CONDE DE CAVERSHAM.
VIZCONDE GORING, su hijo.
SIR ROBERT CHILTERN, sub–secretario del Ministerio de Asuntos Exteriores.
VIZCONDE DE NANUAC, agre-gado a la embajada france-sa en Londres.
MASON, mayordomo de sir Ro-bert Chiltern.
MISTER MONTFORD.
JAMES y HAROLD, criados.
PHILIPPS, criado de lord Goring.
LADY CHILTERN.
LADY MARKBY
CONDESA DE BASILDON.
MISTRESS MARCHMONT.
MISS MABEL CHILTERN, her-mana de sir Robert Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY
Escena: habitación de forma octogonal en la casa de sir Robert Chiltern, en Grosvenor Square, Londres. Tiempo: el actual [del autor]. La habitación está brillantemente iluminada y llena de in-vitados. En lo alto de la escalera está lady Chiltern, una mujer de una belleza de tipo griego, de unos veintisiete años. Recibe a los invitados según van llegando. Al pie de la escalera cuelga una gran araña que ilumina un enorme tapiz francés del siglo XVIII, situado en la pared de la escalera, el cual representa el triunfo del amor, según un grabado de Boucher*. A la derecha hay una puerta que da al salón de baile. Se oye suavemente la músi-ca de recepción. Mistress Marchmont y lady Basildon, dos da-mas muy bellas, están sentadas en un sofa de estilo Luis XVI. Tienen figuras de exquisita fragilidad. Lo afectado de sus adema-nes posee un delicado encanto. A Watteau le hubiese gustado pintarlas.
* Haciéndose eco del antiguo ideal horaciano implícito en su ut pic-tura poesis (persona, cabría consignar aquí), Wilde establece plásticas analogías entre los personajes y obras pictóricas para describir a los pri-meros.
MISTRESS MAIZCHMONT. –¿Irá a casa de los Hartlocks esta noche, Olivia?
LADY BASILDON. –Supongo que sí. ¿Y usted?
MISTRESS MARCHMONT. –Sí. Son horriblemente aburridas las fiestas que dan, ¿verdad?
LADY BASILDON. –¡Horriblemente aburridas! Nunca sé por qué voy. Nunca sé por qué voy a ningún sitio.
MISTRESS MARCHMONT. –Yo vengo aquí a éducarme.
LADY BASILDON. –¡Ah! Odio que me eduquen.
MISTRESS MARCHMONT. –Y yo. Le pone a una casi al nivel de las clases comerciales, ¿verdad? Pero la querida Gertrude Chiltern siempre me está diciendo que debo tener algún propósito serio en la vida. Así pues, vengo aquí a intentar encontrar uno.
LADY BASILDON. –(Mirando a su alrededor a través de sus lentes.) No veo esta noche aquí a nadie al que se puede llamar propósito serio. El caballero que me ofreció el brazo para entrar a cenar no hizo más que hablarme de su esposa todo el tiempo.
MISTRESS MARCHMONT. –¡Qué trivial!
LADY BASILDON. –¡Terriblemente trivial! ¿De qué ha-blaba el que fue con usted?
MISTRESS MARCHMONT. –De mí.
LADY BASILDON. –(Lánguidamente.) ¿Y le interesaba?
MISTRESS MARCHMONT. –(Moviendo la cabeza.) Ni por lo más remoto.
LADY BASILDON. –¡Qué mártires somos, querida Margaret!
MISTRESS MARCHMONT. –(Levantándose.) ¡Y qué bien nos sienta eso, Olivia! (Se levantan y van hacia el salón de música. El vizconde de NANJAC, un joven agregado conocido por sus corbatas y su anglomanía, se aproxima a ellas, se inclina para saludarlas y entra en la conversación.)
MASON. –(Anunciando a los invitados desde lo alto de la escalera.) Míster y lady Jane Barford. Lord Caversham. (Entra lord Caversham, un viejo caballero de setenta años que lleva la banda y la estrella de la Jarretera *. Tiene aspecto de libe-ral. Recuerda mucho un retrato de Lawrence.)
* La orden de la jarretera, de reminiscencias artúricas y cuyo em-blema era una especie de media, fue fundada hacia 1350. Su lema era Hony Soyt Qui Mal Pense, es decir, «Vergüenza para aquel que guarda el mal en su mente».
LORD CAVERSHAM. –¡Buenas noches, lady Chiltern! ¿Está aquí el inútil de mi hijo?
LADY CHILTERN. –(Sonriendo.) Creo que lord Goring no ha llegado todavía.
MABEL CHILTERN. –(Acercándose a lord Caversham.) ¿Por qué llama usted inútil a lord Goring? (Mabel Chíltern es un ejemplo perfecto del tipo de belleza inglesa, el tipo flor de manzano. Tiene toda la fragancia y libertad de una flor. Sus cabe-llos son como rayos de sol, y su pequeña boca, con los labios entre-abiertos, tiene una expresión expectante como la boca de un niño. Posee toda la fascinante tiranía de la juventud y el asombroso valor de la inocencia. A la gente de sano espíritu no le recuerda en modo alguno una obra de arte. Pero ella es realmente como una estatuilla de Tanagra y le molestaría mucho que se lo diesen.)
LORD CAVERSHAM. –Porque lleva una vida de hol-gazán.
MABEL CHILTERN. –¿Cómo puede decir tal cosa? Da un paseo en coche por el Row a las diez de la mañana, va a la ópera tres veces por semana, se cambia de traje por lo menos cinco veces al día y cena fuera todas las noches durante la temporada. ¿Le llama usted a esto vida de hol-gazán?
