El famoso discurso del Obispo Strossmayer sobre la infalibilidad papal
Enviado por Jorge Alberto Vilches Sanchez
- Estudio del Antiguo y Nuevo Testamento
- Jesús no dio la supremacía a Pedro
- Pablo y los Apóstoles guardaron silencio con respecto al Papado
- Pedro en Roma, una «ridícula leyenda»
- No existió Papa en los primeros cuatro siglos
- «Tú eres Pedro»
- Errores y contradicciones papales
- Los pecados del Papado y sus excesos
- Volvamos a las divinamente inspiradas Sagradas Escrituras
»Venerables padres y hermanos: No sin temor, pero con una conciencia libre y tranquila, ante Dios que vive y me ve, tomo la palabra en esta augusta Asamblea. Desde que me hallo sentado aquí entre vosotros, he seguido con atención los discursos que se han pronunciado, ansioso de que un rayo de luz descendiendo de arriba ilumine mi inteligencia y me permitiese votar respecto a los cánones de este santo Concilio Ecuménico con perfecto conocimiento de causa.
Estudio del Antiguo y Nuevo Testamento
»Compenetrado del sentimiento de responsabilidad por el cual Dios me pedirá cuentas, me he dedicado a estudiar con escrupulosa atención los escritos del Antiguo y Nuevo Testamentos, y les he pedido a estos venerables monumentos de la verdad que me permitiesen saber si el Santo Pontífice que aquí preside es ciertamente el sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo e infalible doctor de la Iglesia.
»Para resolver esta grave cuestión, me he visto obligado a prescindir del estado actual de las cosas, y a transportar mi mente, con la antorcha del Evangelio en las manos, a los tiempos en que no existían ni el ultramontanismo ni el galicanismo, y en los cuales la Iglesia tenía por doctores a San Pablo, San Pedro, San Juan y Santiago, doctores a quienes nadie puede negar la autoridad divina sin poner en duda lo que la Santa Biblia, que tengo delante, nos enseña, y que el Concilio de Trento proclamó como Regla de fe y de moral.
»He abierto, pues, estas sagradas páginas, y ¿me atreveré a decirlo? nada he encontrado que respalde próxima ni remotamente, la opinión de los ultramontanos. Aun es mayor mi sorpresa por no encontrar en los tiempos apostólicos nada que haya sido motivo de cuestión sobre un papa sucesor de San Pedro y Vicario de Jesucristo, como tampoco sobre Mahoma, que no existía aún.
»Vos, monseñor Nanning, diréis que estoy blasfemando; Vos, Monseñor Fie, diréis que estoy loco. ¡No, Monseñores, no blasfemo ni estoy loco! Habiendo leído todo el Nuevo Testamento, declaro ante Dios, con mi mano elevada al gran crucifijo, que ningún vestigio he podido encontrar del papado tal como existe ahora.
»No me rehuséis vuestra atención, mis venerables hermanos, ni con vuestros murmullos e interrupciones justifiquéis a los que dicen, como el padre Jacinto, que este Concilio no es libre, porque nuestros votos han sido de antemano impuestos. Si esto fuese cierto, esta augusta Asamblea, hacia la cual están dirigidas las miradas de todo el mundo, caería en el más profundo y vergonzoso descrédito. Si deseamos que sea grande, debemos ser libres Agradezco a su Excelencia monseñor Dupanloup el signo de aprobación que hace con la cabeza. Esto me alienta, y prosigo.
Jesús no dio la supremacía a Pedro
»Leyendo, pues, los santos libros con toda la atención de que el Señor me ha hecho capaz, no encuentro un solo capítulo o un versículo en el cual Jesús otorgue a San Pedro la jefatura de los apóstoles, sus colaboradores.
»Si Simón, el hijo de Jonás, hubiese sido lo que hoy día creemos que es su santidad Pío IX, es extraño que Él [Jesús] no les hubiera dicho: "Cuando haya ascendido a mi Padre, debéis todos obedecer a Simón Pedro, así como ahora me obedecéis a mí. Lo establezco como mi vicario en la tierra." No solamente calla Cristo sobre este particular, sino que piensa tan poco en dar una cabeza a la Iglesia, que cuando promete tronos a sus doce apóstoles para juzgar a las doce tribus de Israel (Mateo 19:28) les promete doce, uno para cada uno, sin decir que entre dichos tronos uno sería más elevado y—pertenecería a Pedro. Indudablemente, si tal hubiese sido su intención, lo indicaría. La lógica nos conduce a la conclusión de que Cristo no quiso elevar a Pedro a la cabeza del colegio apostólico.
