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El Pensamiento Lógico de Sherlock Holmes


Partes: 1, 2, 3

  1. Introducción
  2. El pensamiento lógico de Sherlock Holmes
  3. Conclusión

Introducción

Esquilo he tenido como el creador de la tragedia griega, siendo anterior a Sófocles y Eurípides, siendo los tres los máximos representante de este género. Fue la calidad de su producción, que después de haber alcanzado la corona de la victoria en el año 484 A.C. su representaciones fueron premiadas año tras año, hasta que fue vencido por Sófocles en el año 468.

Se dice que escribió unas 82 obras, y por la calidad de las mismas, de haber vivido en nuestros tiempos, pudo haber sido galardonado con un Premio Nobel, de Literatura. Su trilogía de la Orestíada, compuesta por: AgamenónLas coéforas, y Las Euménides, es suficiente para alcanzar la inmortalidad en el mundo de las letras. Pero lo más importa, y es lo que deseo resaltar en esta introducción, es que cuando Esquilo murió, él no quiso ser recordado por su vasta y laureada obra, sino que quería se recordara que fue uno de los Diez mil atenienses, que se presentaron descalzos, con los pechos desnudos, y empuñando una lanza o una espada. Este fue su epitafio:

"Esta tumba esconde el polvo de Esquilo,hijo de Euforio y orgullo de la fértil GelaDe su valor Maratón fue testigo,y los Medos de larga cabellera, que tuvieron demasiado de él."

Sir Arthur Conan Doyle, no quería que le recordara por ser el padre del famoso de todos los detectives que han conocido los anales del crimen, a Míster Sheldock Holmes. Pero ha sido tanta la gloria y la fama del hijo, que ha opacado el nombre del padre. En literatura conocemos a Doyle por ser el autor de Sheldock Holmes, teniendo la creación más fama que el creador.

Doyle escribió cincuenta y seis relatos, los cuales se reunieron en cinco tomos, y cuatro novelas, en los cuales el famoso detective es el protagonista. Antes de iniciar con los relatos cortos, escribió las novelas: Estudio en Escarlata, en noviembre de 1887, y el Signo de los Cuatro, en 1890; luego en julio de 1891 hasta junio de 1892, publica doce relatos, que se reúnen con el título de Las Aventuras de Sheldock Holmes.

De diciembre de 1892 hasta diciembre de 1893, salen a la luz otro once relatos, con son agrupados con el título de Las Memorias de Sheldock Holmes. Estas memorias tienen como colofón un relato titulado: "El problema final", en el cual, el detective muera en Suiza, tras una lucha sostenido con su archienemigo, el Profesor Moriarty, y caer ambos en las Cataratas de Reichenbach, Meiringen es una comuna suiza del cantón de Berna. Con esta aventura, el padre piensa deshacerse del hijo, pero es tanta la insistencia, que nueve años más tarde de su desaparición, sale a la luz, en 1902, la novela: El Sabueso d los Baskerville, teniendo a Holmes como protagonista.

Cuando se ha producido un hiato de diez años, se inicia en septiembre del 1903, la publicación de trece relatos, han de finalizar en diciembre de 1904, y con son recopilados con el título de: El Regreso de Sheldock Holmes.

Pero Holmes vuelve a salir de escena, cuando el silencio dura cuatro años, en 1908, se publican dos relatos, entre agosto y diciembre, otro relato en diciembre de 1910; luego en 1911 se publican dos relatos más. En 1913 se publica un relato, y un último relato en el año de 1917. Estas ocho aventuras, se reúnen con el título de: Su Último Saludo.

Al mismo tiempo que se publican estas aventuras, de 1908 al 1917, Arthur Conan Doyle publica la novela: El Valle del Terror, que aparece entre septiembre del 1914 y mayo de 1915.

Los doce relatos que forman: El Archivo de Sheldock Holmes, se publican entre octubre de 1921 y marzo de 1927, siendo en el año de 1925, donde no se dio a la estampo ninguna aventura del mundialmente conocido investigador. Durante este período, la pluma de Doyle no estuvo ociosa, ya que salieron publicadas siete obras suyas, las cuales van, desde una historia del espiritismo, unas memorias y aventuras, relatos de terror, y una sobre el misterio de las hadas.

