Descargar

Psicodrama freudiano de parejas (página 2)

Enviado por Enrique


Partes: 1, 2

Sin duda alguna. La regla fundamental es que en los grupos de parejas los cónyuges o los amantes nunca deben representar en conjunto.

En efecto, de hacerlo, continuarían inevitablemente su querella, perpetuarían su relación en la vida cotidiana y su ingreso al grupo no tendría significación alguna.

El grupo, debe representar al otro de acuerdo con la imagen que el sujeto tiene de él o de ella, imagen que denuncia la relación dual propia de pareja. Cuando el antagonista no cumple con su rol, el terapeuta aconseja la permutación de los roles que, en los grupos de parejas, se impone como regla.

De este modo, se manifiesta con absoluta claridad el deseo inconsciente del sujeto. Ese deseo se expresa a través de una cierta demanda que se le formula al otro y que, a su vez, se concretiza a través de la imagen que el sujeto proporciona del otro. Podemos afirmar que esa imagen representa en todos los casos lo que el sujeto desearía y no se atreve a ser; es decir, el personaje paterno, materno o fraterno, eje de sus identificaciones, que le sirvió como modelo y que él reproduce, una vez más, en su relación actual.

Por eso en los talleres de parejas, los esposos nunca representan juntos. Ambos están presentes, pero sólo uno de ellos es actor. Ello no impide que el que se mantiene como espectador comente la situación o responda.

Sexualidad

El orgasmo femenino aparece como la metáfora del cumplimiento de la promesa simbólica. Esta promesa une con intensidad a las parejas.

Por eso cuando no se satisfacen determinadas condiciones imaginarias o simbólicas, el orgasmo es insuficiente.

En el transcurso de la vida de la pareja el orgasmo puede presentar eclipses que se originan en las decepciones ligadas a frustraciones o faltas imaginarias o simbólicas.

Para que el falo ocupe su lugar, las promesas deben ser cumplidas. Si la decepción es provocada por el incumplimiento de una palabra, la mujer no puede gozar.

Las estructuras psicodinámicas en terapias de parejas

Los ideales, conscientes e inconscientes, que tiene cada miembro de la pareja, se vienen a manifestar cuando se participa en un grupo terapéutico. Sin pretender postular jerarquías o listados, conviene tener en cuenta algunas estructuras dinámicas que se repiten con frecuencia en las sesiones; y podemos considerar dichas estructuras como diferentes formas de resistencia al cambio psíquico; tales estructuras pueden haber influido tanto en la elección de la pareja como en la generación de su sistema de vínculación.

Diálogos de sordos

Las personas emparejadas intentarán validar imperceptiblemente sus normas y valores, como si todo aquello que, explícita o implícitamente, representara su propio modelo inconsciente de pareja fuera lo auténticamente válido y "verdadero". Se suelen generar así tensas discusiones, con intercambio de opiniones y surgimiento de actitudes cada vez más fanáticas que aluden a proyectos de acciones, sin tener la menor conciencia de que en ellas se están incluyendo fenómenos proyectivos provenientes del mundo interno, pasado infantil.

Tales argumentos vuelven a reinstalarse, entremezclándose desapercibidamente con los temas más diversos, donde se ligan "razonadamente" (racionalizando) a las contingencias del mundo externo.

Se trata de un tipo de diálogo entre cónyuges que suele aparecer en las sesiones en forma de acusaciones mutuas, recriminaciones, críticas o comentarios descalificadores donde se culpan el uno al otro. También ocurre esto entre subgrupos: por ejemplo, mujeres versus hombres, dominadores versus sometidos, o también grupo entero versus terapeuta. Cualquiera de estos temas puede llevar una excesiva carga de afecto, y a veces meros detalles engendran apasionadas posiciones rígidas, obsesivas, fanáticas.

La falta de empatía mutua se convierte en un permanente contrapunto de discordancias, hasta terminar entrampados en un diálogo de sordos, preludio al sepulcral silencio de la prolongada y, a veces, irreversible incomunicación.

