Que pasan como una exhalación. La filosofía es un saber, pero un saber que sólo puede ocuparse de lo que es. El "ser", tal es el grandioso y nada inútil invento de la filosofía. No está nada claro qué sea eso del "ser", del "ser" así, en general; por lo pronto, tomemos nota de que lo que la filosofía quería, en su acta de bautismo, era prepararnos para la muerte. El "ser" se inventa en el mismo movimiento en que debe ser inventado algo que no muere con la descomposición del cuerpo. Por ello, el "ser" aparece al mismo tiempo que el alma. Tampoco sabemos bien a bien qué sea eso del "alma", pero bástenos imaginar a un cuerpo: todo aquello que el cuerpo no es, eso es el "alma". Nada más.
Y nada menos. Si el alma se construye negando minuciosamente todo lo que el cuerpo es, con el ser pasa lo mismo: se construye (filosóficamente) negan-do con minuciosidad -y encono- todo lo que el pasar es. El servicio de la filosofía no es, no ha sido, en absoluto, algo insignificante. Nos ha proporcionado una seguridad, un abrigo, una esperanza, una verdad. A fin de cuentas, nos ha premiado con el bien más preciado: con la verdad una.
¿Qué verdad? ¿En qué consiste ese gran servicio de la filosofía? Hela aquí: que nuestras pequeñas verdades -las que nos regalan los sentidos, las que nos vamos construyendo poco a poco en una vida que nos pasa como una exhala-ción- son mentiras. La verdad que, de principio a fin, nos ofrece la filosofía es que sólo lo eterno es verdad. ¿Y qué es lo eterno? No está nada claro. Pero con-formémonos con imaginar el paso del tiempo: todo aquello que el paso del tiem-po no es, eso es lo eterno.
¡Vaya si me estoy contradiciendo! En un comienzo dije que lo más inte-resante de la filosofía era que no servía para nada; ahora digo que el invento más importante de la filosofía -es decir: el Ser, el Alma, la Verdad, lo Eterno- es el invento más útil entre todos los que el ingenio humano ha alumbrado en este mundo. El más útil porque gracias a él todo en la vida aparece como algo que podría ser utilizado, que podría servirnos de algo.
La filosofía se nos presenta así como la verdadera matriz de todo saber, de toda técnica, de toda moral, de toda cultura. Al menos, de la nuestra. ¿Cómo sostener entonces que lo más interesante de la filosofía es que no sirve para nada?
La contradicción no es aparente: es real, y ningún artificio retórico nos salvaría de caer en ella. La contradicción pertenece a la filosofía. Al inventar lo contrario de lo que es -de lo que pasa-, ¿podría la filosofía haber escapado a su destino? Un destino que consiste en permanecer en el umbral de la vida – imaginando una vida verdadera sobrepuesta y contrapuesta a esta vida. La filoso-fía ha intentado cicatrizar la llaga – pero para hacerlo ha de hundirse y profundi-zar la herida que ella misma es.
La utilidad de la filosofía tiene que ver con la invención de este lugar desde el cual la vida en su fugacidad y en su irremisión podría ser juzgada. Es la invención de un no-lugar y de un no-tiempo. La gran filosofía ha ido roturando ese territorio a salvo de la descomposición y la caducidad y edificando en él sus fortalezas. En tal sentido, la filosofía sirve para lo mismo que la cultura en gene-ral: para sobreponerse a la muerte, al sufrimiento y al temblor de los individuos. Podemos imaginar a la cultura como un monumento levantado sobre las lápidas – y como un altar en el cual se bendice la interminable extinción de cada uno de los seres humanos.
¿Es esto todo? ¿Es la cultura -la filosofía- una mera negación -imaginaria- de nuestra mortalidad? ¿Es esa su principal función, su utilidad esencial? ¿En qué se distinguiría entonces de la religión, o de la técnica?
2. De cultos, cultivos y culturas
El mundo del rocío
sólo es rocío, sin embargo,
sin embargo…
Issa Kobayashi
Para responder estas interrogantes, repasemos rápidamente qué son las culturas. En esencia, son modos de habérselas con lo desconocido, modos de gestionar -y contabilizar- lo indisponible. La cultura es una estrategia de control, una forma de hacer habitable, aprovechable y comunicable un entorno – la forma general de domesticar una alteridad. Se trata, en el fondo, de poner lo no humano al servicio de lo humano. Para ello, cada cultura establece pactos y sacrificios, y genera e impone múltiples regulaciones. En consecuencia, "cultura" es -a la vez- un culto y un cultivo. Ellas son una red de preceptos y prohibiciones, un entramado de hábitos y cursos de acción. Y de las diversas formas que adopte esta relación con lo desconocido podrán distinguirse y caracterizarse las formas esenciales de una cultura.