Doyle tenía cifrada su esperanza en ser reconocido por ser el autor de las novelas protagonizadas por el Profesor Challenger, unas seis novelas, que inician con el Mundo perdido.

Se debe apuntar que Arthur Conan Doyle publico unos cien títulos, pero este trabajo está dirigido únicamente a mostrar el Pensamiento Lógico de Sheldock Holmes, y por esa razón vamos hacer la siguiente presentación taxonómica, en el cual la deducción es vista con antelación, lo que para otro es un proceso adivinatorio.

1. En las Aventuras de Sherlock Holmes, tres, de las doce aventuras no tienen el pensamiento lógico deductivo, este es el adivinatorio, lo que nos da un 25 % de los casos.

2. En las Memorias de Sherlock Holmes, cinco de las once aventuras a la que se enfrenta el detective no lo tienen, por lo cual nos da un 45% de todos los casos resueltos.

3. En El Retorno de Sherlock Holmes, compuesto por trece relatos, en siete de ellos no se encuentra esta forma de deducción, lo cual nos da 53 %.

4. En El Último Saludo, Sherlock Holmes tiene ocho casos, de los cuales tres no presentan el pensamiento lógico buscado por nosotros, lo cual arroja el 37.5 % de los casos.

5. El Archivo de Sherlock Holmes, manojo de aventuras que se escribieron con el cuenta gotas, entre 1921 y 1927, en nueve aventuras de las doce, no se encuentra lo buscado, por lo cual, el 75% no está provisto de esta manera de razonamiento. Y de las tres aventuras que lo tienen, en La melena de león, apena está presente por una pregunta, que Holmes le hace a Harold Stackhurst.

De lo ante dicho, se nos permite colegir, que de los cincuenta y seis relatos, veintisiete no tiene lo buscado por nosotros, lo cual nos dice que el 48% está desprovisto de esa forma silogística tan característica del pensador deductivo. También es este el momento de decir que en solo cuatro aventuras, el doctor Watson no es el narrador, pero que interviene en dos de ellos, y estos son: El último saludo y La piedra de Mazarino. En ambos casos, el narrador es una tercera persona e omnisciente. En las otras dos aventuras: El soldado de la piel descolorida y La melena de león, el narrador es Holmes, y Watson no se encuentra.

Como dato curioso, y a manera de acotación, he de consignar, que la más breve de todas las aventuras, es el titulado: La inquilina del velo, en el cual Holmes no hace ninguna investigación, sino que se limita a escuchar la confesión hecha por Eugenia Ronder.

Este trabajo está dirigido única y exclusivamente a mostrar el Pensamiento Lógico Deductivo de Sherlock Holmes a partir del estudio de un objeto o de una situación, y en la cual, en la mayoría de los casos está presente su coinquilino, amigo y biógrafo, el doctor John H. Watson. Con esto no estoy diciendo que en los casos que no se encuentran citado aquí el razonamiento se ha aplicado con rigor, no, sino en todas las aventuras, el detective aplicar en la practica la deducción. Nuestra atención se encamina a la verbosidad, a la teorización nacida de la observación, y que encandila, y asombra, hasta el extremo de dejar estupefacto a cualquier oyente. Aunque esta antología no comprende las cuatro novelas, me he servido generalmente de ellas en esta introducción, de las cuales única y exclusivamente he tomado las presentaciones, ya que en ellas, como un relámpago en medio de una noche oscura, encontramos el luminoso pensamiento deductivo.

De aquí en adelante, amable lector, te invito a que sea testigo de una línea de pensamiento, que desde ya, han de formar parte del instrumento, del órgano, que al entender de Aristóteles, es una herramienta que nos ha de conducir al conocimiento de la verdad. Las citas que he tomado se encuentran en orden cronológico, y atienden más al tiempo de su aparición, su orden es secuencial.

