La Revolución Industrial inglesa y sus innovaciones tecnológicas
Enviado por Jacqueline Laguardia Martínez
- Tecnología e innovación industriales
- La industria textil
- La máquina de vapor
- La industria química
- La industria siderúrgica
- La cerámica y el carbón
- Nuevos transportes
- Bibliografía básica
Tecnología e innovación industriales
Los historiadores que se sienten más atraídos por el carácter revolucionario del cambio industrial, llaman la atención sobre la rápida mecanización y el crecimiento de la industria del algodón en las últimas dos décadas del siglo XVIII. Casi un siglo antes, sin embargo, y con sólo unos pocos años de diferencia, se hicieron otras dos innovaciones cuyo impacto podría considerarse todavía más fundamental para la industrialización, aunque tuvieron que pasar algunos años antes de que se advirtiera su importancia. Estas innovaciones fueron el proceso para fundir el mineral de hierro con coque, lo cual liberó a la industria del hierro de la dependencia exclusiva del carbón vegetal, y la invención de la máquina de vapor atmosférico, una nueva y poderosa máquina motriz que primero complementó y que luego acabó reemplazando a los molinos de viento y de agua como fuentes de energía inanimada.
La industria textil
El crecimiento de la industria de algodón se debió a razones de demanda como el aumento de la renta per cápita, el crecimiento de la población y los mercados externos, y de oferta como las innovaciones tecnológicas y nuevas formas de organización del trabajo.
El proceso de producción de telas consta de cinco pasos: hilar, tejer, lavar, blanquear y colorear. Los dos primeros son mecánicos y el resto son químicos.
La industria textil había adquirido importancia en Gran Bretaña ya en la era "preindustrial" con el sistema de putting-out. La manufactura de bienes de lana y de estambre era la de mayor importancia, si bien en Escocia e Irlanda, a diferencia de lo que pasaba en Inglaterra y Gales, predominaba el lino. En Inglaterra se obligaba por ley a enterrar a los cadáveres envueltos en sudarios de lana, mientras que en Escocia ese privilegiado estatus estaba reservado al lino. La industria de la seda, introducida en las primeras décadas del siglo XVIII, empleó fábricas y maquinaria accionada por energía hidráulica, a imitación de las italianas; la demanda de seda, no obstante, era limitada, debido a un alto costo y la competencia del continente.
Como la de la seda, la manufactura del paño de algodón era una industria relativamente nueva en Gran Bretaña. Introducida en Lancashire en el siglo XVII, probablemente por inmigrantes del continente, fue estimulada por las leyes de principios del XVIII. Al principio esta industria empleó los procesos manuales utilizados en la lana y el lino, usando, debido a la debilidad del hilo, la urdimbre de lino para producir un tejido llamado fustán.
Al ser nueva, la manufactura del algodón estuvo menos sujeta que otras industrias a las restricciones impuestas por la legislación estatal y los reglamentos gremiales y a las prácticas tradicionales que obstruían los cambios técnicos. Ya en la década de 1730 se intentó inventar maquinaria que ahorrase mano de obra tanto en el hilado como en el tejido. Las primeras máquinas de hilar no tuvieron éxito, pero en 1733 un mecánico de Lancashire, John Kay, inventó la lanzadera volante, que permitía a un solo tejedor hacer el trabajo de dos, lo que aumentó la presión de la demanda de hilo. Incorporada a los pequeños telares manuales rompió el equilibrio existente entre las operaciones de hilar y tejer –cada tejedor necesitaba ahora de un mayor número de hiladores.
Si ya antes eran necesarias cinco o seis personas hilando para mantener ocupado a un tejedor con los nuevos telares aumentó de manera notable la demanda de hilo. Hasta entonces el proceso de hilado se realizaba con la rueca o con el torno de hilar: el trabajador con sus manos o accionando un pedal hace girar una rueda que mueve un único huso donde se va enrollando el hilo.
En 1760 la Society of Arts se sumó al incentivo del mercado ofreciendo un premio para quien inventara una máquina de hilar que funcionara. En pocos años se inventaron varios dispositivos para el hilado mecánico. El primero fue la spinning- jenny, máquina de hilar de husos múltiples, de James Hargreaves, inventada en 1764 pero sin patentar hasta 1770. Era una máquina relativamente simple; de hecho, era poco más que una rueca con una batería de varios husos en lugar de uno. No requería energía mecánica y podía manejarse en una cabaña, pero permitía a una persona hacer el trabajo de varias.