LORD CAVERSHAM. –(Mirándola con una amable expre-sión.) ¡Es usted una joven encantadora!
MABEL CHILTERN. –¡Qué amable es usted al decir eso, lord Caversham! Venga a vernos con más frecuencia. Ya sabe usted que estamos en casa siempre los miércoles. ¡Y está usted tan bien con su estrella!
LORD CAVERSHAM. –Ahora no suelo ir a ningún sitio. Estoy harto de la sociedad de Londres. No me importa-ría que me presentasen a mi sastre; siempre vota a favor de las derechas. Pero me opondría por completo a cenar con la sombrerera de mi esposa. No he podido acostumbrar-me a los sombreros de lady Caversham.
MABEL CHILTERN. –¡Oh! ¡Yo amo la sociedad de Londres! Opino que ha mejorado inmensamente. Ahora está compuesta enteramente de bellos idiotas y ocurren-tes lunáticos. Exactamente como debe ser una sociedad.
LORD CAVERSHAM. –¡Hum! ¿Qué es Goring? ¿Bello idiota o lo otro?
MABEL CHILTERN. –(Gravemente.) Por ahora me he visto obligada a poner a lord Goring en una clase para él solo. ¡Pero progresa encantadoramente!
LORD CAVERSHAM. –¿En qué?
MABEL CHILTERN. –(Con una pequeña reverencia.) ¡Espero hacérselo saber muy pronto, lord Caversham!
MASON. –(Anuncíando.) Lady Markby. Mistress Cheveley. (Entran lady Markby y mistress Cheveley. Lady Markby es una mujer agradable y sencilla, con cabellos grises y buenos encajes. Mistress Cheveley, que la acompaña, es delgada y alta. Los labios muy finos y rojos como una línea escarlata en su pálido rostro. Cabello rojo, a estilo veneciano, nariz aguileña y cuello largo. El rojo acentúa su natural palidez. Ojos de un gris verdoso, de mira-da inquieta. Vestido color heliotropo, con diamantes. Parece algo así como una orquídea y atrae la curiosidad de cualquiera. Todos sus movimientos son extremadamente graciosos. Es una obra de arte, pero con influencias de demasiadas escuelas.)
LADY MARKBY. –¡Buenas noches, querida Gertrude! Ha sido muy amable al permitirme traer a mi amiga mistress Cheveley. ¡Dos mujeres tan encantadoras deben conocerse!
LADY CHILTERN. –(Avanza hacia mistress Cheveley con una dulce sonrisa. De repente se detiene y la saluda muy fría-mente.). Creo que mistress Cheveley y yo nos hemos visto ya antes. No sabía que se había casado por segunda vez.
LADY MARKBY. –¡Ah! Hoy día la gente se casa tan a menudo como puede, ¿no? Está muy de moda. (A la duquesa de Maryborough.) Querida duquesa, ¿cómo está el duque? ¿Con el cerebro aún débil, supongo? Bueno, eso era de esperar, ¿verdad? Su buen padre era igual. No hay nada como la raza, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. –(Jugueteando con su abanico.) Pero ¿nos hemos visto antes realmente, lady Chiltern? No puedo recordar dónde. He estado fuera de Inglaterra mucho tiempo.
LADY CHILTERN. –Fuimos a la escuela junta, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. –¿Sí? Lo he olvidado todo de mis días de colegiala.Tengo la vaga impresión de que fue-ron detestables.
LADY CHILTERN. –(Fríamente.) ¡No me sorprende!
MISTRESS CHEVELEY. –(Con tono dulce.) ¿Sabe usted que me gustaría muchísimo conocer a su inteligente esposo, lady Chiltern? Desde que entró en el Ministerio de Asuntos Exteriores se habla mucho de él en Viena. Han llegado a escribir correctamente su nombre en los periódicos. Eso en el continente es un gran éxito.
LADY CHILTERN. –¡No creo que haya nada de común entre usted y mi marido, mistress Cheveley! (Se aleja de ella.)
VIZCONDE DE NANJAC. –«Ah, chère madame, quelle surprise!» No la había vuelto a ver desde Berlín.
MISTRESS CHEVELEY. –Desde Berlín no, vizconde. ¡Desde hace cinco años!
VIZCONDE DE NANJAC. –Y está usted más joven y más bella que nunca. ¿Cómo lo consigue?
MISTRESS CHEVELEY. –Teniendo por costumbre ha-blar con gente encantadora como usted.
VIZCONDE DE NANJAC. –¡Ah! Me adula. Me unta usted con manteca, como dicen aquí.
MISTRESS CHEVELEY. –¿Eso dicen? ¡Qué horrible!
VIZCONDE DE NANJAC. –Sí; tienen un maravilloso lenguaje. Debía ser más conocido. (Entra sir Robert Chiltern. Es un hombre de cuarenta años, pero parece más joven. Va completamente afeitado y tiene el pelo y las cejas de color negro. Posee una marcada personalidad. No es popular -pocas personalidades lo son-, pero es intensamente admirado por unos pocos y muy respetado por la mayoría. Su nota característi-ca es una perfecta distinción con un ligero toque de orgullo. Uno se da cuenta de que él sabe perfectamente la posición que se ha creado en la vida. Un temperamento nervioso con apariencia tran-quila. Su boca y su barbilla son firmes y contrastan con la expre-sión romántica de sus ojos profundos. Este contraste sugiere una separación casi completa de la pasión y el intelecto, como si el pensamiento y la emoción estuvieran cada cual en su propia esfe-ra por medio de una violenta voluntad. Se observa gran nervio-sismo en las aletas de su nariz y en sus manos pálidas y delga-das. Sería inadecuado llamarlo pintoresco. El pintoresquismo no podría sobrevivir en la Cámara de los Comunes. Pero a Van Dyck le hubiera gustado pintar su cabeza.)