"-De ninguna manera -le contesté con viveza-. Es del mayor interés para mí, en especial después de haber tenido la oportunidad de observar la aplicación práctica que usted realiza de ello. Pero hace un instante habló usted de observar y deducir. Claro que, hasta cierto punto, lo uno comprende lo otro. [1]

-En absoluto -contestó Holmes, reclinándose cómodamente en su sillón y arrojando de su pipa hacia lo alto espesas volutas de humo azulado-. Por ejemplo, la observación me hace ver que usted estuvo esta mañana en la oficina de correos de la calle Wigmore; pero la deducción me dice que, una vez allí, despachó un telegrama.

-¡Exacto! -exclamé-. ¡Acertó en ambas cosas! Pero confieso que no me explico de qué manera ha llegado usted a saberlo. Fue un súbito impulso, y no he hablado del asunto con nadie.

-Es elemental -dijo él, riéndose al ver mi sorpresa-. Tan absurdamente sencillo es, que toda explicación resulta superflua; sin embargo, puede servir para definir los límites de la observación y la deducción. La observación me hace descubrir que lleva usted adherido a su calzado un poco de barro rojizo. Delante de la oficina de correos de la calle Wigmore Street acaban de levantar, precisamente, el pavimento y sacado tierra, de un modo que resulta difícil no pisarla al entrar. Hasta donde llegan mis conocimientos, esa tierra es de un tono rojizo característico que no se encuentra en ningún otro lugar de los alrededores. Hasta ahí es observación. El resto es deducción.

-¿Cómo dedujo lo del telegrama?

-Veamos. Yo sabía que usted no había escrito ninguna carta, porque estuve toda la mañana sentado frente de usted. Observo también ahí, en su pupitre abierto, que tiene usted una hoja de sellos y un buen paquete de postales. ¿A qué, pues, podía usted entrar en las oficinas de correos sino a expedir un telegrama? Eliminados todos los demás factores, el único que aún resta tiene que ser el verdadero.

-En este caso, ciertamente lo es -contesté tras una breve meditación-. Como usted dice, es de lo más sencillo. ¿Consideraría impertinente que sometiese a una prueba más severa sus teorías?

-Todo lo contrario -me contestó-; con ello me evitaría una segunda dosis de cocaína. Me encantaría ahondar en cualquier problema que usted pudiera someter a mi consideración.

-Le he oído decir que es difícil que un hombre use todos los días un objeto cualquiera sin dejar impresa en el mismo su personalidad, hasta el punto de que un observador avanzado sería capaz de leerla. Pues bien: aquí tengo un reloj que ha pasado a mi posesión hace poco tiempo. ¿Tendría usted la amabilidad de exponerme su opinión sobre el carácter y costumbre de su anterior dueño?

Le entregué el reloj con cierta alegría en mi interior, porque, en mi opinión, era imposible semejante comprobación, y me proponía que constituyese un correctivo para el tono algo dogmático que de cuando en cuando solía adoptar Holmes. Este hizo oscilar el reloj en su mano, observó con fijeza la esfera, abrió la tapa posterior y examinó la maquinaria, primero a simple vista y luego con una potente lupa. Yo tuve que hacer un esfuerzo para no sonreírme viendo la cara alicaída que puso cuando cerró de golpe la tapa y me devolvió el reloj.

-Apenas si hay dato alguno -me dijo-. El reloj ha sido limpiado no hace mucho, y esto me priva de los hechos más sugerentes.

-Tiene usted razón -le contesté-. Fue limpiado antes que me lo enviaran.

Acusé para mis adentros a mi compañero por utilizar una disculpa débil e insuficiente con que tapar su fracaso. Pero, ¿qué datos esperaría sacar del reloj si hubiese estado sucio?

-Pero el examen del reloj, aunque insatisfactorio, no ha sido del todo estéril -comentó, mirando al techo fijamente, con ojos soñadores y apagados-. Salvo corrección de su parte, yo diría que el reloj pertenecía a su hermano mayor y que éste lo heredó del padre de ustedes.

-Lo ha deducido, sin duda, de las iniciales H. W. que tiene en la tapa posterior, ¿verdad?

-En efecto. La W recuerda el apellido de usted. La fecha del reloj es de unos cincuenta años atrás, y las iniciales son tan viejas como el reloj. De modo, pues, que fue fabricado para la generación anterior a la actual. Lo corriente suele ser que las joyas pasen al hijo mayor; suele ser muy probable, además, que lleven el nombre del padre. Creo recordar que el padre de usted falleció hace muchos años; de modo, pues, que el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.

