- La piratería islámica en las costas españolas
- Sus repercusiones históricas
- Los Presidios españoles en el Norte de África
- La guerra marítima y los corsarios españoles
- Las defensas terrestres: castillos costeros y torres vigía
- Los problemas de la organización defensiva en el Reino de Murcia
- Conclusiones
- Notas
- Bibliografía
A partir de 1520, las costas mediterráneas españolas van a sufrir la presión de una nueva piratería islámica, impulsada por el auge otomano bajo el sultán Solimán I el Magnífico. Hasta la década de 1680, el terror continuado de las incursiones piráticas exige crear un sistema de defensa costero en los Reinos de Valencia y Murcia. En ese contexto se inscribe la iniciativa de construir puntos fortificados de observación, torres y fortalezas en las costas valencianas y murcianas, que han llegado a nosotros en diverso estado de conservación. Por desgracia, la falta de entendimiento político entre la Corona de España y las grandes familias que monopolizaban el poder político en los Reinos de Valencia y Murcia acabó por frustrar todos los intentos de convertir los recursos existentes en un sistema defensivo eficaz de las costas frente a los piratas.
La presencia militar española en el Mediterráneo occidental tuvo en la larga Guerra de Granada (1481-1492) su primer estreno a gran escala: flotas castellanas bloquean con éxito el litoral español bajo control nazarí y apoyan desde el mar el avance de los ejércitos castellanos cuando éste se realiza en paralelo a la costa. Estos éxitos se verán posteriormente ampliados por una política de expansión por el litoral rifeño, argelino y tunecino, lanzada por Isabel la Católica en la década de 1490, y continuada por su marido Fernando el Católico y el cardenal Jiménez de Cisneros en la década de 1500. En este contexto la esfera de influencia española en el Norte de África choca con la acción pirática de los hermanos Horuc y Hairedín Barbarroja, situados bajo la protección del sultán Solimán I el Magnífico (1520-1566). Los puestos adelantados de Orán y Bujía, conquistados por España en la década de 1500, pasan a constituir la primera línea de defensa frente a las cada vez más decididas incursiones de los piratas argelinos contra las zonas marítimas bajo control español, nucleadas en torno al Mar de Alborán y sus costas. La presencia de importantes poblaciones islámicas en los Reinos de Valencia, Murcia y Granada, convirtieron el peligro de los piratas musulmanes en un problema estratégico: el Islam poseía con esas poblaciones una plataforma terrestre en las costas españolas, que se pondría a su servicio si lanzase un plan decidido de invasión de España. Las diversas rebeliones populares de estas poblaciones "moriscas" a lo largo del siglo XVI constituyeron siempre peligros mucho más serios que si no hubiese existido la posibilidad de que apoyasen un hipotético desembarco turco en las costas próximas a sus localidades. [1]
Sin embargo, la distancia geográfica entre Constantinopla y los puertos españoles, la existencia de Italia como foco de atracción pirática, el carácter discontinuo de la agresión naval contra España, y las oportunas contraofensivas hispano-italianas -como la que llevó al éxito de Lepanto en 1571- impidieron que el endémico problema de la piratería se convirtiese en una ofensiva estratégica a lo largo del siglo XVI. Con mucho retraso, la eliminación de la plataforma territorial islámica en el sudeste español se realizaría en 1609, al decretarse la expulsión de los moriscos. Aunque se ha hecho mucho hincapié -quizá excesivo, y debido a motivaciones ideológicas exclusivamente- sobre los perjuicios sociales, económicos y demográficos que tal medida implicó, es indudable el rédito estratégico que generó frente a su limitado coste financiero y militar. De hecho, toda una serie de fenómenos bélicos de baja intensidad, a medio camino entre la criminalidad y la guerra organizada, fueron cortados de raíz con la expulsión de los moriscos. Tampoco debe olvidarse que la opinión pública la respaldó de manera unánime; casi todos los municipios de los Reinos de Valencia, Murcia y Granada se sintieron respaldados por ella, y lo manifestaron de manera elocuente. [2]