La cronicidad de la incomunicación agrega un profundo pesimismo y desanima toda esperanza de reconciliación. Clínicamente esto contribuye a formular un peor pronóstico y amenaza con una mayor incidencia de separaciones.

Tal cuadro de incomunicación se agrava aún más, cuando aparece en escena una tercera persona, un niño, un amigo o un animal regalado, con quien uno de los miembros de la pareja inicia una comunicación fluida, encantadora, privilegiada, configurándose un cruel contraste para el cónyuge excluido y convertido en el tercero-desvalorizado. Esto puede acarrear amargos resentimientos y celos.

El grupo puede conseguir romper el hielo y desestructurar la pesada incomunicación de la pareja, y del grupo, al desplazar el foco hacia los conmovedores relatos de la historia personal y familiar de cada uno de los afectados. Aparece una dolorosa carga biográfica, desconectada del contexto de su discurso. El aporte de estos relatos genera en ambos, y en todo el grupo, una atmósfera de empatía. Se consigue así ampliar el escenario actual hacia sus ineludibles conexiones con el pasado, donde se remueven viejas heridas no cicatrizadas.

Individuos y clanes

Las partes inconscientes del Super-Yo, las cuales acarrean los valores y las normas del "clan propio", están interfiriendo en la relación. Sus fundamentos se basan en momentos biográficos significativos del individuo a partir de su temprana infancia. Cada vez que uno de los miembros de la pareja piense o diga "en mi casa se comía así", "mi padre decía esto", "mi madre se vestía así"… se está estableciendo una disputa valórica entre dos bandos.

Estos pueden extenderse hasta las raíces propiamente culturales de cada bando, presionando, por ejemplo, para que los hijos se casen con gente de la misma "colonia" o de la misma "raza".

La escisión postula: los "buenos" contra los "malos

Al comunicarse una pareja entre sí o con cada uno de los demás, suele utilizar la escisión y la identificación proyectiva. Esto significa que en sus clasificaciones, se escinde lo bueno de lo malo, como si ellos fuera la realidad absoluta. En polos opuestos se ubican a individuos, parejas, familias o grupos, postulados como entidades antagónicas e incompatibles. Las partes "buenas" provocan su introyección, mientras que las partes "malas" tienden a ser expulsadas del self mediante la proyección.

La trama de vínculos que se desarrollan con tales objetos polarizados suele producir, simultáneamente, una escisión de las corrientes de afectos: los sentimientos "buenos" y amorosos se conectan con el "bueno"; los sentimientos "malos", todo el odio, será dirigido contra lo que se ha postulado como símbolo emblemático de "el malo".

Sobre este mecanismo primitivo de defensa se instala lo que he llamado antes "diálogo de sordos".

Esta pertenencia al "clan-bueno" constituye un apuntalamiento sustancial al sentimiento de identidad y, a la vez, se relaciona con el sentimiento de autoestima. El abandono al "clan" provoca angustia, soledad y el desamparo que persigue a un Yo convertido en exiliado.

Identidad y resistencia al cambio

La posibilidad de renunciar a tales "principios" es, por lo tanto, casi imposible, por cuanto ello significa, más que un cambio de identidad, la amenaza de perderla, "dejar de ser uno mismo". Se trata justamente de la angustia de despersonalización y de sentimientos de irrealidad.

En tal caso, el sentimiento de identidad infantil resultará dañado por un patológico condicionamiento temprano, que fuerza al self a adoptar una posición impostada, conflictiva, deformada y forzada.

Si el anhelo de cambiar implicara abandonar elementos patológicos que son puntales inamovibles de la identidad, el conflicto interno es evidente, y la palanca que potencia la resistencia al cambio será dicha angustia de despersonalización y de irrealidad.

