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Originalidad y vanguardia en la crítica en prensa de los años veinte (página 2)


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Esta cuestión, así planteada, velozmente, tuvo como escenario, a su vez, el más amplio proceso de consolidación de la clase media consumidora en el período de entreguerras, por una parte, y desde las artes visuales, el proceso de estilización del cubismo y de la Escuela de París, practicada por el Art Déco. De hecho, la simbología del poder puesta en marcha por el Art Déco, resultaba apropiada por cuanto apelaba a modelos regios y sacros tomados de las grandes civilizaciones del pasado remoto, o bien, de pueblos que a la sazón, se encontraban en lo que aún se pensaba como momentos iniciales del pretendido desarrollo civiliza torio, actualizándolos de manera tal que no presentaban cercanía alguna con los actuales detentores del poder y de las formas del poder del presente, asegurando, no obstante, la satisfacción psicológica del relativo ascenso social de los consumidores. Los medios masivos de comunicación, por su parte, impusieron no sólo los modelos masculinos y femeninos apropiados a la modernidad industrial, sino que además actualizaron dicha simbología al hacer circular sus objetos. Por otra parte, no debemos olvidar el hecho de que hay una notable diferencia entre el tratamiento que la teoría y la historia del arte ha hecho de la vanguardia europea -incluidas las aproximaciones más o menos interesadas políticamente- y el modo como ella concretamente se despliega. Sabemos, por ejemplo, que si bien el mercado del arte se ha fragmentado en un sinnúmero de marchands y galerías y que la noción de una exposición organizada exclusivamente en torno a la obra de un artista está operando desde el XIX, por otro lado, sabemos que ello no constituye auténtica norma sino hasta la década del treinta. Así mismo, sabemos que muchas de esas exposiciones se presentaban en un "formato" que no difería mucho de la tradicional exposición académica, y por lo tanto, ofrecía vivamente lo que en la práctica se verificaba en la producción: una acusada superposición estilística.

Resumiendo, es mi opinión que los principales ejes del proceso de inclusión/recepción de la Vanguardia (y esto es válido no sólo para América Latina), se organizan en torno a las siguientes cuestiones: a) la relativa ambigüedad del léxico vanguardista, por ejemplo las ideas de "razón plástica" y/o "espíritu nuevo"; b) la relativa identificación, por parte de los receptores (1), de la Vanguardia con lo que se ha denominado "opción constructiva" (2), en función del consabido ideal industrializante de la época; y, c) la labor difusora de la Escuela de París y de una suerte de cosmopolitismo por sobre las fronteras de la historia, por parte del Art Déco.

Ahora bien, es evidente que este aspecto de la cuestión tenía uno de sus puntos de partida en el acelerado proceso de expansión del imaginario que venía desplegándose en Europa desde el último tercio del siglo XIX; mismo que puede pensarse como la agudización del profundo malestar que, con respecto a su origen cultural, venía experimentando Europa desde fines del siglo XVIII. En efecto, la búsqueda de la identidad cultural europea impregna el proceso de fragmentación disciplinar y modela los diversos momentos de expansión de imaginario del siglo XIX. Pareciera entonces, que el problema del origen cultural es un problema "estructural" de la Modernidad (3). Ya se ha dicho -y es uno de los presupuestos sine qua non de cualquier reflexión sobre la vanguardia- que ellas actualizaron la figura del genio romántico; pero quisiera, más bien, que observáramos la problemática de la identidad desde este otro lugar común, aquel de la relativa identidad entre el Arte -como problema- y la sensibilidad individual del artista que, por extensión, sugiere el límite entre la sensibilidad artística del artista en cuanto individuo y aquella del pueblo a que pertenece.

Si por una parte, razonamientos de esta índole pueden encontrarse como subyaciendo a la tesis de que América Latina sólo ingresa a la Modernidad a mediados del siglo XX, por otra no es posible desconocer el hecho de que el problema del origen cultural se presentó para las artes continentales a lo largo de todo el siglo XIX, exacerbándose a partir de la teorización que elaborara la crítica a mediados del siglo XX. En el caso de las Artes Visuales, específicamente, este aspecto se presentó con cierto énfasis en la segunda mitad del siglo XIX, y lo hizo a través de la relativa urgencia con que nuestros países reclamaban el desarrollo de los géneros pictóricos. La Historia del Arte, por su parte, construyó, desde fines de los años veinte, las respectivas historias nacionales de arte considerando tres momentos fundamentales: arte colonial, arte republicano y arte moderno, entendiendo a este último como arte de la vanguardia. Si por una parte, la incipiente crítica asalariada de los años veinte -a diferencia de la crítica que recibe festivamente la producción local de vanguardia y que eran en su mayoría artistas, narradores, poetas o artistas visuales- toma sus instrumentales de la crítica europea de difusión (tal es el caso de Fromentin) y en menor medida de la jerga académica, quienes inician la práctica de la historia del arte (4), están más bien modelados por el formalismo. De hecho, uno de los aspectos en torno a los cuales se unen ambas tradiciones, es precisamente el hecho de que el formalismo puso de relieve los recursos pictóricos, entendidos de sobremanera como tratamiento del pigmento en el proceso de construcción de las imágenes icónicas (5). Como sea, la cuestión de las estrategias expresivas en el manejo de los pigmentos, a su vez, encontraba eco en la reciente tradición inclusiva, en la esfera del arte, de las producciones "primitivas", cuestión que, como se ve, no era demasiado distante de la índole de las reflexiones sobre el arte nacional que nutría a la recientemente estrenada crítica asalariada.