Quizá no sea posible reconocer lo propio de una cultura o de una civili-zación como la Occidental sin remitirse a lo que ella no es, sin reconocer las opciones que ella misma, en su historia, ha ido adoptando y desechando. Lo pro-pio sólo aparece en el contraste, en el trasluz de lo ajeno. Para el caso, la identi-dad de Occidente se mide por la distancia interpuesta con respecto al "mundo primitivo" y al "mundo oriental" – denominaciones ambas que sólo dan fe de un gesto -típicamente occidental- de repudio y de falsa superioridad. ¿Porqué Occidente se recorta por encima de ese fondo de sociedades sin Estado y de so-ciedades históricamente estacionarias? ¿Qué es lo que Occidente ha rechazado y qué es lo que ha abrazado para fundarse a sí mismo en su identidad-y-diferencia?
Para acercarnos a una respuesta inicial, permítanme comparar, breve-mente, tres "filosofías" que son tres modos fundamentalmente distintos de rela-cionarnos con el mundo.
Preguntémonos, por principio, qué es la sabiduría. ¿Es lo mismo que la religión y la filosofía? Los grandes sistemas de pensamiento que han ido mol-deando la autoconciencia de un pueblo como el chino difícilmente podrían coin-cidir con semejantes denominaciones. El confucianismo no es ni una religión ni una filosofía, sino un sistema de preceptos para la acción: una ética. El taoísmo y el budismo tampoco pueden ser reducidos al talle de lo que en Occidente se en-tiende por religión. Ambos son caminos de autoconciencia, métodos de perfec-cionamiento espiritual. No hay en ellos rasgo alguno de divinización de los pode-res y las fuerzas. Taoísmo y budismo son estrategias de autoconocimiento, no sistemas de creencias . Así, mientras que el confucianismo es una ética para el Estado, el taoísmo es una sabiduría de uso individual. Andando el tiempo, el budismo sabrá extraer de ambos sistemas los ingredientes necesarios para encon-trar y proponer una vía de mediación.
Por otra parte, concebirlos en cuanto filosofías resulta igualmente forza-do. No es suficiente señalar su carácter sistemático-racional, o su ascenso hacia formulaciones cada vez más abstractas y de índole omniinclusiva, para empare-jarlos con lo que desde Grecia se reconoce como filosofía. La diferencia no atañe a las características externas del discurso, sino a sus presupuestos básicos. O, para decirlo con Brice Parain, la diferencia concierne a la naturaleza de la apuesta que en uno y otro caso se pone en juego.
La filosofía emerge del fondo mitológico en un movimiento que remeda el emerger de lo humano del fondo de la naturaleza. Es, en rigor, una confianza, una voluntad, una autonomía: una separación. La filosofía (griega) nace en el útero de la mitología, y lo hace de manera independiente de -o antagónica a- la sabiduría de la India o de China. La diferencia esencial remite a esta seguridad: los griegos apuestan a "vencer a la vida con el razonamiento" . La filosofía apuesta -ya que nada lo garantiza- por la exacta correspondencia de las pala-bras con las cosas, del pensar con el ser. La apuesta griega consiste en creer que la inteligencia es capaz de resolver todos los enigmas. "La audacia era afirmar", dice Parain, "que era posible el acuerdo entre el lenguaje y lo real, a través de palabras quizá irreales" .
En la sabiduría de China y de la India nunca se jugó semejante apuesta. Venció otra cosa, la desconfianza en el poder del pensamiento para concebir, justificar o regir la existencia. Lo esencial, para esas culturas, no consiste en acordar e identificar vida y pensamiento, sino en aprender a liberarse de la exis-tencia. En resumen, al pensamiento asiático no le faltó un presupuesto ontológico fuerte ni, mucho menos, cierto rigor discursivo, sino "la ambición de la conquista y la apuesta metafísica" . En Oriente falta la filosofía – porque sobra la sabidu-ría.
Por lo mismo, la filosofía define a Occidente (y viceversa): una apuesta – convertida en empresa.