Como todas las guerras de baja intensidad, la guerra contra los piratas en las costas mediterráneas de España se sustentó sobre usos consuetudinarios, como la existencia de principios de reciprocidad en lo tocante al despliegue consciente de la crueldad con los vencidos; o la captura, canje y rescate de cautivos; [3] o el desarrollo de la guerra como una forma de negocio o actividad económica permanente; o, por último, la existencia de agentes clandestinos que cruzaban las líneas de ambos bandos y servían de mediadores entre ellos. Al mismo tiempo, la guerra en el Mediterráneo, especialmente en el siglo XVI, reposaba sobre una serie de principios tácticos, estratégicos y logísticos que la hacían muy distinta de la de otras épocas y teatros bélicos. La galera, protagonista de la guerra ofensiva, constituía la columna vertebral de todas las flotas de guerra. Pero la limitada autonomía de las escuadras de galeras y su dependencia de bases fortificadas en las que aprovisionarlas y hacer aguada -el agua potable era esencial, debido a los nutridos grupos de hombres que formaban remeros, tripulantes y soldados embarcados- impedían el control del mar exclusivamente por medios navales. El dominio de costas e islas y su fortificación era tan imprescindible como contar con adecuados recursos navales, lo que relativizaba el carácter meramente defensivo de las fortificaciones terrestres. Finalmente, el elevado coste económico de las flotas y la alta cualificación de sus tripulaciones -no sólo de los "trozos de defensa y abordaje", sino sobre todo de los marineros y los especialistas en multitud de oficios que requerían, que constituían unos recursos preciosos por lo costoso y lento que resultaba formarlos y reemplazarlos- explican la renuencia de los almirantes -a menudo empresarios y propietarios de las flotas que mandaban- al servicio de España ante la posibilidad de empeñarlas en combate. [4] Todo ello hace comprensible el predominio de las estrategias de desgaste, de las incursiones de escasa envergadura y de la guerra de corso, con un horizonte estratégico más dirigido a la maximización de las ganancias coyunturales que a la resolución estratégica del conflicto. [5]
La presión sobre la costa mediterránea española distó de ser estable en el amplio arco cronológico que va de la década de 1520 a la de 1680, y es preciso establecer una mínima cronología para comprender su evolución. Tras la aparición de los piratas Barbarroja en el Mediterráneo occidental -y sobre todo desde su instalación como poder estable en la ciudad de Argel- la situación militar española cambió radicalmente, pese al apoyo a España de la República de Génova frente a la alianza formada por Francia y el Imperio Otomano. Las flotas argelinas de los Barbarroja lanzan desde 1525 incursiones de importancia contra las costas valencianas y murcianas -en ocasiones para embarcar en sus naves a moriscos deseosos de exiliarse en puntos previamente concertados [6]-. En la década de 1530, la intensificación de la colaboración otomana con Francia hizo que la presión argelina fuera creciendo, mientras las autoridades españolas veían cómo los recursos del imperio de Carlos V se desviaban a otros frentes, o que cuando se dirigían a África, se derivaban hacia Italia el Mediterráneo central, como la expedición a Túnez de 1535. [7] El Desastre de Argel de 1541 fue seguido de una feroz ofensiva musulmana en el período 1555-1565, que dio lugar a un rosario de derrotas muy duras para los Reinos de Valencia y Murcia, cuyos efectivos y recursos se habían empleado a fondo con la esperanza de frenar el avance otomano sobre el Mediterráneo occidental. [8] La situación llegó a ser tan amenazadora, que hacia 1560 España decide situar en el Mediterráneo occidental un teatro de guerra estable, introduciendo para ello cambios en sus prioridades estratégicas. La gran confrontación que España y el Imperio Otomano libran en el decenio de 1565-1575 significó el alejamiento definitivo de la posibilidad de un ataque a gran escala sobre las costas valencianas o murcianas, de una escuadra de desembarco musulmana, pero no acabó con las continuas agresiones lanzadas sobre la región. [9] Más bien al contrario, entre 1580 y 1605, la presión musulmana contra los Reinos de Murcia y Valencia se recrudeció, al incrementarse de forma notable las posibilidades ofensivas de las escuadras berberiscas, que habían comenzado a adoptar modelos de buques más robustos y capaces, empleados en la navegación atlántica. En la costa de Murcia, el protagonista de aquella época sería sin duda el pirata Murat Agá, conocido por los murcianos como "Morato Arráez". [10] La década de 1585 a 1595 traería nuevas circunstancias, igualmente preocupantes para la seguridad de las costas españolas: los ataques de los corsarios británicos, que alcanzarían su culminación con las incursiones de Francis Drake y el Duque de Essex a Cádiz en 1586 y 1596 respectivamente, fueron la más significativa. Aparecía un nuevo peligro proveniente del Atlántico que extendía su presencia por la zona marítima del Estrecho de Gibraltar.
