Los modos generales del pensamiento oriental (página 10)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
El "teosofismo" concede una importancia considerable a la idea de "evolución", lo cual es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al cual está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de "reencarnación". Esta última concepción parece que nació entre ciertos soñadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para los cuales estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente desagradable a sus ojos, aunque es muy natural en el fondo, y que, para el que comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la naturaleza de las diferencias individuales, no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del "evolucionismo", no explican nada realmente, y, aun remontando la dificultad, indefinidamente si se quiere, la dejan subsistir finalmente toda entera, si es que hay dificultad en ello; y, si no la hay, son perfectamente inútiles. Por lo que hace a la pretensión de hacer remontar la concepción reencarnacionista a la antigüedad, no descansa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde nació una grosera interpretación de la "metempsicosis" pitagórica en el sentido de una especie de "transformismo psíquico"; de igual modo se han podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino también en el Budismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en la que cada estado tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de los otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y la existencia terrestre, o aún, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una infinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero hemos tenido por fuerza que hacer alguna alusión a ella, principalmente a propósito del apûrva y de las "acciones y reacciones concordantes". En cuanto al "reencarnacionismo", que no es más que una necia caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizá algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, se oponen a ella unánimemente; su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, porque admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir a negar el Infinito, y esta negación es, en sí misma, contradictoria en sumo grado. Conviene dedicarse especialmente a combatir la idea de reencarnación, primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y luego por otra razón de orden más contingente, la de que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la menos inteligente de todas las escuelas "neo-espiritualistas", y al mismo tiempo la más difundida, es una de las que contribuyen con más eficacia a este trastorno mental que señalamos al principio del presente capítulo, y cuyas víctimas son desgraciadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar los que no están al corriente de estas cosas. No podemos naturalmente insistir aquí sobre ese punto de vista; pero, por otro lado, hay que agregar también que mientras los espiritistas se esfuerzan por demostrar la pretendida "reencarnación", así como la inmortalidad del alma, "científicamente", es decir por la vía experimental, que es incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayoría de los "teosofistas" parecen ver en ella una especie de dogma o de artículo de fe que hay que admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar para dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Esto prueba muy claramente que se trata de constituir una pseudo-religión, en competencia con las religiones verdaderas del Occidente, y sobre todo con el Catolicismo, porque, en lo que hace al Protestantismo, se acomoda muy bien con la multiplicidad de las sectas, que engendra aun espontáneamente, por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudo-religión "teosofista" trata actualmente de darse una forma definida tomando por punto central el anuncio de la venida inminente de un "gran instructor", al que sus profetas presentan como el Mesías futuro y como una "reencarnación" del Cristo: entre las transformaciones diversas del "teosofismo", ésa, que alumbra singularmente su concepción del "Cristianismo esotérico", es la última en fecha, al menos hasta hoy, pero no es la menos significativa.
Capítulo IV:
Nos falta mencionar todavía, en un orden de ideas que está en mayor o menor conexión con el orden al cual pertenece el "teosofismo", ciertos "movimientos" que, por haber tenido su punto de partida en la misma India, no dejan de ser por esto de inspiración por completo occidental, y en los cuales hay que conceder una parte preponderante a esas influencias políticas a las que ya hicimos alusión en el capítulo precedente. Su origen remonta a la primera mitad del siglo XIX, época, en la que Râm Mohun Roy fundó el Brahma–Samâj o "Iglesia hindú reformada", cuya idea le fue sugerida por misioneros anglicanos, y en la que se organizó un "culto" exactamente copiado sobre el plan de los servicios protestantes. Nunca había habido, hasta ese momento, algo a lo que se pudiera aplicar una denominación tal como la de "Iglesia hindú" o de "Iglesia brahmánica", porque semejante asimilación no era posible ni por el punto de vista esencial de la tradición hindú, ni por el modo de organización que le corresponde; fue, en efecto, la primera tentativa para hacer del Brahmanismo una religión en el sentido occidental de esta palabra, y, al mismo tiempo, se quiso hacer una religión, animada de tendencias idénticas a las que caracterizan al Protestantismo. Este movimiento "reformador" fue, como era natural, fuertemente