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Perlas y estiércol de la publicidad televisiva argentina

Enviado por rubenpinus


    Indice1. Introducción 2. Estiércol 3. Las Perlas 4. En Resumen

    1. Introducción

    Si nos atenemos a la definición de arte como actividad que procura a la persona o las personas que lo practican y a quienes lo observan una experiencia que puede ser de orden estético, emocional, intelectual o bien una combinación de estas cualidades, la publicidad es un arte. Sin duda las obras publicitarias producen en el público esta suerte de emociones. En otras palabras, quienes corremos el albur de tropezar con una creación artística –incluidas las publicitarias (un corto televisivo, una tanda radiofónica, un diseño gráfico)– estamos "condenados" a experimentar algún tipo de sensación provocada por el objeto de observación. A través de los años los críticos del arte han ido desarrollando cierto grado de especialización, de profesionalismo, al punto de que hace rato que se puede hablar de "el arte de criticar arte". En este sentido, creo, el arte de criticar el arte publicitario es el menos ejercitado, aunque desde luego no se trata de una práctica novedosa. En este espacio me propongo, entonces, ofrecer al lector una revisión crítica de algunos cortos publicitarios televisivos más o menos recientes. No es que las producciones radiofónicas o gráficas (para englobar en este término los avisos impresos y electrónicos) escapen a la crítica, pero es mi intención hacer de este medio un lugar común para una amplia comunidad de lectores y, sin entrar en discusiones de otra índole, quien más quien menos todos vemos televisión (desde luego, siempre hay quienes declaran "no ver televisión", pero vamos a ocuparnos de los simples mortales y dejar que las especies raras se jacten de sus rarezas como les venga la gana). Por lo mismo, por pensar en el lector como una persona que puede estar leyendo estas líneas tanto en Orán como en Ushuaia, he seleccionado las piezas que se emiten por canales más bien masivos, de alcance nacional, en un intento por minimizar las posibilidades de que el lector tropiece con una "obra de arte" desconocida. Dos aclaraciones más antes de entrar de lleno en materia. Primero, en este contexto "criticar" no significa –necesariamente– reprobar la calidad de una publicidad. La crítica, tal como la concebimos aquí, puede tanto ponderar como reprobar una pieza de arte. No obstante, como todo arte, las obras publicitarias son arbitrarias tanto en su producción como en su disfrute. Es decir, así como hay películas que gustan a cierta gente pero que disgustan (y hasta ofenden) a otra, hay publicidades que algunas personas disfrutan y otras no. Con todo me atrevo a decir que existe cierto consenso general entre el arte que produce una sensación agradable y aquel que no lo hace (seguramente habrá quienes piensen que "La Mona Lisa" ni siquiera merece un lugar en la pared del baño, pero son los menos). En segundo lugar, no pretendo hacer un recuento exhaustivo de las publicidades vistas por TV ni mucho menos: tampoco tenemos tanto tiempo libre para dedicar a un tema que, por otro lado, no reporta más beneficio que… desarrollar un sentido crítico, ¿qué más?. Por último, prometo que me abstendré de los análisis de tipo cientificista que tan aburridos e incompresibles suelen resultar para el público lego. Los análisis técnicos, psicológicos, sociológicos, semánticos, inconográficos, etc., los dejaremos para los estudiantes de publicidad y carreras afines. Lo que aquí nos interesa, más bien, es el aspecto estético de la obra de arte. Como cuando sales del cine o del teatro y alguien (tal vez tu amigo o tu pareja) te pregunta si te gustó, cuál parte te gustó y cuál no, y, quizá, por qué. La disección y clasificación de la anatomía de los sujetos de investigación es algo que interesa a los científicos de la publicidad.