»Cuando Cristo envió a los apóstoles a conquistar el mundo, a todos igualmente dio la promesa del Espíritu Santo. Permitidme repetirlo: si él hubiera querido constituir a Pedro como su vicario, le hubiera dado el mando supremo sobre su ejército espiritual.
»Cristo, —así lo dice la Santa Escritura— prohibió a Pedro y a sus colegas reinar o ejercer señorío o tener potestad sobre los fieles, como lo hacen los reyes de los gentiles (Lucas 22:25, 26). Si San Pedro hubiera sido elegido papa, Jesús no hubiera hablado así, porque según nuestra tradición el papado tiene en sus manos dos espadas, símbolos del poder espiritual y del temporal.
»Hay una cosa que me ha sorprendido muchísimo. Agitándola en mi mente, me he dicho: Si Pedro hubiera sido elegido papa, ¿se permitirían sus colegas enviarle con San Juan a Samaria para anunciar el Evangelio del Hijo de Dios? ¿Qué os parecería, venerables hermanos, si nos permitiésemos ahora mismo enviar a su santidad Pío IX y a su eminencia monseñor Plantier al Patriarca de Constantinopla para persuadirle a que pusiese fin al cisma de Oriente?
»Mas he aquí otro hecho mayor de importancia. Un concilio ecuménico se reúne en Jerusalén para decidir cuestiones que dividían a los fieles. ¿Quién debiera convocar este concilio, si San Pedro era papa? San Pedro. Bueno, nada de esto ocurrió. El apóstol asistió al Concilio como lo hicieron los demás, y sin embargo él no fue el que resumió las cosas sino Santiago. Y cuando los decretos fueron promulgados, fue en el nombre de los apóstoles, los ancianos y los hermanos (Hechos 15).
» ¿Es esta la práctica de nuestra Iglesia? Cuánto más examino ¡oh venerables hermanos! tanto más me convenzo de que en las Sagradas Escrituras el hijo de Jonás no parecía ser el primero.
Pablo y los Apóstoles guardaron silencio con respecto al Papado
»Ahora bien: mientras nosotros enseñamos que la Iglesia está edificada sobre San Pedro, el apóstol San Pablo (de cuya autoridad no existen dudas), dice en su Epístola a los Efesios 2:20, que está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo. Y el mismo apóstol creía tan poco en la supremacía de San Pedro, que abiertamente culpa a los que dicen, somos de Pablo, somos de Apolos (1 Corintios 1:12), y a los que dicen, somos de Pedro. Si este último apóstol hubiera sido el vicario de Cristo, San Pablo se hubiera guardado bien de censurar con tanta violencia a los que pertenecían a su propio colega.
»El mismo apóstol Pablo, al enumerar los oficios de la Iglesia, menciona apóstoles, profetas, evangelistas, doctores y pastores… ¿Debemos creer, mis venerables hermanos, que San Pablo, el gran apóstol de los gentiles, se olvidó del primero de estos oficios, el papado, si el papado fuera de institución divina? Ese olvido me parece tan imposible, como el que un historiador de este concilio no hiciere mención de su Santidad Pío IX. [Varias voces: "¡Silencio, hereje, silencio!"]
»Calmaos, venerables hermanos, que todavía no he concluido. Si me impedís que prosiga, os mostráis al mundo dispuestos a la prevaricación, cerrando la boca al menor miembro de esta Asamblea.
»Continúo. El apóstol Pablo no hace mención de la primacía de Pedro en ninguna de sus epístolas a las diferentes Iglesias, Si esta primacía hubiera existido; si, en una palabra, la Iglesia hubiera tenido una cabeza suprema dentro de sí, infalible en enseñanza, ¿podría el gran apóstol de los gentiles olvidarse de mencionarla? ¡Que digo! Más probable es que hubiera escrito una larga epístola sobre esta importante materia. Entonces, cuando se erigió el edificio de la doctrina ¿podría olvidarse, como lo hace, de la fundación, o sea de la clave del arco? Ahora bien, a menos que mantengáis que la iglesia de los apóstoles fue herética (lo cual ninguno de nosotros desearíamos ni nos atreveríamos a decirlo), estamos obligados a confesar que la Iglesia nunca fue más bella, más pura, ni más santa que en los tiempos en que no hubo papa. … [Gritos: No es verdad, no es verdad.] No diga monseñor di Laval, no; alguno de vosotros, mis venerables hermanos, se atreve a pensar que la Iglesia que hoy tiene un papa por cabeza, es más firme en la fe, más pura en la moral que la Iglesia apostólica, dígalo abiertamente ante el universo, puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestras palabras vuelan de polo a polo.
»Prosigo. Ni en los escritos de San Pablo, ni de San Juan, ni de Santiago, descubro traza alguna o germen de poder papal.
