Gabo en tinieblas
-Dime, qué comemos?
El coronel necesitó setenta y cinco años para poder responder: – Mierda!
El coronel no tiene quien le escriba.
G.G. Márquez
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En su habitación, bajo el peso abrumador y ensortijado de las canas sin peinar, y sentado desde temprano en el borde de la cama que flotaba y se mecía sin rumbo dentro del cuarto, aunque no lo podía ver sabía que tenía el pantalón del pijama y las alpargatas empapadas. El agua, anegando el espacio bajo su mirada que se extraviaba obstaculizada por el colchón, llegaba de pared a pared, y ya alcanzaba estar sobre la cama y le mojaba la parte alta de los muslos. Y el frío del temblor en soledad y desamparo y miedo le calaba hasta los huesos.
Ya no recordaba su edad, pero llegó a duras penas a pensar que estaría arañando los cien años de tanto que había vivido y de tanto cansancio que sentía. Las manos le temblaban demasiado y no las coordinaba. Y sin defensa y temeroso se removía en confuso ánimo de asombro y mirada perdida frente a la inundación que seguía aumentando. El nivel marcado por el agua en la pared casi alcanzaba a su derecha la altura del alféizar de la ventana. La cama, indiferente y simple, y silenciosa, zozobraba dando lentos tumbos por lo ancho del cuarto contra las paredes. Los libros extraídos de los entrepaños del librero también flotaban desamparados y a su suerte, muchos de ellos hinchados y deshechos. Así lo veía, y de igual manera lo sentía, todo desbordado y a la deriva.
Pero no lograba reconocer la magnitud de lo que le rodeaba, ni en qué remolino de mar o río su cama se había extraviado llevada por la corriente, ni de dónde provenía tanta agua, ni si era dulce o salada, ni a qué olía, ni si estaba limpia o sucia o cuál era su profundidad. Por momentos, en la mayor confusión y dando vueltas de mareado navegar, sin salir de su espacio, a duras penas imaginaba que quizá nada de lo que veía era cierto y que en realidad se hallaba sentado en alguna piedra a la orilla de un río que daba vueltas a su alrededor. No podía ser su habitación, no la reconocía, aunque allí estuviesen sus libros y sus cosas más afines.
Quizá se trataba del mismo río en que el Coronel olvidado de su antigua pesadilla esperaba por la carta con el Retiro de ley en la correspondencia, con un supuesto cheque de alivio proveniente del Gobierno. Cheque que pudiese poner fin a aquella maldita expectativa de infames años sin sentido. Aunque él, como en una neblina, al verlo cercano al agua, sin el uniforme, en la misma orilla de día a día en esa espera sin frutos, siempre supo que este veterano soldado de legendarias o supuestas batallas, iba a morir abandonado y convencido hasta la amargura de la miseria que ese paliativo en verdad no existía y que aplastante de ausencia no llegaría jamás.
Al pensar con lejanía en el tal Coronel, la imagen de un gallo de pelea, negro y rojizo, retador y perfectamente tusado, heredado según contaban del hijo que otro coronel le había matado, dando picotazos inquietos en las manos del desteñido y desolado militar al que apenas recordaba de otros días vestido con un liquiliqui arrugado y un saquito de granos de maíz colgándole del hombro, con los pies también metidos en el agua, le cruzó por la frente. Pero a él, igual que al Coronel, pero más derrumbado y aún más triste, tampoco nadie le escribía. Y no tenía gallos. Pero sí tenía más de un liquiliqui en el armario, bien acomodados y limpios y planchados por Mercedes. Y también esperaba, ya sin precisar qué ni porqué. Pero esperaba. Quizás a que llegara esa querida Mercedes, a quien por años no había visto, aunque en la mañanita bien temprano le había servido el desayuno de arepas con queso y café con leche acompañando a sus meticulosas y odiosas y bien contadas pastillas que se agolpaban en frasquitos al alcance de la mano en su lucha contra las miserias que le habían sumado los años.
Mirando alrededor, cuidándose por instinto de mantener el equilibrio para no caer de la cama, agarrándose con fuerza con todos los dedos en el reborde del filo del colchón, hasta palidecer de esfuerzo los nudillos, se convenció desorientado del aislamiento y la reclusión del lugar en que se encontraba.
