LA FELICIDAD: OBJETO Y PROBLEMA
En tal contexto histórico y filosófico, surgieron las escuelas helenísticas: escuelas de pensamiento orientadas a ofrecer una conducta de vida y distintas claves para alcanzar la armonía y la paz del alma.
Con ello, ingresamos en el último período de la filosofía griega: la etapa ética.
Estoicos, epicúreos y escépticos son las escuelas más paradigmáticas de la época. Las escuelas, como anticipamos, que se preguntaron cómo puede ser feliz el hombre.
Aquí, la razón se apartó de la búsqueda de la materia primera del cosmos, se alejó de la pregunta por el hombre y, volviéndose a la vida cotidiana del mismo, se hizo práctica.
El problema de la felicidad (en griego, eudemonía) no fue inaugurado por los helénicos. Se remontaba a la actividad pedagógica de Sócrates. El maestro de pies descalzos indicó que el hombre podía ser feliz sólo si era virtuoso. La virtud (areté), según Sócrates, era la consecuencia del conocimiento del bien. Conocer el bien es obrar bien. Sólo actúa o practica el mal quien ignora el bien.
Por lo tanto, la razón es igual a la virtud; y la virtud es igual a la felicidad. Tenemos la fórmula socrática del hombre feliz.
Pero Sócrates no sólo tuvo como alumno a los reconocidos Platón y Jenofonte (el historiador). También estuvieron las escuelas socráticas menores, cuyos referentes más paradigmáticos fueron los cirenaicos y los cínicos.
Estas extravagantes escuelas retomaron la problematización del concepto de felicidad socrático. Para los cínicos, el hombre sólo podía ser feliz en la autosuficiencia (autarquía) y en la libertad absoluta de los hábitos y costumbres. Los cínicos se inspiraban en la figura del perro (kinico, en griego) y su total independencia y capacidad de supervivencia. El cínico despreciaba las convenciones sociales e identificaba el mal con la civilización. Los cínicos contraponían el mito de Hércules (fortaleza, autonomía, libertad) al mito de Prometeo (progreso, conquista civilizatoria). La virtud se plantea como una conquista que el sabio debe adquirir para ser feliz. El sabio, autónomo, autosuficiente y libre, se desprende y desprecia las pautas de la sociedad (elogio del canibalismo, desprecio por la sepultura y el matrimonio).
Los cirenaicos, por su parte, identificaron la felicidad con el placer. Es lo que se llama hedonismo (del griego hedoné, placer). Los cirenaicos hicieron una apología de los placeres del cuerpo. Los placeres inmediatos son los placeres sensuales, llamados "placeres en movimiento". También se encuentran los placeres mentales, propios del intelecto (la filosofía, por ejemplo). Pero estos pensadores optaron por los placeres del cuerpo por considerarlos más naturales e intensos. La regla era no dejarse dominar (en el amor, por ejemplo, no dejarse poseer por el objeto amoroso, sino poseerlo nosotros mismos a él). Los placeres inmediatos son siempre preferibles a cualquier otro, puesto que el presente es el único tiempo para ser feliz (todo placer que requiere de tiempo puede verse interrumpido por la muerte).
En su libro de Ética, Aristóteles por su parte analizó ampliamente estas cuestiones. Por lo pronto, entendió que el sentido de la vida del hombre es la felicidad. La felicidad es el único bien valioso por sí mismo. El sabio de Estagira polemizó con las tendencias de la época en cuanto al medio de alcanzar a la felicidad. Y concluyó que, tanto el placer, el honor y la riqueza son falsos modos para conquistar la felicidad. Todos dependen de factores fortuitos para su obtención (el placer depende de otro cuerpo que el nuestro; el honor de las consideraciones ajenas; la riqueza del azar de las circunstancias). Sólo la virtud nos hace felices y, especialmente, un tipo de virtud dianoética: el ejercicio del pensamiento, la contemplación del ente.
El uso de la razón nos hace ser quienes somos –hombres- y nos diferencia del animal, a la vez que nos acerca a los dioses.
Esa es la felicidad: la razón, única virtud que vale por sí misma (y nos hace autónomos).
Por fin, las escuelas estoica, epicúrea y escéptica se encontraron ante este estado de cosas alrededor de la eudemonía.
DIFERENCIAS Y SIMILITUDES ENTRE ESTOICOS, EPICÚREOS Y ESCÉPTICOS
Los estoicos abordaron la cuestión de la felicidad, en principio, inspirándose en el concepto de areté (virtud), ya planteado por los cínicos. La areté, según la entendían los viejos aristócratas y los héroes homéricos – era la propiedad distintiva del guerrero. La areté es el producto de una disciplina consciente, sólo reservada a los nobles y unida a una conducta selecta y al heroísmo. Designa la fuerza, la destreza de los luchadores, el valor heroico. Designa al hombre de calidad, el cual, lo mismo en su vida privada que en la guerra, se rige por sus propias normas de conducta. Pero – a diferencia de los aristócratas – para los cínicos la areté no es una condición de raza, linaje o nacimiento, sino algo que se adquiere mediante el hábito y la disciplina.