La sabiduría es, fundamentalmente, lo mismo que una estética: remite a un ámbito que el lenguaje -y la técnica- no pueden profanar, es decir, identifi-car y poner a su servicio. El arte no dice qué sea lo real – tan sólo puede, me-diante metáforas o insinuaciones, mediante símbolos e indicaciones, aludir a ello. La sabiduría quizá solo enseña una y otra vez lo mismo: que las cosas exceden siempre a las palabras, que la experiencia no cabe en fórmulas de buen o mal vivir. En particular, el taoísmo apunta a lo real – pero no abriga la esperanza de conquistarlo. Sólo confía en que el pensamiento termine disuelto en su silencio. Las palabras – ellas nunca alcanzan ni someten a lo real. "Una montaña" dice esta sabiduría, "es una montaña y no es una montaña". Ninguna fórmula -ni verbal ni numérica- puede tocar directamente a la esencia de lo real o influir en sus nervaduras. La sabiduría de Lao Tsé establece que "no basta trabajar para ganar el mundo".
La sabiduría del Tao excluye al Uno. Todo es dual. Los principios fuerte y débil, diurno y nocturno, paterno y materno, celeste y terrestre, forman, en su oposición complementaria, en su relatividad y dinamismo, un ciclo eterno que no conoce ni el principio ni el final. Las fuerzas no se oponen en términos morales -la luz nunca es "mejor" que la oscuridad-, y su juntura conflictiva no conoce el reposo ni el fin. El Tao no es ni el origen ni la meta: es el paso, el camino. Y es también la soledad. "La doctrina taoísta", explica Chantal Maillard, "se presenta (…) como la adversaria del confucianismo por cuanto que desprecia lo que éste aprecia: las normas sociales, la etiqueta, las costumbres; evita lo que éste procura: la erudición, el conocimiento histórico, la prevención del futuro, y niega lo que éste asume: el deber del gobierno por parte del sabio" .
El Tao es el camino de la lucidez que no se doblega ante lo necesario.
Tao designa lo que no admite signo. La estrofa LXIX del Tao Te Ching así lo manifiesta: "Hay una cosa confusamente formada/anterior al cielo y a la tierra./¡Sin sonido y sin forma!/de nada depende y permanece inalterada,/se la puede considerar el origen del mundo./Yo no conozco su nombre,/la denomino dao" . Ese Tao es un nombre que no dice aquello a lo que apunta. "El nombre que puede ser nombrado", sentencia la estrofa XLV, "no es el nombre permanen-te. Lo que no tiene nombre es el principio de todos los seres" . No hay manera de allanar el camino al misterio profundo que constituye "la llave de las transforma-ciones de los seres". La dualidad cielo/tierra es lo originario, y esta escisión es previa a todas las cosas. Es irreductible al lenguaje.
Al Ser, al Mundo "no lo piensa quien lo piensa" .
En consecuencia, el Tao es un modo de designar la ausencia de ser. No remite a un principio absoluto -y pleno- que sería el Ser, o el Bien, o Dios, o el Todo. "Entender el Tao es entrar en la oscuridad" . La apuesta de Occidente ha sido, según veíamos, la (eficaz) concordancia del lenguaje con las cosas. Necesi-ta, en consecuencia, postular la plenitud -la ocupación- del ser. Pensar la esen-cia de las cosas en términos de vacío y nulidad simplemente prohibe la posibili-dad de manipularlas. Es la exigencia, el deseo de dominar la existencia lo que rige a la filosofía (y a la religión). Y como el deseo nos mantiene atados a las manifestaciones, a los aspectos de las cosas, sólo con la suspensión del deseo es posible captar la -hueca, vacía- esencia del Tao.
La acción y el conocimiento quedan, en esta experiencia, sensiblemente debilitados en cuanto fuentes de poder o en cuanto valores. "Los conocimientos son la superficie del dao,/y el principio de la necedad" . El afán de conquista aparece en toda su inanidad. "El que actúa fracasará, el que aferra algo lo perde-rá" . Ni la actividad ni la sujeción al proyecto salvan a los hombres de su fugaci-dad. Por el contrario, el Tao los predispone a una recuperación de la simplicidad, la inocencia, la espontaneidad y la ignorancia propias de los niños. A los niños se les ha enseñado a saber, a convertir todo en un rito, a ser rectos, a ser buenos, a ser virtuosos, a ser útiles. Se les ha apartado del Tao. Se les ha moralizado.
En cuanto se desentiende de salvar al mundo, el Tao no es una moral, sino una sabiduría. Una estética.