SIR ROBERT CHILTERN. –Buenas noches, lady Markby. ¿Espero que habrá traído con usted a sir John?
LADY MARKBY. –¡Oh! He traído a una persona mucho más encantadora que sir John. El carácter de sir John desde que ha tomado en serio la política se ha hecho intolerable. Realmente ahora que la Cámara de los Comunes está intentando ser útil está haciendo mucho mal.
SIR ROBERT CHILTERN. –Espero que no, lady Markby. Al menos hacemos lo posible por malgastar el tiempo del público. Pero ¿quién es esa persona tan encantadora que usted ha sido tan amable de traernos?
LADY MARYBY-¡Su nombre es mistress Cheveley! Una de las Cheveleys de Dorsetshire, supongo. Pero real-mente no lo sé. ¡Las familias están tan mezcladas hoy día! Realmente cualquier persona es ahora alguien.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Mistress Cheveley? Me pa-rece que conozco su nombre.
LADY MARKBY. –Acaba de llegar de Viena.
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Ah, sí! Ahora creo que sé quién es.
LADY MARKBY. –¡Oh! Va a todas partes y cuenta unos escándalos encantadores sobre todos sus amigos. Real-mente debo ir a Viena el invierno próximo. Espero que habrá un buen cocinero en la embajada.
SIR ROBERT CHILTERN. –Y si no lo hay, habrá que destituir al embajador. Le ruego que me presente a mistress Cheveley. Me gustaría conocerla.
LADY MARKBY. –(A místress Cheveley.) ¡Querida, sir Robert Chiltern se muere por conocerla!
SIR ROBERT CHILTERN. –(Inclinándose.) Todo el mundo se muere por conocer a la brillante mistress Cheveley. Nuestros agregados en Viena nos escriben mucho hablándonos de usted.
MISTRESS CHEVELEY. –Gracias, sir Robert. Un en-cuentro que empieza con un cumplido seguro que ter-minará en una gran amistad. Yo ya conocía a lady Chiltern.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿De veras?
MISTRESS CHEVELEY-Sí. Ella me ha recordado que estuvimos juntas en la escuela. Ahora lo recuerdo perfec-tamente. Ella siempre obtenía el premio de buena con-ducta. ¡Recuerdo que siempre se lo llevaba ella!
SIR ROBERT CHILTERN. –(Sonriendo.) ¿Y qué premios se llevaba usted, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. –Mis premios vinieron más tar-de en mi vida. No creo que obtuviera ninguno de buena conducta. ¡Lo he olvidado!
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Estoy seguro de que serían por algo encantador!
MISTRESS CHEVELEY. –No sé que nunca hayan re-compensado a las mujeres por ser encantadoras. ¡Creo que usualmente se las castiga por ello! Ciertamente hoy día las mujeres envejecen más gracias a la fidelidad de sus maridos que a otra cosa. Al menos ésa es la única forma de explicar lo terriblemente hurañas que parecen la ma-yoría de las mujeres bonitas de Londres.
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Qué filosofia tan espanto-sa! Intentar clasificar a usted, mistress Cheveley, seria una impertinencia. Pero ¿puedo preguntarle si es usted opti-mista o pesimista? Éstas parecen las dos únicas religiones que se nos permiten hoy día.
MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh! Ninguna de las dos co-sas. El optimismo empieza con una amplia risa y el pesi-mismo termina con unas gafas azules. Además, ambos son simplemente poses.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Prefiere ser natural?
MISTRESS CHEVELEY. –A veces. Pero ésa es una pose muy dificil de mantener.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Qué dirían los modernos novelistas psicólogos, de los que tanto se habla, si nos oye-ran expresar semejante teoría?
MISTRESS CHEVELEY. –¡Ah! La fuerza de las mujeres proviene del hecho de que la filosofia no puede explicar-nos. Los hombres pueden ser analizados; las mujeres…, simplemente adoradas.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Cree usted que la ciencia no puede abordar el problema de las mujeres?
MISTRESS CHEVELEY. –La ciencia no puede explicar lo irracional. Por eso no tiene porvenir en este mundo.
SIR ROBERT CHILTERN. –Y las mujeres representan lo irracional.
MISTRESS CHEVELEY. –Las mujeres bien vestidas.
SIR ROBERT CHILTERN. –(Con una cortés inclinación.) Temo no poder estar de acuerdo con usted en eso. Pero sentémonos.Y ahora dígame: ¿qué le ha hecho dejar su brillante Viena por nuestro sombrío Londres? ¿O es una pregunta indiscreta?
MISTRESS CHEVELEY. –Las preguntas nunca son indis-cretas. Las respuestas a veces sí.
SIR ROBERT CHILTERN. Bueno; al menos ¿podré saber si ha sido la política o el placer?
MISTRESS CHEVELEY. –La política es mi único placer. Hoy día no está de moda flirtear hasta los cuarenta años ni ser romántica hasta los cuarenta y cinco; así que nos-otras, las pobres mujeres que aún no hemos llegado a los treinta, o que no lo decimos, no podemos dedicarnos a otra cosa que a la política o a la filantropía.Y la filantro-pía me parece que ahora es simplemente el refugio de la gente que desea molestar a los demás. Prefiero la política. ¡Es más… conveniente!
