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Resumen del libro Proceso, de Alfred E. Van vogt


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    Resumen del libro Proceso, de Alfred E. Van Vogt – Monografias.com

    Resumen del libro Proceso, de Alfred E. Van Vogt

     PROLOGO Por Miguel Masriera

    A. E. van Vogt no es un desconocido para los lectores de COLECCION NEBULAE que ha publicado ya otra novela suya: «Los monstruos del espacio» en uno de sus primeros tomos. Todavía está vivo entre nuestros lectores el recuerdo de esta novela y una parte, es verdad que no muy numerosa pero si muy selecta, de ellos ha considerado esta obra como una de las más interesantes que habíamos dado a conocer al público de habla castellana.

    Que este sector de nuestro público no estaba equivocado lo demuestra muy a las claras el hecho de que A. E. Van Vogt se haya convertido en uno de los clásicos de esta rama a que se dedica nuestra biblioteca y que en los países de habla anglosajona se denomino «Ficción Científica». Precisamente una de las obras que más ha contribuido a establecer la reputación literaria de este autor es la que hoy ofrecemos a nuestros lectores y que tanto en español como en inglés lleva el título SLAN. Pocas obras de este género tienen una historia editorial más curiosa; fue publicada por primera vez, como folletín en 1940 – una época que, por próxima que pueda parecer al lector de obras literarias corrientes, al de «Ficción Científica» le parece pertenecer ya a un remoto clasicismo – y su éxito fue tan grande que rayó en lo legendario. En vista de ello se publicó en forma de libro en 1945, pero la edición se agotó tan pronto que hasta hace poco tiempo, en el mercado de libros de este género, era corriente pagar por ella precios relativamente tan exorbitantes como 15 dólares o más. En efecto, tan grande era su fama que todos habían oído hablar de ella pero pocos eran los que la habían podido leer.

    Recientemente A. E. van Vogt ha revisado su obra en una nueva edición, que es la que ofrecemos hoy a nuestros lectores (aunque sus «predicciones» respecto a la energía atómica y a las características de un Estado policíaco no han sido alteradas y conservan por tanto su valor premonitorio).

    Van Vogt es un autor concienzudo, si cabe utilizar esta palabra en los que cultivan este género en que el factor predominante es la fantasía. Y seguramente cabe emplearlo en el sentido de que su fantasía está cuidadosamente controlada por una madura reflexión y por un sentido científica de lo que será nuestro futuro. Este último la mayoría de novelistas que intentan vislumbrarlo, nos lo pintan a base de unos progresos científicos no demasiado difíciles de imaginar o de unas relaciones con supuestos habitantes de otros planetas que se creen accesibles que, aunque puedan impresionar fácilmente al lector ingenuo, al más exigente y de madura reflexión, la mayor parte de las veces no le interesan demasiado. A. E. van Vogt no sigue este fácil camino y especula más bien sobre las dificultades que en el futuro puedan surgir por motivos psicológicos. Ya en «Los monstruos del espacio» el tema esencial, el motivo principal de preocupación, más que estos «monstruos» eventuales que el hombre pudiese encontrar en las regiones interplanetarias e interestelares, era la manera como los hombres debían entenderse entre sí para poder luchar contra este peligro. En SLAN el conflicto que se plantea en el porvenir tampoco es de máquinas, monstruos ni artefactos – que son lo accesorio y descontado -. es un conflicto psicológico, es el conflicto de una raza netamente diferenciada y superior a la de los hombres corrientes, que tiene que luchar, como una minoría en el seno de éstos, para mejorarlos y hacer posible una humanidad más perfecta.

    Esperamos que lo emocionante de la trama, el profundo sentido humano y la bien controlada fantasía del autor harán de esta obra una de las preferidas de nuestros lectores.

      A mi esposa E. Mayne Hull.

    Bajo la brillante luz de aquel lejano sol, el bosque respiraba y estaba vivo. Era consciente de la nave que acababa de aparecer, tras atravesar las ligeras brumas de la alta atmósfera. Pero su automática hostilidad hacia cualquier cosa alienígena no iba acompañada inmediatamente por la alarma.

    Por decenas de miles de kilómetros cuadrados, sus raíces se entrelazaban bajo el suelo, y sus millones de copas se balanceaban indolentemente bajo miles de brisas. Y más allá, extendiéndose a lo ancho de las colinas y las montañas, y más allá aún, hasta el borde de un mar casi interminable, se extendían, otros bosques, tan fuertes y poderosos como él mismo.

    Desde un tiempo inmemorial el bosque había guardado el suelo de un peligro cuya comprensión se había perdido. Pero ahora empezaba a recordar algo de este peligro. Provenía de naves como aquella que descendía ahora del cielo. El bosque no llegaba a determinar exactamente cómo se había defendido a sí mismo en el pasado, pero sí recordaba claramente que aquella defensa había sido necesaria.

    A medida que iba siendo más y más consciente de la aproximación de la nave a través del cielo gris-rojo que había sobre él, sus hojas susurraron un eterno relato de batallas libradas y ganadas. Los pensamientos recorrían su lento camino a lo largo de canales de vibraciones, y las ramas madres de cientos de árboles temblaron imperceptiblemente.