Si, en lugar de favorecer su crecimiento, llega a hacerse más importante el ajuste de los individuos dentro de sus colectivos, la representación del mundo tenderá a moralizarse. Esto significa que el conocimiento racional coincidirá con las exigencias de la virtud. Las exigencias prácticas se rigen por una necesidad elemental de tener y mantener bajo control. Ahora bien, ¿quién puede cumplir con esta exigencia? Las pasiones son fuerzas que sólo la razón -es decir: la ley– se halla en posición de encauzar. La razón opera sobre las pasiones de diversos modos. Uno de ellos es el rito. Allí encuentran aquéllas un medio de expresión que no pone en peligro los supuestos del orden (público). De lo que se trata es de codificar las transgresiones. No hay que violentar a la naturaleza, sino regularla.
Tal es la esencia del confucianismo. Hay que pisarle la cola al tigre – acostumbrándolo a ello sin suscitar -ni permitir- su rebelión.
La inteligencia queda así reducida a la capacidad de juicio moral; en par-ticular, la distinción de lo bueno y lo malo pasa por el reconocimiento de la nece-sidad de la (auto)renuncia. Lo perfecto, en el código de Confucio, es la obedien-cia: la observancia del deber. La naturaleza humana coincide exactamente con su opuesto: la "humanidad" no es otra cosa que la negación de la naturaleza.
Esta negatividad se encuentra ciertamente emparentada con la filosofía occidental. Someter la naturaleza al proyecto -sujetar la espontaneidad del ser al mando de la ley- es, desde Grecia, uno de los rasgos definitorios de toda la empresa filosófica. Sin embargo, a Confucio le preocupa sobremanera el cambio. El orden sólo puede garantizarse en la inmovilidad absoluta, y por ello aconsejará la estricta observancia de un código en el cual cada designación conserve su nexo con la cosa designada. "Que el príncipe sea príncipe; el ministro, ministro; el padre, padre; el hijo, hijo" . La única garantía del orden es la univocidad de las designaciones – y la rectificación de los nombres. Lo cual, simple y llanamente, veda toda posibilidad de progreso. En la sistematización de Confucio, el orden es estacionario – o no será.
Se observará, al margen, que Confucio reúne en un solo código lo que en Occidente ha exigido dos instancias: una ciencia del buen gobierno (Maquiavelo, o el Estado) y un recurso a la humildad y la obediencia (Cristo, o la Iglesia) . Eso es justamente lo que Occidente reconoce como su "legado inmortal". Confu-cio es el verdadero precursor del "humanismo" . Precursor, también, de una definición política del animal humano. De lo que se trata es de que todas las leyes -las naturales y las de los hombres- coincidan en la garantía de ajuste del indi-viduo en su orden social. "Los antiguos", se lee en La Gran Ciencia, "deseando ilustrar la virtud más alta por todo el imperio, primero ordenaban bien sus propios Estados. Deseando ordenar bien sus Estados, primero regulaban sus familias bien. Anhelando armonizar bien a sus familias, primero se cultivaban bien ellos mis-mos. Deseando cultivarse a sí mismos, primero enmendaban sus corazones. De-seando enmendar sus corazones, primero trataban de ser sinceros con sus pensa-mientos. Deseando ser sinceros en sus pensamientos, primero extendían al máxi-mo sus conocimientos.
En esta extensión del conocimiento descansaba la investigación de las cosas. Investigadas las cosas, el conocimiento se completaba. Completados sus conocimientos sus pensamientos eran sinceros. Sinceros sus pensamientos, sus corazones se corregían. Rectificados sus corazones, sus personas eran cultivadas. Cultivadas éstas las familias eran reguladas, sus Estados gobernados con rectitud. Gobernados sus Estados con rectitud, todo el imperio se hallaba tranquilo y fe-liz" .
La lógica y la moral aparecen, en el confucianismo, en tierna confusión.
3. La necesidad de hacerse obedecer
Ahora abandonemos a los chinos y volvamos a ese magnífico invento griego que es la filosofía. En su núcleo, según hemos visto, se encuentra la esperanza -y la exigencia- de hacer que coincidan las palabras con las cosas. A esta coinciden-cia los griegos la pensaban bajo la palabra logos, que para nosotros viene a coin-cidir más o menos con la palabra "razón". ¿Qué es la "razón"? Permítasenos expresarlo así: la razón es un radio. Es decir: el camino más corto entre el centro y el límite. Aún hoy, la razón se deja definir como una necesidad básicamente económica: explicar el mayor número de cosas con el menor número de supues-tos y de conjeturas.
La transición del mito a la filosofía puede seguirse como este progresivo y nunca completamente alcanzado reemplazo del mundo politeísta de las fuerzas por el mundo monoteísta del principio único. La multiplicidad -el "politeísmo" mítico- es el correlato de los sentidos. La unidad -el "monoteísmo" filosófi-co- es el correlato de la razón.