SIR ROBERT CHILTERN. –¡La política es una noble carrera!
MISTRESS CHEVELEY. –A veces.Y a veces es un juego inteligente, sir Robert.Y a veces un gran fastidio.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Y usted qué cree que es?
MISTRESS CHEVELEY. –Una combinación de las tres. (Deja caer su abanico.)
SIR ROBERT CHILTERN. –(Lo recoge.) ¡Permítame!
MISTRESS CHEVELEY. –Gracias.
SIR ROBERT CHILTERN. –Pero usted no me ha dicho aún lo que le ha hecho honrar a Londres con su pre-sencia tan de repente. Aquí casi ha terminado la tem-porada.
MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh! ¡No me preocupa la temporada londinense! Es demasiado matrimonial. La gente se dedica a cazar maridos o a esconderse de ellos. Yo quería conocerlo a usted. Es completamente cierto. Usted sabe lo que es la curiosidad de una mujer. ¡Casi tan grande como la de un hombre! Quería conocerlo a toda costa y… pedirle que hiciera algo por mí.
SIR ROBERT CHILTERN. –Espero que no sea poca cosa, mistress Cheveley. Las cosas pequeñas son muy difi-ciles de hacer.
MISTRESS CHEVELEY. –(Después de un momento de refle-xión.) No, no creo que sea poca cosa.
SIR ROBERT CHILTERN. –Me alegro. Dígame lo que es.
MISTRESS CHEVELEY. –Más tarde. (Se levanta.) Y ahora, ¿puedo pasear por su bella casa? He oído decir que sus cuadros son encantadores. El pobre barón Arnheim…, ¿recuerda al barón?…, solía decirme que tenía usted algu-nos Corots maravillosos.
SIR ROBERT CHILTERN. –(Con un estremecimiento casi imperceptible.) ¿Conocía usted mucho al barón?
MISTRESS CHEVELEY-Íntimamente. ¿Y usted?
SIR ROBERT CHILTERN. –En cierto momento.
MISTRESS CHEVELEY. –Un hombre maravilloso, ¿verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. –(Después de una pausa.) Era muy notable en muchos sentidos.
MISTRESS CHEVELEY. –Creo que ha sido una lástima que no escribiese sus memorias. Hubieran sido muy inte-resantes.
SIR ROBERT CHILTERN. –Sí. Conocía bien a muchos hombres y a muchos países, como la vieja Grecia.
MISTRESS CHEVELEY. –Sin la terrible desventaja de tener una Penélope esperándolo en casa.
MASON. –Lord Goring. (Entra lord Goring. Treinta y cua-tro años, aunque él siempre dice ser más joven. Cara bien pare-cida, pero sin expresión. Es inteligente, pero no le gusta que crean que lo es. Muy elegante. Se disgustaría sí lo llamasen romántico. Juega con la vida y está en relaciones perfectamente buenas con el mundo. Le agrada ser incomprensible. Eso le da una ventaja.)
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Buenas noches, querido Arthur! Mistress Cheveley, permítame que le presente a lord Goring, el hombre más desocupado de Londres.
MISTRESS CHEVELEY. –Ya conozco a lord Goring.
LORD GORING. –(Inclinándose.) Creí que no me re-cordaría, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. –Mi memoria es admirable. Y usted, ¿sigue aún soltero?
LORD GORING. –Yo… eso creo.
MISTRESS CHEVELEY. –¡Qué romántico!
LORD GORING. –¡Oh! No soy romántico en modo alguno. Aún no soy lo bastante viejo. Dejo el romanticis-mo para los que son más viejos que yo.
SIR ROBERT CHILTERN. –Lord Goring es el resultado del club de Boodle, mistress Cheveley.
MISTRESS CHEVELEY. –Eso acredita la institución.
LORD GORING. –¿Puedo preguntarle si va a estar mucho tiempo en Londres?
MISTRESS CHEVELEY. –Eso depende en parte del tiem-po, en parte de los cocineros y en parte de sir Robert.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Espero que no irá usted a meternos en una guerra europea?
MISTRESS CHEVELEY. –¡Por ahora no hay peligro! (Le hace un gesto divertido a lord Goring y sale con sir Robert Chiltern. Lord Goring se dirige hacia Mabel Chiltern.)
MABEL CHILTERN. –¡Llega usted muy tarde!
LORD GORING. –¿Ha notado mi falta?
MABEL CHILTERN. –Muchísimo.
LORD GORING. –Entonces siento no haber tardado más. Me gusta que noten mi falta.
MABEL CHILTERN. –¡Qué egoísta es usted!
LORD GORING. –Soy muy egoísta.
MABEL CHILTERN. –Siempre me dice usted sus malas cualidades, lord Goring.
LORD GORING. –¡Y aún sólo le he dicho la mitad, miss Mabel!
MABEL CHILTERN. –¿Las otras son muy malas?
LORD GORING. –¡Horribles! Cuando pienso en ellas por la noche, me duermo inmediatamente.
MABEL CHILTERN. –Bueno, pues me agradan sus malas cualidades. No debe dejar de tener ninguna de ellas.
LORD GORING. –¡Qué encantadora es usted! Siempre lo es. A propósito, quiero hacerle una pregunta, miss Mabel. ¿Quién ha traído a mistress Cheveley? ¿Esa mujer del vesti-do color heliotropo que salía ahora con su hermano del salón?
MABEL CHILTERN. ¡Oh! Creo que la ha traído lady Markby. ¿Por qué lo pregunta?
LORD GORING. –No la había visto desde hace años, eso es todo.
