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El gallego más bueno del mundo


    El gallego más bueno del mundo – Monografias.com

    El gallego más bueno del mundo

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    El guardia rural me dio un fuerte empujón hacia dentro del sucio y oscuro calabozo donde caí de bruces, apenas tenía unos doce años cuando aquello. Pero ¿qué fue lo que me llevó a esta situación? ¿Qué delito había cometido? Estaba allí por la sospecha de robo del dinero de Bonifacio Estupiñán. el gallego de más buen corazón que he conocido en toda mi vida, y mire que he conocido gallegos. Que era inocente claro esta, bueno en parte, no me había robado el dinero, ni sabía si existía o no; y para ser más exacto hasta mucho tiempo después que se descubrió dudaba de su existencia. Sí, me había llevado otra cosa, incluso más importante, su reliquia más valorada, pero por deseos propios del difunto antes de morir.

    Corría el año de 1958, la zafra había concluido meses atrás y sin empleo fijo, los hombres buscaban alguna faena ocasional, en el llamado tiempo muerto. Todos no tenían esa suerte y los recursos de los hogares siempre cortos y mermados obligaban a las mujeres a ingeniárseles de cualquier manera para lograr el sustento de sus familias. Y el primer pensamiento en mi barrio era acudir a la tienda o bodega como la llamasen del gallego Bonifacio y comprar de "fiao" (crédito), es decir para pagar un más adelante que siempre seguía adelante, y cuya cifra crecía de año en año, y se anotaba por éste meticulosamente en un libro de finanzas cuyas páginas nunca se acababan y siempre tenía hojas limpias, aunque amarillentas por el tiempo, para nuevos usuarios.

    Sí, no importa cuanto debieses y si no pudieses pagar nunca, quien entraba a la bodega con la barriga vacía salía de allí con un par de cartuchos conteniendo arroz, frijoles, azúcar, café y hasta una lata de sardina o un pedazo de tasajo o bacalao, suficiente a medias para mitigar el hambre de algunos días, y si no había resuelto el problema, podría volver y volver, siempre y cuando fuese honesto, sincero y él supiera que lo hacía por necesidad y no por abusar de su buen corazón.

    Vivía solo, no se le conocía familia, ni su historia de cómo llego y las penalidades que pasó los primeros años, antes de establecer definitivamente la bodega. Que nació en 1898 lo supimos después, durante el entierro y por su epitafio en la tumba, que siempre ha permanecido limpia y con ofrendas florales puestas por no se quien, al principio por las comadres agradecidas, que eran muchas y ahora no se por que benefactor que debe estar en la USA y que paga a alguien por este servicio. Al principio llegué a pensar que de esto se ocupaba el sepulturero, pero cuando pasé por ahí un atardecer y lo oí hablando con los muertos y con más alcohol que sangre corriendo por sus venas, comprendí que eran otras personas, pero que si esto estaba bien para que removerlo y andar en averiguaciones.

    Siempre en zafra se cumplía el riguroso ritual de saldar las deudas que teníamos con Bonifacio hasta donde podíamos, e incluso éste a veces eludía un poco el pago, __ Mire comadre déjelo para comprarle una mudita de ropa a los muchachos o para un par de zapatos (duros "rompe piedras"), que podías adquirir en cualquier zapatería por un peso.

    Así era el gallego Bonifacio, yo lo conocía muy bien tal vez más que nadie, pues dos años antes comencé a trabajar para él tan pronto salía de la escuela, y por Dios, más que trabajo aquello para mi era un juego lleno de sorpresas.

    Todo comenzó por mi labor como "mandadero de barrio", que me hacia ir varias veces al día a su establecimiento, si "mandadero", esto es, que cualquier vecino que no podía desplazarse hasta la bodega yo lo hacia por él, unas veces por un centavo y muchas por nada, y dependiendo del tamaño de la compra ahí estaba el gallego para darme un puñado de caramelos de los que se llamaban "de contra" hechos de azúcar y limón y envueltos en tosco papel amarillo, que cuando no estaban viejos eran deliciosos, a veces un dulce de harina, un matagallegos, etc. que para mi eran la gloria y realizaba todo aquello con total seriedad

    El gallego comenzó por mandarme a buscar un latón de galletas a una panadería cercana. De unas galletas gruesas que se comían mucho en aquellos tiempos. Esta acción se repitió varias veces y siempre yo salía con un cartucho de este producto muy bien venido en mi hogar. Después me encomendó otras gestiones, donde generalmente yo tenía que hacer el cobro y las cuentas que siempre salían bien en tiempo de gentes honradas. También las fuerzas de Bonifacio decaían con la edad, así que un día sorpresivamente habló con mi madre para que yo lo ayudara en algunos menesteres a más de aprender el oficio.