Este "paso" de lo múltiple sensorial a lo único racional, ¿es un progreso o, al contrario -como sostendrá un Nietzsche-, una degeneración o un debili-tamiento de la fuerza? Este "paso" es, a la vez, el progresivo abandono de lo concreto y la correspondiente entronización de lo abstracto. ¿Con qué propósito? Fundamentalmente, para fijar la esencia de una cosa -lo que esa cosa tiene de propio- y no distraerse con sus transformaciones.
Y, ¿para qué queremos que las cosas se estén quietas? ¿Para qué se les extirpa su agitación y extravío? La respuesta parece obligada: para que, converti-das en útiles, nos puedan obedecer.
Y, ¿para qué queremos que nos obedezcan? Se dirá: para sobrevivir. Tal vez sea necesario agregar que la obediencia de las cosas, su servidumbre, tiene un efecto secundario que llega a hacerse prioritario. El dominio que mediante el saber alcanzamos sobre las cosas -y sobre las personas- puede, según se ha dicho, llegar a persuadirnos de que es posible escapar a la muerte y al dolor, que podemos encontrar un sitio a resguardo del destino.
Las dos grandes invenciones de la filosofía antigua son las ideas de ar-khé y de physis. Se refieren al principio de algo y a su actualización. En términos cibernéticos: se refieren al programa y a la posibilidad de "correrlo". El abando-no del politeísmo y su reemplazo por el monoteísmo expresa el triunfo de la vo-luntad de dominio sobre la experiencia trágica. Si se siguiera pensando en térmi-nos de "dioses", ¿cómo asegurar su obediencia? Los griegos sustituyeron a la voluntad divina por el libre juego de la fuerza – y ésta, para obedecer a la volun-tad humana, tiene que pensarse en un sentido impersonal.
En el mito, las fuerzas son plurales, pero están sacralizadas. "Todas las cosas están llenas de dioses", mantendrá el primer filósofo. En la filosofía se encuentran ya desprovistas de prohibiciones, pero todo termina concentrándose en una fuerza única, eterna, abstracta, monopólica. Una fuerza oculta. La verdad está siempre escondida (Heráclito dixit), no se halla al alcance de los sentidos. Por lo tanto, no está al alcance de cualquiera. Rechazar la verdad que captan los sentidos es también un rechazo de la capacidad del hombre común para encontrar la verdad.
Retomemos ahora, para terminar, nuestra interrogación inicial. El servi-cio de la filosofía depende de lo que esta apuesta garantiza. No podemos decir que, en el mundo actual, esta promesa esté frustrada o aparezca todavía por cum-plirse. Sólo que no ha sido la filosofía, propiamente, quien ha alcanzado semejan-te cumplimiento. Ha debido transformarse en otra cosa: ha debido cristalizar en el mundo de la ciencia, de la técnica y de la política. La promesa de la filosofía la han cumplido las ciencias.
La pregunta por la utilidad de la filosofía se transforma entonces en la pregunta por el lugar que ahora le corresponde a la filosofía.
En el mundo moderno, la pregunta por el qué cede inexorablemente su sitio al para qué. Ya no qué es, sino para qué sirve. La filosofía tiene fama de ser una ocupación inútil y hasta insensata. En el mundo circuncidado por la técnica y la política la filosofía no encuentra fácilmente su sitio. En el ruidoso mundo de la información, ¿cómo escuchar el silencio? ¿Cómo dar abrigo a la fragilidad de la palabra que huye? ¿En qué discurso se encarna la pluralidad del lenguaje? ¿Cómo decir el paso, la pérdida, la eternidad del instante?
Por una parte, vuelve a alzarse un sueño de ecumenismo. La filosofía (es decir: Occidente) debe abrirse a una síntesis con lo que ella no es: Oriente, Áfri-ca, el mundo arcaico. Síntesis de lo Mismo con (su) Otro. Promesa de reconcilia-ción, de unificación, de pacificación. "En nuestros días", se puede leer en un libro de texto, "el sueño de la razón debe apuntar hacia la búsqueda de una nueva civi-lización: la del nuevo milenio, que debiera ser la síntesis de la cultura europea con las de Asia y las de África" . Este sueño consiste en recuperar el sueño de la razón: no abandonarlo, no soñar otra cosa. Recobrar la razón: volver a la filoso-fía.
Pero, ¿es la filosofía una respuesta a preguntas nacidas fuera de ella misma, fuera del horizonte que ella, al emerger, abre al pensamiento?
