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De la barbarie a la compasión

Enviado por Ricardo Peter


    De la barbarie a la compasión

    Uno de los conceptos más eficaces producidos por la especie humana es el de barbarie. No representa una gran idea, como pueden ser los conceptos filosóficos de ser, esencia, alma, verdad, belleza, absoluto, etc., pero, desde tiempos lejanos, constituye una de las referencias más útiles para designar lo que nos disgusta y nos causa horror y espanto. La humanidad ha hecho mucho uso de este vocablo para referirse a todo lo que considera bestial, monstruoso, cruel o feroz, aunque en principio no fue así.

    En su origen, de hecho, el término bárbaro designaba al extranjero. Desde este punto de vista, cualquier individuo, con sólo desplazarse geográficamente, podía volverse bárbaro. Las modificaciones del término vinieron a lo largo del tiempo.

    En efecto, fueron, los aristócratas y sofisticados griegos quienes empezaron a aplicar el término a los romanos a quienes consideraban incultos por no hablar su lengua y, además, de costumbres groseras. Pero éstos, los romanos, sumándose astutamente a los griegos, definieron bárbaros a los demás pueblos con excepción de los griegos y de ellos mismos. Más allá de los Alpes, todos eran bárbaros. De esta manera, los romanos pusieron un abismo entre ellos y los griegos, de una parte, y, por otra, a todos los demás pueblos sin excepción. Sólo a partir del siglo V, el término se aplicó a las hordas nórdicas, germanos, sármatas y hunos, que se dedicaban a embestir y saquear, desde el siglo IV, el Imperio Romano, que para entonces se encontraba en situación deplorable y cuyas invasiones constituyeron una de las causas de su plena decadencia.

    Sobre la barbarie hay una larga historia que no es nuestra intención recoger aquí. Nos basta señalar, para ir al meollo de nuestro asunto, que del concepto de barbarie se ha hecho mucha difusión para aludir a todo lo que se traduce en daño a los valores, pero especialmente, para significar la crueldad, la atrocidad y el ensañamiento contra lo humano, que constituye la base de la civilización y la meta de la historia. A este propósito, Hitler, más cruel que Alarico y Atila juntos es, posiblemente, el "führer", el caudillo, de la barbarie, el patrón incuestionable de los que se han orientado hacia la destrucción de lo humano. La deidad de los sañudos.

    El concepto de barbarie resulta entonces de mucha utilidad. En el sentido que aquí le damos, la barbarie es un acto voluntario de negación de lo humano. El bárbaro, diríamos, capta el mundo desde la eliminación de lo humano y se entrega a la tarea de que esta eliminación se cumpla. El bárbaro posee una ideología: es auténticamente un in-humanista. Uno, que en el fondo, tiene miedo a la humanidad del hombre.

    La barbarie, así entendida, ha cobrado vigor en todos los tiempos. Yo quisiera ocuparme a continuación de un tipo de barbarie, que aun cuando se coloca en otro orden, sin embargo, en cuanto a crueldad y enseñamiento se refiere es, igualmente, un acto deliberado de inhumanidad. Por cierto muy frecuente en la sociedad occidental, donde desde niños se enseña a las personas a ser brutales consigo mismas y con los demás. Me refiero a ese tipo de barbarie, a esa forma de matar lo humano, que brota de la demanda del ideal de la perfección.

    Hablar de perfección y de barbarie puede resultar chocante y ofensivo para quienes consideran la perfección como la forma ideal del ser del hombre, sin embargo, nos vamos a atrever a sostener que la perfección es una forma afinada de practicar la barbarie. La búsqueda de la perfección es incongruente y nociva. La perfección coloca una traba en el corazón de la existencia del hombre. Es causa de tormento espiritual y psíquico. Es una auténtica escuela de sufrimiento. Por tal razón, ubicamos la perfección en el museo de los horrores generados por el hombre.