    Lo vasto de tal temblor, afectando poco a poco a todos los árboles, creó gradualmente un sonido y una tensión. Al principio fue casi impalpable, como una suave brisa soplando a través de un verdeante valle. Pero aumentó de intensidad.

    Adquirió substancia. El sonido llegó a envolverlo todo. Y la totalidad del bosque aguardó, vibrando su hostilidad, esperando la cosa que se le acercaba a través del cielo.

    No tuvo que esperar mucho.

    La nave aumentó de tamaño mientras seguía la curva de su trayectoria. Su velocidad, ahora que estaba más cerca del suelo, era mayor de lo que había parecido al principio. Planeó amenazadora, por encima de los árboles más cercanos, y descendió aún más, sin preocuparse de las copas. Algunas ramas se rompieron, algunos vástagos se incendiaron, y árboles enteros fueron barridos como si se tratara de seres insignificantes, sin peso ni fuerza.

    La nave prosiguió su descenso, abriéndose camino a través del bosque que gritaba y gemía a su paso. Se posó, abriendo un profundo surco en el suelo, tres kilómetros después de que tocara el primer árbol. Tras ella, la senda de árboles tronchados se estremecía y palpitaba bajo la luz del sol, un recto sendero de destrucción que – recordó repentinamente el bosque – era idéntico al que se había producido en el pasado.

    Empezó amputando los sectores alcanzados. Hilo refluir su savia, y cesó su vibración en el área afectada. Más tarde enviaría nuevos brotes a reemplazar a aquellos que habían sido destruidos, pero ahora aceptó aquella muerte parcial y sufrió por ella. Conoció el miedo.

    Era un miedo teñido por la rabia. Sentía la nave yaciendo sobre los troncos partidos, en una parte de sí mismo que aún no estaba muerta. Sentía la frialdad y la dureza de aquellas paredes de acero, y el miedo y la rabia aumentaron.

    Un susurrar de pensamientos pulsó a lo largo de los canales vibratorios. Espera, decían, hay un recuerdo en mí. Un recuerdo de un lejano tiempo en el que vinieron otras naves parecidas a ésta.

    El recuerdo se negó a precisarse. Tenso pero vacilante, el bosque se preparó a lanzar su primer ataque. Empezó a crecer alrededor de la nave.

    Mucho tiempo atrás había descubierto el poder de crecimiento que poseía. Había sido en un tiempo en el que ocupaba una extensión mucho más limitada que la que cubría ahora. Y entonces, un día, se dio cuenta de que estaba muy cerca de otro bosque como él mismo.

    Las dos masas de árboles en crecimiento, los dos colosos de entremezcladas raíces, se acercaron mutuamente lenta, prudentemente, en una creciente pero cautelosa sorpresa y maravilla de que otra forma de vida similar a la suya hubiera podido existir todo aquel tiempo. Se acercaron, se tocaron… y lucharon durante años.

    Durante aquella prolongada lucha casi nada creció en las regiones centrales, que se detuvieron. Los árboles dejaron de desarrollar nuevas ramas. Las hojas, por necesidad, se robustecieron y afirmaron sus funciones para períodos mucho más largos. Las raíces se desarrollaron lentamente. Toda la energía utilizable del bosque fue concentrada en los procesos de defensa y ataque.

    Auténticas murallas de árboles se levantaban en una noche. Enormes raíces cavaban túneles en las profundidades del suelo penetrando kilómetros y kilómetros, abriéndose paso entre rocas y metales, edificando una barrera de madera viva contra el invasor crecimiento del bosque extranjero. En la superficie, las barreras se cerraron en una línea de un kilómetro o más de árboles situados tronco contra tronco. Y, bajo estas bases, la gran batalla se detuvo finalmente. El bosque aceptó el obstáculo creado por su enemigo.

    Más tarde, luchó con las mismas armas contra un segundo bosque que lo atacaba desde otra dirección.

    Los límites de estas demarcaciones empezaron a ser tan naturales como el gran mar salado del sur, o las heladas cúspides de las montañas que se cubrían de nieve una vez cada año.

    Y como había hecho en su batalla contra los otros dos bosques, el bosque concentró toda su fuerza contra la nave invasora. Los árboles crecieron a un ritmo de treinta centímetros cada pocos minutos. Las plantas trepadoras escalaron los árboles, se proyectaron por encima de la nave. Los incontables filamentos reptaron por encima del metal, y se anudaron por sí mismos alrededor de los árboles del otro lado. Las raíces de aquellos árboles se enterraron profundamente en el suelo, y se anclaron en un estrato rocoso más resistente que ninguna nave jamás construida. Los troncos se ensancharon, y las lianas engrosaron hasta convertirse en enormes cables.

    Cuando la luz de aquel primer día dejó paso al grisor del atardecer, la nave estaba enterrada bajo cientos de toneladas de madera, y oculta bajo un follaje tan denso que ninguna parte de ella era visible.

    Había llegado el momento de pasar a la acción para la destrucción final.

    Poco después de oscurecer, pequeñas raíces comenzaron a tantear por debajo de la nave. Eran infinitésimamente pequeñas; tan pequeñas que en su estadio inicial no tenían más que unas pocas docenas de átomos de diámetro; tan pequeñas que el aparentemente sólido metal parecía casi vacío para ellas; tan increíblemente pequeñas que penetraron sin ningún esfuerzo en el duro acero.