El estoico retomará esta idea del cultivo de la virtud en el sabio. A la vez, exigirá al sabio la comprensión de que, en el universo, las cosas no suceden al azar. La física de los estoicos comprende una mezcla de atomismo y heraclitismo. Tras el concurso de los átomos, hay una voluntad inteligente, un logos divino gobernándolo y comprendiéndolo todo (panteísmo). Y todo sucede según ley y necesidad. O, dicho negativamente: nada sucede porque sí. El sabio debe comprender esta razón universal. El sabio debe permanecer indiferente al curso aparente del mundo.
La pasión (pathos, padecimiento en griego) es la enfermedad a combatir.
La pasión es lo que aleja al sabio estoico del Logos. Si bien Sócrates, los cínicos y Platón ya habían advertido sobre los peligros de la pasión, sobre la necesidad de dominarla, en los estoicos este imperativo se hace más patente. Pasión no sólo es temor, ira, avidez, avaricia, etc., sino también sus máscaras más inofensivas: compasión, afectos o piedad, nos alejan igualmente del ideal del sabio.
Llorar ante una calamidad pública (por ejemplo, ante un terremoto) es incurrir en el vicio de no comprender que, detrás de esa acción, está la voluntad del Logos o Razón del mundo, siempre perfecta.
Sólo hay virtud o vicio.
Y el sabio debe alcanzar la virtud mediante imperturbabilidad (ataraxia) y la insensibilidad ante las pasiones (apatía). ¿Por qué perturbarse ante las eventualidades del mundo, cuando detrás de todo hay una acción divina? Comprender la armonía del universo es el desafío del sabio estoico.
El rigorismo de los estoicos es consecuencia de ello.
Apatía y ataraxia, vale decir, son dos conceptos medulares en este período de la filosofía. El hombre, ante las crisis económicas, políticas y bélicas, debe encontrar modos de permanecer indiferente e imperturbable. Debe alejarse del dolor, para no hallar turbada su calma. Para ello, la sabiduría – lo estamos viendo – es, a la vez, remedio y camino hacia la felicidad; y la filosofía se transforma en la única posibilidad de alcanzar la sabiduría.
Así, al menos, lo planteará Epicuro, fundador de la escuela epicúrea. La filosofía nos cura de las enfermedades de la religión: no hay que temer a los dioses (o al más allá) ni a la muerte. La filosofía es un bien preciado, tanto para el joven como para el viejo – tanto como el hombre como para la mujer – puesto que no hay edad o género para aprender a ser feliz. Y es feliz aquel que es sabio porque resulta autónomo.
En ese punto, estoicos y epicúreos concuerdan en la necesidad de la filosofía.
Los epicúreos, sin embargo, se van a diferenciar de los estoicos en varios aspectos. En principio, su física carece de elementos divinos: sólo hay átomos y vacío en el universo. Epicuro adscribe a las teorías de Demócrito, para quien el mundo es el resultado del choque fortuito de los átomos en el vacío. La generación de los mundos depende del choque y las posiciones de los átomos en las colisiones. La realidad se rige por el azar atómico. La conclusión: no hay necesidad ni fatalidad en el cosmos. Nada debe temer el hombre. El mecanismo de la naturaleza quita el temor a una ley temible o a un destino prefijado. En el bello azar del universo, todos – si nos lo proponemos- podemos alcanzar la ataraxia. Nada hay que no pueda ser de otra forma. Nada hay que temer.
Los estoicos predicaban una visión finalista de la naturaleza; en tanto, los epicúreos entendían el universo en términos mecanicistas.
Esta visión científica del mundo esgrime una clara posición contra las supersticiones de la época, que consideraban a la vida y a la naturaleza el capricho de dioses irracionales.
Vemos, no obstante, una coincidencia de fondo entre estoicos y epicúreos. En ambos, la ética implicaba una física (más aún, una física materialista): conocer la naturaleza para encontrar un modo de obrar que se ajuste mejor a la esencia de las cosas.
Pero, en tanto los estoicos buscaban la felicidad mediante la areté, la ataraxia y apatía, los epicúreos van a inspirarse en parte en los cirenaicos para resolver el problema.
La felicidad puede ser alcanzada sólo mediante el placer (hedoné, en griego; voluptas, en latín). Aunque Epicuro hará una importante distinción: para él, existen placeres dinámicos (los placeres del cuerpo) y placeres estáticos (placeres de la contemplación, los pertenecientes al espíritu).