    La sicología lleva años declarando el perfeccionismo como una patología. Sólo recientemente, el enfoque psicológico humanista-existencial denominado Terapia de la Imperfección, abatió la barrera que separaba la búsqueda de la perfección, considerada positiva, del perfeccionismo como tal, juzgado malsano. En su planteamiento, la búsqueda intencional de la perfección es la fase inicial del trastorno que en su fase terminal conocemos como perfeccionismo.

    La perfección conduce al perfeccionismo como el tumor conduce al cáncer. El individuo que tiene que cargar con la exigencia de la perfección cultiva una disponibilidad al rechazo que con el tiempo se convierte en un irresistible sentimiento de aversión a la defectuosidad. Como se da el caso que todo lo que es humano es defectuoso, la orden interna de alcanzar la perfección, lo convierte en un enemigo de lo humano. Sería interesante ahondar en este tema, pero, en realidad, el aspecto que finalmente quisiéramos abordar en esta ocasión es otro, a saber: las consecuencias que en el plano moral genera la búsqueda de la perfección. A esto queremos limitarnos.

    En cuanto ideal, la búsqueda de la perfección impone una manera de percibir y de tratar la realidad que tiene efectos en el plano moral. De hecho, la manera de percibir y de tratar la realidad se traduce en actitudes y conductas relacionadas con uno mismo, con los demás y con el medio que nos rodea. En concreto, entonces, insistiendo en nuestro asunto, ¿qué tiene que ver el ideal de la perfección con la aspiración moral?

    La perfección no es, como nos han hecho creer, el camino hacia la plenitud, el desarrollo o el mejoramiento del hombre. La perfección es una idea (y más específicamente, una perspectiva) que trabaja al hombre desde lo más profundo de su ser y desde ahí lo conduce hacia la idolatría del control. Controlar o estructurar da la idea de perfeccionar.

    En efecto, la perfección se convierte en visión y en cuanto marco mental de referencia, se afinca en la conducta con la cual encaramos el mundo y desde la cual lo abordamos. Esto significa que usamos, como señalábamos en otra ocasión, el ideal de la perfección para explicarnos el mundo o nuestro estado emocional, para comprender los hechos, los problemas, las fallas y los errores. Esto significa estructurar la realidad. ¿Con qué propósito se estructura? Se estructura la realidad para poder manipular el carácter cambiante, inestable, incierto e inseguro de la vida. En resumidas cuentas, desde la perfección no habrá cabida para lo incompleto, el desorden y lo inacabado de la realidad.

    Así pues, quien busca la perfección se activa desde el supuesto de que el mundo debe funcionar de manera cabal e impecable. Si esto no sucede quien busca la perfección entra en una fase de confusión que dura hasta que vuelve a conseguir el dominio sobre las cosas y las personas para que funcionen según su supuesto perfeccionista.

    La búsqueda de la perfección adiestra la persona al exceso de lógica, de juicio y de raciocinio, al establecimiento de reglas fijas, de normas y principios inalterables, rígidos, indiscutibles y válidos para todas las ocasiones y circunstancias de la vida. Este mismo ideal vincula la vida a esquemas que valen más que la vida misma. En realidad, este ideal es una especie de epistemología, o mejor dicho aún, se asienta y opera desde un nivel epistemológico del sistema mental, se vuelve, en otras palabras, la "manera de pensar como pensamos".

    Pero como dijimos anteriormente, a la manera de percibir la realidad corresponde una manera de tratarla, esto es, de relacionarse, de conectarse con la realidad. Veámoslo más de cerca en el caso del perfeccionista, que es quien mejor nos descubre este aspecto: ¿cómo se conecta con la realidad?

    El perfeccionista tiene que alimentar diariamente su afán de perfección sea en el plano intelectual que afectivo. A su rigidez a nivel cognitivo, une una frialdad emocional.

    El rigor moral es su estilo habitual. De aquí que frente a los seres de carne y hueso sus exigencias sean asfixiantes y terribles.