MABEL CHILTERN. –¡Qué absurda razón!
LORD GORING. –Todas las razones son absurdas.
MABEL CHILTERN. –¿Qué clase de mujer es?
LORD GORING. –¡Oh! ¡Un genio por el día y una belleza por la noche!
MABEL CHILTERN. Ya me disgusta.
LORD GORING. Eso muestra su admirable buen gusto.
VIZCONDE DE NANJAC. –(Acercándose.) ¡Ah! Las jóve-nes inglesas son el dragón del gusto, ¿verdad? Lo son por completo.
LORD GORING. –Eso nos dicen siempre los periódicos.
VIZCONDE DE NANJAC. –Yo leo todos los periódicos ingleses. Los encuentro muy divertidos.
LORD GORING. –Entonces, mi querido Nanjac, cier-tamente debe de leerlos entre líneas.
VIZCONDE DE NANJAC. –Me gustaría, pero mi profe-sor se opone. (A Mabel Chiltern.) ¿Puedo tener el placer de acompañarla al salón de música, «mademoiselle»?
MABEL CHILTERN. –(Disgustada.) ¡Encantada, vizcon-de, encantada! (Volvíéndose a lord Goring.) ¿No viene usted al salón de música?
LORD GORING. –No, si es que están tocando, miss Mabel.
MABEL CHILTERN. –(En tono severo.) La música es en alemán. No la entendería usted. (Sale con el vizconde de NANJAC. Lord Caversham se acerca a su hijo.)
LORD CAVERSHAM. –¡Bueno, amigo! ¿Qué haces aquí? ¡Pasando el tiempo, como de costumbre! Deberías estar en la cama, amiguito. ¡Te acuestas demasiado tarde! ¡Me han dicho que la otra noche estuviste bailando en casa de lady Rufford hasta las cuatro de la madrugada!
LORD GORING. –Sólo hasta las cuatro menos cuarto, papá.
LORD CAVERSHAM. –No sé cómo puedes aguantar a la sociedad londinense. Es algo como para echárselo a los perros. Un montón de endemoniadas nulidades que hablan de naderías.
LORD GORING. –Me gusta hablar de naderías, papá. Es la única cosa sobre la que sé algo.
LORD CAVERSHAM. –Me parece que vives entera-mente para el placer.
LORD GORING. –¿Para qué otra cosa se puede vivir, papá? Nada envejece tanto como la felicidad.
LORD CAVERSHAM. –No tienes corazón, amigo, no tienes corazón.
LORD GORING. –No creo eso, papá. ¡Buenas noches, lady Basildon!
LADY BASILDON. –(Arqueando sus dos preciosas cejas.) ¿Está usted aquí? No tenía idea de que asistía a las re-uniones de política.
LORD GORING. –Las adoro. Son el único sitio en donde la gente no habla de política.
LADY BASILDON. –Me agrada hablar de política. Hablo todo el día. Pero no puedo soportar el escuchar. No sé cómo pueden aguantar esos largos debates los miembros de la Cámara.
LORD GORING. –Porque nunca escuchan.
LADY BASILDON. –¿De veras?
LORD GORING. –(En su más serio tono.) Naturalmente. Es algo muy peligroso escuchar. Si uno escucha, lo pueden convencer; y un hombre que permite que lo convenzan con argumentos es una persona de los más irracional.
LADY BASILDON. –¡Ah! Eso explica a los hombres que nunca he entendido, y también a las mujeres que no son apreciadas por sus maridos.
MISTRESS MARCHMONT. –(Con un suspiro.) Nuestros maridos nunca nos aprecian. ¡Tenemos que recurrir a otros hombres por eso!
LADY BASILDON. –(Enfáticamente.) Sí, siempre tenemos que hacer eso, ¿verdad?
LORD GORING. –(Sonriendo.) ¡Y que digan eso las mujeres que tienen los más admirables maridos de Londres!
MISTRESS MARCHMONT. –Eso es exactamente lo que no podemos soportar. Mi Reginald no tiene ningún defecto. ¡Por eso a veces es inaguantable! No siento ni la más pequeña emoción cuando estoy con él.
LORD GORING. –¡Qué terrible! Realmente ese asun-to debía ser más conocido.
LADY BASILDON. –Basildon es igual de malo; es tan hogareño como si estuviese soltero.
MISTRESS MARCHMONT. –(Cogiendo la mano a lady Basildon) ¡Mi pobre Olivia! Nos hemos casado con mari-dos perfectos y somos castigadas por ello.
LORD GORING. –Yo pensaría que eran sus maridos los castigados.
MISTRESS MARCHMONT. –¡Oh, no, querido! ¡Ellos son los más felices del mundo! Y en cuanto a confiar en nosotras, confían tanto que es ya algo trágico.
LADY BASILDON. –¡Perfectamente trágico!
LORD GORING. –¿O cómico, lady Basildon?
LADY BASILDON. –Cómico no, lord Goring. ¡Qué poco amable es usted al decir tal cosa!
MISTRESS MARCHMONT. –Temo que lord Goring esté en el campo enemigo, como de costumbre; lo vi hablar con esa mistress Cheveley cuando entró.
LORD GORING. –¡Bella mujer mistress Cheveley!
LADY BASILDON. –Por favor, no ensalce a otras muje-res en nuestra presencia. ¡Debía haber esperado a que lo hiciésemos antes nosotras!
LORD GORING. –He esperado.
MISTRESS MARCHMONT. –Bueno, no íbamos a en-salzarla. Me han dicho que fue a la ópera el lunes por la noche y le dijo a Tommy Rufford durante la cena que, por lo que ella podía ver, la sociedad londinense estaba compuesta enteramente por repelentes y por ele-gantes.