    Fue en aquel momento, como si hubiera estado aguardando a que llegara aquel estadio, que la nave reaccionó, pasando a la acción. El metal empezó a calentarse, luego quemó, después se puso al rojo vivo. Era todo lo que necesitaba. Las minúsculas raíces se contrajeron y murieron. Las raíces más grandes cerca del metal ardieron lentamente a medida que el creciente calor las alcanzaba.

    En la superficie se inició otro tipo de violencia. Chorros de llamas surgieron de un centenar de orificios en la superficie de la nave. Primero las lianas, luego los árboles, empezaron a arder. No era el estallido de un incontrolable fuego, ni el feroz incendio saltando de árbol en árbol en una furia irresistible. Desde hacía mucho tiempo, el bosque había aprendido a controlar los fuegos iniciados por los rayos o por la combustión espontánea. Se trataba únicamente de enviar grandes cantidades de savia al área afectada. Cuanto más verde era el árbol, cuanta más savia lo permeaba, más intenso tenía que ser el fuego para mantenerse.

    El bosque no pudo recordar inmediatamente haberse hallado nunca frente a un fuego que pudiera arrasar al mismo tiempo toda una hilera de árboles dejando que cada uno de ellos derramase un líquido viscoso por cada una de las resquebrajaduras de su corteza.

    Pero este fuego sí podía. Era distinto. No tan sólo poseía llama, sino que era también energía. No se alimentaba tan sólo de madera, sino que vivía con una energía contenida en sí mismo.

    Finalmente, este hecho despertó los recuerdos asociativos del bosque. Era un recuerdo agudo e inconfundible de lo que había hecho hacía mucho tiempo para librar, a él y a su planeta, de una nave como aquella.

    Comenzó por retirarse de las inmediaciones de la nave. Abandonó su intento de aprisionar aquella estructura alienígena con un andamiaje de madera y hojas. A medida que la preciosa savia se retiraba a los árboles que ahora debían formar la segunda línea de defensa, las llamas adquirieron amplitud, y el fuego se hizo tan brillante que toda la escena adquirió una tonalidad irreal.

    Pasó cierto tiempo antes de que el bosque se diera cuenta de que hacía rato que los rayos de fuego ya no surgían de la nave, y que toda la incandescencia y el humo que aún quedaban eran producidos por la madera ardiendo.

    Esto también coincidía con sus recuerdos de lo que había ocurrido en la anterior ocasión.

    Frenéticamente, pero con reluctancia, el bosque inició lo que ahora se daba cuenta que era el único medio de librarse del intruso. Frenéticamente porque se sentía terriblemente convencido de que la llama emitida por la nave podía destruir bosques enteros. Y reluctantemente porque el método de defensa traía consigo el sufrir quemaduras de energía apenas menos violentas que las que pudiera producirle la máquina.

    Decenas de miles de raíces crecieron hacia las profundidades en busca de formaciones que habían evitado cuidadosamente desde que había llegado la última nave. A pesar de la necesidad de apresurarse, el proceso en sí mismo era lento. Pequeñísimas raíces, estremeciéndose ante lo que tenían que hacer, se obligaron a sí mismas a abrirse camino hacia las profundidades, se enterraron en determinados estratos minerales, y a través de un intrincado proceso de ósmosis arrancaron granos de metal puro de las capas naturales de metal impuro. Los granos eran casi tan pequeños como las raíces que habían penetrado en las paredes de acero de la nave, tan pequeños como para poder ser transportados hacia la superficie, suspendidos en la savia, a través del laberinto de gruesas raíces.

    Muy pronto hubo miles de granos moviéndose a lo largo de los canales, luego millones. Y, aunque cada uno de ellos era en sí mismo pequeñísimo, el suelo donde fueron depositados brilló muy pronto a la luz del agonizante fuego. Cuando el sol de aquel mundo ascendió por sobre el horizonte, el plateado reflejo formaba un círculo a treinta metros alrededor de la nave.

    Fue poco después del mediodía cuando la máquina alienígena dio señales de comprender lo que estaba ocurriendo. Una docena de escotillas se abrieron, y algunos objetos flotaron fuera de ellas. Se posaron en el suelo, y comenzaron a absorber aquella mancha plateada con cosas terminadas en una boquilla que chupaban el polvo finísimo en forma ininterrumpida. Trabajaban con grandes precauciones; pero una hora después de oscurecer habían recogido más de doce toneladas del finamente disperso uranio 235.

    A la caída de la noche, todas las cosas provistas de dos patas desaparecieron en el interior de la nave. Las escotillas se cerraron. La larga nave en forma de torpedo se elevó suavemente del suelo y se dirigió hacia el cielo, donde el sol brillaba aún débilmente.

    La primera consciencia de la nueva situación le llegó al bosque cuando las raíces debajo de la nave informaron de un súbito descenso de la presión. Pasaron varias horas antes de que llegara a la conclusión de que la nave enemiga había sido echada. Y varias horas más antes de que se diera cuenta de que el uranio que permanecía aún en el suelo debía ser retirado. Sus radiaciones se estaban extendiendo peligrosamente.