    Curiosamente quien mejor nos describe el perfeccionismo no es la sicología, que ofrece estupendos estudios al respecto, sino el Evangelio que alcanza la esencia misma del perfeccionismo. El Evangelio constantemente corre la cortina para desenmascarar la pureza moral del perfeccionista. Diríamos, entonces, que el Evangelio, sin caer en consideraciones religiosas que están fuera de nuestro objetivo, nos introduce de manera amplia, aunque no sistemática, como lo haría un ensayo psicológico, en una problemática existencial, la del perfeccionista, que merece nuestra atención.

    El caso más digno de estudio ofrecido por el Evangelio es el del hermano mayor de la parábola del Hijo pródigo. A este hombre, que "jamás ha desobedecido uno sólo de los mandamientos" paternos no le importa la desgracia de su hermano menor. Su afectividad está obturada. Vive prácticamente en un claustro con respecto al que falla, al que yerra, al que ha realizado una experiencia miserable por desconocimiento de sus propios límites. En el plano afectivo, se enoja contra el padre que está celebrando la vuelta del desgraciado. Le da coraje que el padre sea blandengue con el descarriado. Su planteamiento, su manera de percibir, deja ver su manera perfeccionista de abrirse y tratar la realidad, en otras palabras, su conducta violenta.

    Se trata de un caso tristemente paradójico: aunque su conducta raya en la patología, de hecho, no hay nada que censurarle. ¿De qué podemos criticar al hermano mayor si es un hombre serio, responsable y trabajador? Moralmente pareciera inobjetable.

    Posiblemente, el auditorio que escuchó por primera vez esta parábola de boca de su autor o quien la lee hoy en día se siente arrebatado por un sentimiento de admiración. Sin embargo, este modelo de moralidad es incapaz de abrirse a la desdicha del hermano. Y aquí está el quid del asunto. ¿Cómo es posible que un hombre recto, como el presentado por la parábola, que contrasta con la conducta libertina del joven, no alcance ningún mérito a los ojos el narrador? Si no hay defensa ni elogio para el hermano mayor, ¿quién se salva?

    En el Evangelio este sujeto recibiría el calificativo de fariseo, en cambio, en la historia clínica será definido como un perfeccionista o según los diversos enfoques se le pondría la etiqueta del "trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad", "trastorno narcisista de la personalidad", o sujeto que sufre de grave "distorsión cognitiva". Con respecto a esta patología, la Terapia de la Imperfección maneja, desde su propia teoría psicológica, la explicación del "trastorno de orientación" o "neurosis de orientación". En definitiva, este hombre está perdido con respecto a su propia indigencia. De aquí que sea incapaz de encontrar la indigencia del otro, aunque se trate de un consanguíneo cercano, sangre de su sangre. Esta es la razón por la cual la parábola lo exhibe como un ser despiadado.

    Analicemos la moral del hombre que afirma estar seguro de cumplir con todas sus obligaciones y se define como "el que no falla".

    Su tipo de moral cubre lo requisitos de un modelo moral. Sus acciones son rectas, es decir, son fruto de una voluntad libre que decide en base a una referencia axiológica. Lo mueve una teoría moral racional, filosófica, cuyo eje parece ser el deber. Es un precursor de la teoría moral de Kant. Estamos en presencia de un kantiano anónimo. Pero aun así, con todo y todo, sus acciones no llegan a ser humanas. Aunque no se ha metido en ningún bosque pasional, como el hermano menor, no es un ser que se mueva por la vida en dirección a la realidad de la condición humana. Más bien se mueve en el sentido contrario. Desde la óptica de la parábola, la moralidad del fariseo (leamos del perfeccionista) no humaniza. No hay un solo gesto de compasión o de aceptación de su parte.

    La narración que estamos considerando no se limita a plantear y a cuestionar el modelo moral del hermano mayor, sino que va más allá introduciendo y oponiendo otro modelo de moral.