    Y así comencé, sin salario ni contrato, solo con el vínculo de las palabras. Sin salario si, pero semanalmente me daba una amplia factura de productos básicos para la casa, que se fue ampliando, primero con alimentos, después detergente, jabón, pasta dental, etc. Por último, el fin de semana me daba 25 o 40 centavos o al final hasta un peso para que fuera al cine, cosa que me venia muy bien pues en aquel tiempo me gustaban mucho las películas.

    Fui adentrándome y desarrollando habilidades en el oficio de manera que a veces cuando él tenía que hacer alguna gestión en el pueblo o quería dormir la siesta con sus huesos y músculos adoloridos del trabajo de toda una vida, yo me quedaba solo y atendía aquello con la seriedad y la meticulosidad de un adulto. También los domingos, único día de esparcimiento del español, donde con frecuencia se reunía con algunos compatriotas en el patio de la bodega casa y en una fogata asaban chorizos, longanizas, etc. y donde bebían vino español en abundancia, si español, pues no sabía si era de la Rioja o de Castilla la Mancha o de la propia Galicia. Generalmente todos eran hombres, comerciantes como el, o amigos de la Colonia Española o algún que otro paisano. Allí esos gallegos si se hacían las mil historias de su añorada Galicia, de los puertos del Ferrol, de la Coruña, de Vigo, de los montes, los ríos y las especies de animales de Lugo y de Órense.

    Que se soltaban muchas palabrotas si "me cago en Dios", "carajo", "mierda", etc. pero era su lenguaje, no le hacían daño a nadie y luego al atardecer se iban desgajando uno a uno embriagados por la nostalgia de su añorada tierra y con la cara roja como un tomate de beber tanto vino; y al día siguiente a lo suyo, la dura faena diaria.

    Mujeres en el sentido exacto de la palabra no le conocí, no por falta de hombría, sino por la timidez propia de estas criaturas, al parecer duras, pero tiernas que veneraban el respeto y lo llevaban hasta niveles exagerados. Aunque si, y no una mulata como siempre le adicionan a los gallegos, cosa que siempre no es así, porque sino de dónde habríamos salido nosotros. Aquella era una mujer de piel canela de muy buen cuerpo, y más salpicona de la cuenta, sobre cuyas amplias sentaderas en más de una ocasión vi posarse las manotas del gallego, pero con beneplácito de la criolla, y puede que con el fin de cobrar en especies, con una amplia factura "gratuita", pues por mucho que busqué y rebusqué su nombre en el libro de finanzas de Don Bonifacio, ella no estaba registrada, pese a no pagar nunca ni siquiera con alguna moneda.

    Su tienda era la última antes de salir del pueblo, lo que resultaba importante pues también era la primera para la entrada de los campesinos en sus caballos a los que destinaba un par de postes con argollas frente al portal. Allí llegaban temprano, algunos con la costumbre de tomarse la mañana, esto es un ron, aguardiente o anís que le aclarara las entendederas antes de sumergirse en el complejo y abrumador mundo de la ciudad y allí también compraban de regreso las facturas de alimentos para varios días o semanas. Éstos, los trabajadores de un aserrío cercano y la soldadesca de la guardia rural del cuartel, constituían una clientela habitual, más las comadres de aquel barrio pobre, último del pueblo antes de adentrarse en los potreros y campos, después el cementerio a poco más de dos Km. y mucho más allá las famosas arroceras del sur, casi llegando a la costa.