    El accidente se produjo por una razón muy simple. El bosque había tomado aquella substancia radiactiva de las rocas. Para librarse de ella, necesitaba tan solo introducirla de nuevo en las más cercanas capas rocosas, particularmente las del tipo de roca que absorbía la radiactividad. Para el bosque, la situación era tan obvia como esto.

    Una hora después de que iniciara la realización de su plan, la explosión lanzó su hongo hacia el espacio abierto.

    Era algo que estaba mucho más allá de la capacidad de Comprensión del bosque. Ni vio ni escuchó aquella colosal silueta portadora de muerte. Lo que experimentó fue sin embargo suficiente. Un huracán arrasó kilómetros cuadrados de bosque. Las ondas de calor y de radiación provocaron incendios que requirieron horas para ser extinguidos.

    El miedo se apagó lentamente cuando recordó que también había ocurrido lo mismo la otra vez. Pero más aguda que este recuerdo fue la visión de las posibilidades que abría lo ocurrido… la naturaleza de tal oportunidad.

    Poco después del amanecer del día siguiente, lanzó su ataque. Su víctima era el bosque que – Según su desfalleciente memoria – había invadido originalmente su territorio.

    A lo largo de todo el frente que separaba a los dos colosos, entraron en erupción pequeñas explosiones atómicas. La sólida barrera de árboles que formaban las defensas exteriores del otro bosque se derrumbó ante los sucesivos ataques de tan irresistible energía.

    El enemigo, reaccionando normalmente, puso en marcha sus reservas de savia. Cuando estaba plenamente dedicado a la gigantesca tarea de edificar una nueva barrera, las bombas empezaron de nuevo a actuar. Las explosiones resultantes destruyeron completamente las reservas de savia. Y el enemigo, no pudiendo comprender lo que estaba ocurriendo, estuvo perdido desde aquel momento.

    En la tierra de nadie donde habían actuado las bombas, el bosque atacante lanzó una oleada de raíces. Cada vez que se manifestaba una resistencia, estallaba una nueva bomba atómica. Poco después del siguiente mediodía una titánica explosión destruyó el centro sensitivo de árboles del otro bosque… y la batalla finalizó.

    Se necesitaron meses para que el bosque creciera en el territorio de su derrotado enemigo, arrancando sus agonizantes raíces, arrasando en su empuje los indefensos árboles que habían quedado, y tomando posesión plena e indiscutida de su nuevo territorio.

    Una vez terminada la tarea, se volvió como una furia contra el bosque que lo franqueaba por el otro lado. Una vez más, atacó con el trueno atómico, e intentó abrumar a su adversario con una lluvia de fuego.

    No era cosa fácil estar allí sentada bajo las deslumbrantes luces que se habían encendido: Les hombres la miraban con excesiva frecuencia, con una mezcla de impaciencia y rigor en la mente, y jamás un destello de piedad en ninguna parte. Con aquel odio que sentía pesaba sobre su espíritu y atenuaba la vida que palpitaba por sus nervios. La odiaban. Deseaban su muerte. Impresionada, Kathleen cerraba los ojos y procuraba distraer su mente como si por un intenso esfuerzo de voluntad pudiese conseguir hacer su cuerpo invisible.

    Pero había tantas cosas en juego que no se atrevía a perder un solo pensamiento o imagen. Sus ojos y su pensamiento estaban completamente despiertos y no perdía de vista nada de todo aquello, la habitación, los hombres, todo el significado de la situación. John Petty se levantó súbitamente y dijo:

    – Me opongo a la presencia de esta slan entre nosotros, ya que su aspecto infantil e inocente podría inspirar compasión en alguno de nosotros.

    Kathleen se quedó mirándolo. El jefe de la policía secreta era un hombre corpulento, de rostro más de cuervo que de águila y quizá demasiado carnoso, en el cual no se leía ni el menor rastro de bondad. ¿Piensa realmente esto?, se preguntó Kathleen. ¡Ninguno de esos hombres es capaz de sentir la menor piedad!

    Kathleen trató de leer a través de las palabras, pero su mente estaba borrosa y en su duro rostro no había la menor expresión. Creyó captar un ligero tono de ironía y se dio cuenta de que John Petty comprendía perfectamente la situación. Era la lucha por el poder y su cuerpo y su cerebro estaban pendientes de la mortal importancia de lo que estaba en juego.

    Kier Gray se echó a reír y Kathleen captó en el acto la onda de la personalidad magnética de aquel hombre. Había en él cierta calidad de tigre, algo inmensamente fascinador, como una aureola que le daba una vida que no poseía nadie más de aquella habitación.

    – No creo que exista peligro de – dijo – que… nuestros bondadosos sentimientos predominen sobre nuestro sentido común.

    -¡Exacto! – intervino Mardue, ministro de Transportes -. El juez tiene que estar en presencia del acusado… – Se calló después de estas palabras pero mentalmente terminó la frase -: especialmente cuando sabe que la sentencia es de muerte.

    – Quiero que se marche, además – prosiguió John Petty -. porque es una slan, y, ¡pardiez!, no quiero estar en la misma habitación que una slan.