»San Lucas, el historiador de los trabajos misioneros de los apóstoles, guarda silencio sobre este importantísimo punto. Y el silencio de estos hombres santos, cuyos escritos forman parte del canon de las divinamente inspiradas Escrituras, nos parece tan difícil o imposible, si Pedro fuese papa, y tan inexcusable, como si Thiers, escribiendo la historia de Napoleón Bonaparte, omitiese el título de emperador.
»Veo delante de mí un miembro de la Asamblea, que dice señalándome con el dedo: "¡Ahí está un obispo cismático, que se ha introducido entre nosotros con falsa bandera!". No, no, mis venerables hermanos; no he entrado en esta augusta Asamblea como ladrón, por la ventana, sino por la puerta, como vosotros; mi título de obispo me dio derecho a ello, así como mi conciencia cristiana me obliga a hablar y decir lo que creo sea la verdad.
»Lo que más me ha sorprendido, y se puede demostrar, es el silencio del mismo San Pedro. Si el apóstol fuese lo que proclamáis que fue, es decir, Vicario de Jesucristo en la tierra, él, seguramente lo hubiera sabido. Y si lo hubiera sabido, ¿cómo es que ni una sola vez actuó como papa? Podría haberlo hecho el día de Pentecostés, cuando predicó su primer sermón, y no lo hizo: como tampoco lo hace en las dos epístolas que dirige a la Iglesia. ¿Podéis concebir tal papa, mis venerables hermanos, si Pedro era papa?
»Resulta, pues, que si queréis mantener que fue papa, la consecuencia natural es que él no lo sabía. Ahora pregunto a todo el que quiera pensar y reflexionar: ¿Son posibles estas dos suposiciones? Digo pues, que mientras los apóstoles vivieron, la Iglesia nunca creyó que había papa. Puesto que para mantener lo contrario sería preciso entregar las Sagradas Escrituras a las llamas, o ignorarlas por completo.
Pedro en Roma, una «ridícula leyenda»
»Mas oigo decir por todos lados: "pues qué ¿no estuvo San Pedro en Roma? ¿No fue crucificado con la cabeza para abajo? ¿No se conocen los lugares donde enseñó, y los altares donde dijo misa en esta ciudad eterna?" Que San Pedro haya estado en Roma, reposa, mis venerables hermanos, sólo sobre la tradición; pero suponiendo que hubiese sido obispo en Roma, ¿cómo podéis probar su episcopado por su presencia? Scaligero, uno de los hombres más eruditos, no vaciló en decir que el episcopado de San Pedro y su residencia en Roma deben clasificarse entre las leyendas ridículas. [Repetidos gritos: ¡Tapadle la boca; hacedle descender de esa cátedra!].
»Venerables hermanos: estoy pronto a callarme; mas ¿no será mejor, en una asamblea como la nuestra, probar todas las cosas como manda el apóstol, y creer sólo lo que es bueno? Porque mis venerables amigos, tenemos un dictador ante el cual todos debemos postrarnos y callar, hasta su santidad Pío IX, e inclinar la cabeza: ese dictador es la Historia, la cual no es una leyenda que se puede amoldar al modo que el alfarero modela su barro, sino como un diamante que esculpe en el cristal palabras indelebles. Hasta ahora me he apoyado sólo en ella, y no encuentro vestigio alguno del papado en los tiempos apostólicos; la falta es suya y no la mía. ¿Queréis quizás colocarme en la posición de un acusado de mentira? Hacedlo si podéis. Oigo de la derecha estas palabras: "Tú eres Pedro, y sobre esta Roca edificaré mi iglesia." (Mateo 16:18). Contestaré a esa objeción luego, mis venerables hermanos, antes de hacerlo deseo presentaros el resultado de mis investigaciones históricas.
No existió Papa en los primeros cuatro siglos
»No hallando ningún vestigio del papado en los tiempos apostólicos, me dije a mí mismo: "Quizás hallaré en los anales de la Iglesia lo que ando buscando." Bien, lo diré abiertamente: busqué al papa en los cuatro primeros siglos, y no he podido dar con él.
»Espero que ninguno de vosotros dudará de la gran autoridad del santo obispo de Hipona, el grande y bendito San Agustín. Este piadoso doctor, honor y gloria de la Iglesia Católica, fue secretario en el Concilio de Milevi. En los decretos de esta venerable Asamblea se hallan estas significativas palabras: "Todo el que apelase a los de la otra parte del mar, no será admitido a la comunión por ninguno en África." Los obispos de África reconocían tan poco al obispo de Roma que castigaban con excomunión a los que recurriesen a su arbitraje.
»Estos mismos obispos en el sexto Concilio de Cartago, celebrado bajo Aurelio, obispo de dicha ciudad, escribieron a Celestino, obispo de Roma, amonestándole que no recibiese apelaciones de los obispos, sacerdotes o clérigos de África, que no enviase más legados o comisionados, y que no introdujese el orgullo humano en la Iglesia.