estimulado y sostenido por el gobierno británico y por las sociedades de misiones anglo-indias; pero era demasiado manifiestamente antitradicional y demasiado contrario al espíritu hindú para que pudiera tener buen éxito, y no se vio en él más que lo que es en realidad, un instrumento de la dominación extranjera. Por lo demás, por el efecto inevitable de la introducción del "libre examen", el Brahma-Samâj se subdividió bien pronto en múltiples "Iglesias", como el Protestantismo al cual se aproximaba siempre más y más, hasta el punto de merecer el calificativo de "pietismo"; y, después de vicisitudes que es inútil recordar, acabó por extinguirse casi por completo. Sin embargo, el espíritu que había presidido a la fundación de esta organización no debía limitarse a una sola manifestación, y se intentaron otros nuevos ensayos análogos a medida de las circunstancias, y generalmente sin mayor éxito; citaremos solamente el Arya-Samâj, asociación fundada hace medio siglo por Dayânanda Saraswatî, que algunos llamaron el "Lutero de la India" y que estuvo en relaciones con los fundadores de la Sociedad Teosófica. Lo que hay que notar es que, aquí como en el Brahma–Samâj, la tendencia antitradicional tomó por pretexto un retorno a la simplicidad primitiva y a la doctrina pura del Vêda; para juzgar esta pretensión, basta saber cuán extraño es al Vêda el "moralismo", preocupación dominante de todas estas organizaciones; pero el Protestantismo pretende también restaurar el Cristianismo primitivo en toda su pureza, y hay en esta similitud algo más que una simple coincidencia. Tal actitud no carece de habilidad para hacer aceptar las innovaciones, sobre todo en un medio fuertemente apegado a la tradición, con la cual sería imprudente romper muy abiertamente; pero si se admitiesen verdadera y sinceramente los principios fundamentales de esta tradición, se deberían admitir también, por esto mismo, todos los desarrollos y todas las consecuencias que se derivan de ella regularmente; es lo que no hacen los llamados "reformadores", y por ello, cuantos tienen el sentido de la tradición ven sin dificultad que la desviación real no está de ningún modo del lado donde aquellos afirman que se encuentra.
Râm Mohun Roy se dedicó particularmente a interpretar el Vedanta conforme a sus propias ideas, aunque insistiendo con razón sobre la concepción de la "unidad divina", que ningún hombre competente había objetado jamás, pero que expresó en términos mucho más teológicos que metafísicos, desnaturalizó bajo muchos aspectos la doctrina para acomodarla a los puntos de vista occidentales, que se habían vuelto los suyos, e hizo algo que acabó por parecerse a una simple filosofía teñida de religiosidad, una especie de "deísmo" vestido de una fraseología oriental. Tal interpretación está pues, en su espíritu mismo, lo más lejos posible de la tradición y de la metafísica pura; no representa ya más que una teoría individual sin autoridad, e ignora totalmente la realización que es el único fin verdadero de la doctrina toda entera. Éste fue el prototipo de las deformaciones del Vedanta, porque debían producirse otras en lo sucesivo; y siempre en el sentido de un acercamiento con el Occidente, pero de un acercamiento en el cual el Oriente haría todo el gasto, con gran detrimento de la verdad doctrinal; empresa verdaderamente insensata y diametralmente contraria a los intereses intelectuales de las dos civilizaciones, pero en la que la mentalidad oriental, en su generalidad, resulta poco afectada, porque las cosas de este género le parecen del todo despreciables. Dentro de la lógica, no es al Oriente al que corresponde acercarse al Occidente siguiéndolo en sus desviaciones mentales, como tratan de obligarlo insidiosamente, pero en vano, los propagandistas de toda especie que le manda Europa; toca al Occidente volver, por el contrario, cuando lo quiera y lo pueda, a las fuentes puras de toda intelectualidad verdadera, de las que el Oriente, por su parte, no se ha apartado jamás; y ese día el acuerdo se realizará por sí mismo, como por acrecentamiento, sobre todos los puntos secundarios que no provienen más que del orden de las contingencias.
Para volver a las deformaciones del Vedanta, si casi nadie en la India les concede importancia, como lo dijimos hace poco, es necesario, sin embargo, hacer una excepción para algunas individualidades que tienen en ello un interés especial, en el cual la intelectualidad no tiene ni la más mínima parte; hay, en efecto, algunas de estas deformaciones, cuyas razones fueron exclusivamente políticas. No referiremos aquí por qué serie de circunstancias tal Mahârâja usurpador, perteneciendo a la casta de los shûdras, fue conducido, para obtener el simulacro de una investidura tradicional imposible, a desposeer de sus bienes a la escuela auténtica de Shankarâchârya, y a instalar en su lugar otra escuela revistiéndose falsamente del nombre y de la autoridad del mismo Shankarâchârya, y dando a su jefe el título de "instructor del mundo" que no pertenece legítimamente más que al único verdadero sucesor espiritual de éste. Esta escuela, naturalmente, sólo enseña una doctrina disminuida y parcialmente heterodoxa; para adaptar la exposición deI Vedanta a las condiciones actuales, pretende apoyarse en las concepciones de la ciencia occidental moderna, que no tiene nada que ver con este dominio; y, de hecho, se dirige sobre todo a los occidentales, de los cuales varios hasta han recibido de ella el título honorífico de Vêdânta-bhûshana u "ornamento del Vedanta", lo cual no carece de cierta ironía.