La contradicción que advertíamos al principio de esta exposición reapa-rece nuevamente. Por un lado, la filosofía ha procurado servir a las necesidades de supervivencia de toda una civilización. Por otro lado, la filosofía se abre hacia todo aquello que, en lugar de garantizar la mera supervivencia, expone lo humano a lo que no puede en absoluto ser puesto a su servicio. En cuanto a lo primero, la filosofía ha cumplido; en cuanto a lo segundo, ni siquiera se trata de una promesa.
Porque no se trata (solamente) de supervivencia. El servicio que ha pres-tado la filosofía no es, según se puede concluir, nada despreciable. Pero su digni-dad, su necesidad, aparecen ya en otra parte. Aparecen justamente en su indepen-dencia respecto del mundo de la utilidad y del trabajo. La filosofía no es ya un instrumento para juzgar la vida y poner bajo nuestro control infinidad de objetos y procesos de la naturaleza. No es un medio para alcanzar la "emancipación" del género humano. No es el discurso de una verdad que se encuentra por encima de la fugacidad de la existencia. La filosofía es extraña porque se ocupa de la extra-ñeza (profunda) de todas las cosas.
Lo cual significa que la filosofía, como la cultura, es inerradicablemente equívoca. Se encuentra rajada entre la voluntad de ley y la experiencia trágica. Se encuentra atravesada por la doble exigencia de saber y de pensar. Se encuentra desgarrada entre la sabiduría y la técnica. Está partida entre la vocación de servi-cio y la soberanía absoluta. Entre la divinidad y lo demoníaco. Entre la poesía y la policía.
¿Estamos en el punto en que el servicio de la filosofía -y la filosofía del servicio- consisten en hacer dentro del mundo humano un lugar a lo que por ser no-humano podría salvarnos de nuestro propio ensimismamiento? ¿Servirá la filosofía para ayudarnos a desviar la mirada desde nuestro propio ombligo hacia todo lo que nos estamos perdiendo? ¿Será el mayor servicio del pensamiento el hacer que nos percatemos de que no todo ha de ser convertido en medio de asegu-ramiento, en garantía de dominio, en condición de sujeción? En suma, ¿dejará la filosofía de servir como estrategia maestra de domesticación de la existencia?
Pero lo más seguro es que todas estas preguntas resulten perfectamente inútiles. Acaso sólo aspiren a armarnos de paciencia, virtud de la que han hecho gala y que he de agradecer sinceramente.
Dos apéndices
a) Oriente y Occidente: la estética
¿Cuál es, por ejemplo, la estructura básica del arte en Occidente? Desde Platón y Aristóteles lo sabemos: la mímesis. Aunque no se trata de una reproducción de lo que aparece y se da a los sentidos. La mímesis platónica es la re-presentación de la Idea. Es la visibilización de lo invisible. Y en Aristóteles, el arte es la escenifi-cación no de la "realidad", sino de sus tipos inmanentes. "En definitiva," -observa a este respecto Tomonobu Imamichi- "el principio clásico del arte en Occidente es la imitación real de lo irreal, es decir, de la forma invisible contem-plada por los talentos geniales. Por consiguiente, se debe estar en posesión de dos herramientas para realizar una obra de arte: por un lado, el poder espiritual para ver la forma invisible que debe ser representada, y, por otro, una técnica poderosa para poder ser representada" . Mímesis de lo irreal que gradualmente cede el paso a la mímesis de lo real. De Teofrasto a Daguerre hay una continuidad esen-cial en la representación. Justamente, la invención de la fotografía expone al arte -en particular, a la pintura– a una profunda reconsideración. Una reconsidera-ción que termina siendo una vuelta al origen. Lo importante no es ya la imitación de lo real, sino la expresión de lo invisible: la intimidad, el pathos del artista. En resumen, el arte, en Occidente, hace sitio a eso que los sentidos apenas adivinan.
La estética oriental no es mimética. Desde su inicio, es expresiva. Por supuesto que hay imitación, pero se encuentra subordinada al principio expresivo. Oriente parte de la expresión y se aproxima a la mímesis en un trazo que invierte el movimiento del arte en Occidente. Pero deberá hacerse notar que persiste una profunda diferencia entre ambos mundos. Lo que expresa el arte de Oriente no es, como sí ocurre en Occidente, la subjetividad. El arte oriental expresa la absorción del sujeto en el todo; el arte occidental, la afirmación del sujeto frente al todo. Y lo mismo puede señalarse a propósito de la mímesis; Occidente imita no la natu-raleza, sino la acción o la figura humana en un trasfondo natural, mientras que en Oriente lo humano pasa a un segundo término: la referencia es, esencialmente, la naturaleza. La naturaleza no domada por el hombre.
