1. El servicio filosófico
Comencemos, sin más trámite, con una pregunta incómoda: ¿para qué sirve la filosofía? Una interrogante así no podría dejar de formularse en estos tiempos en los que precisamente la filosofía tiene que luchar cada día y en todos los frentes para defender su simple derecho a la existencia. Vivimos en un mundo regido por la idea de que las cosas -y las gentes- inútiles no tienen-o no deberían te-ner- cabida entre nosotros. Vivimos, o intentamos vivir, en el reino de la fun-cionalidad, en el reino de la eficiencia. Intentamos hacer de nuestras vidas algo productivo. Si no es útil, ¿qué sentido tiene permitir su existencia? Si no nos hace la vida más fácil, o más segura, o más divertida, o más cómoda, o más rentable, ¿quién, en su sano juicio, podría dedicarle un minuto de su propia vida? Nuestro mundo reposa por entero en la tranquila identidad de lo bueno, lo legítimo y lo útil. Lo inútil es una carga, un peso muerto. Algo ante lo cual es preciso perma-necer alerta y de lo que es necesario desembarazarse una y otra vez.
La filosofía, si ha de ser una ocupación legítima, deberá decirnos, para empezar, cuál es el servicio que nos presta. ¿Simplifica la existencia, la resuelve, la hace más llevadera? ¿Nos proporciona información valiosa sobre el universo y sobre nosotros mismos? ¿Ayuda a eliminar carencias, a satisfacer necesidades, a combatir aquello que nos amenaza, a vencer nuestras debilidades? ¿Nos prolonga la vida, nos aporta nuevas fuerzas, nos hace mejores?
Lo más fácil, para alguien que dedica buena parte de su tiempo a la filo-sofía, o que vive y come de ella, sería contestar afirmativamente a algunas o a todas estas preguntas – y a otras más. No dudaré un instante en que tal cosa sea posible. De hecho, es algo que encontraremos en casi todos los discursos que intentan justificar la presencia de las disciplinas filosóficas en el mapa de la cultu-ra en general y de los saberes universitarios en particular. Saber en qué ayuda la filosofía dentro de un mundo como el que nos ha tocado en suerte vivir no es en absoluto un saber inútil. Pero es más que probable que justificar su existencia y determinar su necesidad sean dos cosas muy distintas.
Quizá escandalizará conocer la verdadera respuesta, la única decente: la filosofía tiene, desde luego, pleno derecho a la existencia – pero justamente porque no sirve para nada. La dignidad y la prenda más alta de la filosofía consis-te en que no es útil, no es medio o instrumento para alcanzar fin alguno. El pen-samiento no funciona si de lo único que se trata es de plantear y resolver problemas o de diagnosticar y solucionar conflictos. A pesar de haberla engendrado, la filosofía no es lo mismo que la ciencia. Y, a pesar de su innegable parentesco, tampoco deberíamos confundirla con la religión. El pensamiento es, por el contrario, aquello que ningún saber podría aplacar y ningún poder lograría poner del todo a su servicio. La imposibilidad de que la filosofía sirva y se someta a algo diferente de ella misma es lo que real y efectivamente la vuelve -o la conserva- interesante. Pero vayamos por partes.
La filosofía es una invención relativamente moderna, dicho sea esto a pesar de que todos sabemos que tiene unos venerables veinticinco siglos de histo-ria. Es moderna no por su edad, sino por el sueño que la vio y la hizo nacer. Ese sueño, en el mundo técnico, se encuentra práctica y materialmente realizado. Posiblemente sea el sueño de todos los hombres en todas las circunstancias de su historia: en suma, es el sueño de vencer a la muerte. Ganarle el paso al paso del tiempo. La filosofía ha nacido -y acaso nace todos los días- con esa idea fija en mente.
Sócrates, verdadero inventor del género, decía con todas sus letras que le importaba bastante poco morir: la filosofía le había enseñado a no temer a la muerte – porque la filosofía consistía precisamente en saber que sólo muere la parte mortal de cada uno de nosotros; a saber: el cuerpo. La filosofía fue inventa-da para hacer del cuerpo -de lo mortal- una especie de accesorio, un instru-mento prescindible, un útil que podría ser desechado en el momento en que ya no daba servicio. ¿Qué filósofo que se precie puede sentir miedo ante la extinción de su parte más despreciable? ¿Qué otro servicio podría aportar la filosofía al hom-bre común además de esta docta resignación ante la caducidad de todas las cosas que encontramos en la vida – de todas las cosas que pasan?
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