    La guardia rural, no tan ofensiva como se le retrata, tampoco tan noble o mansa y no de juego, pues para que un borracho o un guapetón de alcantarilla se llevase un par de planazos sobre el lomo solo necesitaba abrir la boca y decir cualquier tontería, aunque también un indefenso guajiro desarmado que no entendiese que en las leyes del monte había que dejar que la rural se llevase algún animalito, gallina, guanajo o puerco pequeño, pues había que comprender que "el pobre guardia" tenía que andar muchas leguas para adentrarse hasta aquellos inhóspitos lugares con sus caballos gordos, grandes y demasiado bien comidos, incapaces de alcanzar en carrera hasta un viejo caballo cojo.

    Había guardias buenos y honorables que pagaban siempre lo que compraban y otros malos y muy malos como el sargento Flores, que pedía la mañana, esto es un trago, escogía un buen tabaco Montecristi, se echaba un par más en el bolsillo de su camisa, se llevaba el resto de la botella para el camino y nunca pagó ni un centavo. Al principio Bonifacio anotaba sus gastos en el libro de finanzas, pero después se cansó, y tomó aquello como pérdidas obligatorias del negocio.

    Este sargento es el que me había prendido con solo doce años y me había llevado hasta el calabozo del cuartel por la acusación hecha de un par de "sobrinos" de Bonifacio que aparecieron de donde no se sabe dónde, y que no sabían decir ni una sola palabra en galego y por más sospecha eran amigos del notario del pueblo. Si, aparecieron como dos aves de mal agüero con sus guayaberas blancas, pantalón ancho de muselina y zapatos de dos tonos, a reclamar la herencia de su difunto tío como únicos familiares que él tenia.

    Sí, aquel velorio donde las mujeres lloraban como si hubiesen perdido a uno de sus seres más queridos, ¿por qué te los llevas Dios mió?, ¿por qué y por qué y qué nos vamos a hacer sin ti? Alguna incluso ¿por qué en tiempo muerto y no esperastes la próxima zafra? Pero en verdad las lágrimas fueron vertidas con sinceridad, en aquel el acto fúnebre más concurrido del que se tenga noticias en la historia del pueblo y donde hubo que cerrar la calle por tanto gentío. Todos abandonaron sus tareas y en el día y la noche velaron a aquel insigne español cuya muerte en el combate contra los más grandes enemigos de la época, el hambre y la miseria, lo hacían ser un General de héroes invencible.

    Se fue una tarde de domingo del mes de agosto de 1958, cuando se hallaba con sus paisanos, con sus chorizos y sus vinos, probablemente a causa de un infarto que el medico como de costumbre catalogó como "sincope cardiaco", solo exhaló un quejido y se fue con rostro tranquilo hacia el sitio que deben tener los gallegos buenos en el cielo. Algunos de sus compañeros organizaron con prontitud aquel velorio, donde no faltó la taza de chocolate humeante y el café fuerte para aguantar el sueño y darle el último adiós a aquel ilustre paisano dentro de una caja de roble con su mejor vestimenta, la única que tenía para las ocasiones, un traje de paño negro.

    Al regresar del entierro, los dos "sobrinos" de Bonifacio se dieron a la feroz tarea de buscar y rebuscar por todas partes el dinero que tenía el gallego escondido, y que debía ser mucho por que este no malgastaba ni un centavo y no disponía de lujos de ninguna índole, Todo lo revolcaron, primero la casa, después la bodega, latas, estantes, debajo de los sacos de sal, azúcar, etc. Está demás añadir que buscar en una tienda de la época con sus miles de artículos era una tarea difícil y engorrosa, pero ellos querían llevarla a cabo de inmediato, no importaba si aun el espíritu de Don Bonifacio estuviese en la tierra, el dinero, el dinero. era eso solo lo que contaba y lo que no encontraron.