En esta distinción puede seguirse bordando y filtrando la naturaleza de Occidente. La poética oriental se rige por una voluntad de fusión. "Hacerse uno con las cosas: esa es la realización, la reunificación de lo desatendido y lo disper-so. En una palabra: tomar conciencia" . Pero para alcanzar esa fusión es menes-ter no la apropiación, sino el desasimiento. La conciencia no es asegurarse o cerciorarse, sino abandonarse. Aprender, para esta estética, es ser aquello en que la conciencia se posa. Occidente concibe el saber –el aprendizaje– como un poder creciente sobre las cosas. En Oriente, la negatividad de la conciencia no se vuelca sobre las cosas, sino que se vuelve contra sí misma: "La pretensión debe dar paso al vacío, porque 'la forma es el vacío, y el vacío, la forma'" . La fusión a la que apunta la estética oriental no es la absorción del objeto en y por el sujeto, sino la disolución de semejante polaridad. Matsúo Basho define así la pintura: "Dibuja bambúes durante diez años, hazte un bambú; después olvida todo lo que sepas de bambúes mientras estás dibujando" .
Asunción de la fugacidad: y rebeldía dolorida. O también: gratitud.
b) Las puertas de Oriente
El antes de esta decisión -fundamentalmente política- que es la filosofía, ¿está en Oriente? Heidegger no ha llevado su interrogación más allá de Grecia. Llega a la Grecia anterior a la filosofía, pero no se remonta hasta el territorio de los mitos. En contraste, Max Weber amplía el campo de observación. Lo propio de Occi-dente es, según su análisis, la generalización del principio de razón como criterio decisorio en prácticamente todas las esferas de la acción social. La racionaliza-ción burocrática es el modo propio en que Occidente ejerce la dominación, dis-tinguiéndose en ello de los modos tradicionales -mágico-rituales- y carismáti-cos -profético-revolucionarios- de legitimación del dominio. Occidente es, en tal sentido, la pérdida -progresiva e inexorable- de lo sagrado. Pérdida, al menos, de su poder de verdad y de su poder de legitimación política. Occidente es el territorio en el que la razón técnica ejerce su monopolio en cuanto acceso a la verdad y en cuanto forma de dominación. En una palabra: Occidente o el desen-canto del mundo.
El Capital (monopólico), el Estado (burocrático) y la Ciencia (como téc-nica) son los núcleos que caracterizan y rigen todo el movimiento histórico de esa entidad -por otro lado sumamente proteica- que es Occidente. Triple cristali-zación económica y sociopolítica cuyo pivote (y resultado) es la subjetividad concebida en cuanto autocercioramiento. El desencanto del mundo determina, para el sujeto, una suerte de hechizamiento e hinchamiento del sí mismo. La autoconciencia -el ego cogito cartesiano- llega a ser la fuente única de toda verdad. El sujeto moderno se capta sólo a sí mismo y queda literalmente blindado contra el afuera, contra el más allá del propio límite subjetivo. Como señala Eu-genio Trías, "dominamos el mundo desde la subjetividad, pero, en compensación, somos incapaces de 'captar algo', es decir, de abrirnos a la comprensión de aque-llo que proviene de fuera de la subjetividad, de aquellos mensajes, signos, señales o portentos que proceden del 'fuego del cielo' y que no pueden ser anticipados, previstos ni programados por nuestro dominio subjetivo del mundo" . El mundo regido y hegemonizado por la voluntad de dominio excluye la gracia y la dona-ción.
Grecia es el embrague, la "bisagra" que une y separa a Oriente y a Occi-dente. La subjetividad se provee de una tekhne merced a la cual se vuelve posible dominar la inspiración -la irrupción del afuera en el adentro- y ponerla al servicio de una "causa común": de la polis. La subjetividad se provee a sí misma de un "alma" que, a partir de Sócrates, es lo primero y lo último que debemos interrogar. El saber es, esencialmente, un saberse a sí mismo. La técnica de la autoafirmación y del autocercioramiento – al servicio de la política.
Occidente es el camino de esa clausura (epistémica y política) de lo Otro del sujeto. Y de su nostalgia, también, y de sus retornos fantasmáticos. La parme-nídea identidad del ser y del pensar deja fuera justamente todo lo que el sujeto no es – que no reconoce como "suyo". Sólo es aquello que es pensable. Aquello que "es" del pensamiento. Lo Otro del sujeto (epistémico y político) ya es de él. Blindaje contra todo aquello que exceda -o impugne- al pensamiento.