»Que el patriarca de Roma había, desde los primeros tiempos, tratado de arrogarse toda autoridad, es un hecho evidente, como es otro hecho igualmente evidente que no poseía la supremacía que los ultramontanos le atribuyen.
»Si la hubiera poseído, ¿hubieran osado los obispos de África, San Agustín, primero entre ellos, prohibir las apelaciones a los decretos de su supremo tribunal? Y reconozco, sin embargo, que el patriarca de Roma ocupaba el primer puesto. Una de las leyes de Justiniano dice: "Mandamos, conforme a la definición de los cuatro Concilios, que el santo papa de la antigua Roma sea el primero de los obispos, y su alteza el arzobispo de Constantinopla, que es la nueva Roma sea el segundo." Inclínate, pues a la soberanía del papa, me diréis.
»No corráis tan presurosos a esa conclusión, mis venerables hermanos, pues la ley de Justiniano lleva escrita al frente: "Del orden de las sedes patriarcales." Precedencia es una cosa y poder de Jurisdicción es otra. Por ejemplo: suponiendo que en Florencia se reuniese una Asamblea de todos los obispos del reino, la precedencia se daría naturalmente al primado de Florencia como entre los orientales se concedería al patriarca de Constantinopla y en Inglaterra al arzobispo de Canterbury; pero ni el primero, ni el segundo, ni el tercero podrían deducir de la asignada posición una jurisdicción sobre sus colegas.
»La importancia de los obispos de Roma procedía, no de su poder divino, sino de la importancia de la ciudad donde está su sede. Monseñor Darboy no es superior en dignidad al arzobispo de Aviñón, y, no obstante, París le da una consideración que no gozaría si en vez de tener su palacio en las orillas del Sena, se hallase sobre el Ródano. Esto es verdadero en las jerarquías religiosas, como lo es también en materias civiles y políticas. El prefecto de Roma no es más que un prefecto como el de Pisa; pero civil y políticamente, es de mayor importancia.
»He dicho ya que desde los primeros siglos, el patriarca de Roma aspiraba al gobierno universal de la Iglesia, y desgraciadamente casi lo alcanzó; pero no consiguió, por cierto, sus pretensiones, pues el emperador Teodosio II hizo una ley estableciendo que el patriarca de Constantinopla tuviera la misma autoridad que el de Roma (leg. cod. de sacr., etc.).
»Los padres del Concilio de Calcedonia colocan a los obispos de la antigua y nueva Roma en la misma categoría en todas las cosas, incluso las eclesiásticas (Canon 28). El sexto Concilio de Cartago prohibió a todos los obispos que se arrogasen el título de pontífice de los obispos u obispos soberanos.
»En cuanto al título de Obispo universal que los papas se arrogaron más tarde, Gregorio I, creyendo que sus sucesores nunca pensarían en adornarse con él, escribió estas palabras: "Ninguno de mis predecesores ha consentido en llevar ese título profano, porque cuando un patriarca se arroga el nombre de universal, el carácter de patriarca sufre descrédito. Lejos esté de los cristianos, pues, el deseo de darse un título que cause descrédito a sus hermanos."
»San Gregorio dirigió estas palabras a su colega de Constantinopla, que pretendía hacerse primado de la Iglesia: "No se le importe del título de universal que Juan ha tomado ilegalmente, y ningunos de los patriarcas se arroguen ese nombre profano, porque, ¿cuántas desgracias no deberíamos esperar, si entre los sacerdotes se suscitasen tales ambiciones? Alcanzarían lo que se tiene predicho de ellos: 'El es rey de los hijos del orgullo'.". El papa Pelagio II (lett. 13), llama a Juan, obispo de Constantinopla, que aspiraba al sumo pontificado, "impío y profano".
»Estas autoridades, y podría citar cien más y de igual valor: ¿no prueban con una claridad semejante al resplandor del sol al mediodía, que los primeros obispos de Roma no fueron reconocidos como obispos universales y cabezas de las Iglesias, sino hasta tiempos muy posteriores? Y por otra parte, ¿quién no sabe que desde el año 325, en que se celebró el primer Concilio Ecuménico de Nicea, hasta 580, el año del segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, que de entre más de 1109 obispos que asistieron a los primeros seis concilios generales, no se hallaron presentes más que 19 obispos del Occidente?
» ¿Quién ignora que los concilios fueron convocados por los Emperadores, sin siquiera informar de ello al obispo de Roma, y frecuentemente hasta en oposición a los deseos de éste? ¿Y que Osio, obispo de Córdoba, presidió en el primer Concilio de Nicea y redactó sus cánones? El mismo Osio presidió después el Concilio de Sárdica, y excluyó a los legados de Julio, obispo de Roma.