Identificación con el agresor como defensa

Para sobreponerse a la angustia de despersonalización, una suerte de necesidad incontenible obliga a cada miembro de una pareja a suscribir incondicionalmente la identificación maligna con los aspectos más negativos y más temibles de las imágenes parentales y también del "clan" respectivo. Tales rasgos corresponden a las imagenes inconscientes de la "mala madre", o del "mal padre". Estas imágenes funcionan en el mundo interno como si estuvieran potencialmente cargadas de ataques de celos y envidia contra los propios hijos. Tal gestión, habitualmente negada, de padres envidiosos, conlleva las más siniestras amenazas explícitas o, más frecuentemente implícitas. "Preferiría verte muerto antes de que llegaras a contradecirme", "si sigues así, olvídate de nosotros", "no nos llames nunca más"…

Resultará entonces indispensable para este hijo continuar férreamente identificado con la figura de tales grandiosos y patógenos "buenos-malos padres". De este modo, el hijo consigue conservar su bendición y especialmente, evitará las consecuencias de su maldición. Se produce así una identificación con el agresor, que opera como un mecanismo primitivo de defensa, pretendiendo evitar por negación, el descubrimiento de tales imágenes parentales esencialmente conflictivas y generadoras de perdurable patología.

En el plano inconsciente, la insoportable angustia de despersonalización, sería la palanca que obliga compulsivamente a permanecer sometido a tales siniestras identificaciones forzadas. Cualquier cambio demasiado favorable debe ser camuflado.

La pareja en guerra

Cada miembro de la pareja se muestra empeñado en defender a ultranza ciertos contenidos que constituyen apuntalamientos inconscientes de su propia identidad. Como ya hemos dicho los límites de esa identidad se confunden con determinados rasgos del carácter que constituyen hitos del respectivo "clan" familiar y que, aunque muchas veces parezcan obviamente absurdos están inscritos como imperativos categóricos. Se genera entonces una "guerra civil".

Esta guerra aparece preliminarmente, como una lucha por el dominio del uno sobre el otro. Tras el control del poder, los protagonistas se van atacando mutuamente en lo más sensible y lo más querido de cada uno ( en el área sexual, en lo relativo al trabajo, a los hijos, a las respectivas mascotas…), poseídos de un odio vengativo y suicida, dominados por el máximo desprecio recíproco.

¿De qué pugna se trata aquí? El común denominador se deduce como la mutua exigencia, tan irrenunciable como inconfesable, de que sea el otro quien satisfaga primeramente, en forma incondicional, mis propios deseos. Cada uno necesita que ese otro adivine las necesidades, sin que mi Yo se las revele. Al contrario, en lo posible, con suma dignidad y desprecio, se intentará despistar al otro para hacerle aún más especial la gestión, menos banal la tarea.

Cuando un cónyuge se ubica en tales condiciones regresivas patológicas, está requiriendo que la madre idealizada, acierte "a rescatarle exactamente donde le pica la espalda".

Se trata de una guerra de naturaleza narcisista, donde se reabren las antiguas heridas al proceso de apego a la madre.

La vieja aspiración a ser "reconocido" en lo más auténtico del Yo (ideal), y sentirse amado por alguien que ha sido postulado como un Yo-materno-idealizado, viene a constituir un anhelo imposible de satisfacer.

No obstante esta posición tiene una paradoja y, si alguien concibiera la lejana posibilidad de ser querido, incluso al exponer sus partes malas empezaría a desconfiar y a descalificar a ese otro que afirma quererlo, porque pensaría que:

a).- no ve bien y que por lo tanto no me está conociendo tal y como soy en realidad

b).- si realmente me ve lo malo y lo feo, sólo me puede aceptar porque tiene el gusto pervertido

c).- me ve lo malo y lo feo, pero aparenta aceptarme para engañarme o engañarse con algún oculto propósito mal intencionado.

d).- me ve lo malo y lo feo, pero luego lo niega o lo desmiente por razones ligadas a su propia patología masoquista

e).- pretende usarme para lucirse.