-Hasta ahí va usted bien -le dije-. ¿Algo más?

-Este era hombre muy poco limpio y descuidado. Tenía muy buenas perspectivas en la vida, pero desperdició sus posibilidades, vivió durante algún tiempo en la pobreza, con cortos intervalos aislados de prosperidad y, por último, se dio a la bebida y falleció. Es todo lo que puedo deducir.

Me puse en pie de un salto y cojeé con impaciencia por la habitación, lleno de amargura en mi interior.

-Holmes, eso es indigno de usted -le dije-. No le hubiera creído capaz de relajarse hasta ese punto. Usted ha realizado investigaciones sobre la vida de mi desgraciado hermano, y ahora pretende haber deducido de alguna manera fantástica esos conocimientos que ya tenía. ¡No esperará que yo vaya a creer que usted ha leído todo eso en el viejo reloj de mi hermano! Lo que ha hecho usted es poco amable y, para hablarle sin rodeos, tiene algo de charlatanismo.

-Mi querido doctor, le ruego que acepte mis disculpas -me contestó con amabilidad-. Yo, considerando el asunto como un problema abstracto, olvidé que podía resultar para usted algo personal y doloroso. Sin embargo, le aseguro que jamás supe que usted tuviera un hermano hasta el momento de entregarme su reloj.

-¿Cómo entonces, y en nombre de todo lo más sagrado, llegó usted a esos hechos? Porque son exactos en todos sus detalles.

-Pues, ha sido una cuestión de buena suerte, porque yo sólo podía hablar de lo que constituía un mayor porcentaje de probabilidades. En modo alguno esperaba ser tan exacto.

-Pero ¿no fueron simples suposiciones?

-No, no; yo nunca hago suposiciones. Es ese un hábito repugnante, que destruye la facultad de razonar. Eso que a usted le resulta sorprendente, lo es tan sólo porque no sigue el curso de mis pensamientos, ni observa los hechos pequeños de los que se pueden hacer deducciones importantes. Por ejemplo, empecé afirmando que su hermano era descuidado. Si se fija en la parte inferior de la tapa del reloj, observará que no sólo tiene dos abolladuras, si no que muestra, también, cortes y marcas por todas partes, debido a la costumbre de guardar en el mismo bolsillo otros objetos duros, como llaves y monedas. Desde luego, no es una gran hazaña dar por supuesto que un hombre que trató así tan magnífico reloj de cincuenta guineas tiene que ser un descuidado. Ni es tampoco una deducción traída por los cabellos la de que una persona que hereda una joya de semejante valor haya recibido también otros bienes.

Asentí con la cabeza para dar a entender que seguía su razonamiento con atención.

-Es cosa muy corriente, entre los prestamistas ingleses, cuando toman en prenda un reloj, grabar en el interior de la tapa, valiéndose de un punzón, el número de la papeleta. Resulta más seguro que una etiqueta, y no hay peligro de extravío o trastrueque del número. En el interior de esta tapa, mi lupa ha descubierto no menos de cuatro de estos números. De esto se deduce que su hermano se veía con frecuencia en apuros. Otra deducción secundaria: gozaba de momentos de prosperidad, pues de lo contrario no habría podido desempeñar la prenda. Por último, le ruego que se fije en la chapa posterior, la de la llave. Observe los millares de rasguños que hay alrededor del agujero, es decir, las señales de los resbalones de la llave de la cuerda. ¿Puede un hombre sobrio hacer todas estas marcas? Jamás encontrará usted reloj de un beodo que no las tenga. Le dan cuerda por la noche y hacen estos arañazos por la inseguridad de su mano. ¿Ve usted ningún misterio en todo esto?

-Está claro como la luz del día -contesté-. Lamento haber sido injusto con usted. Debí tener una fe mayor en sus maravillosas facultades. ¿Puedo preguntarle si tiene actualmente en marcha alguna investigación profesional?"[2]

Estudio en escarlata, es el primer escrito de Arthur Canan Doyle, en el que interviene el detective Sherlo Holmes. En el primer capítulo de esta novela, que data de noviembre de 1887, encontramos que cuando Stamford, amigo del doctor Watson, se encuentra con este, después del regreso de Watson de Afganistán, Stamford le presenta al médico amigo, Holmes, en el departamento de química, donde el investigador realiza algunos experimentos. Al momento de la presentación, Holmes le dice:

"-Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes -anunció Stamford a modo de presentación.

