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Mis discípulos helenos (Relato)


  1. Mis alumnos griegos
  2. Los dáctilos

El uruguayo Pepe Mujica, quien fuera Presidente de la República Oriental del Uruguay hasta ha poco, con simples pero sabias palabras caracterizó la misión social del hogar y de la escuela.

Sostiene Mujica que en la casa se aprende a saludar, dar las gracias, ser limpio, ser honesto, ser puntual, ser correcto, hablar bien, no decir groserías, respetar a los semejantes y a los no tan semejantes, ser solidario, comer con la boca cerrada, no robar, no mentir, cuidar la propiedad y la propiedad ajena, ser organizado.

Continuó diciendo Pepe Mujica que en la escuela se aprende matemáticas, lenguaje, ciencias, estudios sociales, inglés, geometría y se refuerzan los valores que los padres y madres han inculcado en sus hijos.

Termina Pepe aseverando con lapidarias palabras que no le pidamos al docente que arregle los agujeros que hay en el hogar.

El que suscribe estas reflexiones, docente con más de cuarenta años de ejercicio pedagógico en los niveles medio superior y universitario, revela, muy a su pesar, los agujeros que presentan los estudiantes que cursan dichos niveles, inequívoco reflejo de la educación, o mejor, la mala educación que han inculcado los padres y madres a sus hijos, amén de la vulgarización de los espacios públicos cubanos.

A través del humor negro pretendo contrastar deidades y personajes de la Grecia olímpica con mis estudiantes, lastrados por estos males, a manera de un ligero soplo de hilaridad.

Mis alumnos griegos

Mis alumnos son cubanos y… ¡griegos! ¡Sí!

Creo que encarno un endeble remedo de Tiberio Coruncanio, excelso maestro de leyes en la antigua Roma, aclamado por sus discípulos cuando les disertaba sobre normas compulsivas de comportamiento social, exigido por las autoridades esclavistas de entonces.

Mi aula (o mejor, mis aulas: son seis, en amplio diapasón del entramado de modalidades de estudios y carreras universitarias) integrada por cubanos y griegos (estos últimos, de la más rancia y recia prosapia helena), ni por asomo, reconocen mis empeños cuyo fin es el que perseguía el ilustre profesor romano.

Cuando en plena faena pedagógica me enzarzo con los alumnos del patio, aquellos reviven personajes y hechos entresacados de los anales de la península helénica y de los poemas épicos de Homero, evidencias del indeleble atavismo que los une con sus antepasados.Aquí les van.

Con suma frecuencia, irrumpe con bríos Fidípedes, el otrora ganador de una corona olímpica, quien al caer muerto entre los brazos de sus compatriotas, exclama ¡Regocijémonos, ganamos!, luego de correr desde la llanura de Maratón y avisar a los suyos de la derrota de los persas; solo que ahora mis Fidípedes están pulsando sus celulares, en hora lectiva, para enviar un mensaje trivial que nada tiene de épico.

¡Y qué decir de mi Jasón! Se cuenta que el capitán de los argonautas, aunando fuerzas para conquistar el vellocino de oro en la lejana Cólquida, visita un reyezuelo para sumarlo a su expedición y, al cruzar un riachuelo, la corriente de agua le arrebata una sandalia; el mío se descalza, desenfadadamente, en medio de mi diatriba en la sequedad del aula.

Entre mis aqueos también está presente el rey de Ítaca, nada más y nada menos que Odiseo, el fecundo en ardides, quien, para sofocar sus ansias de Penélope, extrae, subrepticiamente, una fina y estilizada ánfora de material plástico (extraña a la cerámica dórica) y bebe agua o refresco, una y otra vez, sin importarle el discurso didáctico del maestro: ¡tanto desea calmar su sed insaciable!

¿Y la presuntuosa Helena? En pose y vestimenta francamente seductoras, alejadas del modo de las vírgenes vestales, resalta sobre estas, cuidando más su bien parecer físico que su entendimiento en normas y penas; a diferencia de aquella, la raptada por París, los progresos de la cosmética y de la moda le ayudan a exhibir largas y pintadas uñas y torneados muslos, impúdicamente desnudos, bajo los cortos pantaloncillos que usa, para beneplácito de sus cortesanos.

¡Y qué decir de los Hércules y Atlas que porfían sus estructuras anatómicas pespunteadas de tatuajes estrafalarios! Lo lamentable de estos es que, los primeros no cumplen con sus tareas académicas (el mítico personaje realizó doce de ellas), y los segundos, no sostienen sobre sus poderosos hombros el mundo (como aquel otro) sino que lo olvidan y lo circunscriben a sus personalísimos egos.