Ante la nueva demanda de hilo la respuesta sería la máquina hiladora spinning-jenny que multiplicaba la capacidad de los hiladores, aunque aún utilizaba como energía la fuerza humana de los trabajadores.
La spinning-jenny, máquina de hilar que permite el manejo de varios husos, lo que multiplica la capacidad de hilado del trabajador. Sigue siendo una máquina que utiliza la energía humana más productivamente: antes el trabajador movía la rueda para accionar un solo huso. Ahora con el mismo esfuerzo el hilo se va enrollando en numerosos husos que pueden apreciarse en la parte inferior de la ilustración.
Probablemente el salto a un sistema industrial se dio con la invención de una máquina hiladora que utilizaba como fuerza motriz el agua, la llamada water frame patentada por Richard Arkwright en 1769. Arkwright, originalmente barbero y elaborador de pelucas, no fue probablemente quien lo inventó, siendo su patente a la postre, anulada, pero fue el innovador textil que tuvo más éxito como hombre de negocios. Como el bastidor de agua operaba con energía hidráulica y era grande y caro, condujo directamente a un sistema fabril que tomó como modelo el de la industria de la seda. Las fábricas, sin embargo, se construían casi siempre cerca de corrientes de agua en el campo o en pueblos pequeños, de forma que no redundaron en concentraciones urbanas de trabajadores. Por otra parte, como era la energía hidráulica la que accionaba la maquinaria, las primeras fábricas exigían relativamente pocos hombres adultos, cuya función era la de trabajadores cualificados y supervisores; la mayor parte de la mano de obra consistía en mujeres y niños, que eran más baratos y más dóciles.
La water frame debe ser considerada como un invento que supone un enorme salto cualitativo. Hasta entonces las máquinas de hilar, como la spinning-jenny, se limitaban a ser una versión mejorada de los antiguos tornos de hilar: necesitaban la fuerza humana como energía y la presencia de un trabajador muy especializado. Arkwright consideró la utilización de caballos para mover su máquina hasta que en 1771 se decidió por crear una factoría en Cromford aprovechando la corriente del río. Una gran fábrica llena de máquinas hiladoras movidas por energía hidráulica que requerían mano de obra no muy especializada: un sistema que se extendió por toda la geografía británica y que se utilizó en otras actividades textiles y pronto en otros sectores manufactureros. Es la invención de una maquinaria que precisa enormes cantidades de energía la que llevará a la industria a concentrarse en grandes fábricas (factory system).
El más importante de los inventos relacionados con el hilado fue la mule-jenny (mula) de Samuel Crompton, así llamada porque combinaba elementos de la jenny y del bastidor. Perfeccionada entre 1774 y 1779, pero nunca patentada, la mula podía hilar un hilo más fino y resistente que cualquier otra máquina o hilador manual, después de ser adaptada a la energía de vapor. Hacia 1790, se convirtió en el instrumento predilecto para el hilado de algodón. Al igual que el bastidor de agua, permitía el empleo a gran escala de mujeres y niños pero, a diferencia, favorecía la construcción de enormes fábricas en ciudades donde el carbón era barato y la mano de obra abundante. Manchester, que tenía solamente dos hilaturas de algodón en 1782, tenía cincuenta y dos veinte años después.
Las nuevas máquinas de hilar invirtieron la presión de la demanda entre el hilado y el tejido, y llevaron a una búsqueda más insistente de una solución a los problemas del tejido mecánico. El desafío consistía ahora en construir telares que no fueran movidos por el hombre, cosa que logró en 1785 Edmund Cartwright, un clérigo sin formación ni experiencia en mecánica o textiles, quien obtuvo una patente para un telar mecánico accionado primero por caballos y luego por energía hidráulica. Multitud de pequeñas dificultades prácticas, no obstante, obstaculizaron el progreso del tejido mecánico, y no fue sino hasta el decenio de 1820, cuando la firma de ingenieros "Sharp and Roberts" de Manchester construyó un telar mecánico mejorado, que la maquinaria empezó a reemplazar masivamente a los tejedores de telar manual.
La mecanización del hilado pronto puso de manifiesto sus ventajas y, a pesar de que muchos trabajadores observaban las nuevas máquinas con desconfianza e iniciaron las primeras protestas obreras, pues pensaban que les quitaban sus puestos de trabajo; en los últimos veinte años del siglo XVIII se emprendieran intentos por mecanizar otras labores textiles como el tejido. El paso más importante se dio con la puesta en marcha de los primeros telares mecánicos movidos con máquina de vapor. Ya hacia 1785 Cartwright había patentado un telar mecánico movido por fuerza hidráulica. En los años siguientes, varios inventores perfeccionaran este telar al que conseguirán aplicar la fuerza del vapor de una forma eficiente. Hacia 1800 una frenética carrera se había iniciado en Gran Bretaña que haría surgir cientos de fábricas donde máquinas movidas con la energía del vapor hilan y tejen.