-Encantado -dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía-. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.

-¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? -pregunté, lleno de asombro.

-No tiene importancia -repuso él riendo por lo bajo-. Volvamos a la hemoglobina.

……

"Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel.

-Por cierto -pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford-, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?

Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.

-He ahí una peculiaridad de nuestro hombre -dijo-. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas."[3]

En el segundo capítulo de la misma obra, cuando ya ambos amigos se encuentra instalados en sus habitaciones del 221B de Baker Street, surge esta conversación entre los dos coinquilinos:

"-¿Pretende usted decirme -atajé- que sin salir de esta habitación se las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con las cosas, e impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?

-Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es menester ponerse en movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted que he atesorado una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en Afganistán.

-Alguien se lo dijo, sin duda.

-En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios. Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí puestos en orden: «Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo. Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico, porque la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo natural, como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento rostro ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada… ¿en qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán». Esta concatenación de pensamientos no duró el espacio de un segundo. Observé entonces que venía de la región afgana, y usted se quedó con la boca abierta."

…….

"Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi compañero, de manera que juzgué conveniente cambiar de tercio.

-¿Qué tripa se le habrá roto al tipo aquél? -pregunté señalando a cierto individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento recorría la acera opuesta, sin dejar al tiempo de lanzar unas presurosas ojeadas a los números de cada puerta. Portaba en la mano un gran sobre azul, y su traza era a la vista la de un mensajero.

-¿Se refiere usted seguramente al sargento retirado de la Marina? -dijo Sherlock Holmes.

«¡Fanfarrón!», pensé para mí. «Sabe que no puedo verificar su conjetura.»

Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que espiábamos percibió el número de nuestra puerta y se apresuró a atravesar la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo largo de la escalera.

-¡Para el señor Sherlock Holmes! -exclamó el extraño, y, entrando en la habitación, entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle a éste los humos! ¡Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada en el vacío, que iba a verse de pronto en el brete de hacerla buena!

Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:

-¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?

-Ordenanza, señor -dijo con un gruñido-. Me están arreglando el uniforme.

-¿Qué era usted antes? -inquirí mientras miraba maliciosamente a Sherlock

Holmes con el rabillo del ojo. -Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor.

Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra vista."[4]

En el primer caso que se le presenta a Holmes, y en el cual pide a Watson que le acompañe, al momento de dejar la escena del crimen, Holmes dice:

"-Venga, doctor -añadió-; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre… En cuanto a ustedes -dijo volviéndose hacia los policías-, les haré saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda.

Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.

-Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser ejecutado? -preguntó el primero.

-Veneno -repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la puerta-. Otra cosa, Lestrade -añadió antes de salir-. «Rache» es palabra alemana que significa «Venganza», de modo que no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre." [5]

Acto seguido salen ambos amigos en busca del policía que había encontrado el cadáver, y en el trayecto se desarrolla este dialogo:

"-La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano -observó mi amigo-; yo tengo hecha ya una composición de lugar, y aun así no desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca.

-Me asombra usted, Holmes -dije-. Por descontado, no está usted tan seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato.

-No existe posibilidad de error -contestó-. Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba -al menos tal asegura Gregson- por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos.

-De momento, sea… -repuse-; ¿pero cómo se explica que obre en su conocimiento la estatura del otro hombre?

-Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para poner a prueba esta primera conjetura… Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños.

-¿Y la edad?

-Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y deducción que usted pudo leer en aquel artículo. ¿Tiene alguna otra curiosidad?

-La longitud de las uñas y la marca del tabaco -dije.

-La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice, untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no había sido recortada. Recogí una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y como formando escamas: este residuo sólo lo produce un cigarro tipo Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del tabaco, llegando a escribir incluso un trabajo científico. Me precio de poder distinguir todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un vistazo a sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective hábil de los practicones al estilo de Lestrade o Gregson.

-¿Y la faz rubicunda? -pregunté.

-Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su verdad. De momento, permítame callar semejante punto.

…………

" -Otra cosa voy a confiarle -dijo-. El que gastaba bota acharolada, y su acompañante, el de las botas de puntera cuadrada, llegaron en el mismo coche de alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad, probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro, recorrieron varias veces la habitación -mejor dicho, las botas de charol permanecieron fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente la estancia-. Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude apreciar también que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el nerviosismo. La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento. Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de la conjetura. Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora, apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al concierto que en el Hall da Norman Neruda! "[6]

El doctor Watson, que en todas las aventuras se encuentra completamente despistados, y cuyo pensamiento lógico no presenta ninguna coherencia, en El Sabueso de Baskeville ya empieza a dar unos atisbos de poder elucubrar en forma ordenada y ordenada. En el primer capítulo de esta novela, acicateado por el perspicaz amigo, es capaz de hacer algunas brillantes conjeturas, la cuales como se verán, están diametralmente en oposición a la realidad:

"El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde, excepto en las ocasiones nada infrecuentes en que no se acostaba en toda la noche, estaba desayunando. Yo, que me hallaba de pie junto a la chimenea, me agaché para recoger el bastón olvidado por nuestro visitante de la noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y con un abultamiento a modo de empuñadura, era del tipo que se conoce como «abogado de Penang»[7]. Inmediatamente debajo de la protuberancia el bastón llevaba una ancha tira de plata, de más de dos centímetros, en la que estaba grabado «A James Mortimer, M.R.C.S.[8], de sus amigos de C.C.H.», y el año,« 1884». Era exactamente la clase de bastón que solían llevar los médicos de cabecera a la antigua usanza: digno, sólido y que inspiraba confianza.

-Veamos, Watson, ¿a qué conclusiones llega?

-¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Voy a creer que tiene usted ojos en el cogote.

-Lo que tengo, más bien, es una reluciente cafetera con baño de plata delante de mí -me respondió-. Vamos, Watson, dígame qué opina del bastón de nuestro visitante. Puesto que hemos tenido la desgracia de no coincidir con él e ignoramos qué era lo que quería, este recuerdo fortuito adquiere importancia. Descríbame al propietario con los datos que le haya proporcionado el examen del bastón.

-Me parece -dije, siguiendo hasta donde me era posible los métodos de mi compañero- que el doctor Mortimer es un médico entrado en años y prestigioso que disfruta de general estimación, puesto que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su aprecio.

-¡Bien! -dijo Holmes-. ¡Excelente!

-También me parece muy probable que sea médico rural y que haga a pie muchas de sus visitas.

-¿Por qué dice eso?

-Porque este bastón, pese a su excelente calidad, está tan baqueteado que difícilmente imagino a un médico de ciudad llevándolo. El grueso regatón de hierro está muy gastado, por lo que es evidente que su propietario ha caminado mucho con él.

-¡Un razonamiento perfecto! -dijo Holmes.

-Y además no hay que olvidarse de los «amigos de C.C.H.». Imagino que se trata de una asociación local de cazadores[9]a cuyos miembros es posible que haya atendido profesionalmente y que le han ofrecido en recompensa este pequeño obsequio.

-A decir verdad se ha superado usted a sí mismo -dijo Holmes, apartando la silla de la mesa del desayuno y encendiendo un cigarrillo-. Me veo obligado a confesar que, de ordinario, en los relatos con los que ha tenido usted a bien recoger mis modestos éxitos, siempre ha subestimado su habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios poseen un notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo, que estoy muy en deuda con usted.

Hasta entonces Holmes no se había mostrado nunca tan elogioso, y debo reconocer que sus palabras me produjeron una satisfacción muy intensa, porque la indiferencia con que recibía mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos me había herido en muchas ocasiones. También me enorgullecía pensar que había llegado a dominar su sistema lo bastante como para aplicarlo de una forma capaz de merecer su aprobación. Acto seguido Holmes se apoderó del bastón y lo examinó durante unos minutos. Luego, como si algo hubiera despertado especialmente su interés, dejó el cigarrillo y se trasladó con el bastón junto a la ventana, para examinarlo de nuevo con una lente convexa.