2. Al revisar la producción crítica de la década del veinte, asombra encontrar un sinnúmero de referencias relativas a la idea de "originalidad". Allí, el término no está usado exclusivamente en el sentido de "estilo personal" o "maniera", que es el sentido por extensión de la problemática del origen y de lo original, tal y como lo asentó en el imaginario occidental la teorización del arte de raigambre neoplatónica entre los siglos XVI y XVII, cuya convergencia en la unicidad de la obra supuso uno de los centros de la teorización del arte de raigambre filosófica en el primer tercio del siglo XX, sino en el sentido de si hay o no hay coincidencia con la "experiencia" local, por una parte, o si había o no había coincidencia con lo que hasta hace poco solía llamarse "conciencia artística". La originalidad es entendida por críticos celebrantes y opositores como "sinceridad" y de hecho, ese concepto, que se popularizó en América Latina a partir de la defensa de la subjetividad del artista por parte de los escritores modernistas y parnasianos, buscaba precisamente establecer el vínculo entre la sensibilidad individual del artista y la sensibilidad del artista. En este sentido, la acusación en contra de los artistas que estaban trabajando al interior del marco genérico de la vanguardia, puede interpretarse como un declarar que dichos artistas no reconocían el orden preindustrial de nuestros países ni tampoco la índole relativamente premoderna (en el sentido de la Modernidad en cuanto modernización) de nuestras sociedades y que, en consecuencia, no se justificaban las transformaciones que sus obras evidenciaban. Por su parte, los críticos que felicitaban la incipiente vanguardia local, lo hacían desde la conciencia de actuar en un orden relativamente modernizado.

En efecto, una manera de pensar esta disputa podría ser la de considerarla desde el punto de vista de la índole utópico/ideológica de los imaginarios; más aún, desde la perspectiva espúrea de los imaginarios, tal y como se verificó con sus procesos de expansión a fines del XIX y primera mitad del XX. Ello permite considerar la condición culta de los artistas de la incipiente vanguardia, no sólo desde la perspectiva del carácter eurocéntrico de sus formaciones, sino como debatiéndose entre el efectivo orden preindustrial de sus sociedades y la índole relativamente modernizada de sus ciudades y de su experiencia en general; como se sabe, se trata de sociedades que han ingresado oblicuamente al capitalismo, que han experimentado la modernización a través de las transformaciones urbanas que irán acrecentándose a lo largo del XX, y que, por otra parte, mantienen un estrecho vínculo con Europa a través de los medios masivos de comunicación y en particular a través de la obligada estancia en París. Pero también, debemos tener en cuenta que esta crítica celebrante, no está ajena -porque no puede estarlo- de la idea de la identidad entendida desde la perspectiva romántica del pueblo. Así, no es sólo la influencia Art Déco -poblado de danzantes helénicas, músicos de cabaret, marinos fugaces, obreros atlantes, etc.- o las transformaciones de lo que solía llamarse "los temas" del arte, que venían experimentándose desde mediados del siglo XIX y que supusieron la relativa inversión de la jerarquía temática para poblarse de asuntos tradicionalmente menores -la lavandera, la planchadora, el obrero, el campesino, la joven que peina sus cabellos o se asea-, lo que intervino en la reinterpretación de lo local, sino la insistencia en la identificación contemplativa de la cotidianeidad con la naturaleza -e incluso una segunda naturaleza, esta vez de carácter urbana- y que se había interpretado ya en el XIX, como raza.

Por su parte, los críticos opositores no sólo estaban formados dentro de la tradición académica y mimética en cuyo interior se debatió la identidad nacional a lo largo del XIX, sino que entendían el concepto de arte como íntimamente ligado a un circuito específico de circulación de obra. Y dicho circuito, en un contexto en el que aún no se ha verificado el proceso de ascenso social que caracteriza a los sectores más modernos de América Latina a lo largo del siglo XX, suponía la relativa pertenencia del artista a los circuitos de poder. Por otra parte, las únicas ampliaciones de ese estrecho círculo lo experimentaron los medios masivos de comunicación (prensa y revistas) y, en un grado muy inferior, la fotografía. En efecto, constituye ya lugar común la fragilidad del sistema artístico latinoamericano cuya situación pareciera estar revirtiéndose en la última década y que se expresaba no sólo en la reducida crítica sino también en el reducido espacio exhibitivo. Ello nos permite comprender la relativa asincronía o "desfase" entre la producción de vanguardia local y la producción europea, y sobre todo, nos permite suponer una proximidad relativa con la tradición del arte latinoamericano decimonónico puesto que ambos se enfrentan a la dificultad de constituir "lenguaje", razón por la cual, la demanda decimonónica por la inclusión de los géneros de la pintura en la academia cobró ese carácter urgente por todos conocido. De hecho, los artistas del XIX confiaban en que era la pintura de historia la que podría, por fin, hacer aparecer un arte "original" en el doble sentido de arte local, y de arte en cuanto estilo personal. Puede entenderse, entonces que uno de los términos más caros a esa crítica opositora fuera el de escuela.