    2. Estiércol

    Empezaremos con un peso pesado. Un médico veterinario recibe un llamado a mitad de la noche que lo obliga a abandonar intempestivamente su cálido hogar rural. Su esposa, en bata y chinelas, prepara a los dos niños para que acompañen a su padre en tan arriesgada –y aún incierta– empresa. Los chicos, soñolientos, se acurrucan bajo sus ponchos mientras papá conduce la camioneta a través del follaje como si la llevara el demonio (no el demonio que está al volante y que ha despertado a sus hijos a mitad de la noche para obligarlos a presenciar un espectáculo… bueno, por ahora vamos a dejarlo en "inusual", sino el otro demonio, el de cola larga y cuernitos). A todo esto, mientras la pick–up abre surcos en el frondoso pastizal, en la parte baja de la pantalla van apareciendo mensajes que enumeran todas las cosas que el campo no entiende (más que nada, excusas inexcusables por las que un hombre –no un campo– no haría o postergaría tareas que son su responsabilidad). Finalmente, la camioneta llega a un claro donde un peón le hace señas con una linterna. Echada de lado junto al peón, en un estado que a primera vista parece agonizante, hay una vaca con los ojos a punto de reventar. El héroe de la camioneta se baja de un salto y corre hacia el animal portando en su mano un maletín de –ahora es claro– primero auxilios. "Ya está" –piensa el desprevenido telespectador–, "el tipo viene a curarla". Nones. De fondo, los violines recrean una atmósfera más propicia para bostezos que para actos heroicos. Los niños emponchados bajan del vehículo y se aprestan a ver a su padre en acción. Sin embargo, la vaca no está enferma. No necesita de un pinchazo salvador, ni un entablillado, ni siquiera una curita. La vaca, amigos míos, está dando a luz. Sí, ahí, en vivo y en directo. Ahora mismo pueden ver cómo un escuálido y asustado ternerito sale de sus cuartos traseros envuelto en una chorreante bolsa de placenta. ¿Que no te gusta? ¿Que justo estabas cenando y tu estómago comenzó una danza frenética? ¿Que no había necesidad de pasar la parte truculenta con tanto detalle? Pues aprende de los hijos del veterinario, que jamás se inmutaron ante la vista de semejante espectáculo. Cada vez que comienza esta propaganda (afortunadamente su melodía, ya que no alegra, alerta), mi hijo de siete años corre al televisor y cambia de canal (o lo apaga, el botón que vea primero). Su madre, mi esposa, odia que alguien cambie de canal sin consultarla, pero no lo desaprueba en este caso específico. Por mi parte, he tomado nota de la marca de la pick–up en cuestión y sabré qué hacer si algún día necesito (y puedo) comprarme una. "Imagine que conducir un [aquí la marca del automóvil que quizá tengas "un day"] pudiera detener el tiempo, y que toda su vida se tradujera en un solo minuto. ¿No sería su viaje confiable, cómodo y seguro?" A lo largo de la historia de la humanidad muchos filósofos y pensadores jugaron con la idea de detener el tiempo, ¿pero a que ninguno se le ocurrió que el secreto estaba en conducir determinado coche? En este caso, los pensadores anteriores a la invención del automóvil corrieron con evidente desventaja frente a sus colegas del siglo XX. En primer lugar, si se pudiera detener el tiempo y la humanidad entera quedara suspendida como estatuas de parque, los viajes sería igual de seguros manejando un lujoso auto japonés que un cacharro. Está bien, la idea es que el cliente potencial piense que al conducir ese auto se va a sentir tan seguro como si el tiempo (y, con él, todas las personas y cosas del mundo) se hubiera detenido. Por otra parte, ¿qué diferencia hay entre "confiable" y "seguro"? Si la hay, siempre en este contexto, es tan leve que a mí se me escapa. Los textos en castellano con que las marcas internacionales promocionan sus productos (no sólo autos), muchas veces parecen elaborados por traductores que no saben cómo se habla en el país en el que emitirán el aviso. Hay otra, por ejemplo, que en inglés dice: "prepare to want one" (prepárese para querer uno), lo que el locutor refiere como "prepárese para tenerlo". No es lo mismo, aunque de todos modos el televidente piense que ya está listo (tanto para querer como para tener ese auto). O mucho me equivoco, o los jóvenes exitosos que al final de un comercial ofrecen una aspirina a viejos amigos que no son tan exitosos son muy malos amigos. ¿Desde cuándo la humillación es un gesto de amistad? No sé quién ideó este aviso (que para colmo, al parecer, viene en serie), pero quien quiera que sea de seguro no anda a la búsqueda de un millón de amigos para así más fuerte poder cantar. "Para el argentino –dice Borges– la amistad es una pasión". Estoy de acuerdo. A mí me resulta impensable que un muchacho, tras referir a un antiguo compañero de secundaria lo bien que le está yendo en la vida (en resumidas cuentas), no se le ocurra nada mejor que ofrecerle una aspirina porque, cosas de la vida o simple actitud, al otro no le ha ido tan bien (es un fracasado). Aún cuando la intención de Borges al decir que para los argentinos la amistad es una pasión no era, al menos en ese texto en particular, resaltar una virtud sino más bien todo lo contrario, yo pienso que es un valor loable que los argentinos hemos sabido cultivar y que no debemos dejar de hacerlo. Desde la perspectiva de los autores intelectuales de este aviso (que no es necesariamente gente de la empresa, aunque sin duda alguien debió poner el sello de "aprobado" y su firma), puede que la intención del comercial haya sido promover la idea de que tomando esa aspirina puedes encarar con éxito un amplio frente de actividades sin descuidar o abandonar otras. Es decir, si tienes que estudiar y/o trabajar todo el día pero también quieres salir de noche, sin que lo uno te reste energías para lo otro, pues tómate una aspirina, colega.