LORD GORING. –Tenía razón. Los hombres son todos repelentes y las mujeres todas elegantes, ¿no?
MISTRESS MARCHMONT. –(Después de una pausa.) ¡Oh! ¿No pensará usted que es eso lo que quería decir mistress Cheveley?
LORD GORING. –¡Naturalmente! Y es algo muy sen-sato. (Entra Mabel Chiltern. Se une al grupo.)
MABEL CHILTERN. –¿Por qué están hablando de mistress Cheveley? ¡Todos hablan de mistress Cheveley! Lord Goring, dice… ¿Qué dice usted sobres mistress Cheveley, lord Goring? ¡Oh! Ya recuerdo: es un genio por el día y una belleza por la noche.
LADY BASILDON. –¡Que horrible combinación! ¡Tan poco natural!
MISTRESS MARCHMONT. –(Con un gesto soñador.) ¡Me gusta mirar a los genios y escuchar a las bellezas!
LORD GORING. ¡Ah! ¡Qué morbosa es usted, mis-tress Marchmonf
MISTRESS MARCHMONT. –(Con verdadero gozo.) Me alegro de oírlo decir eso. Marchmont y yo estamos casados desde hace siete años y nunca me ha dicho que era morbosa. Los hombres son muy malos observa-dores.
LADY BASILDON. –Siempre he dicho, querida Mar-garet, que era usted la persona más morbosa de Londres.
MISTRESS MÀRCHMONT. –¡Ah! ¡Usted siempre tan simpática, Olivia!
MABEL, CHILTERN. –¿Es morboso tener ganas de comer? Yo tengo muchas. Lord Goring, ¿quiere acompañarme a cenar?
LORD GORING. –Con placer, miss Mabel. (Se separa del grupo)
MABEL, CHILTERN. –¡Qué horrible ha estado usted! ¡No me ha hablado en todo el tiempo!
LORD GORING. –¿Cómo iba a hacerlo? Se fue usted con ese niño diplomático.
MABEL, CHILTERN. –Podía habernos seguido. Hubiera sido agradable. ¡No creo que esta noche me guste usted!
LORD GORING. –¡Usted me gusta inmensamente!
MABEL, CHILTERN. –¡Bueno, pues me agradaría que lo demostrase más! (Bajan la escalera.)
MISTRESS MARCHMONT. –Olivia, tengo una curiosa sensación de debilidad. Creo que me gustaría mucho cenar. Sí, me gustaría.
LADY BASILDON. –¡Yo me muero por cenar, Margaret!
MISTRESS MARCHMONT. –Los hombres son terrible-mente egoístas; nunca piensan en esas cosas.
LADY BASILDON. –¡Los hombres son enormemente materialistas, enormemente materialistas! (El vizconde de NANJAC entra con algunos invitados. Vienen del salón de música. Después de examinar cuidadosamente a todos los presentes, el vizconde se dirige a lady Basildon.)
VIZCONDE DE NANJAC-¿Puedo tener el honor de acompañarla a cenar, condesa?
LADY BASILDON. –(Fríamente.) Nunca ceno; gracias, vizconde. (El vizconde va a retirarse. Lady Basildon se da cuen-ta, se levanta rápidamente y lo coge del brazo). Pero iré con usted encantada.
VIZCONDE DE NANJAC. –¡Me gusta comer! Soy muy inglés en todos mis gustos.
LADY BASILDON. –Parece completamente inglés, viz-conde, completamente inglés. (Salen. Míster Montfor, un joven muy elegante, se aproxima a mistress Marchmont.)
MíSTER MONTFORD. –¿Le gustaría ir a cenar, mistress Marchmont?
MISTRESS MARCHMONT. –(Lánguidamente.) Gracias, míster Montford, nunca ceno. (Se levanta y lo coge del brazo.) Pero me sentaré junto a usted para observarlo.
MISTER MONTFORD. –No me gusta que me obser-ven cuando estoy comiendo.
MISTRESS MARCHMONT. Entonces observaré a cual-quier otro.
MISTER MONTFORD. –Eso me gustaría menos.
MISTRESS MARCHMONT. –(En tono severo.) ¡Le ruego, míster Montford, que no me haga estas penosas escenas de celos en público! (Bajan las escaleras con los otros invitados, cruzán-dose con sir Robert Chiltem y mistress Cheveley, que ahora entran.)
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Va usted a ir a alguna de nuestras casas de campo antes de abandonar Inglaterra, mistress Cheveley?
MISTRESS CHEVELEY. ¡Oh, no! No puedo soportar sus fiestas campestres. En Inglaterra actualmente la gen-te intenta ser ocurrente durante el desayuno. ¡Eso es horroroso! Sólo los estúpidos intentan ser ocurrentes durante el desayuno. También está allí siempre el fantas-ma familiar leyendo las oraciones familiares. Mi estancia en Inglaterra realmente depende de usted, sir Robert. (Se sienta en el sofá.)
SIR ROBERT CHILTERN. –(Sentándose junto a ella.) ¿En serio?
MISTRESS CHEVELEY. –Completamente en serio. Quiero hablar con usted sobre un gran asunto político y financiero; sobre la Compañía Argentina del Canal.
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Qué tema tan práctico y tan aburrido para que sea usted la que hable de él, mis-tress Cheveley!
MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh! Me gustan los temas prácticos y aburridos. Lo que no me gusta es la gente práctica y aburrida. Hay una gran diferencia. Además, sé que usted está interesado en el asunto del canal inter-nacional. Era usted el secretario de lord Radley cuan-do el Gobierno compró las acciones del canal de Suez, ¿verdad?
SIR ROBERT CHILTERN. –Sí. Pero el canal de Suez era una empresa muy grandiosa y espléndida. Nos daba una ruta directa para la India. Tenía gran valor para el impe-rio. Era necesario que estuviese bajo nuestro control. Ese proyecto argentino es una vulgar estafa bursátil.
MISTRESS CHEVELEY. –¡Una especulación, sir Robert! Una brillante y osada especulación.
SIR ROBERT CHILTERN. –Créame mistress Cheveley, es una estafa. Llamemos a las cosas por su propio nom-bre. Eso las simplifica. En el Ministerio tenemos toda la información sobre el asunto. En realidad yo envié una comisión especial para investigar el asunto privadamen-te y me dijeron que los trabajos apenas habían empeza-do, y en cuanto al dinero ya suscrito, nadie parecia sa-ber qué se había hecho de él. Todo esto es como un segundo Panamá, y tiene la cuarta parte de posibilidades de éxito que tuvo aquel otro endemoniado asunto. Es-pero que no haya invertido usted nada en él. Estoy segu-ro de que es usted demasiado inteligente para hacer eso.
MISTRESS CHEVELEY. –He invertido mucho dinero en ese proyecto.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Quién la indujo a hacer tal tontería?
MISTRESS CHEVELEY. –Un viejo amigo suyo… y mío.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Quién?
MISTRESS CHEVELEY. –El barón Arnheim.
SIR ROBERT CHILTERN. –(Frunciendo el ceño.) ¡Ah, sí! Recuerdo haber oído, cuando murió, que había estado mezclado en todo ese asunto.
MISTRESS CHEVELEY. –Esa fue su última aventura. Su penúltima, para ser justos.
SIR ROBERT CHILTERN. –(Levantándose.) Pero no ha visto usted todavía mis Corots. Están en el salón de músi-ca. Los Corots parecen ir con la música, ¿verdad? ¿Puedo enseñárselos ahora?
MISTRESS CHEVELEY. –(Moviendo la cabeza) No estoy de humor esta noche para ver plateados amaneceres ni rosadas puestas de sol. Quiero hablar de negocios. (Le hace una señal con su abanico para que se siente junto a ella.)
SIR ROBERT CHILTERN. –Temo no poder darle nin-gún consejo, mistress Cheveley, excepto el de que se inte-rese por algo menos peligroso. El éxito del canal depen-de, desde luego, de la actitud de Inglaterra, y yo voy a exponer el informe de los comisarios en la Cámara ma-ñana por la noche.
MISTRESS CHEVELEY. –No debe hacer eso. En su pro-pio interés, sir Robert, no ya en el mío, no debe hacer eso.
SIR ROBERT CHILTERN. –(Mirándola asombrado.) ¿En mi propio interés? Mi querida mistress Cheveley, ¿qué quiere decir? (Se sienta junto a ella.)
MISTRESS CHEVELEY. –Sir Robert, voy a ser comple-tamente franca con usted. Quiero que omita el informe que piensa leer en la Cámara, diciendo que cree que los comisarios tenían algún prejuicio, estaban mal informa-dos o algo por el estilo. Después quiero que diga unas palabras para que el Gobierno vuelva a considerar la cues-tión, explicando que tiene usted alguna razón para creer que el canal, si se terminase, tendría un gran valor inter-nacional. Usted sabe la clase de cosas que dicen los minis-tros en casos como éste. Unas cuantas tonterías pueden servir. En la vida moderna nada produce tanto efecto como una buena tontería. ¿Hará eso por mí?
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Mistress Cheveley, no puede usted hablar en serio al hacerme esa proposición!
MISTRESS CHEVELEY. –Hablo completamente en serio.
SIR ROBERT CHILTERN. –(Fríamente.) Le ruego que me permita no creerlo.
MISTRESS CHEVELEY. –(Hablando con gran énfasis.) ¡Ah! Hablo en serio. Y si hace lo que le pido, yo… le pagaré muy bien.
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Pagarme!
MISTRESS CHEVELEY. –Sí.
SIR ROBERT CHILTERN. –Temo no entender lo que quiere usted decir.
MISTRESS CHEVELEY. –(Reclinándose en el sofá y mirán-dolo.) ¡Qué fastidio! Y yo que he venido de Viena para entenderme con usted.
SIR ROBERT CHILTERN. –Lo siento, pero no la entiendo.
MISTRESS CHEVELEY. –(En tono despreocupado.) Mi querido sir Robert, usted es un hombre de mundo y tiene su precio, supongo… Hoy día todo el mundo lo tiene. Lo malo es que la mayoría de la gente es horrible-mente cara.Yo sé que lo soy. Espero que será usted más razonable.
SIR ROBERT CHILTERNV. –(Se levanta indignado.) Si me lo permite, mandaré llamar a su coche. Ha vivido mucho tiempo en el extranjero, mistress Cheveley, y parece no darse cuenta de que está hablando con un caballero inglés.
MISTRESS CHEVELEY. –(Lo retiene tocándolo con su aba-nico.) Me doy cuenta de que estoy hablando con un hom-bre que hizo su fortuna vendiéndole a un especulador de la bolsa un secreto de estado.
SIR ROBERT CHILTERN. –(Mordiéndose el labio.) ¿Qué quiere decir?
MISTRESS CHEVELEY. –(Levantándose y mirándolo de frente.) Quiero decir que conozco el verdadero origen de su fortuna y su carrera, y también que tengo su carta.