Otra rama más completamente desviada todavía, y más generalmente conocida en Occidente, es la que fue fundada por Vivêkânanda, discípulo infiel del ilustre Râmakrishna, y que ha reclutado sobre todo adherentes en América y en Australia, donde sostiene "misiones" y "templos". El Vedanta se ha vuelto en ella lo que Schopenhauer creyó ver en él, una religión sentimental y "consoladora", con una fuerte dosis de "moralismo" protestante; y bajo esta forma aminorada, se acerca extrañamente al "teosofismo", del cual es más bien aliado natural que rival o competidor. El sesgo "evangélico" de esta pseudo-religión le asegura cierto éxito en los países anglosajones, y, hecho que muestra hasta donde va su sentimentalismo, la mayoría de su clientela está formada por el elemento femenino, en el cual se encuentran también los agentes más ardorosos de su propaganda, porque, bien entendido, la tendencia del todo occidental al proselitismo reina con intensidad en estas organizaciones que no tienen de oriental más que el nombre y algunas apariencias puramente exteriores, lo estrictamente necesario para atraer a los curiosos y a los amantes de un exotismo de la calidad más mediocre. Surgido de esta extravagante invención americana, de inspiración también muy protestante, que se intitula el "Parlamento de las religiones", y tanto más adaptado al Occidente cuanto más profundamente desnaturalizado estaba, tal sedicente Vedanta, que no tiene por así decirlo nada ya en común con la doctrina metafísica por la cual quiere hacerse pasar, no merece que nos detengamos en él más tiempo; pero queríamos por lo menos señalar su existencia, como la de las otras instituciones similares, para poner en guardia contra las asimilaciones erróneas que podrían intentar los que las conocen y también porque, para los que no las conocen, es bueno que estén informados un poco sobre estas cosas, que son mucho menos inofensivas de lo que parecen a primera vista.
Capítulo V:
Al hablar de las interpretaciones occidentales nos hemos atenido voluntariamente a las generalidades, tanto como hemos podido, para no agitar cuestiones de personas, a menudo irritantes y, por otra parte, inútiles cuando se trata únicamente de un punto de vista doctrinal, como es el caso aquí. Es muy curioso ver el esfuerzo que tiene que hacer la mayoría de los occidentales para comprender que las consideraciones de este orden no prueban nada absolutamente ni en pro ni en contra del valor de una concepción cualquiera; esto demuestra hasta qué grado llevan el individualismo intelectual lo mismo que el sentimentalismo que le es inseparable. En efecto, se sabe cuánto lugar ocupan los detalles biográficos más insignificantes en lo que debería ser la historia de las ideas, y qué común es la ilusión que consiste en creer que, cuando se conoce un nombre propio o una fecha, se posee por esto mismo un conocimiento real; y ¿cómo podría ser de otro modo, cuando se aprecian más los hechos que las ideas? En cuanto a las ideas mismas, cuando se llega a considerarlas simplemente como la invención y la propiedad de tal o cual individuo, y cuando, además, se está influido y hasta dominado por toda clase de preocupaciones morales y sentimentales, es muy natural que la apreciación de estas ideas, que no son consideradas ya en sí mismas y por ellas mismas, esté afectada por lo que se sabe del carácter y de las acciones del hombre al cual se le atribuyen; en otros términos, se trasladará a las ideas la simpatía o la antipatía que se experimenta por el que las concibió, como si su verdad o su falsedad pudieran depender de semejantes contingencias. En estas condiciones se admitirá también quizá, aunque con cierta pena, que un individuo perfectamente honorable haya podido formular o sostener ideas más o menos absurdas; pero en lo que no se querrá consentir jamás es que otro individuo, al que se juzga despreciable, tenga por lo menos un valor intelectual o aun artístico, genio o solamente talento en un punto de vista cualquiera; y sin embargo casos así están lejos de ser raros. Si hay un prejuicio sin fundamento es éste, caro a los partidarios de la "instrucción obligatoria", según la cual el saber real sería inseparable de lo que se ha convenido en llamar moralidad; y el mismo prejuicio está en el fondo de los cambios de opinión que se han podido comprobar recientemente a propósito del valor de la filosofía y de la erudición alemanas, como ya lo dijimos. No se ve en absoluto, lógicamente, por qué razón un criminal debería ser necesariamente un necio o un ignorante, o por qué motivo le sería imposible a un hombre servirse de su inteligencia o de su ciencia para hacer daño a sus semejantes, lo que por el contrario acontece muy a menudo; tampoco se ve cómo la verdad de una concepción dependería de que haya sido emitida por tal o cual individuo; pero nada es menos lógico que el sentimiento, aunque algunos psicólogos hayan creído poder hablar de una "lógica de los sentimientos". Los pretendidos argumentos en que se hacen intervenir las cuestiones de personas son pues del todo insignificantes; que se sirvan de ellos en política, dominio en el cual el sentimiento desempeña un gran papel, se comprende hasta cierto punto, por más que se abuse de esto a menudo, y que se les haga poco honor a las gentes al dirigirse así exclusivamente a su sensibilidad; pero que se introduzcan los mismos procedimientos de discusión en el dominio intelectual, esto es verdaderamente inadmisible. Hemos creído bueno insistir un poco en esto, porque esta tendencia es muy común en Occidente, y porque, si no explicásemos nuestras intenciones, algunos podrían hasta sentirse tentados de reprocharnos como una falta de precisión y de "referencias" una actitud que, por nuestra parte, está perfectamente reflexionada y determinada.