    El tumulto de voces y la colectiva emoción que siguió a esta llamada popular fue para Kathleen como un golpe físico. Por todas partes se gritaba:

    -¡Tiene mucha razón!

    -¡Echadla de aquí!

    -¡Gray, has tenido una osadía sin límites al despertarnos en medio de una noche como ésta…!

    – El Consejo dictaminó sobre este caso hace once años. Yo no me he enterado hasta recientemente.

    -¿La sentencia era de muerte, no es así?

    El tumulto de voces atrajo una mueca de contrariedad a los labios de Petty. Miró a Kier Gray.

    Las miradas de los dos hombres se cruzaron como espadas en el preliminar asalto de un duelo a muerte. A Kathleen le fue fácil entender que Petty estaba tratando de crear la confusión sobre el resultado. Pero si el propio jefe se sentía perdido, nada lo delató en su impasible rostro; ni el menor rastro de vacilación vibró en su cerebro.

    – Señores me parece que aquí no nos entendemos. Kathleen, la slan no está aquí para ser juzgada. Está aquí para declarar contra John Petty y comprendo, por lo tanto, su deseo de verla salir de esta habitación.

    Kathleen analizó que el asombro de John Petty fue un poco fingido. Su mente permaneció demasiado en calma, demasiado fría, y su voz se convirtió en un bramido de toro.

    -¡Esto es de una osadía inaudita! ¿Nos has levantado a todos de la cama a las dos de la mañana para darnos la sorpresa de una acusación indigna basada en el testimonio de una slan? ¡Te digo que tu osadía no conoce límites, Gray! Y una vez para siempre, creo que deberíamos dejar bien sentado el problema jurídico de si la palabra de un slan puede ser o no considerada como prueba en juicio.

    De nuevo la llamada a los odios básicos. Kathleen se estremeció bajo las vibraciones de las respuestas que captó en los cerebros de los demás.

    No había esperanza ninguna para ella, ni la menor oportunidad, sólo la muerte segura. La voz de Gray era grave al responder:

    – Petty, creo que deberías darte cuenta de que no estás hablando ahora delante de un puñado de campesinos soliviantados por la propaganda. Tus auditores son gente realista y, pese a todos tus obvios esfuerzos por imponer el resultado, se dan cuenta de que su vida política y acaso incluso la física, están en juego, en este momento crítico que tú, y no yo, nos han impuesto.

    Su rostro se endureció todavía y los músculos aumentaron su tensión. Su voz enronqueció.

    – Espero que todos vosotros despertaréis de vuestro sueño, por profundo que sea, y os daréis cuenta de que John Petty sólo pretende destituirme, y de que quien quiera que gane de nosotros dos, algunos de vosotros habréis muerto antes de que llegue la mañana.

    Nadie miraba ya a Kathleen En aquella habitación súbitamente silenciosa tenía la sensación de estar presente pero no ya visible. Parecía que le hubiesen quitado un peso de encima y por primera vez podía ver, sentir y pensar con una claridad normal. El silencio que reinaba en aquella habitación era tan mental como fonético. Durante algunos instantes los pensamientos de los presentes fueron perdiendo intensidad. Era como si se hubiese levantado una barrera entre su cerebro y los de los demás, porque los pensamientos de todos estaban concentrados en el análisis de la situación, comprendiendo súbitamente el peligro mortal que amenazaba.

    En medio de la confusión de ideas Kathleen sintió brotar una orden mental clara, imperativa:

    « ¡ Siéntate en la silla del rincón donde no puedan verte sin volver la cabeza! ¡Pronto!»

    Kathleen dirigió una mirada a Kier Gray, y en sus ojos vio que relucía una llama, tal era la intensidad con que la miraba. Y en el acto se apartó de su silla sin hacer ruido, obedeciéndole.

    Nadie la echó de menos, no se dieron cuenta siquiera de su acción. Y Kathleen sintió una oleada de júbilo al ver que incluso en aquel momento de fuerte tensión. Kier Gray estaba jugando sus cartas sin perder baza.

    – Desde luego – dijo -, no hay una absoluta necesidad de ejecutar a nadie con tal de que John Pretty, una vez y para siempre, se quite de la cabeza el alocado deseo de remplazarme.

    A Kathleen le era absolutamente imposible leer los pensamientos de nadie mientras permanecía con la vista fija en Kier Gray. Todos estaban tan intensamente concentrados como John Petty y Kier Gray, en lo que dirían y harían. Con un ligero tono de apasionamiento en su voz, Kier Gray prosiguió:

    – Digo alocado porque, aunque a primera vista pueda parecer una mera rivalidad por el poder, hay en ello algo más. El hombre que ostenta el supremo poder representa la estabilidad y el orden. El hombre que aspira a él puede, en el momento en que lo alcance, quererse afianzar en su puesto y esto significa ejecuciones, destierros confiscaciones, cárceles y torturas… todo, naturalmente, aplicado a aquellos que se habían opuesto a él o de quienes desconfía. El antiguo jefe no puede pasar a ocupar un puesto subordinado; su prestigio no se desvanece jamás – como lo atestiguan Napoleón y Stalin – y por consiguiente sigue siendo un peligro. Pero un presunto candidato puede ser disciplinado y mantenido en su puesto. Este es mi plan para con John Petty.