En el extremo más occidental de Mediterráneo aparecen por esta época a menudear los barcos ingleses y holandeses, fuentes de peligro para la población española litoral, debido a la enemistad de sus estados con España. Aunque los preocupados vigías españoles no podían saberlo, los buques anglo-holandeses no estaban interesados en atacar las costas españolas, sino en comerciar en las grandes ciudades portuarias, donde existían notables colonias de comerciantes franceses, británicos, flamencos y neerlandeses. [11] Esta actividad comercial se vio favorecida por el sistema general de treguas que se impuso en Europa occidental entre 1599 y 1609, pero en las décadas de 1610 y 1620, la inseguridad en el mar volvió a instalarse en el Mediterráneo occidental, al concluir dichas treguas y reanudarse las guerras de religión, sobre todo en Alemania con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Los antiguos comerciantes procedentes de las riberas del Mar del Norte comenzaron a actuar como corsarios frente a las costas con las que habían comerciado anteriormente. Los estados enfrentados de España, Francia, Gran Bretaña y las Provincias Unidas, sin embargo, que obtenían mayores ganancias del comercio que de la piratería, dejaron a un lado sus diferencias religiosas y político-militares en el escenario europeo para combatir conjuntamente la piratería incontrolada en diversas ocasiones. En otro orden de cosas, pero por la misma época, las operaciones de expulsión de los moriscos iniciadas en España en 1609, terminan en 1614. La piratería islámica norteafricana ve engrosar sus filas por los expulsados, carentes de recursos y de arraigo en sus nuevos lugares de asentamiento. Su buen conocimiento de las costas españolas y de las comarcas que habían habitado les proporcionó oportunidades de sustento como guías y marineros en las flotas piratas. El refuerzo que supusieron los moriscos españoles permitió a los turco-berberiscos lanzar una serie de ataques renovados contra los Presidios españoles en el Norte de África en la década de 1620. En la de 1630, los ataques se extendieron contra las costa murcianas y valencianas, cuyo sistema defensivo quedó fuera de combate a partir de 1634, dando pie al terrible Saqueo de Calpe de 1637 [12] y a una larga serie de incursiones menores, que sembraron el pánico entre las autoridades locales españolas e impulsaron el debate sobre las llamadas "grandes flotas argelinas". A partir de 1650, la presión pirática sobre las costas españolas se moderó un tanto, pero los ataques contra los Presidios norteafricanos se incrementaron. Las incursiones de los piratas contra las costas españolas perdieron envergadura, pero el peligro de las razzias a pequeña escala se mantuvo. Si bien podían resultar demoledoras a nivel local, no suponían un peligro grave contra el sistema defensivo español y, paradójicamente, merecieron menos atención por parte de las autoridades españolas de las que deberían haber despertado. Por fortuna, el fenómeno de la piratería nunca llegaría a desencadenar catástrofes como la de 1637 en Calpe, pero continuaría existiendo hasta el siglo XIX. [13] El mayor peligro para las costas españolas del Mediterráneo cambiaría a partir de la década de 1680, recayendo sobre la flota francesa del rey Luis XIV (1665-1715). Construida en origen como puntal de una expansión colonial frustrada, fue empleada finalmente como elemento puramente terrorista en el Mediterráneo. Su peor ataque fue el bombardeo de destrucción que lanzó contra el puerto de Alicante en julio de 1691, que prácticamente arrasó la ciudad. [14] Como sus acciones estaban moderadas por los intereses políticos y diplomáticos de la Corona francesa, fue un peligro muy intenso, pero fugaz, conjurado por la ascensión al trono de España de Felipe V de Borbón (1700-1746), que convirtió a Francia y España en aliados.
Durante casi dos siglos la guerra contra el Islam fue una constante en la definición de la identidad histórica de valencianos y murcianos, al tiempo que vertebraba el ideario político-militar de sus respectivos Reinos como partes integrantes de España. Los topónimos y las advocaciones, muy frecuentes en honor a la Virgen del Rosario, constituyen la principal huella en la actualidad de aquel fenómeno. Por otra parte, en su definición política, la nobleza y las élites urbanas valencianas y murcianas reivindicaban su función como directoras de la defensa de la costa española frente a los piratas musulmanes. La municipalidad de Murcia y los nobles murcianos contaban entre sus principales méritos con su implicación directa en la guerra contra los piratas musulmanes, y la Corona de España los premió institucionalizando esa función defensiva, eximiéndolos de otras obligaciones debidas a la defensa nacional. Los nobles valencianos, en cambio, no lograron igualar a sus vecinos, y la reivindicación de su papel contra la piratería nunca obtuvo la misma consideración. [15] Una actitud paralela se daba entre los municipios del Reino de Valencia que, en sus relaciones con la Corona, no dejaban de recordar los peligros que los amenazaban por causa de los piratas islámicos, y el papel que desempeñaban en la defensa contra sus ataques, a fin de demandar tanto subsidios para construir torres defensivas y de vigilancia, o subvenciones en grano para garantizar el suministro de sus poblaciones en caso de asedio, como exenciones fiscales o autorizaciones para ejercer el corso marítimo, y exenciones fiscales sobre posibles presas o botines.