Tenía miedo. Mucho miedo. La soledad, que siempre había sido su pasión, ahora lo aniquilaba. Sí, seguramente estaba a solas en el río, veía el agua y la imaginaba como el agua total del mundo. Y sin embargo podía fijarse y seguirles el paso a las mujeres que merodeaban por allí. Eran las negras atléticas y las mulatas contentas de color café, de largas faldas, hermosas todas, de piernas fuertes, que caminaban por las cuatro riberas de la cama, sorteando las piedras con sus cestas y bultos de ropa lavada o por lavar que cargaban sobre la cabeza, sin sujetarlas, en rígido bamboleo y equilibrios casi inexplicables. Y podía escuchar sus voces, mezclándose de gritos y jaranas, y risas, y zalamerías, de gruesos labios y dientes perfectos, y llamados al unísono con el dejo del tropel costeño, todas en tonos altos, hablando y contestando casi sin intervalos, como en un juego cotidiano. Y veía el movimiento y chapotear de los muchachos y los perros y otras personas dentro del agua. Y veía a los burros en la orilla. Y sentía el ronronear de los motores fuera de borda de las lanchas que llegaban y partían de una orilla a la otra, siempre dentro del cuarto, zigzagueando entre la gente, pendiente y temeroso él de los filos de las propelas. Pero esas lanchas no podía diferenciarlas con nitidez porque se le confundían con los muebles y adornos y libros propios que allí dentro flotaban a su antojo, también como su cama, aproximándose hasta el alcance de las manos, y lentamente alejándose con la cadencia de las aguas. Por momentos, tan sólo las escuchaba, con sus acelerones confusos que no decían si iban o venían al dibujar las estelas que rápidas se desvanecían sin dejar el menor rastro, ahogándose en sí mismas. Imaginaba que de ellas al atracar bajaban las bolsas de cuero del Correo, junto a los escasos pasajeros con los macundales que portaban, que se iban acomodando en el muelle.
Aquel muelle, que entraba con sus maderas a la corriente y que nada pudo destruir en tantos años de aguas y de lluvias y de fango. Ese muelle aparentaba con descaro poder permanecer allí por siempre. Desde ese desembarcadero podría creer que en otros años inventó los muchos viajes y aventuras de su niñez. Y a partir del mismo relató las llegadas y despedidas y aventuras de sus queridos personajes dentro de aquel vado populoso y aquel asomo de selva desordenada que por siempre fue su pasión. Como una foto de periódico viejo imaginó el arribo por ese entablado del odioso médico, el doctor que trajo la abarcadora Compañía, comedor de sopas de hierba común, de la que comen los burros, que llegó arrastrado por la hojarasca y el barullo de las empresas bananeras y hubo de ahorcarse veinte años después en el pueblo tras su vida triste y miserable de invencible soledad. Nunca supo su nombre ni su historia. Igual que nunca entendió cómo era que esos pilotes y tablones del eterno muelle del cuarto, más que renegridos y chupados de humedad, podían resistir el paso de los años y de la gente dentro del agua y el cieno sin ser dañados por completo. Pequeñas reparaciones de improvisados carpinteros y largos clavos y maderas que él apenas podía recordar lo mantuvieron por siempre en pie, con apariencia endeble, pero en pie.