Por lo demás, creemos haber respondido suficientemente por anticipado a la mayoría de las objeciones y de las críticas que se nos puedan dirigir; esto no impedirá sin duda que nos las hagan a pesar de todo, pero los que las hagan probarán sobre todo, con esto su incomprehensión. Así, pues, se nos reprochará tal vez el no someternos a ciertos métodos reputados de "científicos", lo que sería sin embargo de la mayor inconsecuencia, puesto que estos métodos, que no son en verdad más que "literarios", son los mismos cuya insuficiencia hemos tratado de hacer ver, y que, por razones de principio que hemos expuesto, estimamos imposible e ilegítima su aplicación a las cosas de que aquí se trata. Sólo que, la manía de los textos, de las "fuentes" y de la bibliografía está de tal modo difundida en nuestros días, toma de tal modo el sesgo de un sistema, que muchos, sobre todo entre los "especialistas", experimentarán un verdadero malestar al no encontrar nada de esto, como acontece siempre en casos análogos a los que sufren la tiranía de un hábito; y, al mismo tiempo, no comprenderán sino muy difícilmente, si es que llegan a comprenderla, y si consienten en darse este trabajo, la posibilidad de emplazarse, como lo hacemos, en un punto de vista distinto al de la erudición, que es el único que ellos no han considerado nunca. De modo que no es a estos "especialistas" a los que pretendemos dirigirnos particularmente, sino más bien a los espíritus menos estrechos, más despojados de cualquier prejuicio, y que no llevan la huella de esta deformación mental que produce inevitablemente el uso exclusivo de ciertos métodos, deformación que es una verdadera enfermedad y que nosotros hemos llamado "miopía intelectual". Sería comprendernos mal el tomar esto como un llamamiento al "gran público", en cuya competencia no tenemos la menor confianza, y, por otra parte, sentimos horror de todo lo que se parece a la "vulgarización", por motivos que indicamos ya; pero no cometemos la falta de confundir la verdadera "élite" intelectual con los eruditos de profesión, y la facultad de comprehensión amplia vale incomparablemente más, a nuestros ojos, que la erudición, que no puede ser más que un obstáculo en cuanto se vuelve una "especialidad", en lugar de ser, como seria lo normal, un simple instrumento al servicio de esta comprehensión, es decir, del conocimiento puro y de la verdadera intelectualidad.
Mientras tratamos de explicarnos sobre posibles críticas, debemos señalar también, a pesar de su poco interés, un punto de detalle que podría prestarse a ellas: no hemos creído necesario limitarnos a seguir, para los términos sánscritos que teníamos que citar, la transcripción extraña y complicada que se usa ordinariamente entre los orientalistas. El alfabeto sánscrito tiene muchos más caracteres que los alfabetos europeos, y se está naturalmente forzado a representar varias letras distintas por una sola y misma letra, cuyo sonido es vecino a la vez de unas y de otras, aunque con diferencias muy apreciables, pero que escapan a los recursos de pronunciación muy restringidos de que disponen las lenguas occidentales. Ninguna transcripción puede ser verdaderamente exacta, y lo mejor sería sin duda abstenerse de ella; pero además de que es casi imposible tener, para una obra impresa en Europa, caracteres sánscritos de forma correcta, la lectura de estos caracteres sería una dificultad del todo inútil para quienes no los conocen, y que no son por ello menos aptos que otros para comprender las doctrinas hindúes; por otra parte, hay también "especialistas" que, por inverosímil que esto parezca, no saben servirse más que de transcripciones para leer los textos sánscritos, y existen ediciones hechas bajo esta forma para ellos. Sin duda, es posible remediar en cierta medida, por medio de algunos artificios, la ambigüedad ortográfica que resulta del demasiado pequeño número de letras de que se compone el alfabeto latino; es precisamente lo que han querido hacer los orientalistas, pero el modo de transcripción que han adoptado está lejos de ser el mejor posible, porque implica convenciones demasiado arbitrarias, y, si la cosa hubiera tenido aquí alguna importancia, no habría sido muy difícil encontrar otro modo que fuese preferible, desfigurando menos las palabras y acercándose más a su pronunciación real. Sin embargo, como los que tienen algún conocimiento del sánscrito no deben encontrar ninguna dificultad para restablecer la ortografía exacta, y como los otros no tienen ninguna necesidad de ella para la comprehensión de las ideas, única que importa verdaderamente en el fondo, pensamos que no había serios inconvenientes en dispensarnos de todo artificio de escritura y de toda complicación tipográfica, y que podíamos limitarnos a adoptar la transcripción que nos parecía a la vez la más simple y la más conforme a la pronunciación, y a remitir a las obras especiales a quienes les interesen particularmente los detalles relativos a estas cosas. Sea como fuere, debíamos por lo menos esta