    Kathleen se dio cuenta de que aquello era una llamada a los cautelosos instintos de todos ellos, a sus temores de lo que el cambio podía comportar. John Petty se puso súbitamente de pie. De momento abandonó su guardia, pero tan grande era su rabia que a Kathleen le fue imposible leer sus pensamientos.

    – No creo haber oído jamás – estalló -, una declaración tan extraordinaria en boca de un hombre presuntamente cuerdo. Me ha acusado de imponer las decisiones. Señores, ¿habéis observado que hasta ahora no he brindado decisión alguna, no ha aportado ninguna prueba? Sólo tenemos sus afirmaciones, y este dramático proceso que nos ha impuesto a medianoche, cuando la mayoría de nosotros estábamos durmiendo profundamente. Debo confesar que no estoy todavía del todo despierto, pero sí lo suficiente para darme cuenta de que Kier Gray ha sucumbido al complejo que devora los dictadores de todos los tiempos, la manía persecutoria. No me cabe la menor duda de que desde hace algún tiempo ha visto en todas nuestras acciones y palabras una amenaza contra su posición. Me sería difícil ocultaros mi desconsuelo ante lo que esto significa. Con la desesperada situación creada por los slans, ¿cómo puede siquiera insinuar que uno de nosotros busca la desunión? Os digo, señores, que en las circunstancias actuales no podemos ni tan sólo insinuar una escisión. El público está al corriente de la monstruosa actividad mundial de los slans contra los chiquillos humanos. Su tentativa de standarizar la raza humana es el más grave problema ante el cual se ha encontrado nuestro Gobierno.

    Se volvió hacia Kier Gray, y Kathleen sintió un escalofrío al ver su aparente sinceridad su perfecta actuación.

    – Kier, quisiera poder olvidar lo que has hecho. Primero esta reunión, después la amenaza de que antes del amanecer algunos de nosotros podemos haber muerto. En estas circunstancias sólo puedo aconsejarte que presentes la dimisión. En todo caso, no gozas ya de mi confianza.

    – Como veis, señores – dijo Gray con una tenue sonrisa -, llegamos ahora al corazón del problema. Quiere mi dimisión.

    Un muchacho alto y delgado con el rostro aguileño se levantó y tomó la palabra:

    – Estoy de acuerdo con Petty. Tus actos, Gray han demostrado que no eres ya un hombre responsable. ¡Dimite!

    – ¡Dimite! – gritó otra voz. Y en el acto los gritos brotaron de todas partes -: ¡Dimite! ¡Dimite! ¡Dimite!

    Los gritos y los feroces pensamientos que los acompañaban le parecían a Kathleen que había estado siguiendo las palabras de John Petty con concentrada atención, el principio del fin. Transcurrió un largo momento antes de que se diese cuenta de que, de los diez hombres sentados fueron sólo cuatro los que habían armado la algarabía.

    El cerebro de Kathleen hacía un doloroso esfuerzo. Gritando una y otra vez « ¡Dimite!» habían esperado alejar el peligro y de momento fracasaban. La mente y los ojos de Kathleen se fijaban en Kier Gray, cuya presencia de espíritu había evitado que los demás gritasen también, presas del pánico. Sólo verlo le devolvió el valor, porque permanecía erguido en su sillón, alto, fuerte, enérgico; y en su rostro se esbozaba una tenue sonrisa de ironía.

    -¿Es caso de extrañar – preguntó pausadamente -. que los cuatro concurrentes jóvenes se hayan puesto al lado de Mr. Petty? Espero que los señores presentes de más edad verán claramente que se trata de una organización preparada de antemano y que antes de la mañana los pelotones de ejecución habrán funcionado, porque estos incendiarios jóvenes tienen prisa en vernos desaparecer, ya que, aunque mi edad sea bastante similar a la suya, me consideran como un anciano. Sienten ansia de sacudir la moderación que les hemos impuesto y están, desde luego, convencidos de que fusilando a los viejos no harán más que acelerar algunos años lo que la naturaleza hubiera, en todo caso, realizado con el transcurso del tiempo.

    -¡Fusiladlos! – gritó Mardue, el más viejo de los presentes.

    -¡Abajo los jóvenes! – saltó Harlihan, ministro del Aire.

    Entre los ancianos circuló un murmullo que Kathleen hubiera querido oír si no hubiera estado tan concentrada en los impulsos, más. que en las palabras. Reinaba el odio, el miedo, la duda, la arrogancia, la decisión, todo ello revuelto en un galimatías mental.

    Ligeramente pálido, John Petty hacía frente al motín. Pero Kier Gray se levantó echando llamas por los ojos, con el puño amenazador.