    Una cortita. ¿Alguien le encuentra el lado simpático a la propaganda en la que el tío Javier se toma el yogur de su sobrinito? Otra aún más cortita: ¿a quién le importa qué fue de Teo y René? Conocida es la regla del modelo capitalista según la cual la libre competencia propicia beneficios para la sociedad de consumo, mejorando la calidad de los bienes y servicios y equiparando precios. Las propagandas argentinas de jabón en polvo no escapan a esta lógica liberal, son la excepción que confirman la regla. Que denoten una deplorable falta de imaginación es lo de menos, lo mismo puede decirse de una infinidad de avisos, pero lo que exaspera es que esta mediocridad se mantenga inmutable a través de los siglos. Un conocido personaje de la televisión argentina peregrina los barrios porteños en busca de amas de casa lo suficientemente temerarias para atreverse a pasar "el desafío de la blancura". Tras declarar que su jabón no es el que promociona el personaje, la señora es puesta ante una situación límite: ¿se anima a lavar una prenda (por lo general una media) con este producto y, en unos días, compararla con otra lavada con el jabón que usa siempre? La osada señora se anima, desde luego, y días más tarde -ante la evidencia- reconoce que su concepto de "blancura" estaba más errado que la idea de paz de George Bush. Otro personaje de la televisión nacional, no menos afamado que el de la marca anterior, recorre pueblos y parajes del territorio argentino para comparar la blancura de las prendas lavadas con tal jabón con los objetos más blancos que la naturaleza puede brindar, entre ellos la espuma de las cataratas del Iguazú. Este personaje es tan conocido como promotor de esa marca de jabón en polvo que aún cuando no está "trabajando" las personas desean hacerle saber que usan ese producto, y para probarlo no tienen más que enseñarle la destellante blancura de las prendas que visten. ¿No se parecen, ambos personajes, a los misioneros que en las mañanas domingueras deambulan por el mundo predicando alguna doctrina religiosa? No exageren, muchachos; sólo queremos calidad y precio, no "conversos". En esta misma categoría pueden incluirse las publicidades de shampoo y detergentes lavavajillas. En relación a este último producto hay una pieza de estiércol particularmente maloliente que me gustaría destacar: el que no cuesta cuatro veces más que los otros detergentes pero rinde cuatro veces más. En primer lugar, la gota parlante tiene un exagerado acento de porteño "canchero" que, al menos en el interior, no resulta simpático sino desagradable. Por otro lado toda ama de casa sabe que para lavar diez platos consumirá más o menos la misma cantidad de detergente cualquiera sea su marca: el agua escurrirá de la esponja ese detergente en particular con el mismo democrático criterio que emplea para escurrir todos los demás. Como última pieza de estiércol de esta edición, discutiremos una que se las trae. Lo peor del asunto, creo yo, es que el desacierto de esta obra de arte es atribuible no a una agencia de publicidad en particular, sino al Consejo Publicitario Argentino (redoble de tambores, maestro, por favor). Veamos. Dos jóvenes argentinos, tipos simples y agradables al parecer, acaban de tomarse una cerveza en un pub de un país que no es el nuestro. Lo que sí se sabe es que el barman habla un correcto inglés anglosajón. Puede ser un pub de Inglaterra, de Escocia, de Estados Unidos… Incluso de Australia o Nueva