explicación a los espíritus analíticos, prontos siempre a las argucias, como una de las raras concesiones que nos fuera posible hacer a sus hábitos mentales, concesión apetecida siempre por la cortesía de la que se debe usar siempre con las personas de buena fe, no menos que por nuestro deseo de alejar todos los malentendidos, que no recaerían más que sobre puntos secundarios y sobre cuestiones accesorias, y que no provendrían estrictamente más que de la diferencia irreductible entre los puntos de vista nuestros y los de contradictores eventuales; para los que se adhirieran a esta última causa no podemos hacer nada, porque no tenemos desgraciadamente ningún medio para suministrar a otro las posibilidades de comprehensión que le faltan. Dicho esto, podemos ahora extraer de nuestro estudio las pocas conclusiones que se imponen para precisar su alcance mejor de como hasta aquí lo hemos hecho, conclusiones en las cuales las cuestiones de erudición no tendrán la menor parte, como es fácil de prever, pero en las que indicaremos, sin apartarnos por lo demás de cierta reserva que es indispensable por más de un concepto, el beneficio efectivo que debe resultar esencialmente de un conocimiento verdadero y profundo de las doctrinas orientales.
Si algunos occidentales pudiesen, por la lectura de la precedente exposición, tomar conciencia de lo que intelectualmente les falta, si pudiesen, no digamos siquiera comprenderlo, sino únicamente entreverlo y presentirlo, este trabajo no habría sido hecho en vano. No hablamos únicamente de las ventajas inapreciables que podrían obtener directamente, para ellos mismos, los que así fueran impulsados a estudiar las doctrinas orientales, en las que encontrarían, por poco que tuviesen las aptitudes requeridas, conocimientos a los que no hay nada comparable en Occidente, y junto a los cuales las filosofías que pasan por geniales y sublimes no son más que juegos de niños; no hay medida común entre la verdad plenamente asentida, por una concepción de posibilidades ilimitadas, y en una realización adecuada a esta concepción, y cualesquiera hipótesis imaginadas por fantasías individuales a la medida de su capacidad esencialmente limitada. Hay también otros resultados, de interés más general, y que por lo demás están ligados a aquellas a titulo de consecuencias más o menos lejanas; queremos aludir a la preparación, sin duda a largo plazo, pero no obstante efectiva, de un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente.
Al hablar de la divergencia del Occidente con relación al Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que el Occidente, por su mentalidad y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre más y más del Oriente, como lo hace en la actualidad, y que no se produzca tarde o temprano una reacción que podría, bajo ciertas condiciones, tener los efectos más felices; esto nos parece muy difícil porque el dominio en el cual se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable, particular a la mentalidad del Occidente, permite no desesperar de que se le vea tomar, llegado el caso, una dirección del todo distinta y aun opuesta, de manera que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de su inferioridad; pero esto no sería realmente un remedio, lo repetimos, sino bajo ciertas condiciones, fuera de las cuales podría ser por el contrario un mal todavía más grande en comparación del estado actual. Esto puede parecer oscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad para hacerlo tan completamente inteligible como fuera de desear, aun colocándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose por hablar su lenguaje; ensayaremos hacerlo, sin embargo, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a todo nuestro pensamiento.
Desde luego, la mentalidad especial de ciertos occidentales nos obliga a declarar expresamente que no queremos formular aquí nada que se parezca de cerca o de lejos a "profecías"; quizá no es muy difícil dar la ilusión de ellas exponiendo bajo una forma apropiada los resultados de ciertas deducciones, pero esto va acompañado de algo de charlatanismo, a menos que esté uno en un estado de espíritu que predisponga a cierta autosugestión: de los dos términos de esta alternativa, el segundo presenta un caso que felizmente no es el nuestro. Luego evitaremos las precisiones que no podríamos justificar, por cualquier razón que sea, y que por otra parte, si no fueran aventuradas, serían por lo menos inútiles; no somos de los que piensan que un conocimiento detallado del porvenir podría ser ventajoso para el hombre, y estimamos perfectamente legítimo el descrédito que tiene en Oriente la practica de las artes adivinatorias. Habría ahí ya un motivo suficiente para condenar al ocultismo y a las otras especulaciones similares, que atribuyen tanta importancia a esta clase de cosas, si no hubiera ya, en el orden doctrinal, otras consideraciones todavía más graves y más decisivas para desechar en absoluto concepciones que son a la vez quiméricas y peligrosas.