3. El debate por la originalidad llevado adelante por la crítica en prensa, tuvo también su centro en el problema de la unicidad de la obra. No lo hizo en el sentido universal del "uno" en tanto "único" -si bien era un aspecto implícito en el debate-, sino en cuanto a si era posible que un artista, cuya experiencia estética había sido modelada en las peculiares condiciones locales, podía expresarse a sí mismo mediante la poética de la vanguardia. La cuestión de la falta de originalidad fue asumida por la crítica opositora como falta de sinceridad y, habitualmente, como copia en el sentido de moda y, por ende, como la incapacidad del artista para reflexionar acerca de sus condiciones de producción. Por su parte, la crítica celebrante sostuvo que la vía de la mimesis arrojaba al artista hacia una inevitable falta de originalidad, en la que la copia constituía no sólo el momento descriptivo -amén del acomodaticio apego a la tradición-, sino también la incapacidad del artista para acortar la distancia entre la sensibilidad artística y su propia sensibilidad en cuanto individuo.

Como es de suponer, las reflexiones en cuanto a la originalidad desde la perspectiva de la copia, tuvieron su epicentro en la por entonces denominada "factura" de la obra. El dominio de la pintura como la más "alta" de las artes visuales, llevaba aparejado el problema del manejo de los pigmentos. Si bien es un hecho que un cierto regionalismo pictórico entendido fundamentalmente como figurativismo, imbricado como estaba tanto en las tradiciones del indigenismo como del costumbrismo, fue la forma dominante de la producción pictórica de la década de los treintas, terminando de tejer las urdimbres acerca de la identidad latinoamericana desde la perspectiva de lo exótico, refrendando el lugar común que ya se vislumbra en el siglo XV, según el cual el dibujo es el lugar del concepto y la pintura aquél de la intuición, ello no hace sino refrendar la raigambre decimonónica de los alegatos que unos y otros hicieron sobre el poder comunicante del manejo de los pigmentos en la década del veinte. Si para los opositores allí se encarnaban no sólo la pericia en sentido académico, sino también la sensibilidad individual, para los celebrantes se trataba de un momento poético y religante en el que el artista ingresaba idealmente en las altas esferas autonómicas del arte, en las que se consolaba su alma desarraigada. No olvidemos que la ambición de futuro de las vanguardias lleva aparejada su evidente problematicidad -e incluso rechazo- con las condiciones del presente. Desde este punto de vista, es que nuevamente se refrenda el carácter utópico de la vanguardia, si bien cabe pensarlas desde la perspectiva de proyectos meramente utópicos, en la medida en que si bien esas vanguardias se presentaban como una demanda de actualización, no estaba claro, tal y como alegaba la crítica opositora, que dicha actualización fuera coincidente con los grados de modernización locales. Sin embargo, esos artistas en efecto estaban sometidos a un proceso de modelización estética articulado no sólo ni exclusivamente por la vanguardia o la incipiente modernización urbana, sino principalmente por los medios de comunicación masiva y en especial por los objetos que conforman nuestra vida cotidiana: la lámpara, el pisapapeles, la vajilla, el vestuario, etc… Como sea, no estaba claro -como tampoco lo está hoy- que dicha inclusión fuera entendida como "apropiación", en el sentido activo de articulación en un proyecto, incluso cuando consideramos las coyunturas específicas. La recurrida figura del "artista como precursor" lo demuestra. Más bien parece, como de hecho lo hace el rótulo de "precursores", que la inclusión de la vanguardia en América Latina recoge mucho más del pasado local, que lo que los defensores de la ruptura radical pretenden.

Notas

1. Por receptores estoy entendiendo fundamentalmente al "humilde ciudadano" que asiste, eventualmente, a las exposiciones y que por lo tanto, no necesariamente cuenta con una formación "académica" en cuanto a las artes.

2. Véase el ya clásico, Descrédito de las vanguardias de Victoria Combalía.

3. Hago referencia aquí a la periodización canónica, según la cual la Modernidad corresponde al período transcurrido entre la segunda mitad del siglo XVIII y la Segunda Guerra Mundial.

4. Como se sabe, hay historias del arte construidas en el siglo XIX, en general, en el último tercio; sin embargo, optamos por diferenciarlas de aquéllas que comienzan a construirse desde fines de la década del veinte, merced a los instrumentales que ellas utiliza, en especial, el Formalismo.

5. Entiendo aquí por imágenes icónicas aquellas que tienen un sustantivo componente narrativo. En lo que respecta a los recursos pictóricos, debemos recordar que el Formalismo coincide no sólo con el proceso de destrucción del espacio plástico tridimensional, sino muy especialmente con la revalorización del Barroco.

Alvarez de Araya Cid Guadalupe –

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