    Luego de su infructuosa búsqueda la cogieron conmigo, me zarandearon, me pegaron incluso, pero yo realmente no sabía nada de aquel dichosos dinero y por nada del mundo, tampoco se lo hubiese dicho aunque lo supiera. El sargento Flores hizo lo mismo y después al calabozo donde me encontraba ahora. Pasé un día y una noche sin comer ni beber, como castigo o tortura para que se me soltara la lengua. Al día siguiente, el Sargento se sentó solo conmigo, y en tono al parecer amigable me interrogó de nuevo, su intención era también quedarse con la plata y no dársela a los supuestos sobrinos, pero nada, incluso me ofreció una parte, pero nada y después me amenazó con enviarme a un correccional de menores en La Habana, donde pasaría las de Caín, pero yo realmente no conocía de la existencia del dinero que tanto buscaban, al final abandonó el local luego de darme un par de galletazos, que sonaron como los aplausos en un espectáculo de payasos.

    Antes del anochecer del segundo día, vino a verme una mujer, la esposa del carcelero, que después de reprimirlo, pues parece que ella lo mismo mandaba en la casa que en el cuartel, me trajo comida y ropa limpia y amenazó a su marido con echarlo de la casa y no dormir más con él y hablar incluso con el Teniente del puesto, del cual él estaba celoso. Mientras tanto, las comadres se movilizaban y le gritaban a los guardias "abusadores" en plena calle y se juntaron todas al tercer día y fueron para el cuartel, y como eran tiempos de Revolución y temían que aquello se agravase y trasvasase las fronteras de la localidad, me soltaron, estaba libre, con algún sopapo final y las mil amenazas, pero yo no sabia nada del dinero del gallego, al que quería como a un padre.

    A poco sin hallar el famoso dinero, los "sobrinos" comenzaron a trabajar la bodega, con la clientela dispersa y perdida, por su falta de actitud, tacto y benevolencia, de manera que a poco pasasen por allí dos o tres personas al día con lo que en poco más de dos años hubo que cerrar el negocio y vendérselo al propietario de otra bodega cercana de la competencia.

    Comenzó entonces el traslado y el movimiento de los muebles y estantes, y al mover el ultimo de éstos, el más escondido, notaron una loseta de piso suelta y debajo, en cajas de tabaco apilados billetes de 20, 50 y 100, que sumaban cerca de 10 mil pesos que hubiese significado una gran fortuna, pero ahora no, pues ya esos billetes no tenían valor alguno después del cambio de moneda llevado a cabo semanas antes.

    Yo, sin embargo, si había recibido una gran herencia, valorada en una cantidad semejante, o más bien todos en el barrio, el libro de finanzas de Don Bonifacio donde con letra y números claros, se especificaba lo que había comprado cada persona al fiao, producto, precio y cantidad en las hojas de cada familia. Y esto me lo había dado a custodiar Bonifacio Estupiñán una semana antes de morir como su último acto de humanismo, pues sabía que no le quedaba mucho y que su corazón estaba a punto de estallar.

    Me había llamado aparte al cerrar la bodega y me contó sucesos que determinaron y explicaban su actitud ante las personas humildes del barrio. Había llegado a Cuba a principios de siglo, a bordo del "Valbanera" un trasatlántico español que naufragó por los vientos de un huracán tropical entre el 9 y el 10 de septiembre de 1919. Su destino al igual que el de la mayoría de los pasajeros era la Habana donde lo esperaban unos parientes, pero en el trayecto entre las Islas de Tenerife y Santiago de Cuba, conoció a una joven canaria que viajaba sola con su niña de pocos meses, pues en el Puerto de Santa Cruz de la Palma, último antes de salir para Cuba, su amante la abandonó, quedando sola y desamparada. Esta pequeñuela le tomó mucho cariño y se apretaba contra su pecho, para calmar su miedo en los vaivenes de las olas. Al llegar se había establecido entre ellos unos fuertes lazos sentimentales por lo que lo agarraba con sus manitas y no quería separase de él; decidió entonces quedarse en aquella ciudad y no terminar su trayecto hasta la capital. Esto le salvo la vida, pues el mal tiempo al arribar a la Habana impidió que el barco entrara al puerto y este naufragó en los bajos de la Florida pereciendo sus 488 ocupantes entre la tripulación y los pasajeros.