Otros aqueos ocupan asientos en mi salón de clases.

Los encantamientos también tienen su espacio. Es ahora la divina entre las diosas, Atenea, la que infunde dulce sueño en los ojos de, al menos, dos o tres de mis pupilos, que en su sopor levitan en zonas etéreas, bien distantes del encierro docente; cuando retornan de sus ensoñaciones, la conferencia está por concluir.

Pero con ella no terminan las reminiscencias griegas: ¡hay otras!

El célebre escultor Mirón, natural de la villa de Eleuteras, inmortalizó en su broncínea fundición a dos vencedores de los primigenios juegos olímpicos de la Hélade: Ladas y Timantes Licio, tocadas sus cabezas con sendas coronas de mirto y laurel, expresión de orgullo deportivo y de público reconocimiento.

No menos orgullosos que aquellos, pero sin el reconocimiento del pedagogo, asentados en sus sillas, se yerguen dos jóvenes, sin lauros atléticos pero tocados sus cráneos, a manera de fantasía coronaria olímpica, por dos gorras cuyas viseras apuntan hacia sus nucas, portando las letras mayúsculas NY (¡esta última es griega!), pero que de mala gana se destocan por pedidos del docente.

Digo más.

El mundo griego, preñado de augures y pitonisas con sus poderes de adivinación, a manera de alertas tempranas para lo que acaecerá en el futuro, contó con las premoniciones de Anfiarao, el más grande de ellos, anticipando fortunas y desgracias para los ciudadanos del Ática.

En mi aula cuento con más de un Anfiarao que, cuando enfrenta una evaluación escrita, escudriña el futuro de su nota en las mentes de sus condiscípulos pero, desde las profundidades del Érebo, se levanta Cancerbero, con sus tres cabezas y otros tantos pares de ojos, para frustrar la adivinación y así, sofocar la intentona del moderno adivino.

Estos son mis alumnos griegos.

¿Ha llegado a su aula algún náufrago de la nave Argos o víctimas de los monstruos Caribdis y Escila?

Yo creo que sí.

Pero también, afortunadamente, los más son cubanos que me infunden ánimos en la prosecución de la tarea educativa y, aunque a veces flaquee, como el mítico Anteo, mis pies sobre la tierra madre, me nutre y renacen mis fuerzas para proseguir la tarea de Tiberio Coruncanio. 

Los dáctilos

Cinco griegas y cinco griegos

Cuando Rea, la madre de los dioses del panteón griego, acuclillada en el interior de una cueva del Monte Ida, clavaba sus dedos en la tierra, transida de dolores de parto, parió, uno a uno sus dáctilos (¡multípara divina, digna de imitación, ignorada por nuestras núbiles uníparas o nulíparas, como Yerma el personaje femenino garcíalorquiano, detractoras del demo antillano, de pálidas tasas de natalidad y arrullo del envejecimiento!), la vasta prole concebida junto a Crono, su esposo y hermano.

Como diez dedos tenía la deidad, otros tantos vástagos arrojó al mundo de los mortales: cinco varones y cinco hembras.

En aquellos idílicos tiempos trenzados de pasiones entre seres divinos y perecederos, Rea decidió que sus hijos se educaran allende el Monte Olimpo y el Mar Egeo, fuera de tan malsanas actitudes.

El ideal cultural de la paideia helena, jalón educativo que dotaba a los hombres (¡aristócratas esclavistas!) de un carácter verdaderamente cívico en la Grecia de entonces, a contrapelo de la esclavitud que se enseñoreaba entre aquellos, impronta ciudadana deseada por la diosa a sus hijos, se transmitió a la cultura romana, también de raigambre esclavista, donde se tradujo como humanitas, esencia de la designación de "humanidades" como estudios vinculados a la cultura en general y al propio hombre.

De tal suerte, los diez fabulosos se entroncaron en los jardines de Academo, no en aquellos cercanos a un bosque sagrado donde yace la tumba de este heroico griego, sino en las proximidades de una raquítica corriente fluvial, ha poco exhausta por la sequía que le sorbía pero ahora rauda gracias a soberbia de mujer, cuyo nombre en lengua aborigen, traducido al español, significa "tierra de yayas", arbusto dicotiledóneo circundante que la taxonomía binominal de Linneo bautiza como oxandra lanceolata, anonácea de tallo largo y fibroso, que rinde al campesino sus cujes, capaces de soportar sobre ellos zurcidos de hojas de nicotiana tabacum, también según la taxonomía linneana, abundante en la zona y sustento económico de muchos.