A lo largo del siglo XVII los municipios costeros quedaron exentos de la principal obligación militar del Reino de Valencia, la contribución a la Milicia Efectiva, ya que debían atender prioritariamente a los ataques provenientes del mar, los llamados "rebatos costeros", formando la llamada Milicia de la Custodia. [16] La persistencia de la guerra, y los efectos acumulados de la brutalidad de las incursiones piráticas, moldearon en parte la identidad colectiva de valencianos y murcianos, que a través de esta circunstancia se sintieron hermanados con los reinos cristianos medievales y herederos del legado heroico de la Reconquista de los siglos XIII al XV. El ideal y el modelo que representaba la Reconquista sería capitalizado también, a través de la guerra contra los piratas islámicos y contra el Imperio Otomano en Europa Central, por la Casa de Austria. Carlos V sería ensalzado por sus apologistas como continuador de la obra de los Reyes Católicos en la lucha contra el Islam, lo que contribuiría a su lucha propagandística tanto frente a los protestantes como frente al Imperio Otomano. A su vez, la Casa de Austria guardaba entre sus devociones más íntimas su especial veneración de la Vera Cruz, con reminiscencias tanto cruzadistas como imperiales, y asumió plenamente ese papel, pues fue la más firme defensora de la Cristiandad católica romana frente al Islam y al desafío protestante en el noroeste y el centro de Europa. [17] El largo reinado de Felipe IV (1621-1665) daría culmen a esta tradición con varias iniciativas político-religiosas de rango estatal, como la elevación a los altares del rey Fernando III de Castilla (1199-1252), conquistador de Sevilla, o la promoción del dogma de la Inmaculada Concepción. Como signo visible de esta vocación de lucha actuaba la presencia física de los cautivos cristianos rescatados del Norte de África por la Orden de la Merced y sus campañas de captación de fondos para pagar nuevos rescates. Los pregones preceptivos que anunciaban la llegada de las comisiones mercedarias a las ciudades españolas, la predicación de su misión humanitaria, y la existencia de limosnas, cofradías y fundaciones que colaboraban con el rescate de cautivos influían en la opinión pública española casi tanto como las acciones de gracias, procesiones y celebraciones litúrgicas que patrocinaban las asociaciones de rescatados. [18] El número de cautivos podía ser muy alto en algunas ocasiones, como sucediera en 1637 en Calpe, y sus testimonios engrosaban la épica de la guerra moderna entre cristianos y musulmanes librada en las costas españolas. La misma existencia de esta guerra hacía que ciertas localidades valencianas y murcianas adquiriesen un perfil heroico por su situación en una de las fronteras bélicas en activo de la Cristiandad católica. Notables ejemplos de este fenómeno lo constituyen casos como el de la villa murciana de Mazarrón, a cuya patrona, la Virgen de la Campana, se atribuía la salvación del pueblo durante el ataque que los piratas lanzaron contra él en 1585; [19] o el de la localidad valenciana de Villajoyosa, que sigue agradeciendo a su patrona, Santa Marta, la victoria frente al desembarco otomano ocurrido el día de su festividad, en el año 1538. [20] Por otra parte, la permanencia en suelo valenciano y murciano de poblaciones residuales moriscas después de 1609-1614, engrosadas eventualmente por piratas capturados durante las incursiones del siglo XVII, algunos de ellos moriscos expulsados, servía también como signo visible y permanente del estado de guerra existentes entre cristianos y musulmanes, manteniendo una clara separación entre sus comunidades [21].