    La vida en Santiago de Cuba les resultó muy difícil, él no tenía parientes allí y los de ella la echaron a la calle al conocer que la niña era una hija al parecer ilegitima, pronto se les acabó el escaso dinero que traían y comenzaron a pernoctar en cualquier lugar donde les cogía la noche, no tenían siquiera un poco de leche para darle a la cría que se les moría de hambre y frio. Una noche al no poder soportar más aquella situación, entró a una bodega como la que ahora tenía forzando la cerradura y robó cuanto alimento pudo llevarse en un saco. Unos vecinos lo vieron y dieron aviso a las autoridades que en breve lo capturaron, aunque ya la niña había saciado el hambre.

    La policía avisó al tendero para que hiciera la denuncia, éste al llegar resultó ser un ex oficial criollo de la guerra del 95, ya entrado en años, que le pareció de porte amenazador y arrogante, pero que al conocer la situación en que se encontraba, no formuló denuncia alguna, dijo que no le habían robado nada y que era un amigo peninsular que estaba esperando desde hacía días pero que había perdido la dirección y por eso estaba en esta situación. Al salir no supe como agradecerle aquello, más que les pagó un hospedaje algunos días y lo empleó en su tienda donde con el tiempo aprendió los manejos del negocio y empezó a tomar la actitud bondadosa de su noble anfitrión cosa que lo acompañó desde entonces por toda la vida. Después supo que su benefactor había perdido toda su familia en la guerra y que salvó la vida gracias a un joven soldado recluta español, a quien dieron orden de ultimarlo, pero que en un acto de bondad lo dejó escapar.

    Años después la joven canaria que lo acompañaba, no soportando las condiciones de la emigración y añorando su tierra y sus costumbres, regresó a las Islas canarias, para lo cual, Salvador el criollo benefactor corrió con todos los gastos de viaje.

    Unos años después, Salvador comenzó a languidecer y falleció en pocos meses. Al morir le dejó todo cuanto poseía, con lo que se vino al Camagüey, no por probar fortuna, sino porque ya sin mujer y sin amigo no tenía ningún sentido permanecer en aquella ciudad, que le traía todo tipos de recuerdos, buenos y también malos.

    Al cambiar la propiedad de la tienda en Santiago de Cuba dejó olvidado, de forma inconsciente, el libro donde Salvador tenía todos sus apuntes financieros, y los nuevos dueños, personas de mal corazón, comenzaron a cobrar todas las deudas de las pobres personas a quien este había ayudado. El estaba ajeno a todo aquello, hasta que se enteró por una carta que le enviaron unos deudores en circunstancias muy penosas. Se personó rápido en Santiago y exigió el libro aquel como de su propiedad y que no formaba parte de la operación de compra y venta de la bodega. Estos en un principio se negaron, pero la ley estaba de su parte y al acudir a las autoridades tuvieron que devolvérselo pero no así el dinerillo que le habían cobrado a varias las familias que se encontraban en una miseria espantosa. Las ayudó cuanto pudo antes de abandonar la ciudad y aquellas muestras de agradecimiento que recibió las conservó como una de las cosas más lindas que le habían pasado en la vida.

    Una vez aquí quemó aquel libro y aunque precisaba de uno nuevo, pues necesitados hay en todas partes, decidió que antes de morir este debía desaparece o ser custodiado por alguien de su entera confianza para que no cayera en manos de gentes sin escrúpulos ni humanismo. A mi ahora me lo encomendaba para que lo conservara bajo promesa de que no cobraría ni un centavo a las pobres personas cuyas deudas estaban allí anotadas. Llevé el libro para la casa y lo escondí en un lugar completamente seguro, bajo las tablas de un profundo y peligroso pozo artesiano, que amenazaba con derrumbarse, pero cuyas maderas de duro jiquí, sopotaron el paso de los años.

    Como en su ambición ciega y en su desconocimiento sobre la labor comercial, los "sobrinos" no se percataron de su existencia éste siguió escondido bajo mi cuidado por todos estos años y aun hoy lo conservo con sus hojas amarillas, el forro deteriorado y sucio, como una reliquia, como un tesoro y me distraigo con aquellas simples y expresivas anotaciones que durante más de veinte años escribió Don Bonifacio Estupiñán, "el gallego más bueno del mundo".

     

     

    Autor:

    R. L. Rouco Leal

    C. López Hernández,

    Isla de Tenerife,

    Noviembre de 2015