La historia de las invenciones en la industria textil arroja luz sobre el nuevo mundo que surge con la industrialización: cuando un invento mejora la productividad de una rama de la industria, inmediatamente se hace sentir la necesidad en otras ramas para responder a la nueva demanda.
La máquina de vapor
La máquina de vapor supone el mayor logro tecnológico del siglo XVIII y es la piedra angular del desarrollo de la revolución industrial en Gran Bretaña. Ya en 1705 el inventor Thomas Newcomen patentó de máquina de vapor para bombear el agua que se infiltraba en las explotaciones mineras. Se trataba de un simple cilindro en el que se introducía vapor de agua que impulsaba el pistón hacia arriba. Después el cilindro era rociado con agua fría y la presión atmosférica impulsaba el pistón hacia abajo. El hecho de tener que enfriar y calentar el cilindro para cada movimiento hacía que la máquina de Newcomen fuese muy ineficiente y solo tuviese éxito para achicar agua en las minas de carbón donde el combustible era casi gratis. A partir de 1763 James Watt, introdujo importantísimas mejoras como añadir un condensador separado del cilindro que evitaba las enormes pérdidas de energía de la máquina de Newcomen.
En los años siguientes Watt introdujo numerosas innovaciones en sus patentes destacándose entre estas la adición de un cigüeñal y una rueda para conseguir un movimiento rotatorio que posibilitará su aplicación en las fábricas, el ferrocarril y la navegación en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX. A mediados del siglo XIX la potencia de trabajo instalada en forma de máquinas de vapor era ya, en Gran Bretaña, superior a la fuerza humana de todos los obreros británicos. Se había entrado de lleno en la era de la mecanización.
El progreso tecnológico no se detuvo aquí, sino que dio un gran salto hacia delante cuando, desde fines del siglo XVIII comenzó a aplicarse la energía de vapor a las máquinas de hilar y tejer. Patentada por Watt en 1769 y perfeccionada por este y por Boulton seis años más tarde, la máquina de vapor creó una fuente de energía inanimada mucho más fuerte y regular que el agua.
A las innovaciones técnicas acompañó un rápido aumento en la demanda de algodón. Como Gran Bretaña no cultivaba algodón, las cifras de las importaciones de algodón en bruto proporcionan una buena indicación del ritmo al que la industria se iba desarrollando. Desde menos de 500 toneladas al inicio del siglo, las importaciones se elevaron hasta 2.500 toneladas en la década de 1770, en vísperas de las innovaciones más importantes, y a más de 25.000 toneladas en 1800. En un primer momento India y Oriente fueron las principales fuentes de abastecimiento, pero su producción no se expandió con la suficiente rapidez como para satisfacer la creciente demanda. Se empezó a producir algodón en las islas caribeñas de Gran Bretaña y en el sur de Norteamérica, pero el alto coste de separar a mano las semillas de la corta fibra americana, aun empleando esclavos, la desalentó hasta 1793, año en que Ed Whitney, un individuo de Nueva Inglaterra que visitaba el Sur, inventó la desmontadora mecánica de algodón. Esta máquina cumplió tan bien su cometido, que los estados del sur de los Estados Unidos no tardaron en convertirse en el principal proveedor de materia prima de lo que muy pronto sería la primera industria británica. En 1860 Gran Bretaña importó más de 500.000 toneladas de algodón en bruto.
Las innovaciones en el hilado y el tejido, junto con la desmontadora, fueron las innovaciones más importantes en la industria del algodón, pero de ningún modo fueron las únicas que influyeron en ella. Toda una serie de pequeñas mejoras tuvieron lugar en todos los niveles de la producción, desde la preparación de las fibras para el hilado a la decoloración, el teñido y el estampado. Al disminuir los costos de producción empezó a exportarse un porcentaje cada vez mayor, en 1803 el valor de las exportaciones de algodón sobrepasaban las de lana, y la mitad o más de los productos de algodón, del hilo y de la tela terminaron en mercados de ultramar.