Admitiremos que no es posible prever actualmente las circunstancias que podrían determinar un cambio de dirección en el desarrollo del Occidente; pero la posibilidad de tal cambio no es discutible más que para los que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un "progreso" absoluto. Para nosotros, esta idea de un "progreso" absoluto está desprovista de significado, y hemos indicado ya la incompatibilidad de ciertos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado trae en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, porque no se puede hablar de equivalencia entre cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha sucedido con la civilización occidental: las investigaciones hechas únicamente con vistas a aplicaciones prácticas y de progreso material han traído, como debía suceder necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se pierde así de un lado vale incomparablemente más que lo que se gana del otro; se necesita toda la deformación mental de la gran mayoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de otro modo. Sea como fuere, si se considera sólo que un desarrollo unilateral está sometido forzosamente a ciertas condiciones limitativas que son más estrictas cuando este desarrollo se realiza en el orden material que en cualquiera otro caso, se puede decir que el cambio de dirección de que acabamos de hablar deberá, casi seguramente, producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a él, es posible que se acabe por percibir que las cosas a las cuales se atribuye al presente una importancia exclusiva son impotentes para proporcionar los resultados que se esperan; pero esto mismo supondría ya cierta modificación de la mentalidad común, aunque el desencanto pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la comprobación de la inexistencia de un "progreso moral" paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otro modo, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán que obrar; pero esta mediocridad más bien haría augurar mal lo que de esto resultará. Se puede suponer también que las invenciones mecánicas, llevadas siempre más lejos, llegarán a un grado en que parecerán de tal modo peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o bien a consecuencia de un cataclismo del cual dejaremos a cada uno la posibilidad de representárselo a su gusto. En este caso también el móvil del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentimentalidad que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos notar, sin insistir en ello, que se han producido ya síntomas que se refieren a una y otra de estas dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una débil medida, a causa de los recientes acontecimientos que han perturbado a Europa, pero que todavía no son lo bastante considerables, piénsese lo que se quiera sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y durables. Por otro lado, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y necesitan de algunos siglos para realizarse, así como también pueden surgir de improviso, por trastornos rápidos e imprevistos; sin embargo, aun en el primer caso, es verosímil que deba llegar un momento en que haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad con relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que es imposible fijar por anticipado, ni siquiera aproximadamente, la fecha de tal cambio; no obstante debemos, verdaderamente, decir que los que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los períodos históricos, podrían permitirse por lo menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas entre ciertos límites; pero nos abstendremos aquí por completo de este género de consideraciones, tanto más cuanto que han sido simuladas a veces por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las cuales acabamos de hacer alusión, y para las que era mucho más fácil hablar de estas cosas porque las ignoraban completamente: esta última reflexión no debe ser tomada como una paradoja, porque lo que expresa es literalmente exacto.
La cuestión que se plantea ahora es ésta: suponiendo que se produzca una reacción en Occidente en una época indeterminada, y a causa de cualesquiera acontecimientos, y que provoque el abandono de aquello en lo que consiste enteramente la civilización europea actual, ¿qué resultará ulteriormente? Son posibles varios casos, y hay motivo para considerar las diversas hipótesis que a ellos corresponden: la más desfavorable es aquella en la que nada vendrá a reemplazar a esta civilización, y en la que, al desaparecer ésta, el Occidente, entregado a sí mismo, se encontraría sumergido en la peor barbarie. Para comprender esta posibilidad hasta reflexionar que, sin remontar siquiera más allá de los tiempos llamados históricos, se encuentran muchos ejemplos de civilizaciones que han desaparecido enteramente; a veces eran las de pueblos que igualmente se han