¡Y hete aquí que las cinco griegas y los cinco griegos, multiplicados, cursan estudios humanistas y de variadas ciencias (tales como los que rinden culto a Deméter, diosa de la tierra y de las plantas, o los cultivadores del kalón griego, seguidores de la hermosura física del apuesto Apolo) dentro del vasto perfil del saber social, en el campus de escasas yayas!

Para honra de sus ancestros, la prolífica madre los bautizó con patronímicos aqueos, justo tributo a la divina prosapia.

Los homónimos de las hembras fueron Eco, Clío, Terpsícore, Calipso y Deyanira; por su parte, los varones se nombraron Esténtor, Sísifo, Narciso, Hermes y Niso.

¡Nunca antes madre alguna había seleccionado nombres tan propicios para su prole, perpetuando con ellos, amén de patronímicos, modos de vida helena!

Me toca, pues, ofrecer los retratos de tan ilustres descendientes, discípulos en nuestro campus cuyos linajes me atemorizan.

Baste decir que estos hermanos y hermanas, de padres comunes o de doble vínculo carnal son, a la vez, primos y primas entre ellos y, para aquellos, sobrinas y sobrinos a la propia vez, ¡horror, tal era el grado de incesto consumado por las deidades olímpicas!

Para acometer el oficio, me concedo la licencia de conjugar caracteres similares, donde existan, en aras del contraste y la brevedad en la descripción.

Tomo la voz como primer parangón entre dos de estos helenos, hermanos y primos a la vez: Eco y Esténtor.

La mítica Eco, ninfa de las montañas, criada por las musas, enamorada hasta el tuétano de un hermoso mancebo o doncel (que más adelante identificaremos), pronunciaba palabras tan bellas y agradables a los oídos de Zeus que Hera, la esposa del dios, llena de celos la castigó arrebatándole la voz, devenida ahora en tenue susurro y condenándola a repetir la última palabra que siempre pronunciara; su hermano (o primo) no menos mítico que aquella, Esténtor, fue heraldo aqueo que con un vozarrón broncíneo como de cincuenta hombres, alentaba y ordenaba a los suyos en el sitio de Troya, según cuenta el canto homérico, vozarrón que le costó la vida al competir con otro dios (que en su momento conoceremos) en un concurso de gritos.

Pares de estos son mi alumna Eco que no cesa de platicar con sus condiscípulos y, susurros tras susurros, infatigable, molesta al docente, quien, bajo su observación, una y otra vez le reprende pero que al carecer de poderes divinos, no logra enmudecerla, merecedora de justo castigo por la libertad de su músculo gloso, en tanto que mi Esténtor, haciendo gala de su poderosa voz, a pesar de que no median más de tres metros entre su regia figura y la del ensordecido maestro, le espeta, en abuso de cuerdas vocales y desconocimiento pleno de la paideia ancestral la frase: ¡Oye tú, no entiendo eso…! Tan irreverente tratamiento, soliviantando el medio siglo etario que los separa, inflama la ira del pedagogo cuyo ímpetu se explaya en su retórica fulminante, tratando de acallar tan mala educación formal en garganta de tenor.

Es ahora la belleza física la que engarza a dos helenos, uno varón, la otra hembra que responden a los nombres de Narciso y Calipso, respectivamente.

Los originales (¡no se trata de vampiros!) atraían sobremanera a dioses y mortales por la perfección de su envoltura carnal; ella, Calipso cuyo nombre significa "la que oculta", hija del titán Atlas y reina de la isla de Ogigia, cautivaba a Odiseo con su belleza y juventud eternas, de acuerdo con Homero; en tanto que Narciso fue castigado por la diosa Némesis a enamorarse de su imagen reflejada en el agua de una fuente, divina acción punitiva como respuesta a los desaires que infligió a las doncellas que le amaban, entre ellas nuestra conocida Eco, ¡tanto gustaba Narciso de su propia imagen que cayó al estanco y se ahogó! ¡De su cuerpo brotó la flor homónima!

Nuestros Calipso y Narciso, casi tan bellos como los mitológicos, ostentando formidables estructuras anatómicas en las cuales descuellan, en él, amplio tórax y acentuados bíceps, en ella, pronunciados glúteos, generosos pechos (a diferencia de aquella otra, ambos en ostensible manifestación), perfecta hechura de rostro, pelvis y corvas, atraen, irremediablemente, a los del sexo opuesto, sin considerar los apéndices corporales añadidos, en él, tatuaje provocativo y en ella, largas uñas (¡la auténtica Calipso la envidiaría!) pero me atrevo a asegurar, en justo reconocimiento a lo que su nombre significa, que oculta algún tatuaje en sus partes pudendas cercanas a la sínfisis pubiana o el cóccix.