Más aún, la presencia de los musulmanes no se limitaba a las comunidades moriscas residuales, sino que era un todo continuo con el peligro de los piratas en el mar y la adscripción colectiva de los cristianos al recuerdo heroico de la Reconquista. Las autoridades locales españoles tenían muy presente el tema de la lucha contra el Islam, y hacían ostentación de él tanto como podían, exhibiendo en lugares públicos signos visibles de sus éxitos; como era costumbre en aquellos siglos, las cabezas de los piratas muertos en batalla -o ajusticiados posteriormente- eran clavadas en picas y exhibidas en plazas como la de la Seo de Valencia [22] De igual forma en las fiestas populares, en los actos públicos oficiales y en las conmemoraciones cívicas -especialmente de importantes victorias militares, como la de Lepanto de 1571- la presencia de la guerra contra el Islam agresor es constante. En todas las fiestas patrocinadas por la Corona de España, Te Deums y misas de acción de gracias, procesiones y rogativas por el éxito de las armas españolas, se actualizaba la identidad del pueblo valenciano y murciano con la misión de España frente a la agresión musulmana. Este fenómeno se prolongaría en los siglos XVIII y XIX, formando una parte importante del discurso público y cívico popular. [23] El tema tenía también su utilidad como argumento para defender posiciones políticas, iniciativas administrativas o reivindicaciones locales. El virrey de Valencia lo empleaba frecuentemente para poner paz entre los estamentos valencianos, casi siempre enfrentados por rencillas de escasa importancia y muy difíciles de unir para una empresa común de todos los valencianos. El recurso a la identidad de todos como cristianos y españoles resultó especialmente valioso en Murcia, donde la guerra abierta entre las familias de la nobleza hacía estragos en la década de 1560: ésta sólo pudo ser momentáneamente aplazada cuando a raíz del estallido de la Guerra de las Alpujarras en 1568, toda la nobleza del Reino de Murcia se aprestó a congregarse bajo los estandartes del rey de España para ir a guerrear a tierras granadinas. [24] La identificación del Reino de Murcia como estado fronterizo militante iba a moldear no sólo el discurso institucional de la municipalidad de Murcia en el seno de la Corona de Castilla, sino también la práctica política y la vertebración territorial murciana. A diferencia de los reinos de la Corona de Aragón, los de la Corona de Castilla eran estados con escasa autonomía. Desde el reinado de los Reyes Católicos, la anexión del marquesado de Villena y del puerto de Cartagena al Reino de Murcia integraron dos realidades territoriales muy distintas en un único estado, dominado por ciudad de Murcia. La necesaria cooperación entre estos tres centros de poder para la defensa de la costa, y su colaboración en el llamado Servicio de los Millones de 1589, acabaría dando su definitivo contenido político-institucional al Reino de Murcia.
A partir de la década de 1580 la ciudad de Murcia, apoyada sin fisuras por las localidades de la costa y del sur del Reino, impuso la tesis de que la defensa del litoral era una responsabilidad común y solidaria de todos los murcianos, por lo que los poderes locales del interior, y especialmente el marquesado de Villena, debían contribuir a la defensa, tanto con aportaciones económicas como con reclutas de hombres para las guarniciones. El debate jurídico que se originó, y la oposición de los municipios del interior a contribuir a una defensa que poco les reportaba de manera directa fue la prueba de fuego en la que se fraguó la solidaridad de los murcianos con su propio territorio. Pese a la impopularidad de las levas y las contribuciones económicas, el peso de la necesidad evidente de defenderse de los piratas, y el punto de vista sostenido por la ciudad de Murcia, en pro del bien común, se impusieron con la ayuda que le otorgó la Corona, quedando así consolidado institucionalmente el Reino de Murcia. En el Reino de Valencia, la defensa de la costa frente a la piratería islámica también tuvo un papel dinamizador e integrador de las instituciones y la sociedad. Pese a la articulación institucional heredada desde la fundación del Reino en el siglo XIII, el rechazo de los valencianos a enrolarse y pagar impuestos en pro de una empresa militar común era casi insuperable. Por lo tanto, la edificación de sistemas de alerta y defensa, que necesitaban de la contribución de todos los municipios valencianos por su alto coste económico, debía vencer fuertes resistencias y nunca podía darse por concluido con resultados satisfactorios. Los sucesivos virreyes de Valencia entre 1523 y 1707 tuvieron en la defensa del litoral valenciano una asignatura siempre pendiente y un motivo de frustración constante, al ver cómo los valencianos no hacían ningún esfuerzo por garantizar su defensa común.
La única norma foral valenciana que preveía obligaciones económicas destinadas a la defensa del litoral afectaba únicamente a los municipios costeros, con lo cual nunca había fondos suficientes para mantener en condiciones de operar las torres de vigilancia y las fortalezas defensivas que se habían ido levantando lentamente desde el siglo XV. [25] Por lo tanto, la construcción de sistemas de vigilancia y defensa en los que participaran solidariamente las diferentes instancias políticas del Reino de Valencia constituyó siempre una prioridad para los virreyes de Valencia. De hecho, junto con los "agravios de contrafueros", la organización militar de la defensa litoral sería uno de los principales motivos de la constitución de las llamadas Juntas Estamentales. Incluso llegó a generar instituciones valencianas más o menos estables. En ese sentido propició una una centralización de la cadena de mando militar y de la dirección política del Reino que no sólo revirtió en la consolidación de la autoridad del virrey -que veía potenciada su capacidad coordinadora- sino también de las Juntas y de otras instituciones de los estamentos valencianos que con el tiempo se convertirían en sus interlocutores y oponentes políticos.