La industria química
El aumento de la productividad en los procesos mecánicos creó incentivos para la innovación en los químicos. Las sustancias orgánicas fueron progresivamente sustituidas por otras inorgánicas mucho más abundantes y baratas. La fabricación de sosa caústica, ácido sulfúrico y cloro a gran escala permitió lavar, suavizar y blanquear un número cada vez mayor de tejidos.
La industria química experimentó una expansión y diversificación importantes. Algunos de los avances fueron consecuencia del progreso de las ciencias químicas, especialmente el asociado al químico francés Antoine Lavoisier (1743-1794) y sus discípulos, pero surgieron más de los experimentos empíricos de los fabricantes de jabón, papel, vidrio, pinturas, tintes y textiles, cuando intentaron hacer frente a la escasez de materias primas. Es más que probable que en el siglo XVIII los químicos aprendieran de las industrias que utilizaban productos químicos, tanto como éstas se beneficiaron de su ciencia. El ácido sulfúrico, una de las sustancias químicas más versátiles y ampliamente utilizadas, constituye un buen ejemplo. Aunque ya era conocido por los alquimistas, su producción era tan cara como peligrosa por sus propiedades corrosivas. En 1746 John Roebuck, industrial que también había estudiado química, ideó un proceso de producción económico utilizando cámaras de plomo; en asociación con otro industrial, Samuel Garbett, inició la producción de ácido sulfúrico a escala comercial. Entre otros usos inmediatos, su producto se empleó como agente decolorante en la industria textil en lugar de leche agria, manteca, orina y otras sustancias naturales. El ácido sulfúrico fue reemplazado a su vez en la década de 1790, cuando firmas escocesas introdujeron el gas de cloro y sus derivados como agente decolorante, un descubrimiento del químico francés Claude Berthollet.
Otro grupo de productos químicos ampliamente utilizados en los procesos industriales fue el formado por los álcalis, especialmente la sosa cáustica y la potasa. En el siglo XVIII estas se producían quemando materia vegetal, especialmente varec y barilla, pero como la oferta de estas algas marinas era poco elástica y se buscaron nuevos métodos de producción. Fue otro francés, Nicholas Leblanc, quien descubrió en 1791 un proceso para producir álcalis utilizando cloruro de sodio o sal común. Al igual que la decoloración a base de cloro de Berthollet, el proceso de Leblanc se aplicó comercialmente por primera vez en Gran Bretaña. Esta sosa artificial tenía muchos usos industriales en la fabricación de jabón, vidrio, papel, pintura, cerámica y otros productos, y producía asimismo otros valiosos productos derivados, como el ácido clorhídrico.
La nueva maquinaria obligó a pasar del putting–out al sistema fabril. El tamaño de las water-frame, de las mule-jenny y de los telares mecánicos, así como su dependencia de fuentes de energía inanimada desembocaron en la creación de fábricas donde se concentraron y encadenaron las fases de la producción y donde se procedió a una nueva organización del trabajo. La disminución de los costos y la existencia de un mercado competitivo provocaron la caída de los precios que incrementó la demanda de los tejidos de algodón producidos en fábrica y la ruina de los productores domésticos y artesanos, lo que explica la aparición de los movimientos luddistas.
La drástica reducción en el precio de las manufacturas de algodón influyó en la demanda de los paños de lana y lino, y suministró tanto incentivos como modelos para innovaciones técnicas. No obstante, a diferencia del algodón, estas industrias estaban incrustadas en la tradición y las regulaciones, y, por otra parte, las características físicas de sus materias primas también hicieron que fueran más difíciles de mecanizar. La innovación de esas industrias apenas había empezado antes de 1800, y no fueron totalmente transformadas hasta la segunda mitad del siglo XIX.
La industria textil arrastró a los sectores que les proporcionaban inputs y maquinarias (algodón, carbón, siderurgia y química). Fomentó la urbanización y por la tanto industrias como la construcción y los servicios. Contribuyó a incrementar el comercio y a mejorar los transportes.
La industria siderúrgica
Después del algodón la industria que más creció fue la siderúrgica, suministradora de bienes de capital. Esta industria sufrió cambios importantes como el uso del coque, el pudelado y la fabricación de acero. La minería, la siderurgia y la construcción naval exigían concentraciones de capital y mano de obra. Aparece la industria concentrada de tipo capitalista. Un primer tirón de la demanda de hierro provino de la revolución agraria, del crecimiento de la industria textil y de la construcción.
La organización de la industria siderúrgica presentaba caracteres capitalistas en la etapa de producción del hierro colado y dulce porque las instalaciones estaban concentradas y existía trabajo asalariado. Sin embargo la transformación de esos inputs en bienes finales estaba organizada mediante el putting-out system. Los comerciantes compraban el hierro dulce y lo distribuían entre los talleres artesanales pagando a los herreros un tanto por pieza y comercializando los productos.