«Tú eres Pedro»
»No haré más citas, mis venerables hermanos, y paso a hablar del gran argumento a que se refirió anteriormente alguno de vosotros para establecer el primado del obispo de Roma por "la roca (petra)". Si esto fuera verdad, la disputa quedaría terminada; pero nuestros antecesores (y ciertamente debieron saber algo) no opinan sobre esto como nosotros.
»San Cirilo, en su cuarto libro de la Trinidad, dice: "Creo que por la roca debéis entender la fe inamovible de los apóstoles". San Hilario, obispo de Poitiers, en su segundo libro sobre la Trinidad, dice: "La roca (petra) es la bendita y sola roca de la fe confesada por la boca de San Pedro". Y en el sexto libro de la Trinidad, dice: "Es esta la roca la confesión de la fe sobre la que está edificada la Iglesia". "Dios", dice San Jerónimo en el sexto libro sobre San Mateo, "ha fundado su Iglesia sobre esta roca de la que el apóstol Pedro fue apellidado". De conformidad con él, Crisóstomo dice en su homilía 53 sobre San Mateo: "Sobre esta roca edificaré mi iglesia", es decir, sobre la fe de la confesión. Ahora bien ¿cuál fue la confesión del apóstol? Hela aquí: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo".
»Ambrosio, el santo arzobispo de Milán (sobre el segundo capítulo de la epístola a los Efesios), San Basilio de Seleucia y los padres del Concilio de Calcedonia, enseñan precisamente la misma doctrina. Entre los doctores de la antigüedad cristiana, San Agustín ocupa uno de los primeros lugares por su sabiduría y su santidad. Oíd pues, lo que escribe sobre su segundo tratado de la primera epístola de San Juan: "¿Qué significan estas palabras: Edificaré mi Iglesia sobre la Roca? Sobre esta fe, sobre eso que me dices, Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". En su tratado [124] sobre San Juan, encontramos esta muy significativa frase: "Sobre esta roca que tú has confesado, edificaré mi Iglesia, puesto que Cristo mismo era roca". El gran obispo no creía tampoco que la Iglesia fuese edificada sobre San Pedro, que dijo a su grey en el sermón 13: "Tú eres Pedro y sobre esta roca, (petra) que tú has confesado, sobre esta roca, que tú has reconocido diciendo: Tú eres el Cristo el Hijo del Dios viviente, edificaré mi Iglesia; sobre mí mismo, que soy el Hijo de Dios, la edificaré sobre mí y no a mí sobre ti". Lo que San Agustín pensaba sobre este célebre pasaje, era la opinión de toda la Cristiandad en sus días.
»Por consiguiente, resumo y establezco: primero, que Jesús dio a sus apóstoles el mismo poder que le otorgó a San Pedro; segundo, que los apóstoles nunca reconocieron en San Pedro al vicario de Jesucristo y al infalible doctor de la iglesia; tercero, que el mismo Pedro nunca pensó ser papa, y nunca actuó como si fuera papa; cuarto, que los concilios de los cuatro primeros siglos, cuando reconocían la alta posición que el obispo de Roma ocupaba en la Iglesia por motivo de estar en Roma, tan sólo le otorgaban una preeminencia honorífica, nunca poder y jurisdicción; que los santos padres en el famoso pasaje, "Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia", nunca entendieron que la iglesia estaba edificada sobre Pedro ( Super Petrum), sino sobre la roca ( Super Petram), es decir, sobre la confesión de fe del apóstol.
»Concluyo victoriosamente, conforme a la historia, la razón, la lógica, el buen sentido y la conciencia cristiana, que Jesucristo no confirió supremacía alguna a San Pedro, y que los obispos de Roma no se constituyeron soberanos de la Iglesia sino confiscando uno por uno todos los derechos del episcopado. [Voces: ¡Silencio insolente protestante, silencio!]
» ¡No soy un protestante insolente! ¡No, y mil veces no! La historia no es católica, ni anglicana, ni calvinista, ni luterana, ni arminiana, ni griega, ni cismática, ni ultramontanista. Es lo que es: es decir, algo más poderoso que todas las confesiones de fe, de los cánones de los Concilios ecuménicos. ¡Escribid contra ella, si osáis hacerlo! Mas no podréis destruirla, como tampoco sacando un ladrillo del Coliseo lo podríais derribar. Si he dicho algo que la historia pruebe ser falso, enseñádmelo con la historia, y sin titubear un momento presentaré mis más respetuosas disculpas. Mas tened paciencia y veréis que todavía no he dicho todo lo que quiero y puedo. Si la pira fúnebre me aguardase en la plaza de San Pedro, no callaría, porque me veo obligado a proseguir.