No se trata de negar los placeres dinámicos, sino de conocer su fragilidad y, a menudo, el carácter problemático de sus consecuencias. El sabio deberá hacer un cálculo preventivo de los placeres. Por ejemplo, preguntarse qué consecuencias trae rendirse ante determinado placer (por ejemplo: la comida, el sexo, el despilfarro, etc.).
Con lo cual, Epicuro predicaba los placeres del reposo, por ser los más apropiados para el goce del sabio. El verdadero goce no se identifica al cuerpo entregándose a la sensualidad, sino en el reconocimiento de la ausencia de dolor como única fuente de placer estable.
La felicidad consiste en saber gozar de la ausencia del dolor. Porque la ataraxia es ausencia de dolor, no prédica de insensibilidad. Estamos hechos para la voluptas (ya los cirenaicos habían marcado la tendencia de los animales y del hombre a la búsqueda de sensaciones placenteras).
No temer a los dioses ni a la muerte (por ser el universo regido por el azar) y reconocer la brevedad de los padecimientos y el verdadero placer (la ausencia del dolor). Aquí el llamado cuadrifármaco: programa completo de toda una vida para alcanzar la felicidad.
Por último, los escépticos marcarán una importante diferencia con los estoicos y epicúreos. Mientras que éstos partían de una física materialista para encuadrar la conducta humana, los escépticos hacían hincapié en la imposibilidad de conocer la realidad. En efecto, parten de la lógica y de la teoría del conocimiento para llegar, luego, a las fórmulas más eficaces para alcanzar la tranquilidad de espíritu.
Primero, afirmaban: no hay criterio de verdad. El hombre no puede llegar a la verdad, por la ineficacia de sus medios (en esto, se inspiraban en los sofistas). Los sentidos se engañan permanentemente y la razón, con sus silogismos, sólo corrobora lo que quiere demostrar de antemano. Con ello, se oponen al dogmatismo (confianza ingenua de la razón en conocer) y al sensualismo (las impresiones sensoriales como criterio de verdad).
Escepticismo significa cavilación. El escéptico propone una actitud coherente con la imposibilidad del conocimiento humano: la suspensión del juicio (la llamada epojé). Debemos callar. Debemos reconocer nuestros límites y no hablar de nada. Los escépticos llamaron esta actitud afasia. De nada de lo que hablemos sabremos algo; por lo tanto, ¿con qué objeto hacerlo? Esta ignorancia recuerda la docta ignorancia socrática, aunque llevada a su extremo: el hombre no puede saber nada.
Es decir, podremos hablar de la dulzura de la miel o de la aspereza de la lengua del gato, pero esas son sólo sensaciones: la miel en sí no es dulce y la lengua del gato no es en sí áspera.
El escéptico alcanza la felicidad mediante la epojé, es decir, mediante la suspensión del juicio. La tranquilidad radica en no opinar ni turbar nuestros sentidos de sensaciones. No es necesario pedirle a la razón que se enmarañe con silogismos.
La ataraxia se alcanza mediante la abstención de las opiniones y la afasia.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Hemos planteado las diferencias y similitudes de las tres principales escuelas helenísticas. La conclusión de este trabajo no será sino un breve resumen de lo ya dicho, concebido alrededor de la siguiente premisa: ¿Cómo alcanza el hombre la felicidad?
Para la obtención de la misma, siete conceptos son esenciales, según vimos:
La areté (virtud), la ataraxia (imperturbabilidad), la apatía (insensibilidad), autarquía (autonomía), la voluptas (el placer), la epojé (la suspensión del juicio) y la afasia (ausencia de palabra).
Hemos analizado cómo, cada una de las escuelas, aplica para la obtención de la felicidad cada uno de ellos y traza, así, un camino propio a seguir.
La felicidad se presenta desde los helénicos como un estado de serenidad, de ausencia de dolor y turbaciones. La calma del espíritu es siempre clave. La felicidad se define como un bien que debe adquirirse mediante la persistencia en hábitos virtuosos, en la cuidada comprensión de la naturaleza del mundo, la naturaleza, el hombre y sus criterios de verdad.
Para los helénicos, la filosofía es el único lenguaje para ser sabio. Y, a diferencia de sus predecesores, la filosofía no está destinada para ciudadanos atenienses u hombres libres, sino para todos: esclavos, mujeres, prostitutas, comerciantes, políticos o extranjeros. Todos pueden ser filósofos, si se lo proponen. Pues el filósofo no distingue clase o frontera geográfica: la patria del hombre es toda la tierra y la sabiduría está al alcance de quienes la buscan.
La cualidad distintiva del sabio, después de todo, no es su capacidad para pensar: sino su maestría en el arte de ser feliz, de aplicar el pensamiento a la acción y a la vida.
Autor:
Víctor Dupont
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