Y los botes llegaban y se iban, sin orden ni medida del tiempo, alborotando el agua y removiendo el fondo y las pestilencias, generando el mecido oleaje que en su cuarto en todo momento bañaba las sábanas y manchaba de niveles marrones las paredes. Colmaban la habitación con un vaho de gasolina y de aceite flotantes que ocupaban el espacio y el respirar con sus olores, penetrando hasta la garganta y el cerebro. Y dejaban las vibraciones de la música costeña que sonaban los radios ambulantes que portaban los pasajeros, a todo volumen. La misma música que desde siempre le había llegado a todo dar en las parrandas que día y noche también recorrían las calles de su amada y colonial ciudad. Podía escucharlas cada vez como si fuesen nuevas, sin posible capacidad de reproducirlas con su voz enronquecida de tabaco y alcohol de aquellos tiempos, aunque su ritmo lo llevase en la sangre y en las piernas olvidadas de bailar. O quizá toda esa agua que lo rodeaba no era otra que la misma que caía ruidosa y sin fin en el Macondo de sus primeros años, y de todos sus cien tiempos, de casas cercadas y de patios inundados, de extendidos portales entre el murmullo de la vegetación, de tablas y tejas, con hamacas y trampas de pájaros amarradas a la sombra de aquella su niñez de muchos recuerdos y de estropeados zapatos. Agua que corría y bajaba en apuros por las canales de latón que se sujetaban con alambres colgantes de los tejados, y continuaban en su gravitacional carrera de cauces metálicos clavadas a las vigas en las porfiadas temporadas del invierno de la costa. El agua de lluvia bajaba por esas vías para después seguir su ruta y agregarse y correr más sucia por las zanjas de las orillas de los caminos o para empozarse en los charcos y lagunas. Y así, dispersa pero sumándose, adentrarse en la selva, hasta llegar y añadirse total a la corriente del dios Magdalena y terminar en parte desembocando como en ese momento en aquella habitación, cual una invasión invisible y tenebrosa de inundante silencio de aguas amenazantes. La sentía venírsele encima en el cuarto, por gravedad contraria de acumulación, ascendiendo desde el fondo, agregándose de a poco. Pero no alcanzaba a entender de dónde venía tanta agua. Y el nivel subía, muy lento, pero sin detenerse. Lo sentía trepar por las piernas, por las tripas y por la espalda. Pero también de pronto se perdía, y no veía nada, o quizá esa inundación no era como creía verla y el río estaba lejos y no constituía un peligro a menos que se produjese un desbordamiento a todo dar, porque él se había ido hasta la orilla y se hallaba bien sujeto a un bejuco, aunque sintiendo la frialdad compacta de la corriente por estar metido en el agua hasta el cuello en una de esas zanjas olvidadas a ambos lados de las veredas. O quizá aquel extraño silencio de voces que hacían coro y escuchaba en la corriente, acercándose desde lejos, como una procesión sin santo de sombras y misterios, y de muertos bañados a su vez de palidez extrema arrastrados por el paso del agua por la cercanía de los cementerios, no era más que el acostumbrado rumor plañidero que llegaba de las hojas deshilachadas de los interminables bananales, de amos que fueron en otro tiempo extranjeros, de un color amarillo verdoso y una extensión de millones de abanicos que ya no podía recordar ni imaginar, al ser mecidas por las ráfagas del viento de la misma lluvia.
Un viento noble y fresco, bailoteando entre el platanal, que volaría hacia él desde su mar Caribe. Y no como el viento de la silbante tramontana de la Cataluña y el mar Mediterráneo que conoció y que tanto había escuchado y temido por años y años de su presencia en las costas de España. Y por un momento, imaginado en lo impreciso, figuró respirar con satisfacción ese viento platanero suyo arrastrando el espíritu de millones de raíces verdes y negras y humedecidas. Viento que en otros tiempos de lluvias y de andar por los campos le llegaba estando con las piernas metidas en la hierba y en los charcos, evitando los troncos partidos a los pies de las endebles matas de plátanos para no tropezar y caer, cuando ya los racimos colgaban hermanados y los hijos tardíos y condenados de antemano crecían esperanzados de frutos y ramajes. Por un