    -¡Siéntate, loco de atar! ¿Cómo te atreves a precipitar esta crisis cuando tenemos que cambiar toda nuestra política acerca de los slans? ¿Estamos perdiendo, lo sabes? No hemos tenido ni un solo científico que midiese la superioridad de los slans. ¡Cuánto daría por tener a uno de ellos a nuestro lado! Tener, por ejemplo. un slan como Peter Cross, estúpidamente asesinado hace tres años porque la policía se dejó contagiar por la mentalidad de la plebe… Sí, he dicho «plebe». Esto es lo que es el pueblo de nuestros días. Una plebe, una bestia que hemos ayudado con nuestra propaganda. Tiene miedo, un miedo mortal, por sus chiquillos y no tenemos un científico que pueda estudiar objetivamente el problema. En realidad, no tenemos ningún científico digno de este nombre. ¿Qué incentivo puede tener para un ser humano pasar toda su vida consagrado a las investigaciones cuando sabe fijamente que todos los descubrimientos que puede llegar a conseguir han sido desde hace mucho tiempo perfeccionados por los slans? ¿Qué están refugiados en sus cuevas secretas, o escribiendo sus secretos en un papel, preparados para el día en que los slans hagan su nueva tentativa de apoderarse del mundo? Nuestra ciencia es una broma, nuestra educación un montón de mentiras. Y año tras año las ruinas de las aspiraciones humanas a nuestro alrededor.

    Cada año hay más miseria, más desorden, más desorientación. Sólo nos ha quedado el odio, y el odio no es suficiente en este mundo. Tenemos que acabar con los slans o llegar a un arreglo con ellos y terminar esta locura.

    El rostro de Kier Gray estaba congestionado por el calor que había puesto en sus palabras. Y Kathleen vio que mientras las pronunció permanecía perfectamente tranquilo, sereno, cauteloso.

    Maestro en la demagogia, director de hombres, cuando de nuevo habló su voz le pareció floja en comparación, su timbre abaritonado resonó claro y pausado.

    – John Petty me ha acusado de querer conservar la vida a esta chiquilla. Quisiera que pensaseis un poco en los últimos meses transcurridos.

    – ¿Os ha hecho Petty observar constantemente, riéndose quizá, que yo quería conservar esta chiquilla con vida? Sé que sí, porque ha llegado a mis oídos. Pero ya veis lo que ha hecho, desparramar sutilmente el veneno. Vuestras mentalidades políticas os dirán el motivo que me a obligado a adoptar esta posición; matándola, parece que me he sometido, y, por lo tanto, perderé prestigio. Tengo, por lo tanto, el propósito de dictar una orden diciendo que Kathleen Layton no será ejecutada. En vista de nuestra carencia de conocimientos sobre los slans, será mantenida viva como sujeto de estudio. Yo, personalmente, estoy decidido a sacar el mejor partido de su presencia, observando el desarrollo de un slan durante su madurez. He tomado ya una gran cantidad de notas con este objeto.

    -¡No trates de gritarme! – chilló John Petty que estaba todavía de pie -. Has ido demasiado lejos. El día menos pensado entregarás a los slans un continente donde puedan desarrollar sus así llamadas superinvenciones de las cuales tanto hemos oído hablar, pero que nunca hemos visto. En cuanto a Kathleen Layton, ¡pardiez!, la conservaremos viva por encima de mi cadáver. Las mujeres slans son las más peligrosas de todas. ¡Son las que reproducen la especie y conocen su oficio, a fe mía!

    Las palabras llegaban confusas a Kathleen. Por segunda vez apareció en su cerebro la insistente pregunta mental de Kier Gray: «¿Cuántos de los presentes están a mi lado incondicionalmente? Usa tus dedos para contestar».

    Kathleen le mandó una mirada de perplejidad y se sumergió en el remolino de emociones y pensamientos que brotaban de todos los hombres. La cosa era difícil, porque eran muchos y había muchas interferencias. Por otra parte, a medida que veía la verdad, su cerebro empezaba a debilitarse.

    Había creído que hasta cierto punto los ancianos estaban de parte del jefe, pero no era así. En sus cerebros había el temor, la creciente convicción de que los días de Kier Gray estaban contados y era conveniente para ellos ponerse al lado de los más jóvenes, más fuertes.

    Finalmente, desfallecida levantó tres dedos. Tres sobre diez a favor cuatro definitivamente en contra y con Petty, tres que vacilaban.

    No podía darle estas últimas cifras porque su mente sólo le había pedido los partidarios. Su atención estaba fija en aquellos tres dedos con los ojos abiertos por el temor. Por un breve instante Kathleen lo sintió presa del pánico, pero su impasibilidad se impuso sobre su actitud. Permaneció sentado como una estatua de piedra, frío, con una rigidez mortal.

    Kathleen no podía apartar sus ojos del jefe.

    Tenía ya la convicción de que era un hombre acorralado, listo, que estrujaba su cerebro en busca de una técnica que le permitiese convertir en victoria la inminente derrota. Ella luchaba por penetrar en su cerebro, pero el férreo dominio de sus pensamientos levantaban una barrera infranqueable entre ellos.

    Pero en aquellos pensamientos superficiales ella leía sus dudas, una curiosa incertidumbre sobre lo que debía hacer, de lo que podía hacer, en aquel momento. Todo aquello parecía indicar que no había previsto una crisis de aquellas proporciones, una oposición organizada, un odio concentrado que esperaba el momento de desencadenarse contra él y derrumbarlo. Las ideas. de Kathleen cesaron cuando oyó a John Petty decir:

    – Creo que sería mejor pasar a votación.

    Kier Gray se echó a reír con una risa fuerte, prolongada, que terminó con una especie de expresión de buen humor.