La participación de murcianos y valencianos en la guerra contra los piratas islámicos no se limitaba a la defensa del litoral de sus reinos. Los Presidios del Norte de África se consideraban plazas fuertes dependientes militar y económicamente de los reinos españoles más próximos a ellos. El principal Presidio norteafricano que dependía del Reino de Valencia era el de Bujía, en la costa argelina. El cronista aragonés Jerónimo de Zurita (1512-1580) insistió en la inserción de la plaza de soberanía de Bujía en el ámbito de la Reconquista de Aragón, es decir, las tierras pobladas por musulmanes que, tanto en España como en el Norte de África, debían estar reservadas a la expansión de la Corona de Aragón por los acuerdos suscritos por los reyes cristianos españoles en los Tratados de Tudillén, Cazola, Almizra y Monteagudo. [26] Tras la toma de Bujía y Orán, Fernando el Católico otorgó preeminencia a los reinos de la Corona de Aragón en el reparto de cargos, mercedes y responsabilidades para el futuro gobierno y sostenimiento económico de ambas plazas fuertes. [27] Esta política no sólo respondía a los intereses personales de Fernando el Católico en aquel preciso momento, necesitado del apoyo de la Corona de Aragón cuando triunfaban sus adversarios en Castilla, sino que formaba parte de la línea estratégica iniciada con anterioridad en las llamadas Guerras de Italia, donde el rey obligó a castellanos y aragoneses a luchar y a contribuir juntos como españoles, imagen que quedó plasmada con pleno éxito en la percepción de los italianos. [28]
Una vez consolidado el control español sobre Bujía, el rey Fernando otorgó la capitanía de la plaza fuerte al noble valenciano Ramón Carrós. Éste era miembro de una destacada familia de Valencia dedicada al servicio de la Corona –Luis Carrós, hermano de Ramón, servía por entonces como embajador en la corte de Londres- lo que facilitó el rápido envío de una expedición de socorro militar cuando Bujía fue atacada por una escuadra de Horuc Barbarroja en 1515. El Socorro de Bujía de 1515 representó una ocasión excepcional de unión entre valencianos y mallorquines al servicio de un proyecto español: desde Valencia, Mallorca y otros puertos valencianos y mallorquines, se llevó a cabo a toda prisa la reunión de una escuadra y un pequeño ejército que, bajo el mando de Galcerán Carrós, contribuyó a levantar el asedio impuesto por Barbarroja y una fuerza expedicionaria otomana. El éxito de la misión de socorro sería una de las últimas noticias que recibiría el ya anciando rey Fernando antes de morir en 1516, al tiempo que constituiría una suerte de canto de cisne de la influencia de la Corona de Aragón en el Mediterráneo. [29] El mantenimiento de la actividad en el Norte de Africa, y con él la administración y la defensa de Bujía, recayó durante el reinado de Carlos V en nobles y funcionarios de la Corona de Castilla, pero significativamente en la década de 1550, cuando el almirante turco Salah Rais lanzó el ataque que acabaría con su dependencia de España, en Valencia se suscitó una reacción favorable al envío de una expedición de socorro, recordando las hazañas de los Carrós y sus compañeros de armas.