Zelanda, no tiene importancia. Lo que importa, lo que debemos tener en mente, es que los jóvenes argentinos están en un país extranjero. Terminan sus cervezas y piden "the account", que no es la forma correcta de solicitar la cuenta en inglés. El barman adivina que son forasteros y se acerca a ellos. El diálogo va en inglés pero está subtitulado, como en las películas. Les pregunta de dónde son. De Argentina, por supuesto. "¿Argentina?", se sorprende el barman, "¿tango?". Los chicos sonríen, asienten, "yes", "yes". Entonces el barman inicia un interrogatorio cuyo humillante propósito sólo descubriremos al final. "¿Dulce de leche?" pregunta en castellano, pero pronunciando como si acabara de salir del dentista con la boca anestesiada. Nuestros compatriotas vuelven a asentir, entusiasmados: el hombre ha dado en el clavo, ha reconocido a los argentinos por el dulce de leche, caramba. ¡Un momento!, el anglosajón sabe mucho más sobre nosotros. "Fútbol", arriesga; ya no necesita expresar sus conjeturas en forma de preguntas. "Yes, yes", dicen los jóvenes argentinos, felices de que se los reconozca en un lugar tan lejano. El barman intenta aplacar un poco el entusiasmo de nuestros héroes y entonces, con un dominio de la jerga popular que ni por las tapas te esperabas, dice: "And… ¿What about ‘el mano en la lata’?" Los muchachos bajan la cabeza, avergonzados. Entonces una voz que impresiona por su melodioso timbre y armoniosa pronunciación (lo único bueno de la propaganda), formula la cuestión fundamental que todos los argentinos (y no sólo nuestros humillados amigos) se supone que debemos meditar: ¿qué está pasando con nuestros valores?, seguido por la inopinada aseveración de que no importa cómo nos vean afuera sino la miseria que provocamos adentro. Mucha tela para cortar, ¿eh? No es para tanto; el video habla por sí mismo. Un asco, de verdad. En primer lugar, si no importa cómo nos ven los de afuera, ¿para qué ambientan el comercial en un pub foráneo y elaboran un diálogo increíble (sobre todo por "el mano en la lata") con un extranjero? Ahora bien, si se trata de "meter la mano en la lata", los protagonistas argentinos de este corto no deberían ser un par de jóvenes sencillos con quienes el pueblo argentino puede identificarse, sino que debieron poner a un par de rechonchos cuarentones de traje y corbata que se comportan como si media humanidad dependiera de ellos y no se sienten abrumados por semejante responsabilidad; lo llevan bien, gracias. A partir de las crisis de diciembre de 2001 se ha hecho evidente que es la dirigencia política argentina, no el pueblo (a quien estos dos muchachos parecen representar), la que necesita repensar sus valores y su forma de actuar. No digo que los argentinos seamos más buenos que la soja, no lo somos, pero no es la sociedad argentina la que necesita un tirón de orejas por meter la mano en la lata. Quien más quien menos todos (incluso los sesudos del Consejo Publicitario Argentino) sabemos quiénes son los que aquí meten la mano en la lata. Estos dos chicos que a mí, como argentino, me representan frente al barman extranjero, no tenían de qué avergonzarse. En todo caso, podrían haberle dicho al barman que estamos trabajando para cambiar a quienes nos han metido las manos en los bolsillos (la lata) por tanto tiempo. Cuidado, porque los únicos que pueden meter la mano en la lata son los que tienen acceso a la lata, y esos dos jovencitos no me lo parecieron. Para nada.