¡Solo pido a Zeus que estos jóvenes helenos trasladen el esmerado cuidado que brindan a sus cuerpos, con igual fruición, a sus intelectos en pos de resultados docentes satisfactorios que honren la memora de Academo!

Los expertos en mitología griega sostienen que las musas, hijas de Zeus y de Mnemosine, tenían el aspecto de ninfas y moraban en las cercanías de arroyuelos frecuentando los escabrosos montes de Olimpo, Helicón y Parnaso. Apolo, el dios de la música y la poesía, era su jefe y con él compartían secretos pasados, presentes y porvenir. Dos de ellas, Clío y Terpsícore han trascendido a nuestro campus de yayas.

Estas discípulas de Apolo exhibían atributos que las identificaban con las artes o ciencias que bendecían. Así Clío, musa de la historia, entre sus manos sostiene una corona de laurel y un manuscrito, en tanto que Terpsícore, musa de la danza y creadora del coro dramático, se simboliza con la cítara o la lira.

Casi como clones de estas, se sientan en mis clases Clío y Terpsícore.

Conjeturo que el llamado Padre de la Historia, vale decir Herodoto, mucho de su éxito como historiador provino de la inspiración insuflada por la primera a su espíritu; la que me escucha no logra todavía discernir la procedencia de cuerpos jurídicos de la antigüedad que si bien, dos de ellos tienen como arista común la rudeza del material sobre los que fueron escritos, amén de la dureza de sus prescripciones legales esclavistas, mantiene una perenne confusión entre el Código de Hammurabi, escrito en una roca basáltica y la Ley de las Doce Tablas, redactado sobre placas de bronce, el primero en Mesopotamia y la segunda en Roma; de tal suerte, casi me tiene convencido que el primero fue escrito en Roma y la segunda en Babilonia, ¡tanta confusión me ha sembrado!

De igual manera ha creado en mí un desconcierto hidrográfico al situar las civilizaciones arcaicas en las cercanías de fuentes fluviales: ¡así para ella, Mesopotamia está situada entre el Indo y el Ganges en tanto que la cultura hindú se asentó entre el Tigris y el Éufrates!

Quizás no esté tan alejada de la realidad porque al fin y al cabo, la palabra Mesopotamia significa "en medio de ríos", no importa si son el Tigris o el Éufrates o el Indo y el Ganges, da lo mismo: ¡está entre dos corrientes fluviales!

En cuanto a mi Terpsícore, abandonadas la cítara y la lira como atributos, ahora le distingue el par de audífonos encajados en sus oídos externos, profundos en cada pabellón de las orejas, que a mi modo de ver, simulan prótesis para mejorar su audición pero sus extremidades inferiores delatan con su rítmico movimiento la trepidante música que debe oír (¿qué escuchará: El palón divino, Los yumas no la tiran como yo, Milagro o Despacito?) aunque lo niega enfáticamente.

Supongo que la prolongada exposición a decibeles indescifrados y malsonantes la obliguen a cambiar de dirección académica y enrumbarse a una especialidad de hipoacusia. Por lo menos tendrá la ventaja de no escuchar a su condiscípulo Esténtor y tampoco podrá disfrutar de los susurros de Eco.

El infiel Zeus tuvo con Maya a Hermes, hijo devenido en heraldo de los dioses; era tan persuasivo en su verbo que como negociador le enviaron al Tártaro o infierno a tratar con Hades, su titular, a quien convenció en su gestión.

Tan pródigo fueron los dioses con él al dotarlo de poderosa voz que venció, en un insólito concurso de gritos, a nuestro conocido Esténtor (no nuestro pupilo sino el personaje homérico), quien cayó exánime de tanto gritar.

Pero, sin dudas, Hermes fue un gran comerciante, tanto que su imagen de pies alados corona la cúpula de la llamada Bolsa de Comercio en La Habana Vieja.

Mi Hermes, apenas se hace notar y su voz atiplada casi no se escucha a pesar de su prosapia, no obstante es un hábil comerciante en memorias flash y en cartucheras o protectores (cover) de teléfonos celulares, artículos que con beneplácito ponderan sus condiscípulos aunque no sé si los compran.