El Reino de Murcia tenía como principal misión la defensa de las plazas fuertes situadas en la costa occidental de Argelia, especialmente las de Orán y Mazalquivir (Mers-el-Kebir). El binomio formado por estas dos plazas de armas contaba con una nutrida guarnición, reforzada por la adhesión de algunas facciones argelinas tradicionalmente aliadas de España, pero sus fuerzas combinadas eran insuficientes para hacer frente a un ataque decidido de los piratas de Argel. Si éste se producía, el capitán general de Orán llamaba en su socorro a todas las fuerzas que se pudieran reunir en el Reino de Murcia. Las galeras que estuvieran en ese momento estacionadas en el puerto de Cartagena y los barcos y compañías de soldados que se pudieran enviar de urgencia desde el Reino de Granada y el de Valencia constituían toda la fuerza de socorro que podía presentarse en Orán con suficiente rapidez para contribuir a su defensa. Hasta 1596 esta fuerza de socorro estuvo compuesta por compañías reclutadas ad hoc por las ciudades del Reino de Murcia, puestas bajo el mando de capitanes de la nobleza murciana y enviadas a toda prisa. Estas compañías, llamadas Voluntarias, siguieron siendo llamadas en diversas ocasiones a lo largo del siglo XVII para sostener los Presidios españoles, destacando su intervención en los episodios de la conquista de La Mámora en 1614 y la victoria sobre los Judíos de Orán en 1669. Pero a partir de 1596 se estableció en la Corona de Castilla un cuerpo militar semiprofesional con niveles de instrucción y armamento superiores a los de la tradicional fuerza de socorro murciana, valenciana y granadina: la llamada Milicia General. Levantada a partir de circunscripciones locales de reclutamiento, integrada por voluntarios y mandada por oficiales nombrados por el Consejo de Guerra -el máximo órgano militar de España, directamente dependiente del rey-, la Milicia General se convirtió prontamente en un cuerpo de notable valor operativo no sólo para la defensa de las costas españolas, sino también para repeler rápidamente cualquier ataque islámico contra los Presidios del Norte de África. Tanto es así que aunque institucionalmente perdería su ámbito territorial global en la década de 1620, en Murcia continuaría operando y vería aumentados sus efectivos de una a dos compañías por esa misma época.
En el Reino de Valencia, el virrey Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, marqués de Denia y futuro duque de Lerma, organizó en 1596 la llamada Milicia Efectiva del Reino de Valencia, compuesta por una plantilla teórica de 10.000 soldados voluntarios, que en tiempo de paz no estaban obligados a servir en armas, pero que tenían el deber de adiestrarse periódicamente y estar listos para enrolarse en cualquier momento. Contaban con armamento y una cadena de mando suficientes, y gozaban de diversos privilegios y exenciones por el hecho de pertenecer a la Milicia Efectiva. Pero el cuerpo estaba, en consonancia con la legislación foral valenciana, destinado exclusivamente a la defensa del Reino de Valencia. Pese a ello, durante el siglo XVII la Corona solicitó que fuera movilizada para combatir fuera de los límites del Reino. Felipe IV pidió que fueran movilizados 2.500 de sus hombres para contribuir a levantar el asedio de Fuenterrabía en 1638, y que al menos fueran enviados hasta Alcañiz, donde efectivamente llegaron para unirse a otras fuerzas reunidas allí con destino a la ciudad asediada por las tropas del rey Luis XIII. Tras dos meses de combates, Fuenterrabía fue liberada. Apenas dos años después estalla la Guerra de Cataluña (1640-1652), y el rey vuelve a pedir el concurso de la Milicia Efectiva, esta vez para participar en la reconquista de Tortosa en 1650, ocupada por tropas francesas desde 1648. [30]
La creación de recursos navales resultaba muy difícil ante la imposibilidad material de controlar el tráfico marítimo en el Mediterráneo occidental. Sin embargo, en el Reino de Valencia hubo diversos proyectos para crear y mantener escuadras de galeras para la defensa litoral. Durante buena parte del siglo XVI, la tradición de la dedicación al corso entre los marinos valencianos fue aprovechada para promover la defensa costera, especialmente a partir de la Pragmática promulgada por el rey Carlos V en 1523 regulando el corso, que establecía exenciones fiscales sobre el botín que se hiciera asaltando embarcaciones musulmanas. [31] La formación de pequeñas escuadras contra los piratas islámicos, con apoyo de las instituciones del Reino de Valencia, fue bastante frecuente, protagonizada por mercaderes o aristócratas, como Ginés de Ribes, Jeroni Almunia o Vicent Penyarroja, así como por las ciudades costeras, como Valencia, Vinaroz o Villajoyosa. Pero menos éxito habría a la hora de organizar una escuadra permanente y estable para la defensa de la costa valenciana. Se redactaron multitud de proyectos y planes a lo largo de los siglos XVI y XVII, pero rara vez fueron llevados a la práctica. El problema esencial radicaba -para los que podían financiarlos- en que no se quería que la escuadra valenciana, caso de formarse, fuese enviada por el rey a operar lejos de las costas valencianas. En la lógica de las grandes familias valencianas que poseían cargos políticos, si había que pagar el alto coste que suponía equipar y mantener una fuerza naval, debía estar por encima de todo al servicio de los que la pagaban, y no de la Corona. Como los estamentos valencianos nunca estuvieron en condiciones de rechazar un requerimiento del rey sobre su proyectada fuerza naval, simplemente no accedieron a su construcción. Esta lógica egoísta se cobró muchas vidas en el Reino de Valencia, puesto que sus costas permanecieron mucho tiempo desguarnecidas frente a los piratas islámicos. La única fuerza naval próxima a Valencia era la pequeña escuadra de las Galeras de España, que con frecuencia era desplazada lejos del litoral mediterráneo español -su zona operativa originaria- en misiones militares definidas por el Consejo de Guerra, y que no estaba disponible cuando atacaban los piratas musulmanes.