extinguido, pero esta suposición no es realizable más que para civilizaciones muy estrictamente localizadas, y, para las que tienen una extensión mayor, es más verosímil que los pueblos sobrevivan a ellas encontrándose reducidos a un estado de degeneración, más o menos comparable al que representan, como dijimos antes, los salvajes actuales; no es necesario insistir más largamente en esto para darse cuenta de todo lo que tiene de inquietante esta primera hipótesis. El segundo caso seria aquel en el que los representantes de otras civilizaciones, es decir los pueblos orientales, para salvar el mundo occidental de esta decadencia irremediable se lo asimilaran de grado o por fuerza, suponiendo que la cosa fuese posible, y que por otra parte el Oriente consintiera en ello, en su totalidad o en alguna de sus partes componentes. Esperamos que nadie estará bastante cegado por los prejuicios occidentales como para no reconocer lo preferible que sería esta hipótesis a la precedente: habría con seguridad, en tales circunstancias, un período transitorio de revoluciones étnicas muy penosas, de las cuales es muy difícil formarse una idea, pero el resultado final sería de naturaleza tal que compensaría los daños causados fatalmente por semejante catástrofe; sólo que el Occidente debería renunciar a sus características propias y se encontraría absorbido pura y simplemente. Por esto conviene considerar un tercer caso más favorable desde el punto de vista occidental, aunque equivalente, a decir verdad, al punto de vista del conjunto de la humanidad terrestre, puesto que, si llegara a realizarse, el efecto sería el de hacer desaparecer la anomalía occidental, no por supresión como en la primera hipótesis, sino, como en la segunda, por retorno a la intelectualidad verdadera y normal; pero este retorno, en lugar de ser impuesto y obligado, o cuando más sufrido y aceptado desde fuera, se efectuaría entonces voluntariamente y como de manera espontánea. Se ve lo que implica, para ser realizable, esta última posibilidad: se necesitaría que el Occidente, en el momento mismo en que su desarrollo en el sentido actual tocara a su fin, encontrara en sí mismo los principios de un desarrollo en otro sentido, que podría desde entonces realizarse de manera natural; y este nuevo desarrollo, haciendo comparable su civilización a las del Oriente, le permitiría conservar en el mundo, no una preponderancia para la cual no tiene ningún título y que no debe más que al empleo de la fuerza bruta, sino, al menos, el sitio que puede ocupar legítimamente como representante de una civilización entre otras, y de una civilización que, en estas condiciones, no sería ya un elemento de desequilibrio y de opresión para el resto de los hombres. No hay que creer, en efecto, que la dominación occidental pueda ser apreciada de otro modo por los pueblos de civilizaciones diferentes sobre los cuales se ejerce en la actualidad; no hablamos, naturalmente, de ciertos pueblos degenerados, y aun para éstos es quizá más nociva que otra, porque no toman de sus conquistadores sino lo peor que éstos tienen. Para los orientales, hemos indicado ya en diversas ocasiones lo justificado que nos parece su menosprecio del Occidente, tanto más cuanto que la raza europea pone más insistencia en afirmar su odiosa y ridícula pretensión a una superioridad mental inexistente, y en querer imponer a todos los hombres una asimilación que, en razón de sus caracteres inestables y mal definidos, es por fortuna incapaz de realizar. Se necesita de toda la ilusión y de toda la ceguera que engendra el más absurdo prejuicio para creer que la mentalidad occidental atraerá nunca al Oriente, y que hombres para los que no existe verdadera superioridad más que en la intelectualidad llegarán a dejarse seducir por invenciones mecánicas, por las cuales experimentan mucha repugnancia, pero no la más mínima admiración. Sin duda, puede suceder que los orientales acepten o más bien sufran ciertas necesidades de la época actual, pero mirándolas como puramente transitorias y más incómodas que ventajosas, y no aspirando en el fondo más que a desprenderse de todo este material, en el cual no se interesaron nunca verdaderamente fuera de ciertas excepciones individuales debidas a una educación completamente occidental; de un modo general, las modificaciones en este sentido quedan mucho más superficiales que lo que ciertas apariencias podrían inducir a hacer creer a veces a los observadores de fuera, y esto a pesar de todos los esfuerzos del proselitismo occidental más ardiente y más intempestivo. Los orientales tienen el mayor interés, intelectualmente, en no cambiar hoy como no han cambiado en el curso de los siglos anteriores; todo lo que hemos dicho aquí lo prueba, y es una de las razones por las cuales un acercamiento verdadero y profundo no puede venir, como es lógico y normal, sino de un cambio realizado del lado occidental.