»Monseñor Dupanloup, en sus renombradas observaciones sobre este Concilio Vaticano, ha dicho, y con razón, que si declaramos la infalibilidad de Pío IX, que entonces, necesariamente y desde la lógica natural, estaremos obligados a sostener que todos sus predecesores eran también infalibles.
Errores y contradicciones papales
»Bien, venerables hermanos, aquí la historia levanta su voz para asegurarnos que algunos papas han cometido errores. Vosotros podréis protestar en contra de ella, o bien negarlo como os plazca, pero yo lo probaré. El Papa Víctor (192) primero aprobó el montanismo y más tarde lo condenó. Marcelino (296-303) fue un idólatra. Entró en el templo de Vesta y ofreció incienso a la diosa. Vosotros podréis decir que ese fue un momento de debilidad; pero yo les respondo, un vicario de Jesucristo debe morir antes de convertirse en un apóstata. Liberio (358) consintió en la condena de Atanasio e hizo profesión de arrianismo, para que le levantasen su exilio y fuese reinstalado en su sede. Honorio (625) se adhirió al monotelismo. El padre Gratry ha demostrado esto de forma concluyente. Gregorio I (590-604) llamó Anticristo a todo aquél que tome el nombre de obispo universal y por el contrario, Bonifacio III (607-608) hizo que el emperador parricida Focas le confiriera ese título para él mismo. Pascual II (1099-1118) y Eugenio III (1145-1153) autorizaron el duelo. Julio II (1509) y Pío IV (1560) lo prohibieron. Eugenio IV (1431-1439), con la aprobación del Concilio de Basilea, restituyeron el cáliz a la iglesia de Bohemia; Pío II (1458) revocó esa concesión. Adriano II (867-872) declaró la validez de la ceremonia civil del matrimonio; Pío VII (1800-1823) la condenó. Sixto V (1585-1590) publicó una edición de la Biblia y por medio de una bula recomendó que fuera leída. Pío VII condenó a los que la leyeran. Clemente XIV (1769-1774) abolió la orden de los Jesuitas, permitida por Pablo III, y Pío VII la restableció.
»Pero, ¿por qué examinar esas pruebas tan remotas? Nuestro santo padre aquí presente, ¿no ha dado en su bula los reglamentos para este concilio, que en caso de ocurrir su muerte mientras se encuentre presidiendo sean revocadas todas las ordenanzas que hayan sido expedidas y que contraríen a las que él impone; aun cuando ellas procedan como decisiones hechas por su predecesores? Y ciertamente, si Pío IX ha hablado ex cátedra, esto no es, desde las profundidades de su sepulcro, que él impone su voluntad sobre la soberanía de la iglesia. Yo no acabaría nunca, mis venerables hermanos, si yo fuera a poner ante vuestros ojos las contradicciones de los papas en sus enseñanzas. Si entonces vosotros proclamáis la infalibilidad del actual papa, vosotros debéis probar lo que es imposible—que los papas nunca se contradijeron entre sí—o tendréis que declarar que el Espíritu Santo os ha revelado a vosotros que la infalibilidad del papado solamente data desde 1870. ¿Tenéis suficiente valor para hacer eso?
»Tal vez la gente podrá ser indiferente y pase por alto los asuntos teológicos que no puedan entender, y otros que no les parezcan de importancia; pero, aunque sean indiferentes a los principios, no lo son ante los hechos. No os engañéis a vosotros mismos. Si vosotros decretáis el dogma de la infalibilidad papal, seremos más vulnerables, y los protestantes, nuestros adversarios, aprovecharán la situación con más coraje ahora que tienen la historia de su lado, mientras nosotros tenemos sólo nuestra propia negación contra ellos. ¿Qué les diremos entonces, cuando muestren todos los hechos de los obispos de Roma desde los días de Lucas hasta su santidad Pío IX? ¡Ah! Si todos hubieran sido como Pío IX el triunfo sería nuestro; pero, lamentablemente, eso no es así. [Gritos de "¡Silencio!, ¡Silencio!; ¡Ya basta!, ¡Ya basta!"]
» ¡No gritéis, monseñores! Temer a la historia es aceptar que hemos sido conquistados por ella. Además, aunque vosotros hicierais pasar sobre ella todas las aguas del río Tiber, no podríais cancelar una sola de sus páginas. Dejadme hablar, y yo seré tan breve como sea posible en este asunto de gran importancia. El papa Vigilio (538) obtuvo el papado comprándolo de Belisario, lugarteniente del emperador Justiniano. Aunque admitamos que quebrantó su promesa y nunca pagó lo prometido. ¿Es ésta una manera canónica de colocarse la tiara? El Segundo Concilio de Calcedonia lo había condenado formalmente; en uno de sus cánones leemos que ¡el obispo que obtenga el papado a cambio de dinero, lo perderá y será degradado! El Papa Eugenio III (IV en el original) (1145) imitó a Vigilio, y San Bernardo, la brillante luminaria de su época, reprobó la acción del papa diciéndole: ¿Podéis vos presentarme en esta gran ciudad de Roma a cualquier persona que os reciba como papa, que no haya recibido oro o plata por eso?