Ante este estado de cosas, la necesidad de plantar cara a las incursiones de las escuadras islámicas se vio canalizada en el Reino de Valencia hacia la construcción de defensas terrestres. Eso sí, en 1610 uno de los muchos proyectos que circulaban para la creación de una pequeña flota defensiva cuajó momentáneamente, y durante un corto período de tiempo, recabó el apoyo de la Generalidad, el municipio de Valencia y el virrey marqués de Denia, suficiente para darle virtualidad; pero pronto la tradicional desunión entre las instituciones valencianas y las grandes familias que las dominaban volvió a aflorar, y el proyecto terminó abandonado una vez más y de manera definitiva. [32] Mucho más débil en población y recursos, el Reino de Murcia no tenía tampoco una organización suficiente para organizar una flota propia. Por tanto sus oportunidades de recibir apoyo naval dependían enteramente de la oportuna proximidad de una escuadra real, y las tres flotas más próximas a su litoral eran la de los Bergantines de la Carrera de Orán, y las de Galeras y Galeones de la Guarda del Estrecho. Sin embargo, ni siquiera la presencia de estas flotas garantizaba la seguridad del litoral murciano; un caso especialmente grave se produjo en 1618, cuando los piratas argelinos abordaron con notable éxito a un convoy de tropas españolas con destino a Italia, cerca del Cabo de Palos [33]. Las acciones antipiráticas en el Reino de Murcia se basaban en la existencia de una cierta tradición marinera entre una parte de la nobleza de Cartagena, con familias como la de los Garre. Frente a la presencia de naves islámicas solían armar uno o dos bajeles pequeños, que zarpaban para repeler a los intrusos. En ocasiones incluso armaron navíos grandes para salir en corso, no tanto contra la costa africana como en persecución de las naves islámicas que pudieran encontrar. Otras veces, esas acciones sirvieron para encubrir operaciones de espionaje y reconocimiento en las costas argelinas. En todo caso, por los testimonios que se conservan, los combates que se entablaban cuando estos corsarios improvisados daban caza a un barco musulmán eran de una dureza extrema, lo que contrastaba con la moderación que era costumbre cuando cuando los piratas desembarcaban en la costa española con la intención de cazar cautivos. Los corsarios cartageneros eventuales eran durante la mayor parte del tiempo transportistas del cabotaje español, pero cuando se decretó la expulsión de los moriscos tomaron las armas para convertirse en tratantes de esclavos, ya que los moriscos expulsados no estaban protegidos legalmente en mar abierto, y los capitanes que los transportaban no tenían ningún interés en defender sus vidas, así que los entregaban sin ofrecer resistencia a los murcianos. [34]
La Corona de España se ocupó en las primeras décadas de combatir decididamente la piratería en sus costas, y la colaboración eventual de Francia, Gran Bretaña y las Provincias Unidas contribuyó no poco al éxito de sus esuferzos. La protección de los estados implicados en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) a sus nacionales dedicados al corso estimuló el proyecto de convertir Cartagena en una base naval corsaria contra la navegación comercial holandesa. La iniciativa estuvo liderada por el mercader Julián Launay Longavan, y venía a participar del proyecto de guerra económica trazado por el Conde-Duque de Olivares -quien llegó a plantear la apertura de bases corsarias contra el tráfico holandés en las costas bálticas, en los puertos alemanes de Wismar y Stralsund, tomados por el general Wallenstein, del bando imperial católico, en 1629-. Sin embargo, el declive de las armas españolas en Alemania con posterioridad a su último gran éxito en la Batalla de Nördlingen en 1634, frustró los ambiciosos planes de Olivares, arrastrando consigo a los de Launay y sus socios. [35] El posterior episodio de la Flota de Cartagena organizada a impulsos de la familia de los Imperial, comerciantes genoveses, fue una clara muestra des deseo de los grupos mercantiles por intentar sacar un rédito económico del cada vez más necesario armamento de sus embarcaciones.
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