El sistema presentaba obstáculos para la producción. El primero era la utilización de carbón vegetal, insumo de oferta limitada. Una segunda rémora era el uso de energía hidráulica, toda vez que fuelles, martillos y laminadoras se movían con poca velocidad y dejaban de funcionar en períodos de estiaje. El último inconveniente lo originaba la baja productividad de los herreros.
Se habían hecho muchos intentos para reemplazar el carbón vegetal por el carbón de piedra en los hornos altos, pero las impurezas de este último los habían condenado siempre al fracaso. En 1709 Abraham Darby, un herrero cuáquero de Coalbrookdale, en Shropsbire, procesó el combustible de hulla siguiendo el mismo procedimiento que utilizaban los otros herreros para conseguir el carbón vegetal a partir de la madera es decir, calentó el carbón en un contenedor cerrado para eliminar sus impurezas en forma de gas, quedando un residuo de coque, una forma casi pura de carbono, que utilizó entonces como combustible en el horno alto para hacer hierro en lingotes.
A pesar del avance tecnológico de Darby, la innovación se difundió con lentitud; todavía en 1750 solamente un 5% del hierro en lingotes británicos se producía con combustible de coque. El problema de la escasez relativa de carbón vegetal terminó en 1767, cuando Watson logró transformar la hulla en coque. El problema que creaba la energía hidráulica en los altos hornos se resolvió gracias a John Wilkinson, que en 1776 construyó fuelles movidos a vapor. Estas dos innovaciones elevaron considerablemente el rendimiento de los altos hornos, de manera que surgió el desafío de encontrar un método más rápido para afinar, cosa que resultó posible después que Henry Cort descubriera el pudelado.
No obstante la sostenida alza del precio del carbón vegetal a partir de 1750, junto con innovaciones como la del proceso de pudelación y laminación de Henry Cort en 1783-84, acabaron liberando la producción del hierro en su conjunto de la dependencia del combustible de carbón vegetal. El proceso de Cort fundía hierro en lingotes en un horno de reverbero, de forma que el hierro no entraba en contacto directo con el combustible: luego, el hierro fundido se removía o "pudelaba" con palas largas para ayudar a que se quemara el exceso de carbono. Finalmente, el hierro semifundido se hacía correr por rodillos acanalados que, a la vez que extraían más impurezas, daban la forma deseada a las barras de hierro forjado. Por último, y dado que los hornos de reverbero incrementaron la productividad en la fase de obtención de hierro dulce, hubo que instalar energía de vapor en las laminadoras y martillos.
Integrando todas esas operaciones en un mismo lugar, generalmente allí donde se producía el carbón o cerca, los fundidores consiguieron economías de escala, y tanto la producción total de hierro como la proporción hecha con combustible de carbón se aceleraron enormemente. Para finales de siglo la producción de hierro había aumentado a más de 200.000 toneladas, prácticamente todo fundido con coque, y Gran Bretaña se había convertido en el principal exportador de hierro y productos de hierro.
El aumento de la producción siderúrgica chocó con la baja productividad de los herreros, lo que impulsó cambios tecnológicos y de organización del trabajo que desembarcaron a la larga en el sistema fabril.
La industria siderúrgica es, junto con la textil, básica para entender la industrialización de Gran Bretaña. El desarrollo de este sector es posterior al textil. La siderurgia era ya desde hacía siglos una importante actividad en Gran Bretaña, aunque su futuro estaba amenazado por la progresiva escasez de carbón vegetal: el creciente uso doméstico de madera, la construcción de las flotas y la propia siderurgia estaban a punto de acabar con los bosques británicos.
La energía de vapor se empleó por primera vez en la industria de la minería. Como la demanda de carbón y metales se incrementaba, se intensificaron los esfuerzos por extraerlos aunque fuera profundizando en las minas más que nunca. Pese a que se inventaron muchos dispositivos ingeniosos para eliminar el agua de las minas, la inundación siguió constituyendo el mayor problema, así como el obstáculo principal para la expansión de la producción. En 1698, Thomas Savery, un ingeniero militar, obtuvo una patente para una bomba de vapor, a la que llamó, de forma muy apropiada, "la amiga del minero". En la primera década del siglo XVIII se erigieron varias, principalmente en las minas de estaño de Cornualles, pero el dispositivo tenía algunos defectos prácticos entre ellos, tendencia a explotar. Thomas Newcomen, un diestro ferretero familiarizado con los problemas de la industria de la minería, puso remedio a esos defectos por medio de experimentos de prueba y error, y en 1712 logró levantar su primera bomba de vapor atmosférico en una mina de hulla de Standffordshire.