»Mis venerables hermanos, ¿podría uno que establezca un banco en las puertas del templo, haber sido inspirado por el Espíritu Santo? ¿Tendría derecho a enseñar infaliblemente a la iglesia? Vosotros conocéis la historia de Formoso demasiado bien para que yo pueda agregarle nada. Esteban XI ordenó la exhumación de sus restos, lo vistió con las ropas pontificias, le cercenó los dedos de la mano que usó para dar la bendición y luego arrojó sus restos al río Tiber declarándolo perjuro e ilegítimo. Esteban fue hecho prisionero por el pueblo, envenenado, y luego estrangulado. Ved vosotros como estos asuntos fueron reajustados; Romano, sucesor de Esteban, y después de él Juan X, rehabilitaron la memoria de Formoso.
» ¡Pero vosotros me diréis que estas son fábulas y no historia! Vayan, Monseñores, a la biblioteca del Vaticano y lean Platina, el historiador del papado y los anales de Baronio (897). Estos son hechos que por el honor de la Santa Sede desearíamos que fuesen ignorados; pero cuando eso es para definir un dogma que puede provocar un gran cisma entre nosotros, ¿el amor que le tenemos a nuestra venerable Iglesia Católica Apostólica Romana debería imponernos silencio?
Los pecados del Papado y sus excesos
»Continúo. El erudito Cardenal Baronio, hablando de la corte papal, dijo (prestad atención, mis venerables hermanos, a estas palabras), ¿Qué parecería la Iglesia de Roma en esos días? ¡Cuánta infamia! ¡Solamente las todopoderosas cortesanas gobernando en Roma! Fueron ellas las que dieron, intercambiaron y tomaron obispados; y es horrible relatarlo, ellas tomaron amantes, los falsos papas y los pusieron sobre el trono de San Pedro (Baronio, 912). Vosotros podríais responder: ¡Esos eran falsos papas, no los verdaderos! Que así sea; pero, en tal caso, si por 50 años la Santa Sede de Roma fue ocupada por antipapas, ¿cómo se reinicia otra vez la sucesión pontifical? ¿Ha podido la iglesia, por lo menos por un siglo y medio, funcionar acéfala y encontrarse a sí misma sin cabeza?
»Veamos ahora: la mayoría de estos antipapas aparecen en el árbol genealógico del papado; y cuántos son los absurdos que Baronio describió; porque Genebrardo, el gran adulador de los papas, se había atrevido mencionar en sus crónicas (901): 'Este siglo es lamentable, puesto que por casi 150 años los papas han caído de todas las virtudes de sus predecesores, y se han vuelto apostatas en vez de apóstoles. "Yo puedo entender cómo el ilustre Baronio pudo haberse sonrojado cuando él tuvo que narrar los hechos de estos obispos romanos. Al hablar de Juan XI (931), hijo natural del papa Sergio y de Marozia, Baronio escribió estas palabras en sus anales— ¡La santa iglesia, que está en Roma, ha sido vilmente pisoteada por semejante monstruo!" Juan XII (956), elegido papa a la edad de 18 años por medio de la influencia de cortesanas, no fue ni una pizca mejor que su predecesor.
»Me apena, mis venerables hermanos, revolver tanta inmundicia. Guardo silencio respecto a Alejandro VI, padre y amante de Lucrecia; me alejo de Juan XXII (1319), que negó la inmortalidad del alma, y fue depuesto por el santo Concilio Ecuménico de Constanza. Algunos objetarán que dicho concilio sólo fue un concilio privado; que así sea. Pero si vosotros le rehusáis cualquier autoridad, como una consecuencia lógica tendréis que sostener que la designación de Martín V (1417) es ilegal. Entonces, ¿qué será de la sucesión papal? ¿Podéis vosotros encontrar la continuidad en ella?