    3. Las Perlas

    Desafortunadamente, no hay muchas perlas por discutir. La mayoría de las publicidades que sobrevive al estiércol se queda en el "ni fú ni fá". En todo caso, me gusta un corto de cerveza que puede parecer anacrónico ahora que terminó el mundial y nos fue como nos fue. En general las propagandas de esta empresa tienden a ser más fá que fú, lo que habla muy bien de su departamento de publicidad o de la agencia que los asesora. Me refiero a la que muestra el despertar de un país trabajador del cual todos quisiéramos ser parte mientras los jugadores de la selección nacional de fútbol, al final se descubre, alientan desde la tribuna: "vamos, vamos, Argentina". Debo confesar que, cuando la vi por primera vez, se me puso la piel de gallina. Un muchacho de apariencia hindú levanta la vista de un aviso impreso y contempla con gesto apesadumbrado el precario porte de su coche, pero de pronto esboza la sonrisa feliz y triunfal de los que experimentan una visión factible. En un escenario que se adivina como la plaza principal del pueblo, el muchacho estrella su coche de frente y culata contra los muros, moldeando la masa. Luego trae un elefante y lo sienta sobre el capó. Anochece y el joven sigue trabajando, ahora con una soldadora, en el auto. Por la mañana lo vemos de espalda; la cámara se asoma por sobre su hombro y descubrimos que está contemplando el aviso impreso del día anterior, que contiene una foto de un hermoso auto deportivo. El muchacho baja lentamente el papel y entonces ve su propio auto, que es una réplica machacada del que aparece en el aviso. Ya de noche, el joven y un par de amigos pasean por las calles de la ciudad "haciendo pinta" en el auto remodelado.

    El chico quería que su auto se viera como el de la foto y se las arregló para lograrlo, ¿no lo harías tú? Otra que no merece un premio pero sí una mención en este espacio es la de un teléfono celular, no la que al final pregunta "¿y vos qué harías sin tu [aquí la marca]?" como si hubieras perdido un brazo y sufrieras la perspectiva de una vida de lisiado, sino la del hombre que habla cortando las palabras, simulando problemas de comunicación, con el objeto de que su interlocutor lo vuelva a llamar y así ahorrar en el costo del teléfono. Es ingeniosa, divertida, y el actor hace muy bien su papel, lo que en definitiva allanan el camino del producto a la memoria del telespectador.

    4. En Resumen

    De seguro me he dejado muchas piezas de estiércol y algunas perlas en el camino. Habrá más de un lector que recordará determinada obra de arte que le hubiera gustado ver incluida en esta selección, y siendo así pido las disculpas del caso por la omisión. No obstante, recordemos que no se trata de una enumeración exhaustiva sino, más bien, de casos ejemplares que permiten desarrollar cierto sentido crítico. El hombre común no necesita conocer al detalle los elementos ni los métodos de análisis mediante los cuales se estudia un producto publicitario; como obra de arte podemos valorarla desde el más simple de sus propósitos: ¿gusta o no gusta? Para profundizar un poco más sólo tenemos que dar el paso siguiente: ¿por qué gusta o no gusta? Finalmente, para evitar la proliferación de obras de arte de mala calidad no tenemos más que hacer lo que hacemos frente a las películas, las obras de teatro, los libros o las pinturas que no nos gustan: no las compramos y comentamos con nuestros allegados por qué no lo hacemos.

     

     

     

     

    Autor:

    Rubén M. Pinus