instante, muy fugaz, tuvo en su cansada mente aquella imagen de años, en otros tiempos tan repetida, viéndose cuando de niño se escapaba con miedo de la casa, escondiéndose de la visión de su madre y los vecinos, y se adentraba en las plantaciones a comer y robar bananos. Quizá ahora estaba en una de esas interminables fincas y lo andarían buscando hasta con perros para darle un escarmiento. O quizá aquello no era el platanal y se encontraba sentado en el mercado de la bahía de Cartagena, bajo la mirada del convento de La Popa, o de la mole del castillo de San Felipe apuntado por sus cañones de batallas y conquistas, entre el movimiento y el bullicio de los carros y autobuses que circulaban por las maltrechas vías semicirculares de la avenida costanera, inundando el espacio con sus humos de petróleo quemado que se pegaban a la piel como otra piel de suciedad y grasa. Muy vagamente recordaba otros años y lo mucho que le gustaba andar por esas orillas del mercado, a la vera de la bahía, con los carritos de naranjas y los vendedores de Lotería, y los botes ofreciendo pescados, y los muchos vegetales y moscas por todas partes. Pero sobre todo para ver el vaivén del lindo caminar de las putas de altos tacones, altaneras y orgullosas de ser simplemente las putas de la ciudad, juguetonas, complacientes y respetadas, haciendo coro con sus tentaciones dentro del alboroto y la música y los alcoholes pícaros y gritones de la gente. De una gente que no era otra cosa que su gente, bulliciosa y alegremente cuentera. Mestizos bebedores de ron y cervezas. Personas que no se detenían un segundo en sus vagancias y chistes o en sus búsquedas sin apuros de la mercadería que el Mercado exhibía. Como muy lejano pensó que le gustaría estar por siempre allí, contactando con esa alegría contagiosa, con el ruido incesante de ese movimiento, sentado y escuchando, y observando, mientras se fumaba un buen cigarrillo, entre sus negradas y sus nobles putas, para gozarlas viéndolas bailar a todas una cumbia, o un ballenato de caderas y piernas ágiles y risas abiertas en medio del mercado y el vaivén. Sí, verlas bailar desinhibidas, simplemente gozando, con las preocupaciones puestas a un lado, en otra parte, sudadas de excitación y de calor y alcohol, tan sólo viviendo juntas el momento con el deseo de que la espontánea fiesta callejera nunca terminase, con los ojos brillantes y la carne prieta de las morenas caribeñas de nalgas duras y tetas generosas, que cuando arrancan no pierden el ritmo y gozan de lo lindo a cualquier hora, siempre moviéndose sensuales con los gruesos labios incitantes y los ojos encendidos e insinuantes, estando vestidas bien apretadas con sus ropas de todos los colores, los más chillones posibles de encontrar. Sentado en la cama, viviendo en esa loca y apurada fantasía, allí en su cuarto, por brevísimos momentos podía verlas y olerlas con los sentidos de un tiempo borroso.
Por un instante fue como revivir una película mal dirigida y peor fotografiada de los años cincuenta, exhibida en un cine improvisado al aire libre, mirando al cielo y rezando porque no lloviese, colocando cada uno su silla frente a la sábana-pantalla acomodada en una pared, en un descampado cualquiera del pueblo. Y torpemente intentó marcar con los dedos la tonada sin notas que pretendía reproducir en el espacio y la página vaga y casi en blanco de su agotada memoria. Para que el bailoteo de las putas no cesara. Pero apenas encajaba uno que otro compás, siempre a destiempo. No lo logró. Y no pudo insistir. Por un momento también, como un chispazo, mirándolas y sujetándolas, ansiosas de caderas, vislumbró que sus manos temblaban a dúo y ya eran de una torpeza pasmosa. Y su sincronización era peor, un verdadero desastre, no existía. La idea y la trastocada música desaparecieron con ese inútil descubrimiento de incapacidad en menos de un segundo. Se quedó en blanco. Y apagando el ensueño miró mustiamente por la ventana, extraño y distante, sin música en la cabeza, no sabiéndose él ni ningún otro, pero siempre muy lejano, añorando inconsciente sus lejanos olvidos con una emoción desfigurada. Y no vio en aquel espacio de cielo que el recuadro de la pared le brindaba sino nubes y fantasmas desdibujados, como restos