    -¿Quieres pasar a votación, pues, un punto que hace un momento acabas de decir que yo no había siquiera demostrado que existiese? Me opongo naturalmente a apelar por más tiempo a la razón de los presentes. La época del razonamiento ha pasado, cuando los oídos se hacen el sordo, pero una demanda de votación en estos momentos es un reconocimiento implícito de culpabilidad, un acto visiblemente arrogante, el resultado, sin duda, de la seguridad dada por cinco, por lo menos, posiblemente más, de los miembros del Consejo. Pero dejadme que ponga más de mis cartas sobre la mesa. Hace ya algún tiempo que estoy al corriente de esta rebelión y estaba preparado para hacerle frente.

    -¡Bah! – exclamó Petty -. ¡Te estás jactando! He observado todos tus movimientos. Cuando organizamos este Consejo temimos la eventualidad de que algunos de sus miembros quisiese prescindir de los demás y las salvaguardias que entonces preparamos se hallan todavía en vigor. Cada uno de nosotros tiene un ejército privado. Mis guardias están ahora patrullando por el corredor, como las de todos los miembros del Consejo, dispuestos a arrojarse a las gargantas de los demás en cuanto se les dé la orden. Todos estamos dispuestos a darla y a perecer si hace falta en la lucha.

    -¡Ah! – dijo Gray suavemente -. ¡Por fin salimos al descubierto!

    Se produjo un rumor de pies que se agitaban y un torbellino de ideas y Kathleen se sintió desfallecer al oír a Mardue, uno de los tres miembros que más fielmente adicto a Gray había creído, aclararse la voz para hablar. Un solo instante antes de hacerlo, ella captó sus pensamientos.

    – Realmente, Kier, creo que cometes una equivocación al considerarte como un dictador. Has sido meramente elegido por el Consejo y tenemos el perfecto derecho de elegir a otro en tu lugar. Otro, quizá, cuya organización para el exterminio de los slans sea más efectiva.

    Aquello era una venganza. Las ratas iban abandonando la nave que tenía que naufragar y tratando desesperadamente de convencer a los nuevos poderes de que su apoyo era importante. También en el cerebro de Harlihan el viento de las ideas soplaba en aquella dirección. «Sí, sí. Tu idea de llegar a un acuerdo con los slans en una traición, una pura traición. Este es un tema intocable hasta allá donde afecta la muche…, la gente. Debemos hacer cuanto sea posible por el exterminio de los slans y acaso una política más agresiva por parte de un hombre más enérgico…»

    Kier Gray sonreía tristemente, y siempre la misma cuestión ocupaba su cerebro… ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Kathleen captaba una vaga sugerencia de intentar algo más, pero nada tangible, nada claro llegaba a su cerebro.

    – De manera prosiguió Kier Gray siempre con voz pausada -, que vais a entregar la presidencia de este consejo a un hombre que hace sólo pocos días permitió a Jommy Cross, muchacho de nueve años, probablemente el slan más peligroso hoy en día, escapar en su mismo coche.

    – Por lo menos – dijo John Petty -, habrá un slan que no se escapará. – Miró con una expresión de maldad hacia Kathleen y se volvió triunfante hacia los otros. – Lo que debemos hacer es lo siguiente: ejecutarla mañana, ahora mismo, incluso, y dictar una providencia diciendo que Kier Gray ha sido destituido porque había llegado a un acuerdo secreto con los slans; como el hecho de negarse a la ejecución de Kathleen Layton lo demostraba.

    Era la sensación más extraña que podía imaginarse estar allí sentada oyendo discutir su sentencia de muerte y, sin embargo, no experimentaba la menor emoción, como si se tratase de una persona totalmente ajena a ella. Su mente parecía alejada, ausente, y el rumor de asentimiento que brotó de todos los presentes le pareció también deformado por la distancia. La sonrisa se desvaneció en el rostro de Kier Gray.

    – Kathleen – dijo en voz alta y seca -, dejémonos ya de juegos. ¿Cuántos se han puesto contra mí?

    La muchacha vio su imagen borrosa y con las lágrimas en los ojos contestó, casi sin darse apenas cuenta:

    – Todos están contra ti. Siempre te han odiado porque eres mucho más inteligente que ellos, y porque creen que has querido avasallarlos para dominar y quitarles importancia.

    -¡De manera que la utiliza para espiarnos! – exclamó John Petty con rabia, pero al mismo tiempo con acento de triunfo -. ¡Bien, en todo caso, siempre es agradable saber que por lo menos sobre un punto estamos todos de acuerdo; y es que Kier Gray está acabado!

    – Nada de esto – respondió Gray suavemente -. Estoy tan en desacuerdo con vosotros que dentro de diez minutos estaréis todos frente al pelotón de ejecución. Dudaba si tomar tal radical medida, pero ahora no hay otro camino, ni es posible volver atrás porque acabo de cometer una acción irrevocable. He apretado un botón avisando a los oficiales de guardia de vuestra guardia personal, vuestros más fieles consejeros, y vuestros herederos, que la hora ha llegado.

    Todos los presentes se quedaron mirándolo estúpidamente, mientras proseguía:

    Partes: 1, 2
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