Oriente, al parecer, no ha cerrado tras de sí la puerta que se abre hacia esa alteridad radical y constitutiva. El fundamento del pensar no es pensamiento: el origen del yo no soy yo. La raíz permanece oculta e inaccesible al pensamien-to. El fondo no tiene fondo: es abismo inconmensurable, abertura impenetrable, caos. Es, también, silencio. Inaccesible al entendimiento, pero expuesto al deseo. Es "lo místico". Oriente habita en esa abertura, en esa fisura que para Occidente sólo es, en el límite de su propia subjetividad y de su propio discurso, trascenden-cia pura. Lo místico es "lo propio" de Oriente, mientras que el mundo de la subje-tividad dominadora -lo propio de Occidente- es lo otro.
La dualidad Oriente-Occidente se nos aparece entonces como una pola-ridad ineliminable. ¿Podría imaginarse una mezcla de estas opciones fundamenta-les que son también distintos destinos civilizatorios? ¿No es precisamente esa (trans)fusión lo que en buena medida caracteriza a todo lo new age? El mundo de la técnica remite -incluso por razones estrictamente comerciales- al mundo donde la técnica ya no encuentra su sentido: allí donde ella ya no manda. ¿Para qué sirve la técnica si no para llevarnos de vuelta al punto (ciego) del que partió? El "tenso y difícil diálogo" entre Oriente y Occidente está ganado de antemano por Occidente: entre otras cosas, porque la idea misma de un "diálogo" obliga a Oriente a hablar en una lengua que no es la propia. El diálogo sólo es posible si se suprime el símbolo y se le reemplaza con el concepto. ¿Piensa conceptualmente el Oriente? ¿Podría Occidente retroceder en su camino hasta volver a pensar simbólicamente?
La concepción de Oriente como el territorio de inmanencia de lo sagrado ¿es, ella misma, "oriental"? Difícilmente. Oriente sólo tiene sentido como aquello que Occidente ha debido excluir y suprimir para poder ser lo que es. En este as-pecto, Hegel tenía toda la razón: Oriente subsiste en Occidente sólo como mo-mento recordado y superado. La razón no puede "retornar" hacia ello para alcan-zar otro estatuto. ¿Querría volver al símbolo para hacerse "más racional"? ¿Que-rría hacerlo para dejar de ser razón y hundirse en el mito? ¿Qué clase de "co-nexión" puede haber entre la ratio Occidental y la mystos Oriental que no desem-boque en la sublime patraña de la new age o, a lo hippie, en nuevas formas de superstición y cretinismo?
El "viaje a Oriente" se revela así como una reedición tardía del mito de la "infancia recuperada" o de la "eterna juventud". Un nuevo gesto del Bautista: bañarse en la fuente del origen para purificarnos del mal. Para huir de esta prisión que es la profanación del mundo. Para "volver a Dios". Si Occidente es la tierra del exilio, Oriente es la "patria" original de la humanidad. "El hombre que vive el exilio occidental", continúa Trías, "poseído por el ala tenebrosa del ángel, debe encontrar el rastro celestial de ese otro lado de sí, de ese doble 'angélico' de sí mismo que es el ala luminosa, la que orienta esa Quête, esa búsqueda espiritual de dirección a la patria oriental" . ¿Puede la filosofía, sin dejar de serlo, recobrar esa lengua primordial, ese "oriente" que es nuestro verdadero patrimonio en cuanto humanidad, esa inmanencia de lo sagrado que para nosotros los occidenta-les sólo es trascendencia y separación?
Advirtamos que esta recuperación del Oriente perdido es una recupera-ción de Occidente – y para él. El mismo sueño cristiano-hegeliano de la reconci-liación -espiritual- de los fragmentos. El logos apofántico de los griegos ha revelado sus insuficiencias. Y por ello es preciso volver sobre nuestros pasos y re-instaurar el diálogo-recuperación de Oriente merced a lo que Eugenio Trías bautiza como un logos simbólico. ¿Más allá de la técnica, en el antes de la filoso-fía y la política? Escasamente. El diálogo de Oriente y Occidente, así concebido, sigue siendo política y sigue obedeciendo a la voluntad de dominio. Se sigue apostando por la conjunción: la "y" copulativa presupone la posibilidad de la fusión y el traspaso -sin restos- de contenidos. Presupone y persigue la univer-salización de esos contenidos – es decir, permanece en la órbita ecuménica de Occidente, en su voluntad de reducir el ser al tamaño del logos .
Artículo extraído de Opinatio.com
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