antiguos de viejos amigos, y amantes, y escritores, y libros, y viajes, y homenajes y compañeros de ideas y de prensa, pasando todos cual fotografías grises, como borrones muertos frente al rectángulo abierto al aire que se bañaba de más agua aún cayendo allá afuera y pareciendo competir con la que extrañamente caía en silencio y sin parar dentro de la casa. Y no vio más que otros olvidos. Y volvió a perderse en la neblina de otros cuartos, y otras camas, y otras aguas y otros vientos, y otros remolinos. Y caminos y trenes desplazándose por el mundo entero. Y veía el tremendo chaparrón. Y pensaba a saltos. Y esta lluvia que no cesa. Y este río que a mis pies no se detiene. Y el cuarto que se inunda. Y el agua que ya se desborda por la ventana y no vacía la habitación, ni vacía la casa, ni aligera sus ansias de escapar. Y Eréndira que no se presenta con las ciento cuarenta y ocho cajetillas de cigarrillos que le había pedido. Pero no, ella no había salido a la calle. La muy descarada. Podía verla y escucharla recorriendo con sus rápidos pasos el zaguán que corría frente a su ventana. Y tras ella, al final de un largo pasillo, meciéndose con sus grasas en una enorme silla de balancines que apenas lograba abarcarla, vio a la horrenda y más que abusadora abuela de la niña que temprano dejó de serlo, con sus ropas exageradas y su mirada aguijoneada de ratón que todo lo alcanzaba y medía. Y vio a Eréndira, deshecha de juventud como una puta desvencijada, y vieja, y flaca, que asustada lo miraba también mientras caminando se dirigía hacia él con su vestido estampado de flores grandes y rojas chorreando agua sobre las tablas del piso. Venía empapada. Y entonces dudó de haberle dado suficiente dinero para el encargo. No lo recordaba. Ya no reconocía la denominación de los billetes. Le había entregado varios. O quizá estaba equivocado y ella venía de regreso del encargo tan calada porque la pulpería también estaría inundada. Igual que la calle y el pueblo completo.
Y los postes de la electricidad estarían bajo el agua, hasta los cables y bombillos como bastones quemados. Pero no importaba. Daba igual. Total, si ya no lo dejaban fumar ni cargar fósforos. Ni ir solo a la bodega. Ni echarse un trago. Ni salir a la Plaza. Ni tomarse una cerveza conversando con varios vecinos a la sombra de un jabillo, en la acera, a un lado de la calle. Ni ir a la casa de Estela, su amiga y protectora de toda la vida. Su querida Estela, la Matrona más respetada del pueblo y la comarca entera, la que en otros tiempos le fiaba el amor y jugaba con los enredos de su pelo cuando él se recostaba sobre sus firmes pechos de fresca ramera llegada al pueblo, la que siempre tenía las mujeres más tiernas y bellas a la orden, con ella a la cabeza en sus mejores tiempos. No, no se lo permitían, de majaderos y jodones que eran en la casa y aquella familia suya de gente siempre bien planchada y arropada y persignada para protegerse contra las gripas y corrientes de aire. Gente metiche de jarabes y ungüentos y rezos mezclados con brujerías para todos los males. Toda una jodienda. Que no lo dejaban en paz con tantos medicamentos y oraciones y pendejadas. A él, que siempre había hecho lo que le dio la gana. Y que conocía el mundo entero. Y que conocía a todas las mujeres. Y que nunca pidió permiso para un carajo. Pero no le importaba mucho, ni poco. Porque igual que andar caminando por las calles, o estar en el mundo de Estela, le gustaba también estar en la casa, con sus visiones, con sus muertos siempre presentes de tantos años deambulando todos en fila, o rondando en las penumbras de los rincones, portando sus retratos antiguos y borrosos tal que fuesen cédula de Identidad, como trofeos de desaparecidos, con sus historias, y con los cuentos extraordinarios que contaban de la familia todos sus parientes, como entendió que lo hicieron por generaciones alternando con decenas de espantos en las casas de Rulfo, y de O. Henry y de Faulkner. Quizá sus amigos más queridos. Y disfrutaba estando en su biblioteca, aunque fuese tan sólo para ver y tocar los libros y teclear letras disparatadas en la máquina de escribir que siempre estuvo preparada y esperando por él, aunque a esas alturas ya no inventaba nada ni podía escribir