Tal sería la misión imposible que se exigen mutuamente los cónyuges atrapados en la "guerra".

El péndulo

La persecución voraz, sádica del objeto amado contiene una pulsión absorbente que , a partir de la delicada ternura romántica, se va tornando en exigencia de una intimidad tan estrecha que acaba por convertirse en control sofocante, para culminar fatalmente en aquélla "aspiración" incorporadora, tan deseada como temida, que conlleva la fantasía inconsciente de "fusión" en el otro.

Dicha necesidad voraz de fusión, frecuentemente proyectada en el otro, provoca diversas formas de defensa. Desde la fobia a la intimidad, la frigidez física o emocional, la impotencia, la compulsión a las interpretaciones inoportunas, el distanciamiento afectivo, el sometimiento dependiente, el control obsesivo… La insoportable asfixia de aquella intimidad voraz empuja inevitablemente a la agresividad inmotivada y a la pelea injustificada. Se inicia así un doloroso camino hacia la desolación, ubicada en el polo opuesto, donde se experimenta el deprimente desgarro de la pérdida irreversible. Desde la distancia del exilio, el objeto va recuperando sus componentes idealizantes, y desde allí se podrá concebir el reinicio del largo camino de regreso, transitando por penitencias con sentido autopunitivo y reparatorio, sobre la lejana y desesperanzada intención de reponer el proyecto inicial, aspirando a lograr un perdón que permita la reconstrucción del vínculo idealizado, que se dio por perdido. Pero entonces, a pesar de las promesas y los buenos propósitos, tenderá a recaer de nuevo al pantano de aquella intimidad asfixiante. Como un péndulo, se estará proclive a oscilar entre esos dos extremos.

Otra alternativa a la pendulación se da cuando, desde la intimidad asfixiante, el sujeto pasa a adoptar una posición defensiva de negación maníaca, en vez de depresiva, y pretende salvar la relación de pareja insertándola en un mundo de fiestas, alcohol, drogas o perversiones.

Relación Triangulada

En el triangulo amoroso se instala una escisión, tanto entre los objetos externos, buenos e idealizados, como entre los objetos internos.

En la "casa chica" vive clandestinamente, con aura de gloria, el objeto parcial-idealizado: la bella musa o el lejano príncipe azul. A estos se los entiende siempre, se les perdona, se les celebra, se les tolera y atiende con auténtica buena voluntad. Excepto los domingos, reservados para la familia oficial en la "casa grande". En esta sobrevive el objeto parcial "malo", el cual ha perdido su gracia y todos los incentivos del amor, rechazado con mal disimulado desprecio, o apenas tolerado de mala gana y por razones insuficientes, por ejemplo, por los niños, el entorno social, lo económico.

Sin embargo el encanto de la "casa chica" sólo perdura en el terreno de lo virtual, ya que si ocurre la inesperada muerte o desaparición del que vive en la "casa grande" el equilibrio se rompe. La falta de un impedimento externo deja en evidencia que las limitaciones que fundamentaban la clandestinidad no eran reales, sólo sustentaban un artificio y un pretexto.

La necesidad de escisión requiere, entonces, del absurdo de procurar reponer una nueva sustituta-o de la "casa grande".

El síndrome de la casa nueva

Algo que frecuentemente genera incomprensibles angustias o depresión, y suele llevar a consecuencias imprevisibles, es la instalación de la pareja en la casa nueva-ideal o su equivalente.

Esta misma dinámica se puede conectar con la depresión posparto y, por otro lado, con la fobia al éxito.

Si se suele perder imperceptiblemente la magia cuando se obtiene lo que tanto se ha anhelado, tal como ocurre en el posparto o en la "casa nueva", ¿cómo lograr conservar el encanto al conseguir un objetivo "soñado"? ¿Cómo reorganizar la relación para conservarla cuando ya no se puede escindir la agresión? ¿Qué papel juega aquí la envidia inconsciente?

 

 

 

 

 

Autor:

Enrique

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente