Introducción
Hoteles, fábricas y hospitales, teatros, estaciones ferroviarias y manicomios, mansiones e incluso pueblos y ciudades, acumulan a lo largo del mundo el polvo y la decadencia propias del abandono.
También los barcos.
Por múltiples motivos, que van desde decisiones empresariales, guerras locales, accidentes, crisis económicas o simple desidia, centenares de buques se desmoronan poco a poco ante nuestros ojos, despertando sensaciones ambivalentes; mezclando la extraña belleza que todas las decadencias exhiben junto a la tristeza y desazón que nacen frente a la inexorable impermanencia de todas las cosas.
Y de todo ello, nacen también las leyendas.
Abandonados, muertos y al garete
Imposible no pensar en el esfuerzo invertido cuando nos detenemos frente a un barco abandonado. Cada pátina de herrumbre es como una batalla perdida. Como un tumor ocre que fagocita de a poco lo que fuera un símbolo inequívoco de lujo, placer o trabajos infatigables en plena mar.
Ni siquiera sus pomposos nombres, augurios fallidos de un poderío a la sazón vencido, pueden minimizar la soberbia estampa de esos gigantes muertos. Encallados, semihundidos o al garete, sin que nadie los controle. Convertidos en mohosos cadáveres que exhiben sin pudor sus destinos de decadencia.
Imponentes.
Impotentes.
Pantagruélicos testimonios de lo que fue. Inertes y al mismo tiempo artificialmente vivos por el oleaje del mar que, ola tras ola, pareciera insuflarles una vitalidad que en realidad han perdido para siempre.
Fantasmas del mar.
Espectros móviles.
Zarandeantes moles metálicas sin vida. Cadáveres flotantes que no terminan definitivamente su proceso de muerte.
Malditos. Eso son. Barcos maldecidos por el destino. Meras carcachas vacías.
Silentes.
Oscuros.
Ladeadas estructuras de hierro y tornillos; madera y clavos. Soledad y mutismo.
Ante ellos toda acción humana se relativiza. Sólo el poder de las palabras puede arrancarles sus historias olvidadas, sus heroicas odiseas. Su movilizante y antiguo señorío.
Paralizados, los barcos abandonados o encallados en playas remotas, se convierten en misteriosos signos de lo que alguna vez seremos.
Descarnados.
Despintados.
Roídos. Comidos por secciones. Cuerpos dispuestos a perderse de la memoria de todos. Desperdicios de glorias y grandezas. De heroísmos, miserias y cotidianeidad.
Cáscaras huecas, repletas de bacterias y óxido. Esqueletos de acero que rechinan y se quejan por el viento. Masas chillantes que con cada embate de las olas anuncian una fallida resurrección que nunca se concreta.
Porque todas la resurrecciones son falsas.
Mitos.
Los barcos muertos nos convocan. Llaman nuestra atención. No es posible obviarlos. Como imposible es obviar un cuerpo muerto.
Aún sin luz, sus oquedades nos hipnotizan. Nos tragan como si fueran agujeros negros. Como si toda la fuerza de la gravedad se concentrara en ellos, imposibilitando que les quitemos los ojos de encima. Y así, nos devoran la mirada. La reclaman en silencio. Piden a gritos inaudibles que nos acerquemos. Que los indaguemos. Que exploremos sus contornos y sus heridas para arrancarles sus enigmas. Para descifrarlos y darles voz.
Los barcos muertos en el fondo del mar semejan cuerpos enterrados. Fuera de la mirada curiosa de las mayorías, se consumen lentamente, devorados por la salitre del mar y la acción de los elementos.
En ellos no hay momificación que tenga sentido. Sus estructuras se carcomen irremediablemente, dependiendo, claro está, del tamaño. Convirtiéndolos en el hábitat de otros seres que los pueblan inconscientes. Peces, cangrejos, tiburones o corales les insuflan un encanto fantasmagórico. Sobrenatural. Inolvidable. Disfrazan el proceso de desaparición gradual al que están sometidos, convocando a la imaginación y el morbo.
Los barcos abandonados arrastran historias tan viejas como la humanidad. Historias de desastres y muertes. Almas perdidas y condenadas. Relatos de vagabundeos eternos y maldiciones. Monstruos y fantasmas. Imposible que no estén. Son como las rémoras a los tiburones. Van pegados a ellos. Se alimentan de ellos. Viven a sus expensas. Dependen del libreto nunca escrito que cada barco posee. De las supersticiones que el mar ha inventado a lo largo de los siglos.
Cada barco olvidado es una exigencia de respeto al poder del océano.
No hay nada que pueda contra él.
Por eso los hombres inventan mil y una tretas para convivir con el mar, rogando que sus barcos se mantengan a flote.
"No silbar a bordo" (atrae tormentas).
"No llevar mujeres" (trae mala suerte).
"No matar gaviotas" (porque llevan a los espíritus de los muertos).
"No zarpar los viernes" (ya que Jesús murió ese día).
Los barcos olvidados refuerzan nuestro sentido mágico de contacto con el entorno. Nos anuncian cuán indefensos estamos en el medio del mar y cómo, en un planeta que tiene menos tierras emergidas que sumergidas, es lógico que tengamos que acudir a gestos y palabras que nos retrotraen a las épocas de las cavernas.
Cofres de secretos olvidados.
Memoria ausente.
Intrigas que el verdín se devora ante la vista de todos. Así se muestran los barcos abandonados en las playas del mundo.
Ante lo desconocido (y la mayoría de los barcos abandonados eso representan) solemos dejar fluir nuestra imaginación. No nos conforta la ignorancia y nos esforzamos por explicar lo que en principio parece inexplicable. Respuestas salidas de las fantasías y de nuestros temores que nos llevan a especular y organizar en la mente mil y una hipótesis en la que lo posible y lo imposible se amalgaman de un modo inextricable, perdiendo el sentido de lo que es lógico y racional; o llevando a la razón por caminos tan tortuosos que terminan convirtiéndola en lo que no es: irracional.
¿Hay alguna situación más enigmática que la de un enorme barco navegando solo, sin pasajeros ni tripulantes, por el medio del mar?
No agregamos nada nuevo si decimos que el mar ha sido y es una fuente inagotable de temores y fantasías. Desde que el hombre se lanzó a explorarlo se convirtió en el escenario predilecto de historias raras, de eventos imposibles. Todo pareciera indicar que es la mejor y más fructífera materia prima con la que se construyen los sueños y las pesadillas. Inmersos en él, sometidos a sus caprichos inestables, los seres humanos se sienten indefensos. Las barreras entre lo real y lo imaginario se disuelven. Todo allí es posible. Desde la existencia de sirenas, tritones y monstruos, hasta la presencia de buques fantasmas, tripulados por las almas en pena de sus marinos desaparecidos.
Atiborrados de tecnología satelital, GPS y radares de última generación, podríamos llegar a creer que la existencia de barcos perdidos en los océanos del mundo es cosa del pasado; pero la experiencia nos dice que no es así.
El mundo sigue siendo algo inmenso y aún hoy las historias de barcos desafortunados, al garete, que navegan en solitario desde hace años, es un hecho que, de tanto en tanto, impacta nuestro adormecida capacidad de asombro.
Las quimeras no se disuelven de un día para otro.
En el fondo, la confianza que depositamos en nuestros avances tecnológicos no deja de ser más que una expresión de deseos. Meros salvavidas que mantienen a flote la racionalidad, ante un mundo lleno de extrañezas.
En la inconmensurable soledad del mar todo es posible.
Como sucede con las mansiones abandonadas, los barcos a la deriva se llevan muy bien con los fantasmas. Igual que ellos, son almas en pena que deambulan en la soledad arrastrando historias inconclusas o mal contadas, suscitando denuncias ante una moralidad perdida que nos quita el sueño y alimenta nuestro sentimiento de culpa.
A popa, en la estela que dejan al surcar los mares, se esconden sucesos e historias que, casi siempre, anuncian actos de violencia, desapariciones y traiciones.
En el fondo, no hay nada más humano que un barco flotando o navegando solo por la mar.
Naves condenadas.
Así se las denomina en muchos relatos y leyendas. Condenadas a vagar eternamente. Sin pausa. Fuera del tiempo. Engullidas por un océano al margen de toda temporalidad. Una pesadilla sin fin. Un estar en el mundo sin muerte. Sin sentido. Un deambular infinito que no lleva nunca a ninguna parte. Es la principal maldición que esos barcos arrastran. Por eso nos hipnotizan. Por eso meten miedo: por abrir una hendija a una inmortalidad que tortura y angustia.
Un cuento sin fin, zarandeando en medio de un océano eternamente embravecido.
Sobre la cubierta de los barcos abandonados se arremolinan las hipótesis sin confirmación clara.
Motines. Piratas. Enloquecimiento colectivo y conflictos interpersonales nunca han faltado a la hora de explicar los misteriosos sucesos que les dan identidad.
Es justamente esa falta de respuestas las que los vuelve intrigantes. La que nos atrae y nos lleva a elucubrar sucesos que quizás nunca ocurrieron.
Potencialidad en estado puro.
Es son.
Eso personifican. Y lo seguirán haciendo en tanto los mares, como la soledad y el fracaso, sigan insuflándonos miedo.
En un mundo ávido de fenómenos paranormales, de búsquedas electrónicas de espíritus e investigaciones pseudo-científicas que persiguen monstruos mitológicos, no podían dejar de estar los consabidos barcos fantasmas.
Sus historias se remontan al origen de la navegación misma. Tanto los griegos como los romanos de la antigüedad consignaron sus espectrales apariciones en más de un texto. El paso del tiempo no las amilanó y cuando Europa se lanzó en su gran aventura ultramarina en pos del continente americanos, los barcos encantados acompañaron a españoles y portugueses tanto como el mito áureo de El Dorado.
Nunca dejaron de estar en las historias de las tabernas, ni en las ruedas realizadas por las noches en las cubiertas de otros barcos no condenados. Tampoco en la literatura de alto nivel. Por tal motivo no resultó extraño que el movimiento romántico del siglo XIX los convirtiera en tema de sesudos análisis espiritistas o en protagonistas de más de una aventura de corte siniestro.
En una época donde el espíritu burgués resultaba dominante y sus valores impregnaban a toda la sociedad, el barco fantasma pasó a simbolizar la ruptura de la seguridad y del orden, que la razón y el progreso habían entronizado.
La noche era su aliada favorita. Contexto ideal para combinar superstición y fantasía con los temores e inseguridades que la industrialización no había podido erradicar.
Y así, siguieron surcando los oníricos mares de la imaginación hasta la actualidad.
Técnicamente hablando un barco fantasmas no es en sí mismo un fantasma, sino una aparición.
Los folcloristas, siempre inclinados a desmenuzar los términos hasta las últimas consecuencias, tienden a diferenciar entre ambos conceptos: en tanto que los fantasmas serían las almas de las personas muertas que regresan a este mundo, la apariciones involucrarían a objetos inanimados que, de alguna extraña forma, también han muerto o desaparecido.
"Fugitivo y vagabundo serás sobre la tierra" (Génesis 4:12).
Con esta frase el Dios del Antiguo Testamento maldice a Caín por haber asesinado a su hermano Abel.
Los relatos y leyendas sobre vagabundos condenados por la divinidad a causa de un acto de soberbia (uno de los siete pecados capitales), han recorrido los fogones del planeta desde hace siglos. Existen variaciones al respecto. Algunas no hablan de carruajes perdidos que vagan eternamente por los caminos, seguidos siempre por tormentas y conducidos por chóferes tercos que desoyen las indicaciones que les dan los sorprendidos transeúntes a quienes consultan antes de desvanecerse.
Otras versiones ubican este mismo hecho en el mar.
Por ende, ya no son carruajes sus protagonistas sino barcos dirigidos por capitanes orgullosos y pendencieros, capaces de desafiar a Dios, en tanto soportan la peor de la tempestades.
Esta es la matriz básica de la leyenda más conocida sobre barcos fantasmas: la del Holandés Volador, un barco que navegaba por el Cabo de la Buena Esperanza (Sudáfrica) cuando sorpresivamente se topa con una tormenta de dimensión inusitada. El capitán se rehúsa a dirigirse a puerto seguro y reta al Supremo a hundir su barco.
Ese acto impío es el que lo condena a navegar sin descanso, "pues serás el espíritu maligno del mar y tu barco traerá infortunio a quien lo vea" (Daniel Cohen, Enciclopedia de los fantasmas, Pág. 232).
La versión más antigua conocida de esta leyenda data de 1821 y fue publicada, según el folclorista Daniel Cohen, en una revista británica de esa época. Más tarde fue la base para un cuento, una obra de teatro y una ópera de Richard Wagner.
Pero todo parece indicar que la cosa no quedó ahí. El relato debió tocar alguna fibra íntima de todos nosotros ya que el argumento principal de la leyenda fue adaptado a centenares de enigmáticos sucesos ocurridos en el mar; en los que barcos malditos aparecen y desaparecen sin causa aparente alguna.
La eternidad resulta siempre una maldición.
Y la transgresión a una ley, en este caso divina, es la que habilita la irrupción de lo sobrenatural.
Como dijera Tzvetan Todorov:
"Ya sea dentro de la vida social o del relato, la intervención del acontecimiento sobrenatural constituye siempre una ruptura en el sistema de reglas preestablecidos y encuentra en eso su justificación" (Introducción a la Literatura Fantástica, Paidós, 2006, pág. 172).
Los relatos de barcos condenados son una herida abierta que se forma al lado de lo que consideramos real.
Una ilusión desafiante.
Fantasía.
Sueño.
Espejismo.
Cualquiera sea la explicación secular que le demos a los relatos de barcos fantasmas, una cosa es clara: ninguno de ellos está libre de condicionamientos sino, por el contrario, moldeados por determinado contexto histórico-social que, lógicamente, cambia según el tiempo y el lugar.
Puede que en ciertas épocas se haya convivido con ellos sin conflictos ni temores por demás perturbadores. Del mismo modo que se coexistía con ángeles y demonios, paraísos e infiernos terrenales. Nada parecía apartarse de la naturaleza. Lo insólito era un componente de la realidad. Pero más tarde, a partir del siglo XVIII, la creencia en barcos fantasmas se convirtió en una verdadera excursión al desorden científico. A un mundo que se tornaba cada vez más siniestro. Entonces sí los barcos condenados empezaron a perturbar; y los más espiritualistas (proto-románticos) los transformaron en una herramienta de denuncia, retórica y alambicada, casi artística, a los efectos negativos de un mundo cada vez más racional y materialista. Cada vez más asentado en lo inmanente que en lo trascendente.
Los barcos fantasmas se transformaron, inconcientemente, en reclamos y quejas ante una sociedad que sea alejaba de lo espiritual y lo milagroso..
En fondo, no dejaban de ser (como todo relato de fantasmas) meras fábulas moralizantes.
El negocio del miedo se ha extendido por todos lados.
Ya no se le reclama al cliente estar cómodamente sentado en una butaca de cine para experimentarlo. Lo que ahora se busca es vender experiencias directas e interactuar con supuestos sucesos paranormales reales. Por eso, no es inhabitual que se ofrezcan, en el mercado del turismo, tours fantasmagóricos a mansiones, hoteles, hospitales y barcos encantados.
El Queen Mary, en Long Island (California), es un buen ejemplo de lo que decimos. Una muestra clara de cómo los guías de turismo se han convertido en las principales usinas de leyendas contemporáneas. Tanto es así que, muchos de ellos, se presentan con el título de cazafantasmas o parapsicólogos. Credenciales no oficializadas por ninguna universidad, pero que mucha gente reclama a la hora de querer sentir cómo corre la adrenalina por sus cuerpos.
De todos los barcos encantados que conozco, el Queen Mary, varado desde hace décadas en un muelle especialmente construido para él, es, sin duda, el más famoso y alrededor del cual se ha montado una verdadera industria del miedo.
Recorrer sus enormes entrañas implica (dentro del contexto del negocio del que hablamos) toparse con los antiguos habitantes (hoy fallecidos) del buque. Y no son pocos.
La oficina de turismo que organiza estas visitas promete comunicación con el más allá. Contactos con marineros, oficiales, pasajeros y técnicos que alguna vez estuvieron en él y que siguen vagando como almas en pena por las oscuras oquedades del señorial trasatlántico.
Niebla.
Oscuridad.
Tormentas. Condiciones climáticas inestables y poco propicias para el claro discernimiento son el telón de fondo habitual a la hora de recrear (actualizar) las historias de las que hablamos.
Partiendo de las brumas, uno se interna (muchas veces voluntariamente) en brumas aún más oscuras.
Los relatos sobre buques fantasmas se alimentan de los conflictos que nacen del choque entre lo real y lo irreal. Se refuerzan con el miedo, ya que sus tramas y testigos los introducen en un mundo reglado cuyas leyes los rechazan, considerándolos errores. Aún así, ahí están. Permanecen, agregándole una cuota de romántico encantamiento a un mundo desencantado. Desangelado. Quizás por eso los barcos fantasmas quedan ligados siempre a algún tipo de escándalo, ruptura o conflicto.
Todavía hoy, una época en la cual las explicaciones dominan el panorama general, lo "no explicado" persiste, introduciendo la vacilación: imprescindible a la hora de disfrutar de una buena historia de naves condenadas.
La tragedia y los barcos fantasmas son partes de un combo inseparable.
Lo trágico acompaña siempre a estos navíos, condenados a un destino morboso que convierte sus historias en algo fascinante. Ya sea por sus tramas, detalles y misterios.
También el arte plástico contribuye a todo esto. Ya sea en una pintura o en una fotografía moderna, el barco arrumbado, o soportando en solitario tormentas imposibles, promueve la emoción, internándonos en el dominio del ocultismo. Ello nos perturba y a arrastra a creer en sucesos raros. Pero, claro, algo es cierto: lo narrado conlleva a una mayor credulidad. El buen cine de terror, por ejemplo, que combina imagen y relato de forma extraordinaria, transforma cualquier delirio en algo verosímil (mucho más si la película se inicia con la frase "Basado en hechos reales").
De este modo, muchos ven que la realidad se desdibuja y todo en ella se vuelve factible. Mucho más si el drama se da en los océanos.
Es que el mar es el lugar del miedo desde hace milenios
Como afirma un antiguo dicho latino: "¡Qué locura confiarse a él!".
A principios del siglo XVI, en pleno Renacimiento, el artista italiano Giorgione pintó una tela en la que puede observarse un bajel fantasma sobre el viaja una tripulación de esqueletos y demonios.
Desde ese momento, el Diablo se apoderó del océano y, aliado con las olas, los torbellinos, huracanes y mucha oscuridad, desnaturalizó la muerte en el mar.
La demencia y el caos navegaron en barcos condenados, convertidos en anuncios de desgracias. En presagios de muerte. En vaticinios nefastos, para las almas perdidas del océano.
Un barco al garete, sin tripulación ni pasajeros, despierta inquietud. Ya lo hemos dicho. Pero la realidad se impone porque, la mayor parte de la veces, detrás del derrelicto no hay otra cosa que un problema judicial, originado por deudas, mala administración, errores o corrupción.
Los barcos fantasmas, en el sentido más racional del término, es decir, buques hallados a la deriva en completo estado de conservación a pesar del tiempo transcurrido, no son cosas del pasado o únicamente de la literatura de horror.
En el año 2006, un buque tanque, el JIAN SENG, y un enorme velero, el BEL AMICA, fueron avistados y abordados, encontrándolos completamente desiertos. El primero muy cerca de las costas de Queensland (Australia). El segundo en aguas vecinas a las costas de la isla de Cerdeña. En ambos casos no había un alma a bordo, pero investigaciones posteriores probaron que no se debía recurrir a secuestros de extraterrestres, o extraños vórtices marinos, ni mucho menos a puertas que llevan a otras dimensiones, como varios delirantes sugirieron oportunamente para explicar sucesos similares del pasado. El asunto se debía a cuestiones mucho más prosaicas: robos y evasión fiscal.
El Jian Seng, por ejemplo, era un nombre falso pintado sobre el original del buque (totalmente ilegible). Por ende nadie lo reclamó como propio. El Bel Amica había sido abandonado por su dueño (un millonario de Luxemburgo) con la intensión (según dijo más tarde) de recuperarlo después. Todo indica que quería evadir los impuesto impagos (una fortuna) de su velero. Resultaba menos oneroso perder el barco que saldar las deudas con la dirección general impositiva.
En abril de 2007, otro navío, un catamarán, el Kaz II, zarpó de Airlie Beach (Australia). Tres días más tarde fue encontrado a la deriva sin nadie a bordo, pero (según reza en la crónica periodística, y ya todos sabemos cuán exagerados e imaginativos puede ser los cronistas de periódicos) con la comida servida sobre la mesa, una notebook prendida y todos los chalecos salvavidas en su sitio.
Era como reeditar la historia del Mary Celeste, famosa goleta encontrada en similar situación en 1872.
Respecto de este caso se han escrito kilómetros de tinta. Es el barco fantasma más famoso; y si bien aún se desconocen las causas de la desaparición de todos sus pasajeros y tripulantes, se sabe que los sucesos más impactantes (entre ellos el de la comida aún caliente sobre la mesa de la goleta) fue un invento literario publicado y difundido por un joven escritor que empezaba a dar sus primeros pasos: Arthur Conan Doyle. Quien unos años más tarde crearía a su personaje más famoso, Sherlock Holmes.
Pero la historia del Kaz II no resultó tan taquillera como la del Mary Celeste; y aunque se supone que fue la piratería la causante de la desgracia, no faltan los especialistas en misterios que pretenden convertirla en uno de los grandes enigmas del universo.
FJSR
AGOSTO 2013
Bibliografía sugerida
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Autor:
Fernando Jorge Soto Roland*