la fealdad física ocasionada por un grano, una mancha o de unos supuestos kilos de más, nos embarcamos en otra escala de problemas y hablamos de la verdadera vida y no de los imperativos mediáticos que avasallan nuestra sociedad?

    Así, quienes sobrellevan, por ejemplo, relaciones rotas, historias de educación malograda de los hijos, decisiones descalabradas de sus padres, eventos de desengaños, alcohólicos que no se recuperan, personas que abandonan un estado religioso y se casan o casados que se divorcian, que divorciados se vuelven a casar, proyectos fracasados, esperanzas de vida frustradas, etc., tienden, en la mayoría de los casos, a tratarse maquiavélicamente y a culpabilizarse. ¿A qué se debe que en semejantes casos y circunstancias dolorosas, nos juzgamos desde el parámetro de la perfección, que es un concepto metafísico inútil, insensato, desatinado, es decir, contrario a todo lo que tiene sentido? ¿Por qué no podemos reconciliarnos con nuestra condición falible? ¿A qué se debe que tengamos dificultades a ser lo que somos y almacenemos expectativas y deberías irrealizables? ¿Cómo se explica la tendencia a maltratarnos a causa de nuestros errores, acusándonos, culpándonos, desalentándonos, probando vergüenza por habernos equivocado, fallado o errado? ¿Acaso recurriendo a la culpa nos enderezamos, corregimos, mejoramos y nos superamos? ¿El error no significa que básicamente podemos llegar a ser humanos a condición de aceptarnos y que aceptarnos es la primera y, tal vez, única condición para mejorar y, si queremos plantearlo en otros términos, tomar conciencia de nuestra humilde condición de creaturas y no de Creador?

    Un término hebreo que ha sido traducido como pecado significa en realidad algo así como "errar el blanco". La pregunta es si nuestras decisiones y opciones siempre son capaces de "dar en el blanco". Esto es, ¿si podemos ser titanes, firmes, constantes en el cumplimiento ético? Es decir, ¿si la debilidad moral no está también ligada a nuestra debilidad mental, cognitiva y volitiva?

    Si nuestra naturaleza está marcada por el límite, ¿nuestra estrecha unión diaria a Dios resolvería el asunto de nuestra debilidad moral? No necesariamente. De hecho, que la Santa Sede, en un desacostumbrado comunicado del 1º de mayo del 2010, haya declarado a Marcial Maciel, –que Dios lo tenga en su reino (aunque a prudente distancia), considerado por más de 50 años como un hombre de Dios perseguido por las fuerzas del mal, haya sido calificado como un "criminal sin escrúpulos" fundamenta la dificultad de "dar en el blanco" aún teniendo a Dios a nuestra derecha, como Maestro de Puntería.

    El reconocimiento y la aceptación de nuestra imperfección es la forma de mejorar éticamente.

    El problema del mal está también enmarañado con el asunto de la finitud. San Pablo, en su Carta a los Romanos escrita desde Corinto al filo de los 50 años de edad, aludiendo a una experiencia propia y universal del ser humano y desde su propia interpretación teológica, deja ver las contradicciones que resultan "de la carne" pero que en una versión fenomenológica pudiéramos derivar, sin prejuicio para los creyentes, de la condición de finitud. Dice:

    "Y ni siquiera entiendo lo que me pasa, porque no hago el bien que quiero, sino, por el contrario, el mal que detesto… Bien sé que en mí, o sea, en mi carne, no habita el bien. Puedo querer el bien, pero no realizarlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… Descubro entonces esta realidad: queriendo hacer el bien, se me pone delante el mal que está en mí (7:18-19).

    Lo primero que resalta a una lectura fenomenológica-existencial es la experiencia de una irreconciliable división interior. Lo que califico como la extraña y compleja problemática del mundo interior del hombre. El autor plantea la escisión en términos religiosos hebraicos manifestando la existencia de un conflicto entre el "espíritu" y la "carne". En el corazón de este conflicto, podemos decir en términos fenomenológicos, se sitúa el espacio de la dialéctica interna de las decisiones. En ese complejo espacio en que las exigencias de la conciencia se colisionan con las exigencias biologicistas, por una contienda de apetitos entre un deseo de profundidad de tipo pulsional y un deseo de altura de tipo existencial.

    San Pablo, en cambio, desde su formación ética de neo-estoico converso al cristianismo, expone el conflicto en términos de dos leyes incompatibles: la Ley de Dios y la ley de la carne que es la del pecado. El apóstol (que en realidad no lo fue) concluye con lo que parece el grito de quien se sentía dañado por su realidad imperfecta:

    "¡Desdichado de mí! ¿Quién me librara de mi mismo y de la muerte que llevo en mí?… En resumen: soy esclavo a la vez de la Ley de Dios, por mi mente, y de la ley del pecado, por la carne".

    Tan solo sus verdugos, que lo decapitaron 8 años más tarde, se dispusieron a liberarlo, a través de la muerte por decapitación, de la muerte que deploraba.

    La reverencia por la vida como tituló el Dr. Albert Schweitzer, una de sus primeras conferencias, permanece como un recóndito enigma. No sólo eso, sino además, un enigma oculto en un arcano embalado en un misterio.

    La bondad humana debe ser objeto de fe y por supuesto de dudas. La búsqueda de poder en el afán de ser perfectos, acrecienta la posibilidad de dañar, de estropear, de menospreciar, de ignorar la indigencia humana. Paradójicamente, el hombre recurre ingenuamente al poder y sus sucedáneos, la riqueza insolente, y el éxito discriminador y soberbio, para enmendar su indigencia.

    Nuestra finitud es potencialmente generadora de una mística del mal. La historia está cuajada de violencia. Un optimista que no tenga en cuenta el asunto de su finitud pensara que el mundo no puede ir peor de lo que ya está. Quien no cuida de la vida, quien en aras de la perfección corporal rechaza sus arrugas físicas, las defectuosidades genéticas, psicológicas, raciales, propia y de sus semejantes, cualquiera que busca la manera de arreglarse sin aceptar humildemente sus limitaciones y los límites inherentes a la vida tiene a su alcance notables posibilidades de despreciar la vida humana y de ser destructivo.

    Evitar las crisis, evitar tomar decisiones por temor a fallar y a equivocarnos no equivale a perfeccionarnos, sino a volvernos indecisos, a sentirnos inadecuados y, por ende, a volvernos controladores para ajustarnos de nuestra imperfecciones. De aquí que la TI ha planteado la aplicación del concepto de límite, que pertenece en específico al drama de todos los dramas del hombre, el de su condición limitada, en el terreno de la psicoterapia. Se trata de una reflexión filosófica y de una práctica clinica finalizada a suscitar la compasión del hombre por el hombre, pues, "comprender al hombre desde la realidad del límite genera una actitud de profunda compasión"[2]. Es en este metacontexto, donde se coloca en definitiva la cuestión de la salud emocional y mental del hombre. En rigor, en el hombre el límite presenta una primera función que definiremos constructiva, seguida de una función terapeútica y creativa. El hombre no puede construirse, recrearse y sanarse en términos humanos si no abraza su ser limitado como tal.

    Es claro que ante la tremenda y singular problemática que hemos señalado, el hombre puede desbandarse. No sólo arriesgar el sentido de su existencia, sino sucederle algo peor como negarse a comprender, es decir, aceptar, su existencia. A mi modo de ver, toda forma de extravío de sí mismo tiene que ver con la negación, la evasión o el rechazo del límite. En todas las situaciones en que los seres humanos se trastornan y entran en crisis hay una forma de conducirse que no se acopla con la propia realidad existenial limitada, un olvido o traspaso de los propios confines.

    La Terapia de la imperfección se ocupa del "ansia de perfección" que se manifiesta como rechazo de la propia condición limitada, obstaculizando el proceso de humanización. Sostiene que la búsqueda de la perfección genera en el hombre una dinámica que marca el inicio de un trastorno de auto-descarrilamiento de su propia realidad falible, defectuosa, imperfecta, y por consecuencia, suscita la incompatibilidad con el error, la falla y el fracaso.

    La dinámica de quien se mueve desde la perspectiva perfeccionista, se caracteriza por un constante sentimiento de inadecuación, acompañada de rigidez, tanto emocional como reflexiva (sobre cómo deberían suceder las cosas y sobre cómo deberían ser las personas) y por la pretensión de querer eliminar las fallas. Si pudiera el perfeccionista buscaría "una forma perfecta para cometer un error", como señala irónicamente Murphy"s Law.

    La Terapia de la imperfección define el "ansia de perfección" o perfeccionismo, con el nombre de neurosis de desorientación que se expresa como intermitente sensación de inadecuación y necesidad de estructrar la propia existencia.

    Concluyo, ofreciendo un pensamiento entonado con la teoría de la Terapia de la imperfección:

    "La libertad más difícil de conservar es la de equivocarse"

    (Morris West).

     

     

    Autor:

    Dr. Ricardo Peter[3]

     

    [1] Victoria Robbins, La muerte de Hitler, p. 7, Ed. Promo Libro, Madrid, 2002

    [2] Ricardo Peter, Honra tu límite, p. 20, BUAP, México, 2003.

    [3] Doctor en Filosofía, Training en Psicoanálisis, postgrado en Personal Counseling. Es el creador de la Terapia de la Imperfección, método psicoterapéutico de orientación humanista-existencial para el tratamiento del trastorno del perfeccionismo, sobre la cual tiene varios libros publicados en Italia, España, Brasil, Argentina y México.