El santo guerrero más conocido, patrono de diversas comarcas, algunas situadas en las geografías de las primeras comunidades cristianas es San Jorge, cuya imagen es visible en numerosísimas catedrales e iglesias de la edad media y de gran veneración en Inglaterra. San Jorge, a caballo, con larga lanza, derrotando a un dragón, que en el folcklore judío religioso siempre simbolizó, junto con la serpiente, al demonio. En otras imágenes San Jorge, patrono del arma de caballería y de Cataluña, aparece defendiendo a una mujer, a la dama, quizá la iglesia o la Virgen María.
La crítica católica más reciente que ha depurado al santoral postergó a San Jorge al grado de leyenda casi absoluta, pero no se puede desconocer la amplia aceptación que tuvo su culto, aún en las tierras más lejanas. Del santoral católico solamente tres santos tienen imagen tradicional montados como caballeros en briosos caballos, San Jorge, San Martín de Tours, un caballero gentil, no belicoso, que comparte su capa, y Santiago.
En el caso de Santiago se debe proceder con fino tacto para no herir la sensibilidad fundamentalmente española, que lo considera guía de la reconquista contra el islam. Pero no se pueden ignorar todas las controversias existentes sobre la veracidad de su viaje a España, su sepulcro, etc. La catedral de Santiago de Compostela es uno de los grandes puntos de peregrinación, y la ruta jacobea que cruzó el continente europeo fue, también, la arteria que fundamentó la unidad y la cultura de Europa. La repetida visión que tuvieron las milicias castellanas que Santiago, en caballo blanco, combatía junto a ellos expulsando al islam, es una verdad indudable para millones de fieles.
Santiago es el patrono de España y tuvo, en el pasado, una sólida orden de caballería con su nombre, hoy millones de fieles le guardan una devoción especial. En la catedral de Santiago de Compostela se halla una imagen del santo de gran tamaño, y una pequeña escalera permite a los fieles llegar por detrás hasta la altura de sus hombros, allí se le da un abrazo formal al santo. Para fortalecer el carácter militante del santo está la advocación de Santiago Matamoros, y en los combates simbólicos, que se prolongan hasta hoy en España y en gran parte de América Latina, para Semana Santa, aparecen contingentes de bailarines, unos vestidos con ropas de colores y caras tiznadas que son los moros, los otros con ropas blancas en su mayoría, son los cristianos, y en bailes que simulan la guerra, los cristianos llevan la peor parte hasta que aparece Santiago, sobre un caballo de utilería y con la ayuda del Santo, los cristianos ganan y derrotan a los moros. Esta ceremonia, datada ya en el siglo XI, continúa hasta nuestros días reflejando la profundidad en la que está fijado en las devociones populares, el Santo Guerrero.
No es de extrañar, entonces, que exista una teología que precisamente considera que una de las formas de acceder a la vida de perfección, consista nada menos, que en matar al prójimo. En la literatura española el primer registro de esta curiosa forma del apostolado, de extender el Reino de Dios matando al prójimo gozosamente aparece en el Cantar del Mio Cid compuesto, probablemente, alrededor del año 1150, y en el se relata que un monje francés, del monasterio de Cluny llega a la ciudad de Valencia y se destaca por su valor para lidiar; al parecer oficiaba misa con la espada en la cintura y concluido el oficio entraba en las luchas con empuje entusiasta para las batallas. No menciona el Cantar ninguna referencia a la piedad del Abad, pero si su alegría en matar moros y por esa razón el Mío Cid le otorga el Obispado de la ciudad.
Y en esa larga convivencia guerrera que es la llamada Reconquista española contra el islam, los cristianos copiaron, alrededor del 1.200, las órdenes de caballería a los invasores, dándoles igual contenido integrista teológico y nacieron las muy conocidas órdenes hispánicas de Calatrava, Montesa, la mencionada de Santiago, la famosa francesa del Temple, los Caballeros Teutónicos que expandieron la geografía hasta Rusia, etc, con un poder que superaba el militar, el político y financiero, y regulaban importantes sectores del gobierno de la iglesia católica.
Dos siglos después lo dirá mejor que nadie en la lengua española Jorge Manrique cuando muere su padre maestro que fue de la orden de Caballería de la Espada de Santiago. Jorge Manrique escribe, en 1450 aproximadamente, las famosísimas "Coplas a la muerte del Maese Santiago, su padre", que algunos críticos consideran la mejor poesía en español de todos los tiempos, y que sin duda expresa con gran precisión el ideario caballeresco de su época.
Cuando se trata de definir de que modo se obtiene la vida perdurable, el Cielo de salvación, dice Jorge Manrique:
" Los fieles religiosos, gánanlo con oraciones y con lloros
los caballeros famosos, con trabajos y aflicciones contra moros.
Y pues vos, claro varón,
tanta sangre derramaste de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganaste por las manos."
Comenta un renombrado autor: "En vano se buscará en la literatura extranjera del siglo XV la doctrina de ser el derramamiento de sangre infiel tan legítimo medio de alcanzar la vida eterna, como la oración ferviente y acongojada", un claro ejemplo de mentalidad militarista que llega a la salvación espiritual a través de la muerte del próximo. Podríamos acotar, salvo en La Canción de Rolando, anterior al Mío Cid, donde aparece otro obispo batallador, Turpin, matando moros. Los siglos que separan a las Coplas del Mio Cid refleja un mesurado avance; los religiosos ya no matan si no que hacen obras de piedad, y el oficio de dar muerte queda exclusivamente en manos de los caballeros.