-Interesante, aunque elemental -dijo, mientras regresaba a su sitio preferido en el sofá-. Hay sin duda una o dos indicaciones en el bastón que sirven de base para varias deducciones.

-¿Se me ha escapado algo? -pregunté con cierta presunción-. Confío en no haber olvidado nada importante. -Mucho me temo, mi querido Watson, que casi todas sus conclusiones son falsas. Cuando he dicho que me ha servido usted de estímulo me refería, si he de ser sincero, a que sus equivocaciones me han llevado en ocasiones a la verdad. Aunque tampoco es cierto que se haya equivocado usted por completo en este caso. Se trata sin duda de un médico rural que camina mucho.

-Entonces tenía yo razón. -Hasta ahí, sí.

-Pero sólo hasta ahí.

-Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque eso no es todo, ni mucho menos. Yo consideraría más probable, por ejemplo, que un regalo a un médico proceda de un hospital y no de una asociación de cazadores, y que cuando las iniciales CC van unidas a la palabra hospital, se nos ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.

-Quizá tenga usted razón.

-Las probabilidades se orientan en ese sentido.

Y si adoptamos esto como hipótesis de trabajo, disponemos de un nuevo punto de partida desde donde dar forma a nuestro desconocido visitante.

-De acuerdo; supongamos que «CCH» significa «Hospital de Charing Cross»; ¿qué otras conclusiones se pueden sacar de ahí?

-¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!

-Sólo se me ocurre la conclusión evidente de que nuestro hombre ha ejercido su profesión en

Londres antes de marchar al campo.

-Creo que podemos aventurarnos un poco más.

Véalo desde esta perspectiva. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciera un regalo de esas características? ¿Cuándo se habrán puesto de acuerdo sus amigos para darle esa prueba de afecto? Evidentemente en el momento en que el doctor Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su propia consulta. Sabemos que se le hizo un regalo. Creemos que se ha producido un cambio y que el doctor Mortimer ha pasado del hospital de la ciudad a una consulta en el campo. ¿Piensa que estamos llevando demasiado lejos nuestras deducciones si decimos que el regalo se hizo con motivo de ese cambio?

-Parece probable, desde luego.

-Observará usted, además, que no podía formar parte del personal permanente del hospital, ya que tan sólo se nombra para esos puestos a profesionales experimentados, con una buena clientela en Londres, y un médico de esas características no se marcharía después a un pueblo. ¿Qué era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse incorporado al personal permanente, sólo podía ser cirujano o médico interno: poco más que estudiante posgraduado. Y se marchó hace cinco años; la fecha está en el bastón. De manera que su médico de cabecera, persona seria y de mediana edad, se esfuma, mi querido Watson, y aparece en su lugar un joven que no ha cumplido aún la treintena, afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el que siente gran afecto y que describiré aproximadamente como más grande que un terrier pero más pequeño que un mastín.

Yo me eché a reír con incredulidad mientras Sherlock Holmes se recostaba en el sofá y enviaba hacia el techo temblorosos anillos de humo.

-En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco de medios para rebatirlas -dije-, pero al menos no nos será difícil encontrar algunos datos sobre la edad y trayectoria profesional de nuestro hombre.

Del modesto estante donde guardaba los libros relacionados con la medicina saqué el directorio médico y, al buscar por el apellido, encontré varios Mortimer, pero tan sólo uno que coincidiera con nuestro visitante, por lo que procedí a leer en voz alta la nota biográfica. «Mortimer, James, MRCS, 1882, Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a 1884 cirujano interno en el hospital de Charing Cross. En posesión del premio Jackson de patología comparada, gracias al trabajo titulado "¿Es la enfermedad una regresión?". Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología. Autor de "Algunos fenómenos de atavismo" (Lancet, 1882), "¿Estamos progresando?" (Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y High Barrow».

-No se menciona ninguna asociación de cazadores -comentó Holmes con una sonrisa maliciosa-; pero sí que nuestro visitante es médico rural, como usted dedujo atinadamente. Creo que mis deducciones están justificadas. Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si no recuerdo mal, afable, poco ambicioso y distraído. Según mi experiencia, sólo un hombre afable recibe regalos de sus colegas, sólo un hombre sin ambiciones abandona una carrera en Londres para irse a un pueblo y sólo una persona distraída deja el bastón en lugar de la tarjeta de visita después de esperar una hora.