La máquina de Newcomen hacía pasar el vapor desde una caldera a un cilindro que contenía un émbolo conectado por medio de un balancín en forma de T a una bomba. Una vez que el vapor había presionado el émbolo hasta el extremo del cilindro, un chorro de agua fría dentro del cilindro condensaba el vapor y creaba un vacío, permitiendo al peso de la atmósfera presionar sobre el émbolo y accionar la bomba de ahí el nombre de máquina de vapor atmosférico. La máquina de Newcomen era grande, requería un edificio aparte para alojarla, incómoda y cara; pero también era efectiva, si bien no eficaz térmicamente.
Para el final del siglo se habían erigido ya varios centenares en Gran Bretaña, y también varias en el continente. Se emplearon sobre todo en minas de carbón, donde el combustible era barato, pero también lo fueron en otras industrias mineras. Asimismo se utilizaron para elevar el agua que hacía funcionar las norias cuando la caída natural era inadecuada, y para el abastecimiento público.
La principal deficiencia de la máquina Newcomen era su enorme consumo de combustible en proporción con el trabajo que producía. En el decenio de 1760, James Watt, un "creador de instrumentos matemáticos", técnico de laboratorio de la Universidad de Glasgow, fue requerido para preparar un pequeño modelo operativo de la máquina de Newcomen que se empleaba con propósitos de demostración en el curso de filosofía natural. Intrigado, Watt empezó a experimentar con la máquina; en 1769 sacó una patente para un condensador separado, que eliminaba la necesidad de alternar el calentamiento y el enfriamiento del cilindro. Varias dificultades técnicas, entre ellas obtener un cilindro lo suficientemente uniforme para evitar que se escapara el vapor, lastraron todavía durante un tiempo el desarrollo de la máquina y retrasaron su uso práctico varios años. Entretanto, Watt formó una sociedad con Matthew Boulton, un próspero ferretero de cerca de Birmingham, que le proporcionó el tiempo y los medios necesarios para seguir experimentando.
En 1774, John Wilkinson, un fabricante de hierro de las proximidades, patentó una nueva máquina taladradora para hacer cañones, que también servía para fabricar cilindros de máquina. El año siguiente, Watt obtuvo una prórroga de 25 años de su patente, y la firma de Boulton y Watt comenzó la producción comercial de máquinas de vapor. Uno de sus primeros clientes fue John Wilkinson, que la empleó para accionar los fuelles de su alto horno.
La mayoría de las primeras máquinas de Boulton y Watt se utilizaron para bombear las minas, especialmente las de estaño de Cornualles, donde el carbón era caro y, por tanto, el ahorro en consumo de combustible, comparado con la máquina de Newcomen, considerable. Pero Watt hizo más mejoras, entre ellas un regulador para ajustar la velocidad de la máquina y un dispositivo para convertir el movimiento alternativo del émbolo en un movimiento rotatorio. Este último en particular abrió la posibilidad de multitud de nuevas aplicaciones para la máquina de vapor, como en los molinos de harina y en el hilado de algodón. La primera fábrica de hilado movida directamente por una máquina de vapor empezó su producción en 1785, precipitando de forma decisiva un proceso de cambio que ya estaba en marcha.
La mayor productividad de la industria siderúrgica redujo costos y precios haciendo que la demanda de hierro creciera en detrimento de la de sus bienes sustitutivos como la madera, la arcilla y el cobre. Ello incrementó la producción originando efectos multiplicadores mayores que los de la industria algodonera. La siderurgia arrastró la minería y la industria de maquinaria. Lateralmente a la urbanización y los servicios, así como a los astilleros, ferrocarriles, maquinaria, puertos y canales.
Algunos datos sobre la producción de hierro pueden ilustrar el enorme crecimiento de este sector, y así, si en 1720 la producción de hierro era de 25.000 toneladas en 1796 ya ascendía a 125.000, y en 1850 ya pasaba de 2.500.000 toneladas. En 1851 para albergar la Primera Exposición Universal celebrada en Londres se construyó el Crystal Palace, fabricado íntegramente de hierro y vidrio.