Queda tan lejos el siglo XV que es válida la tentación de ver en las Coplas, en todo caso la expresión de una idea vigente, en ese momento, pero quizá ya sin valor actual. Nada más erróneo. En este mismo momento en que se escriben estas páginas, judíos, mahometanos y cristianos libran guerras de alto contenido religioso imbuidos de esta misma teología, ganar el cielo derramando la sangre del próximo en las llamadas guerras santas.
Y para ver la vigencia del pensamiento manriqueño tampoco hay que viajar. La Argentina de la pasada dictadura militar exhibió la misma mentalidad medieval en la repetida excusa dada por los asesinos represores cuando creían ver moros, o extranjeros, en los compatriotas desvanecidos y atados que mataban frente a sus tumbas o tiraban de un avión. Excesos al que el Maestre Don Rodrigo nunca llegó ya que él mataba en combate.
Al menos resulta curioso que siendo la conducta generalizada de los soldados bastante alejada de los ideales cristianos, y esté asentada precisamente en el ejercicio de la violencia, sea tomado el soldado como ejemplo, o imagen de la vida del santo.
En 1521 un soldado español fue herido durante el sitio de Pamplona por una bala que le destrozó un pierna. Durante su larga convalecencia tuvo en sus manos un libro religioso que le cambió la vida, y el militar Ignacio de Loyola, se transformó en San Ignacio de Loyola, uno de los santos con mayor trascendencia social en los últimos 500 años de la vida de la iglesia católica.
San Ignacio no se desprendió de los esquemas militares que le forjaron en su juventud, y llamó Compañía a la orden que fundó. Los que la dirigen se llaman Generales, y en toda su organización se respira una orientación de disciplina militar. Sin embargo, hay que reconocer que los jesuítas fundados por Ignacio han sabido proceder con gran sabiduría y equilibrio para ejercer la disciplina militar con que se ejerce el mando, aunada a la mayor flexibilidad apostólica, al menos en líneas generales y actitudes predominantes. El jesuíta no es un espartano, un profesional de las armas. El teólogo protestante Paul Tillich que los critica con severidad, reconoce a la vez que son los primeros hombres modernos de la iglesia de la contra-reforma. De modo alguno los jesuítas encarnan el espíritu integrista y violento, militarista para decirlo en una palabra, sino por el contrario, el de la mayor flexibilidad conceptual que fue visible desde el inicio de la Compañía, y particularmente durante la experiencia que vivieron en la evangelización de China, en el siglo XVII. En esa circunstancia llegaron al límite conceptual más crítico entre evangelización y cultura, en el intento de hacer comprender la figura y mensaje de Cristo en una sociedad culturalmente distante. "De quién están hablando", dijo un mandarín chino cuando un jesuíta predicaba en chino en la corte de Pekín. "De un hombre que murió como delincuente durante la dinastía Hua", le contestó otro. Esa era la barrera a vencer, el filtro de la cultura, que Pablo pudo superar pasando el mensaje al griego, y no lo pudieron cumplir los jesuitas en China, por imposición de la curia romana.
"Milicia es la vida del hombre sobre la tierra, y como día de jornalero son sus días", dice amargamente el AT. Las centenas de citas militares del libro no pesan en el discurso de Cristo, y llama precisamente a los que tienen penas, amarguras y sombras en el corazón, para que se les dejen a El.
De modo que el cristiano no es un hombre blindado, agobiado por el peso de las armas, al menos no debería serlo, y la iglesia lo invita a una fiesta, una recordación fraterna, un ágape. No hay lugar para la espada. No es la comida conjunta de los iguales lacedemonios. Es una cena en la que todos están invitados, y el que no va es porque ignora la invitación.
Al entrar al actual siglo existe signos en el catolicismo, y específicamente en la iglesia argentina que ha perdido terreno la visión militarista de la religión, al menos han perdido protagonismo una corriente de la jerarquía que propugnaba la guerra santa en la década del 70. Paz a los muertos, pero al menos tengamos presente que treinta años atrás teníamos Abades como Jerónimo de Perigord, el Obispo de Valencia en tiempos de Cid.
Debemos tener prudencia para observar "los signos de los tiempos", por que así como son visibles las señales de retroceso del militarismo religioso, se puede comprobar a la vez, que en las dos otras religiones del Libro, como llamaban los teólogos del Islam al cristianismo, el judaísmo y a ellos mismos, existe fuertes signos integristas y racistas que interactúan entre sí, y el cristianismo siempre estuvo imbricado con estas dos religiones.
El fuerte retorno del islam a Europa no muy visible en la Argentina, salvo que se pueda contemplar la nueva mezquita del barrio de Palermo en Buenos Aires que exhibe un poderío material destacado, coloca un ingrediente religioso en la mesa, al que el catolicismo tendrá que metabolizar con dos, y solo dos, respuestas posibles: la resistencia violenta, o la espiritualidad pluralista. Hasta el momento la respuesta de Francia y ahora de España han sido dubitativas generando nuevos conflictos que, en su forma más superficial surgen como problemas sociales o de códigos culturales, pero que envuelven una matriz religiosa.
Para cerrar con una preocupante interrogación: ¿cuando en el 2.000, ciudadanos franceses, alemanes, españoles, quemaban un inmigrante mogrebí o turco, o ahora Israel tortura y mata a un árabe, lo hacen por cuestiones laborales, militares, racistas o religiosas? La respuestas son muchas, pero lo indudable es que en este tiempo, como en 1500, se queman seres humanos en forma pública y como sanción social. La distancia social entre un talibán y un pulido doctor de la Sorbona puede no ser demasiada. En la reducida esfericidad de nuestro propio cerebro está la respuesta. En definitiva, ¿por quién optamos, por Jesucristo o el Obispo Jerónimo de Valencia?
Autor:
Hugo Martínez Viademonte
Buenos Aires, julio de 2000
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