Tenemos que insistir también sobre las tres hipótesis que describimos, para marcar más precisamente las condiciones que determinarían la realización de una u otra de ellas; todo depende evidentemente, a este respecto, del estado mental en el cual se encontraría el mundo occidental en el momento en que llegara a detenerse su civilización actual. Si este estado mental fuera entonces tal, como lo es ahora, es la primera hipótesis la que debería necesariamente realizarse, puesto que no habría nada que pudiera reemplazar aquello a lo que se renunciara y que, por otra parte, la asimilación por otras civilizaciones sería imposible, porque iría hasta la oposición la diferencia de mentalidades. Esta asimilación, que responde a nuestra segunda hipótesis, supondría, como mínimo de condiciones, la existencia de un núcleo intelectual en Occidente, aun formado nada más por una "élite" poco numerosa, pero muy fuertemente constituida que suministrara el intermediario indispensable para conducir la mentalidad general, imprimiéndole una dirección que, por lo demás, no tendría ninguna necesidad de ser consciente para la masa, hacia las fuentes de la intelectualidad verdadera. En cuanto se considera como posible el supuesto de una detención de la civilización, la constitución previa de esta "élite" aparece pues como la sola capaz de salvar al Occidente, en el momento requerido, del caos y de la disolución; y, por lo demás, para interesar en la suerte del Occidente a los poseedores de las tradiciones orientales, sería esencial mostrarles que, si sus apreciaciones más severas no son injustas hacia la intelectualidad occidental tomada en su conjunto, puede haber en ella por lo menos honorables excepciones, que indican que la decadencia de esta intelectualidad no es absolutamente irremediable. Hemos dicho que la realización de la segunda hipótesis no estaría exenta, al menos transitoriamente, de ciertos actos desagradables, desde el momento en que el papel de la "élite" se reduciría a servir de punto de apoyo a una acción en la que el Occidente no tendría la iniciativa; pero este papel sería otro si los acontecimientos le dejasen el tiempo de ejercer tal acción, directamente y por ella misma, lo que correspondería a la posibilidad de la tercera hipótesis. Se puede concebir en efecto que la "élite" intelectual, una vez constituida, obrase en cierto modo a la manera de un "fermento" en el mundo occidental, para preparar la transformación que, tornándose efectiva, le permitiera tratar, si no de igual a igual, por lo menos como una potencia autónoma con los representantes autorizados de las civilizaciones orientales. En este caso, la transformación tendría una apariencia de espontaneidad, tanto más cuanto que podría verificarse sin choque, por poco que la "élite" hubiese adquirido a tiempo una influencia suficiente para dirigir realmente la mentalidad general; y, por otra parte, el apoyo de los orientales no le faltaría en esta tarea, porque siempre serán favorables, como es natural, a un acercamiento que se realice sobre tales bases, porque ellos tendrían igualmente en esto un interés que, aunque de otro orden que el que pudieran encontrar los occidentales, no sería de ningún modo desatendible, pero que tal vez seria muy difícil y aún inútil tratar de definir aquí. Sea como fuere, sobre lo que insistimos es que, para preparar el cambio de que se trata, no es de ningún modo necesario que la masa occidental, aún limitándose a la masa llamada intelectual, tome parte en él de inmediato; aunque esto no fuese por completo imposible, sería más bien nocivo bajo ciertos aspectos; basta pues, para comenzar, con que algunas individualidades comprendan la necesidad de tal cambio, pero a condición, bien entendido, que la comprendan verdadera y profundamente.
Ya indicamos el carácter esencialmente tradicional de todas las civilizaciones orientales; la falta de vinculación efectiva a una tradición es, en el fondo, la raíz misma de la desviación occidental. El retorno a una civilización tradicional en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones aparece, pues, como la condición fundamental de la transformación de que acabamos de hablar, o más bien como idéntica a esta misma transformación, que se realizaría en cuanto este retorno se efectuara plenamente y en condiciones que hasta permitirían guardar lo que la civilización occidental actual puede contener de verdaderamente ventajoso bajo algunos aspectos, con tal solamente que las cosas no llegaran antes hasta un punto en que se impusiera una renunciación total. Este retorno a la tradición se presenta, pues, como el más esencial de los fines que la "élite" intelectual debería asignar a su actividad; la dificultad está en realizar integralmente todo lo que esto implica en órdenes diversos, y también en determinar exactamente sus modalidades. Diremos solamente que la Edad Media nos ofrece el ejemplo de un desarrollo tradicional propiamente occidental; se trataría, en suma, no de copiar o de reconstruir pura y simplemente lo que existió entonces, sino de inspirarse en ello para la adaptación que requieren las circunstancias. Si hay una "tradición occidental", es allí donde se encuentra, y no en las fantasías de los ocultistas y de los pseudo-esoteristas; esta tradición fue concebida entonces en modo religioso, pero no vemos que el Occidente esté apto para concebirla de otro modo, ahora menos que nunca; bastaría con que algunos espíritus tuviesen conciencia de la unidad esencial de todas las doctrinas tradicionales en su principio, como debió suceder en aquella época, porque hay muchos indicios que permiten pensarlo así, a falta de pruebas tangibles y escritas cuya ausencia es muy natural, a pesar del "método histórico", del cual no dependen en absoluto estas cosas. Indicamos, a medida que se presentó la ocasión durante el curso de nuestra exposición, los caracteres principales de la civilización de la Edad Media, en lo que presenta de analogías, muy reales aunque incompletas, con las civilizaciones orientales, y no insistiremos ya; todo lo que deseamos decir ahora es que el Occidente, encontrándose en posesión de la tradición más apropiada a sus condiciones particulares y, por lo demás, suficiente para la generalidad de los individuos, estaría dispensado por esto de adaptarse más o menos penosamente a otras formas tradicionales que no han sido hechas para esta parte de la humanidad; se ve lo apreciable que seria esta ventaja.
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