una sola línea corrida. Y también le complacía estar en la casa para oler en su soledad de madriguera el café y la sopa que cocinaban, y la carne en la parrilla, y el aguardiente que a veces se paseaba generosamente por los pasillos y que en brazos de la misericordia y el cariño podía entrar algún día por un momento a su cuarto. Y soñaba con que le dejaran la botella cerca. Alcohólica misericordia, llegaba a pensar. Pero ya no era así porque no le daban sino pequeños sorbos a escondidas. Y se conformaba, pero se entristecía. Y a pesar de esas ausencias del amado aguardiente, siempre lo detectaba cuando el litro llegaba de contrabando bondadoso a la habitación, o pasaba cerca de la puerta que daba al saloncito que juntaba los dos cuartos, dejando aunque fuese su aroma o un buchito tramposo de mojar los labios y excitar el paladar con su sabor. Se lo daban los más jóvenes, y sus hijos, cómplices eternos, como si practicasen un juego de fechorías contra el resto de los de la casa. Su esencia de alcohol anisado era la gloria. Y los cigarrillos, que fueron compañeros fieles por la vida entera, compartidos con los amigos en las barras y trasnochos, ahora gozaba con olerlos, y partirlos, y disfrutaba con desmenuzar el papel y la picadura entre los dedos. Y después olerse también las manos. Y olfatear el interior de la cajetilla metiendo las narices en ella. Y también, cuando la familia no lo veía, pedirle a cualquiera que se acercase a la ventana, que era una puerta al mundo, una chupada de aquel pasajero tabaco que cruzaba por allí y que seguramente fue encendido múltiples veces desde la mañana, con toda la saliva de esas muchas horas asimiladas al cabo. No importaba tampoco. Y no inquietaba esa condición por carecer de trascendencia alguna, porque no era nada y porque sabía que el Coronel Buendía, y su patriarcal y amado abuelo el Coronel Nicolás Márquez, y posiblemente la familia entera de sus generaciones, estaban muertos y tampoco podían fumar ni echarse un trago. Esos sí estaban jodidos. Y no importaba, porque los cangrejos, acumulados por montones en la podredumbre y el hedor de un fango propio, seguían sumándose con su andar equivocado de puntillas al pasar bajo los alambres de púas de las cercas de aquel patio relatado en uno de sus sueños, para juntarse en montículos y colmar todos los espacios alrededor del Ángel anciano, y casi desplumado por completo, que había caído de un trastazo detrás de la casa. Un ángel milenario, seco de vuelos, tan grande como era, que seguía tirado y arrastrándose en el fango, también bajo la lluvia, allá, muy lejos, a muchos años de distancia, en el cerco trasero del barracón primitivo y cercano a la costa donde aterrizó y que le contaron los más viejos de su larga fila de ascendencia. Y allá estaba aún ese ángel, intentando levantarse para emprender un nuevo viaje en un vuelo rasante, sin borrarse, con todos los vecinos pendientes de él y de sus compañeros agregados, los cangrejos, en aquella absurda cita de lluvias y de alas y de patas y de imposibles plumas. Por un momento creyó pensar con tristeza que él también se encontraba, como el Ángel y su General laberíntico, olvidado en aquella habitación, en un día gris, sin posibilidad de volar, igualmente perdido a ras de agua y por cien años dentro de una quietud caótica de barro y de cangrejos muertos y de terrible soledad cercada con alambres de púas. Y junto a ellos, sobresaliendo de la confusión, serpenteando, estaban las morenas verdes, que se sumaban también, remontando tierras, regadas entre los caparazones, que ya no podían nadar ni esperar por sus presas entre cuevas y arrecifes de profundidades. En su emoción estuvieron siempre presentes. Decenas de morenas de perversos colmillos, a salvo únicamente de la mirada de la asombrosa y alcohólica y acuchillada y ausente para siempre señora Forbes, asomadas entre las pilas de cangrejos, aplastadas aún más allá de su naturaleza entre los carapachos y las patas, muertas y podridas y nauseabundas como el resto de aquel desperdicio. Y sobre todo, él, con el tiempo de muchas horas de esperas en sus tinieblas sin futuro, sin nada que hacer, igualmente difunto en sus adentros. Tan sólo escuchando el goteo de los minutos y la caída del