Símbolo de los nuevos tiempos es la construcción en Coalbrookdale (finalizado en 1779) del primer puente fabricado íntegramente con hierro. Sin el hierro (y pronto el acero) de buena calidad y barato producido en las nuevas factorías británicas hubiese sido imposible el desarrollo de la máquina de vapor de Watt, los raíles ferroviarios y las locomotoras, los cascos de los modernos barcos de vapor…
Los cambios técnicos relacionados con los textiles de algodón, la industria del hierro y la introducción de la energía de vapor constituyen la médula de la llamada revolución industrial en Gran Bretaña, pero no fueron las únicas industrias que experimentaron tantos cambios. Del mismo modo, tampoco todos ellos exigieron el uso de energía mecánica. Al mismo tiempo que James Watt estaba perfeccionando la máquina de vapor, su ilustre compatriota Adam Smith relataba en Wealth of Nations (La riqueza de las naciones) el gran aumento en la productividad obtenido en una fábrica de alfileres sencillamente con la especialización y la división del trabajo. En algunos aspectos, la fábrica de alfileres de Smith puede considerarse como emblema de las diversas industrias dedicadas a la producción de bienes de consumo, desde objetos sencillos, como ollas y cacerolas, hasta los más complejos, como relojes de pulsera y de pared.
La cerámica y el carbón
Otra industria representativa fue la manufactura de la cerámica. La introducción de la porcelana de China desembocó en que se pusiera de moda entre los ricos para sustituir a la vajilla de oro y plata, a la vez que suministró un modelo para objetos más prácticos. Simultáneamente, la creciente popularidad del té y del café y el aumento de los ingresos entre las clases medias les llevó a preferir la vajilla de porcelana hecha en el país a los cuencos y servicios de mesa de madera o peltre. Igual que en la industria del hierro, el creciente precio del carbón vegetal indujo a la industria de la cerámica a concentrarse en áreas bien provistas de carbón de piedra. Staftordshire se convirtió en el lugar preeminente de esta industria, produciendo cientos de pequeños maestros allí para el mercado nacional. Aunque algunos de los más progresistas, como Josiah Wedgwood, introdujeron el uso de máquinas de vapor para moler y mezclar las materias primas, en su mayoría dependían de una división general del trabajo para aumentar la productividad.
La industria del carbón, cuyo crecimiento se había visto estimulado con la escasez de madera para combustible, y que a su vez había propiciado la invención de la máquina de vapor, continuó siendo en su mayor parte una industria basada en el trabajo sumamente intensivo, si bien también requería mucho capital. Sus productos derivados también se revelaron útiles. El alquitrán de hulla, subproducto del proceso del coque, sustituyó al alquitrán natural y la brea para los pertrechos navales cuando las Guerras Napoleónicas cortaron el abastecimiento del Báltico, y el gas de hulla iluminó las calles de Londres ya en 1812.
Nuevos transportes
La mayor producción creó excedentes que comercializar. Era preciso renovar los medios de transporte para el tráfico mayor, rápido y barato. Hasta mediados de 1840 las mejoras se consiguieron gracias al acondicionamiento de viejos caminos, la construcción de canales a los clippers –barcos de vela con gran capacidad de carga y capaces de doblar la velocidad de los antiguos veleros.
Fueron las minas de carbón las responsables de los primeros ferrocarriles en Gran Bretaña. Cuando las minas se hicieron más profundas, con largos túneles subterráneos, mujeres o niños, a menudo las esposas e hijos de los mineros, llevaban el carbón a rastras hasta la galería principal, para allí subirlo. En el decenio de 1760 se usaron ponies en los subterráneos de algunas minas, y estos no tardaron en tirar de carros con ruedas sobre vías de chapa metálica, y por último sobre raíles de hierro fundido o forjado. Ya antes, en el siglo XVII, se habían usado vías y railes en la superficie, en la proximidad de las minas, para facilitar el acarreo, siendo caballos los animales de tiro más usuales. En las grandes regiones mineras del estuario del río Pyne, en las cercanías de Newcastle, y en el sur de Gales, los raíles se extendieron desde las minas hasta los embarcaderos que había a lo largo del río o a la orilla del mar, hacia los cuales descendían las carretillas llenas de carbón por su propio peso. Estas, una vez vacías, retornaban a las minas tiradas por caballos y, en los primeros años del siglo XIX, por medio de máquinas de vapor fijas que tiraban de ellas mediante cables. Cuando se utilizó con éxito la primera locomotora en Gran Bretaña, había ya varios cientos de millas de vías férreas.
La locomotora de vapor fue el producto de un complejo proceso de evolución con muchos antecedentes. Su antepasado más importante era, claro está, la máquina de vapor mejorada por James Watt, aunque la máquina de Watt era aún demasiado grande e incómoda y no generaba suficiente energía por unidad de peso como para ser útil a las locomotoras. Por otra parte, el mismo Watt se oponía al desarrollo de la locomotora a causa de su peligro potencial y disuadió a sus ayudantes de que trabajaran con ella. Mientras estuvo en vigor su patente para el condensador independiente, hasta 1800, se impidió su progreso efectivo. Pero, además de la propia máquina de vapor, el diseño y la construcción de las máquinas locomotoras requería el desarrollo de máquinas herramientas precisas y potentes. John Wilkinson fue uno de los ingenieros que brillaron en esta faceta. Otro fue John Smeaton fundador de la profesión de ingenieros civil, cuyas innovaciones llevaron la eficacia de las ruedas hidráulicas y las máquinas de vapor atmosférico a su punto máximo, y uno más de esta galería, Henry Maudsley inventó hacia 1797 un torno cortatornillos con corredera de apoyo que hizo posible la producción de piezas metálicas exactas.
La primera locomotora la ingenió en 1801 ó 1804 el británico Richard Trevihick un ingeniero de minas de Cornualles y se empleó para el acarreo de mineral de hierro a la fábrica siderúrgica Penydaren en Gales. Trevithick utilizó una máquina de alta presión, a diferencia de Watt, y diseñó su locomotora para que se moviese por caminos corrientes. Aunque técnicamente funcionaba, esta locomotora no resultó un logro económico porque los caminos no podían soportar su peso. En 1822 construyó otra locomotora, destinada a correr por una corta vía férrea de una mina en la cuenca minera del sur de Gales; una vez más, aunque la locomotora funcionó, los ligeros raíles de hierro fundido no pudieron soportar el peso. Tras varios intentos parecidos, Trevithick se dedicó a la construcción de máquinas de bombeo para las minas de Cornualles, campo en el que obtuvo éxitos importantes.
Aunque muchos otros ingenieros, como John Blenkinsop, contribuyeron al desarrollo de la locomotora, fue George Stephenson, un autodidacta, el que alcanzó el éxito más notable. Empleado como constructor de máquinas en el distrito minero de Newcastle, en 1813 llevó a cabo una máquina de vapor fija que se servía de cables para hacer regresar las carretillas de carbón vacías hasta la mina desde los muelles de carga. En 1822 convenció a los promotores del proyecto de línea férrea entre Steckson y Darlington, trayecto minero, para que utilizaran tracción de vapor en lugar de caballos, y en su inauguración, en 1825, él personalmente condujo una máquina de diseño propio. La línea Liverpool-Manchester, considerada generalmente como la primera línea de ferrocarril de transporte, se inauguró en 1830. Todas sus locomotoras fueron diseñadas y construidas por Stephenson, cuyo "Rocket" había ganado las famosas pruebas de Rainhilí el año anterior.
El éxito de estas líneas provocó el boom de la construcción ferroviaria en Inglaterra, y después en Bélgica, Francia y Alemania. El montaje de las redes exigió grandes inversiones privadas y públicas de capital. Las inglesas fueron financiadas por compañías privadas. La red principal belga la construyó el Estado y las secundarias, empresas privadas. En Francia y Alemania, la financiación fue mixta: el Estado proporcionó a las compañías terrenos gratuitos y subvenciones, garantizando también a sus accionistas una rentabilidad mínima. El uso de la energía de vapor en el transporte marítimo tardó más en generalizarse.
Después de 1830, las inversiones necesarias para financiar industrias cada vez más costosas y el ferrocarril crecieron enormemente, aumentando la demanda de capital y surgiendo dos instituciones que las nutrieron: las sociedades anónimas y la banca mixta o industrial. Mediante la emisión de acciones que se retribuían con dividendos las primeras lograron atraer el ahorro privado y reunir de ese modo grandes capitales en manos de los socios fundadores. Los bancos por su parte, al captar el ahorro proveniente de grandes fortunas concedieron préstamos a largo plazo a la industria.
Bibliografía básica:
Rondo Cameron, Historia Económica Mundial. Desde el Paleolítico hasta el Presente, Alianza Universidad Textos, Cuarta reimpresión 1996
Selección de Lecturas de Historia Universal de Leonor Amaro Cano, La Habana, Editorial Pueblo y Educación.
Estudios sobre el desarrollo del capitalismo. Maurice Dobb.
Autor:
Jacqueline Laguardia Martínez