-¿Y el perro?

-Está acostumbrado a llevarle el bastón a su amo. Como es un objeto pesado, tiene que sujetarlo con fuerza por el centro, y las señales de sus dientes son perfectamente visibles. La mandíbula del animal, como pone de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi opinión, demasiado ancha para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser…, sí, claro que sí: se trata de un spaniel de pelo rizado.

Holmes se había puesto en pie y paseaba por la habitación mientras hablaba. Finalmente se detuvo junto al hueco de la ventana. Había un tono tal de convicción en su voz que levanté la vista sorprendido.

-¿Cómo puede estar tan seguro de eso?

-Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro delante de nuestra casa, y acabamos de oír cómo su dueño ha llamado a la puerta. No se mueva, se lo ruego. Se trata de uno de sus hermanos de profesión, y la presencia de usted puede serme de ayuda. Éste es el momento dramático del destino, Watson: se oyen en la escalera los pasos de alguien que se dispone a entrar en nuestra vida y no sabemos si será para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el científico, desea de Sherlock Holmes, el detective? ¡Adelante!

El aspecto de nuestro visitante fue una sorpresa para mí, dado que esperaba al típico médico rural y me encontré a un hombre muy alto y delgado, de nariz larga y ganchuda, disparada hacia adelante entre unos ojos grises y penetrantes, muy juntos, que centelleaban desde detrás de unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su profesión, pero de manera un tanto descuidada, porque su levita estaba sucia y los pantalones, raídos. Cargado de espaldas, aunque todavía joven, caminaba echando la cabeza hacia adelante y ofrecía un aire general de benevolencia corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el bastón que Holmes tenía entre las manos, por lo que se precipitó hacia él lanzando una exclamación de alegría.

-¡Cuánto me alegro! -dijo-. No sabía si lo había dejado aquí o en la agencia marítima. Sentiría mucho perder ese bastón.

-Un regalo, por lo que veo -dijo Holmes.

-Así es.

-¿Del hospital de Charing Cross?

-De uno o dos amigos que tenía allí, con ocasión de mi matrimonio.

-¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad! -dijo Holmes, agitando la cabeza.

-¿Cuál es la contrariedad?

-Tan sólo que ha echado usted por tierra nuestras modestas deducciones. ¿Su matrimonio, ha dicho?

-Sí, señor. Al casarme dejé el hospital, y con ello toda esperanza de abrir una consulta. Necesitaba un hogar. -Bien, bien; no estábamos tan equivocados, después de todo -dijo Holmes-. Y ahora, doctor James Mortimer…

-No soy doctor; tan sólo un modesto MRCS.

-Y persona amante de la exactitud, por lo que se ve."[10]

La cuarta y última novela de Doyle, es El Valle del Terror, escrita entre 1914 y 1915, y ambientada a principio de la década de 1880. En el primer capítulo, el pensamiento deductivo no están encaminado a prever los acontecimientos, ya que lo que tienen por delante es un mensaje criptográfico, y la deducción se encamina a un análisis de las circunstancia, teniendo en mente cual sería el razonamiento del autor del mismo.

"Otra vez Holmes aplastó el papel contra su plato intacto. Yo me levanté e, inclinándome hacia él, observé detenidamente la curiosa inscripción, que decía lo siguiente:

534 C2 13 127 36 31 4 17 21 41

DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE

26 BIRLSTONE 9 47 171

– ¿Qué saca de esto Holmes?

– Es obviamente un intento de transmitir información secreta.

– ¿Pero cuál es el sentido de un mensaje en cifras sin la clave?

– En este momento, no del todo.

– ¿Qué quiere decir con "en este momento"?

– Porque hay muchos números que yo leeré tan fácil como la apócrifa al final de una columna de avisos: Medios tan crudos entretienen a la inteligencia sin siquiera fatigarla. Pero esto es diferente. Es claramente una referencia a las palabras de la página de algún libro. Hasta que me diga qué página y qué libro no puedo hacer nada.

Partes: 1, 2, 3
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