agua. Se supo otra morena verde. Y sintió que desde millones de años tenía mucho sueño y sólo pretendía dormir. Y que estaba sin fuerzas y cansado. Y siempre permaneciendo en la cama y en la casa. Pero aún sumergido dentro de aquella inundación, y a pesar de los cangrejos y las morenas verdes, después de un largo silencio escuchó cuando le pidieron con cariño desde el interior del otro cuarto, el cuarto de Mercedes, con una dulce y querida voz de lejanía que sobrevolaba las aguas y que seguramente se entretenía tejiendo acomodada en una mecedora, y que de igual manera desde aquel lado de la casa lo observaba como una diagonal de contacto y compañía y cuidados y amor de años a través de las puertas entreabiertas: "Gabriel, recuéstate, que te puedes caer otra vez". Y se sonrió. "esa comemierda se cree que soy un niño". Pero entonces no hizo resistencia. Dejándose deslizar se acostó de lado, muy lento, pensando turbiamente en su cansancio, como si pensar fuese un peso de congestión y de enredos y de opacidad en la cabeza. Y ya recostado creyó de nuevo, también en una identificación lejana, como si hubiesen transcurrido cien años, que sí, que la voz pudo haber sido la de Mercedes. Una Mercedes que bien sabía que lo adoraba y que en verdad no estaba allí, como desde todos los tiempos había estado y le había acompañado y fue su costumbre, siempre cercana y pendiente de sus trabajos. O que sí estaba pero se escondía para molestarle y burlarse de él con una sonrisa de fingida comprensión y cariño cuando lo escuchaba quejándose desesperado de su soledad y desamparo y lo venía a atender. Posiblemente sería ella que le hablaba desde lejos; o también desde dentro del agua; o que ya estaba muerta y le reclamaba desde su mudo esqueleto ascendiendo de un hueco en la tierra; o que estaría arribando en ese momento al muelle vecino entre un tropel de gente en una de las lanchas regresando del mercado. Era el muelle que veía justo entre el gavetero y la mesita de noche que se mecían por la repentina turbulencia provocada por las propelas del motor de la lancha, bajo los retratos grises que colgaban de la pared, el de su padre y el de su madre. Y el de los dos juntos, como recostados uno en el otro, él de traje blanco y sombrero y ella de vestido gris y alto peinado. También estaban las fotos de todos los Coroneles en retahíla interminable. Si acaso fuese esa Mercedes quien le hablaba llegando del mercado, seguro que vendría cargada de mandados y chachareando con todo el mundo de lo incómodo del gentío y del precio de las cosas. O hablaría del chivo con arroz y coco que había hecho varios años atrás, como siempre hacía y orgullosamente pregonaba cada vez que los alcanzaba una inundación. La misma Mercedes que en cualquier gestión tardaba demasiado, hablando durante horas, o días enteros, a veces años, o que ya no se acordaba de él y lo dejaba abandonado y esperando, o que ya no lo reconocía ni respetaba llevándole en todo momento la contraria. Pero que siempre le compraba sus cosas favoritas y jamás llegaba con las manos vacías. Pero no, eso había cambiado, ya no lo prefería ni se ocupaba de sus asuntos como antes, aunque pretendía hacerlo con mucha bondad y paciencia. Pero no lo engañaba. La conocía muy bien y sabía de sus trampas y de aquella sonrisa de venganza satisfecha de esperar en el tiempo. Es más, ya no la soportaba. Estaba demasiado vieja, y fea, y retrechera. Tendría que regañarla. Hoy mismo lo haría. Y pensó entonces que él era ese Gabriel que con voz tan cariñosa ella había mentado; el mismo que fue niño y joven en Aracataca; el Gabo, el preferido de la familia, el que desde siempre inventaba historias y cuentos que a todos admiraba. El Gabriel que después, ya apenas crecido y devorando su juventud, gozaba sin freno cientos de trasnochos y amanecidas en los bares y cuchitriles de musicales tragos, acompañado por las ficheras ajadas y sin sol, y ansiosas de sus pocos pesos, que pálidas y envejecidas se desparramaban por la zona y él iba a buscar a la Costa con sus amigos. El mismo Gabriel de los pies mojados y las alpargatas que chorreaban el agua de cien ríos vadeados y mil patios violados, inundados y lodosos. El Gabriel colector de cangrejos, y de ángeles, y de soledades.