»Yo no hablo de los cismas que han deshonrado a la iglesia. En esos lamentables días la Sede de Roma estaba ocupada por dos competidores, y a veces hasta tres. ¿Cuál de ellos era el verdadero papa? Resumiendo una vez más, otra vez digo, si vosotros decretáis la infalibilidad del presente obispo de Roma, deberéis también establecer la infalibilidad de todos los que le antecedieron, sin excluir a ninguno. Pero, ¿podéis vosotros hacer esto cuando la historia está allí estableciendo con una diáfana claridad comparada con la del sol, que los papas han errado en sus enseñanzas? ¿Podrían hacer eso y mantener papas que avaros, incestuosos, asesinos, simoníacos han sido vicarios de Jesucristo? ¡Oh, venerables hermanos! El mantener semejante enormidad sería traicionar a Jesucristo peor que Judas. Sería como echarle tierra en la cara. [Gritos: ¡Abajo del púlpito! ¡Pronto, ciérrenle la boca a ese hereje!]
Volvamos a las divinamente inspiradas Sagradas Escrituras
» ¡Mis venerables hermanos! Vosotros gritáis; ¿no sería más digno pesar mis razones y mis pruebas en la balanza del santuario? Creedme, la historia no puede ser hecha otra vez; está allí, y permanecerá toda la eternidad para protestar enérgicamente contra el dogma de la infalibilidad papal. ¡Vosotros podréis proclamarlo unánimemente; pero un voto estará ausente, y es el mío!
»Monseñores, los verdaderos fieles tienen sus ojos sobre nosotros esperando de nosotros un remedio para las innumerables maldades que han deshonrado a la iglesia: ¿los engañaremos en sus esperanzas? ¿Qué no será nuestra responsabilidad ante Dios si dejamos pasar esta solemne ocasión, la cual Dios nos ha dado para sanar la fe verdadera? Aprovechémosla, mis hermanos. Armémonos de un santo valor; hagamos un violento y generoso esfuerzo; volvamos a las enseñanzas de los apóstoles, porque sin ellas nosotros tenemos solamente errores, oscuridad y falsas tradiciones. Avalemos en nosotros mismos nuestra razón y nuestra inteligencia para tomar a los apóstoles y profetas como nuestros infalibles maestros con referencia a la pregunta de preguntas, ¿qué debo hacer para ser salvo? Cuando hayamos decidido eso, habremos puesto el fundamento de nuestro dogmático sistema, firme e inamovible sobre la roca permanente e incorruptible, de las divinamente inspiradas Sagradas Escrituras. Llenos de confianza iremos enfrente al mundo y como el apóstol Pablo, en la presencia de los librepensadores, nosotros "no conoceremos a ningún otro sino a Jesucristo, y a éste crucificado". Seremos conquistadores por medio de la predicación de la "locura de la cruz". Así como Pablo conquistó a los educados hombres de Grecia y Roma, y la iglesia de Roma tendrá sus "gloriosos '89". [Gritos clamorosos, ¡Saquen a ese Protestante, al Calvinista, al traidor de la iglesia!].
»Vuestros gritos, Monseñores, no me atemorizan. Si mis palabras son ardientes, mi cabeza se mantiene fría. Y yo no soy ni de Lutero, ni de Calvino, ni de Pablo, ni de Apolos, sino de Cristo. [Renovados gritos: ¡Anatema, anatema, al apóstata!]
» ¿Anatema? Monseñores, ¿anatema? Vosotros sabéis muy bien que esas no son protestas en mi contra, sino en contra de los santos apóstoles bajo cuya protección yo desearía que este concilio colocara la iglesia. ¡Ah! Si estando envueltos en sus mortajas ellos salieran de sus tumbas, ¿hablarían ellos un lenguaje diferente al mío? ¿Qué les diríais vosotros a ellos si mediante sus escritos os dijeran que el papado se ha desviado del evangelio del Hijo de Dios, que ellos han predicado y confirmado de una forma tan generosa por su sangre? ¿Os atreveríais decirles a ellos, nosotros preferimos las enseñanzas de nuestros propios papas, nuestro Bellarmino, nuestro Ignacio de Loyola, a los de vosotros? ¡No, no! ¡Mil veces no! A menos que vosotros hayáis cerrado vuestros oídos para no oír, cerrado vuestros ojos para no ver, entumecido vuestras mentes para no entender. ¡Ah! Si el que reina en lo Alto deseara castigarnos, haciendo que su mano caiga pesada sobre nosotros, así como hizo con Faraón, Él no necesitaría permitirles a los soldados de Garibaldi echarnos de la ciudad eterna. Solamente permitiría que vosotros hagáis de Pío IX un dios, así como hemos hecho una diosa de la bendita Virgen. Deteneos, deteneos, venerables hermanos, en la pendiente odiosa y ridícula en la que vosotros os habéis colocado a vosotros mismos. Salvad a la iglesia del naufragio que le amenaza, pidiendo de las Sagradas Escrituras solamente la regla de fe que nosotros debemos creer y profesar. He dicho. ¡Que Dios me ayude!
Autor:
Jorge Alberto Vilches Sanchez