    En la parábola hay otro personaje que se guía por un principio diverso del "debe" o "debería". Efectivamente, en la narración surge otra manera de percibir y de tratar la realidad; otros modales éticos que se fundamentan en una índole moral profundamente admirable. Nos referimos a la figura del padre.

    Pudiéramos decir que el padre, aunque se trate de una figura literaria, constituye no sólo una guía moral, sino el fundamento de una teoría moral. Esto lo hemos tratado ampliamente en nuestro libro Ética para errantes (BUAP, 2000), al cual remitimos.

    El padre, para hacer un resumen de su comportamiento, corre al encuentro del hijo menor, se le lanza al cuello, lo abraza, lo cubre de besos, no repara en el juicio de auto-condena que proclama el hijo, no responde a la solicitud de tratarlo como un empleado y no más como hijo suyo, se voltea hacia la servidumbre y exige que traigan rápido la mejor vestimenta, además de anillo y sandalias. Y para rematar, como si lo anterior fuera poco, termina ordenando una fiesta, es decir, un ulterior despilfarro a favor del zángano. ¿Es posible que una conducta así sea moralmente válida y practicable? ¿No se complican más las cosas? ¿Es moralmente legítimo actuar de esta manera en defensa de un caso tan bochornoso? Son cuestiones que exceden el asunto inicial de nuestra reflexión y el espacio de que aquí disponemos.

    Podemos dar por cierto que un filosofo moralista como Kant, no en balde considerado como el padre del Criticismo, se sentiría a disgusto con tal tipo de procedimiento.¿Qué axioma, en efecto, puede sostenerse a favor de la conducta del padre? ¿Qué tipo de moralidad presume semejante actitud?

    En realidad, la ética que nos está señalando el padre no es de tipo racional, sino intuitiva. Este hombre no pide cuentas al hijo, no hace un análisis de la experiencia del hijo menor, su conducta es técnicamente hablando irreflexiva, a-filosófica. No maneja un juicio perceptual. Sin embargo, no hay nada de irracional en una conducta asentada sobre una teoría moral intuitiva. No hay nada discutible en una conducta moral basada en la intuición. Sabemos que los grandes principios morales son percibidos intuitivamente y sólo posteriormente son conceptualizados. Esto ya lo dejo claro Aristóteles.

    ¿A qué se debe que el padre se conduzca desde la compasión. ¿A qué se debe que su manera de percibir y de tratar la realidad sea compasiva?

    Creemos que sólo hay una respuesta posible: el padre percibe la realidad desde la realidad del límite, no desde la idea de la perfección. Su sistema mental opera desde el límite: lo primero que percibe es la indigencia humana y, por tanto, trata la indigencia humana desde el límite, vale decir, compasivamente. Su conciencia moral es ante todo una conciencia del límite y desde aquí opera. Su conducta trasciende lo que en ética se llama el recto actuar, pero sin dejar de ser recto su actuar es además un actuar humano: actúa ante el error, que es producto humano desde otra nota humana, que es la compasión. Sólo la compasión (sentimiento humano de aceptación) puede reciclar lo humano entendido como falla.

    La diferencia entre moverse desde el ideal de la perfección y el sentimiento de compasión resulta abismal. En el primer caso, el fundamento ético tiene que ver con el cumplimiento, en el segundo, con la indigencia. En el caso del hijo mayor, el dolor del hermano no tiene resonancia, como quien dice: no es mi negocio, no es mi problema. En el caso del padre, el dolor del hijo menor es también su asunto. En definitiva, desde el punto de vista que aquí manejamos, todo resulta de la manera como nos colocamos ante el problema de la indigencia humana: la nuestra y la de los otros

    En innegable que entre ambas morales hay un conflicto de valores, pero en el caso del padre se está con la vida del lado de la vida; en el caso del perfeccionista y de aquí su tipo de barbarie, se está del otro lado de la vida.