Por instantes, ahora sabiéndose en la cama, rodeado por las lanchas y las putas, y por impulsos, ya durmiéndose, sintiéndose con la cabeza ladeada y vertiginosa apoyada sobre la almohada, pero dentro del agua, le provocaba dar un salto y montarse en una cualquiera de esas putas, o en dos a la vez, o en una cualquiera de las lanchas que se alternaban de un lado a otro, de pared a pared, dibujando figuras en la superficie del agua a su alrededor, evadiendo los muebles y evitando salir por la ventana. A la puerta entreabierta que daba al pasillo ni se acercaban. Claro, evitaban a Mercedes.
Seguramente ella no sabía de esa presencia ruidosa que se ocupaba de él y lo tentaba para escapar, y lo circundaba, porque si no ya hubiese protestado y les hubiese gritado que se fueran al carajo con sus ruidos y nos dejaran tranquilos. Pero a él le gustaría darle la vuelta al mundo en una de ellas. O irse a la bella Cuba con su gente también bella, y pasearse por el Malecón, y tomarse unos mojitos. En una de esas lanchas se podría ir. Porque aún estando debajo del agua, en todo momento las podía escuchar pasando cercanas, imaginando que rastreaban por él, buscándolo, con sus ronroneos explosivos y sus músicas y voces y risas de las hembras que transportaban plenas de gozo dentro de la habitación. Y ellas, y sólo ellas, podrían salvarlo y sacarlo de aquella condena ahogada de acogotante soledad. Y sentía que lo requerían cada vez con más premura y más ahínco. Y sacando la cabeza por la ventana las llamaba, dándole voces, a las putas y a las lanchas que se alejaban dejando sus estelas, para que le abrieran un espacio apretado, muslo con muslo y sudor con sudor, y lo sacaran de una vez por todas de aquella habitación inundada y triste y se lo llevaran bien lejos. Y todavía allá abajo, sumergido, con las piernas recogidas, y con frío, mareado, como colgando del aire, agarrado del agua, sin tocar fondo, lloraba desesperado, con pánico mudo, a pesar de la poca profundidad, igual que de niño cuando su abuelas le contaban de inundaciones y de ahogados flotando como caimanes en el río. Tenía miedo de morir también ahogado en aquella oscuridad solitaria y totalmente encharcada junto con todos sus libros y manuscritos, que sin poderlo evitar se borrarían y perecerían. Los amaba sobre todas las cosas. Y lo consumían de lágrimas y tristezas. Pudo verlos flotando por la habitación y hundiéndose en el agua, con el grueso de las páginas despegadas, avanzando empapados y desleídos, como llevados por una suave corriente hacia el desborde de la ventana. Eso sería lo peor. Serían irrecuperables. Por un instante, estirando los brazos y los dedos, intentaba alcanzarlos, y entrecerrando los ojos apagados y cansados de ver, tristemente, se fijó de nuevo en el recuadro de la ventana y los vio cuando se iban. Y amarró la mirada al agua que ya se dilataba hasta un horizonte bien distante. Encerrado entre las cuatro paredes, con el pecho apretado, con aquel río hasta el cuello, llegó a sentirse igual al caso de Alejandro, el náufrago del buque Caldas, cuyo relato y desesperación apenas recordaba haber escrito ni tampoco cuál era su final en tanto tiempo atrás. Diez días tardó todo. Pero a él, también náufrago en la balsa de su olvido, por lo que parecía más de un siglo, nadie vendría a rescatarlo, ni esa cama arribaría jamás a costa alguna. Y allí se moriría. Y aquel río, o mar, o lago, o charco, o lo que fuese, sería su tumba. Y a todas estas, peor aún, se moriría sin poder escapar de aquella vieja de mierda que le hablaba desde la habitación vecina y que no acababa de traerle en tantos años de esperar, junto con la tal Eréndira, la mil veces manoseada y prostituida sin placer alguno, el trago y los cigarrillos que les había pedido. Estaba seco de alcoholes y pulmones. Y también hastiado de esa vieja regañona, la eterna Mercedes de mierda. Provocaba matarla. Y desvencijarla. Y sin mirarle la cara echarla sin compasión por la ventana. Y que se hundiera junto con los libros y los muebles. Para que los cangrejos infatigables y las morenas verdes la rodearan, y la mordisquearan, y se la comieran a pedacitos. Para que no joda más. Y sí, eso es, para que no joda más.
Autor:
Luis B Martinez