Pienso que también ha desacertado en su elección académica, debió enrolarse en artes y ciencias de las transacciones mercantiles para las que muestra garra y estirpe: ¡el archipiélago heleno se enclava en una zona de trepidante comercio mediterráneo!

El desconcertado Sísifo fue castigado por el omnipotente Zeus, divinidad siempre tras faldas, cuando aquel le denunció como autor del rapto de la hija del dios fluvial Asopo, Egina, a quien pretendía seducir y llevar a la cama.

El cruel castigo impuesto a Sísifo fue empujar una pesada piedra desde la sima de una colina hasta su cima y luego, despeñarla libremente, día tras día, por toda la eternidad.

Mi pupilo Sísifo trae consigo, casi que la arrastra, una enorme mochila cargada de útiles académicos, la coloca sobre su mesa, la abre y en el mare magnum de sus cosas, siempre perdido, al fin encuentra lo que busca; finalizada la sesión lectiva, llena el morral con todos sus útiles (quizás muchos de entre ellos, inútiles para el día), lo cierra y se lo vuelca tras su espalda: así día tras día, supongo que mientras dure el año lectivo docente.

Espero que su plan de estudios sea de los abreviados.

El pelo o, mejor, el cuero cabelludo de los inmortales o semidioses, ha jugado un relevante papel en los mitos, tanto griegos como hebreos (recordemos a Sansón y su corte de cabello).

Niso, rey de Megara y padre de la hermosa Escila, en su poblado cuero cabelludo tenía un mechón de color púrpura que le distinguía, amén de protegerle en combate de los ataques de sus enemigos.

Un día sucedió que Minos, rey de la vecina Creta, y Escila, la hija de Niso, se enamoran perdidamente, a tal grado que estalla la guerra entre ambos reinos dado que el padre se oponía tenazmente a la elección de la hija.

En el cruento combate, Niso gracias a su mechón de pelo púrpura no recibió herida alguna y venció en la batalla.

Nuestro Niso, afortunadamente, no es belicoso pero de la misma manera que su par de antaño, exhibe una profusa cabellera que arranca por sobre las orejas (casi afloran los huesos parietales y occipital de su cráneo dolicocéfalo con el concienzudo corte y afeitado de pelo que estila) y, a lo largo de su bien cubierta coronilla se deja ver, deslumbrante, una coloración purpuro-áurea.

¿Será el mechón que lo salvaguarda de heridas mortales?

¿Le protegerá de las evaluaciones docentes permitiéndole, sin estudiar, alcanzar notas decorosas?

Solo me resta Deyanira (en la Hélade, su nombre quiere decir "la que vence a los héroes").

Así se llamaba la trágica y tercera esposa de Hércules.

En cierta ocasión, el centauro Neso intentaba violar a Deyanira pero sorprendido por Hércules, el semidiós dispara certeras flechas contra el centauro al que mata; de las heridas causadas a Neso brota su venenosa sangre, fluido aprovechado por Deyanira para untar la túnica del héroe y con ella cubrir su cuerpo, enceguecida de celos, y provocarle la muerte.

Estimo que Deyanira compite con Calipso en cuanto a generosas bondades naturales que le fueron entregadas y lleva, con donaire, en su cuerpo.

Su esbeltez, digna de escultores como Fidias o Mirón, finas maneras y dulce hablar la convierten en digna émula de la mítica Deyanira y doy por hecho que, de entre los aqueos o insulares que con ella comparten el recinto académico, no tarde mucho en rendir a uno de aquellos: pervive la impronta helena en todo su ser: la que vence a héroes.

Sin saber quién fue la monja y poetisa mexicana (¡con toda seguridad!), el vivir de nuestra Deyanira es encarnación de lo que aquella afirmó: Cualquier belleza humana tiene jurisdicción sobre los albedríos, y con blanda y apetecida violencia los sabe sujetar. O, añado yo, los puede liberar.

¡Hete aquí mis dáctilos (o mejor, nuestros dáctilos), los diez de Grecia que me han tocado en suerte educar!

Lo trascendente de la paideia aquea, como sistema formador de valores, decantado su elitismo aristocrático y esclavista explotador, es la identidad plena entre la conducta privada y la pública del individuo, en su ejemplar vida moral, cultural y política.

¡Ojalá que estos derroteros griegos, acomodados a nuestro sistema social, florezcan entre nuestros estudiantes del campus de yayas!

Arturo Manuel Arias Sánchez

 

 

 

Autor:

Arturo Manuel Arias Sánchez