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Qué carta?
MISTRESS CHEVELEY. –(Con desprecio.) La carta que le escribió al barón Arnheim cuando era usted secretario de lord Radley, en la que le decía al barón que comprase acciones del canal de Suez… Una carta escrita tres días antes que el Gobierno anunciase su pública subasta.
SIR ROBERT CHU.TERN. –(Roncamente.) Eso no es cierto.
MISTRESS CHEVELEY. –Creyó usted que la carta fue destruida. ¡Qué tonto! Está en mi poder.
SIR ROBERT CHILTERN. –El asunto al que usted alude no fue más que una especulación. La Cámara de los Comunes aún no había acordado nada; podía haber sido rechazada la propuesta.
MISTRESS CHEVELEY. –Fue una estafa, sir Robert. Llamemos a las cosas por su propio nombre. Esto las sim-plifica.Y ahora yo voy a venderle esa carta, y el precio que le pido es su apoyo al asunto de Argentina. Usted hizo su fortuna por un canal. ¡Debe usted ayudarnos a mis ami-gos y a mí a hacer la nuestra por otro!
SIR ROBERT CHILTERN. ¡Es infame! Lo que usted me propone es infame.
MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh, no! Éste es el juego de la vida, tal y como todos lo jugamos más pronto o más tarde.
SIR ROBERT CHILTERN. –No puedo hacer lo que me pide.
MISTRESS CHEVELEY. –Querrá decir que no puede evitar el tener que hacerlo. Usted sabe que está al borde de un precipicio. Y no puede poner condiciones. Tiene que aceptarlas. Suponiendo que se niegue…
SIR ROBERT CHILTERN. –¿Qué pasaría entonces?
MISTRESS CHEVELEY. –¡Mi querido sir Robert, sería su ruina! Eso es todo. Recuerde hasta dónde lo ha eleva-do su puritanismo en Inglaterra. Antes nadie pretendía ser mejor que su vecino. En realidad, al que era un poco mejor que su vecino se le consideraba excesivamente vul-gar y de clase media. Hoy día, con la manía moderna de la moralidad, todos tienen que conservar fama de pureza, incorruptibilidad y las otras siete virtudes… ¿Y cuál es el resultado? Van cayendo ustedes como los bolos… uno tras otro. No pasa un año en Inglaterra sin que alguien se hunda. Los escándalos daban encanto a un hombre, o al menos le hacían interesante… Ahora lo aplastan.Y el suyo es un escándalo muy feo. No podría usted sobrevivir a él. Si se supiera que un joven, secretario de un importante ministro, vendió un secreto de Estado por una gran suma de dinero, la cual fue el origen de su carrera y su fortuna, usted sería arrojado fuera de la vida pública, desaparecería completamente.Y después de todo, sir Robert, ¿por qué va a sacrificar su porvenir en vez de tratar diplomática-mente con su enemiga? Por el momento, yo soy su ene-miga. ¡Lo admito! Y soy mucho más fuerte que usted. Los grandes batallones están de mi parte. Tiene usted una espléndida posición, pero por eso mismo es muy vul-nerable. ¡No puede defenderla!, y yo estoy atacando. Naturalmente, no le he hablado de moralidad. Debe admitir que tengo delicadeza. Hace años llevó usted a cabo un asunto inteligentemente y sin escrúpulos; fue un gran éxito. Consiguió fortuna y posición. Y ahora tiene que pagar por ello. Más pronto o más tarde todos tene-mos que pagar por lo que hemos hecho. Usted tiene que pagar ahora. Esta noche, antes que nos separemos, usted me habrá prometido suprimir su informe y hablar en la Cámara en favor de ese proyecto.
SIR ROBERT CHILTERN. –Lo que me pide es imposible.
MISTRESS CHEVELEY. –Debe ser posible. Usted lo hará posible. Sir Robert, ya sabe cómo son los periódicos ingleses. Suponga que al dejar esta casa voy a la oficina de algún periódico y les cuento este escándalo, dándoles pruebas de él. Piense en su odiosa alegría, en el deleite que les causará el hundirlo a usted. Piense en el hipócri-ta de grasienta sonrisa confeccionando su artículo y eli-giendo unos sabrosos titulares.
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Cállese! ¿Quiere que retire el informe y diga un corto discurso, explicando que creo que hay posibilidades en su proyecto?
MISTRESS CHEVELEY. –(Sentándose en el sofá) Ésas son mis condiciones.
SIR ROBERT CHILTERN. –(En voz baja.) Le daré el dinero que desee.
MISTRESS CHEVELEY. –No sería lo bastante rico, sir Robert, para comprar su pasado. Ningún hombre lo es.
SIR ROBERT CHILTERN. –No haré lo que me pide. No lo haré.
MISTRESS CHEVELEY. –Lo hará. Si no… (Se levanta del sofá.)
SIR ROBERT CHILTERN. –(Nervioso.) ¡Espere un mo-mento! ¿Qué se propone? Dijo que me daría mi carta, ¿verdad?
MISTRESS CHEVELEY. –Sí. Es lo justo. Estaré mañana por la noche en la galería de las señoras a las ocho y media. Si a esa hora, y no le habrán faltado oportunida-des, ha actuado en la Cámara de la forma que yo deseo, le devolveré su carta con mis más efusivas gracias. Intento jugar limpio con usted. Siempre se debía jugar limpio… cuando se tienen los triunfos. El barón me enseñó eso… entre otras cosas.
SIR ROBERT CHILTERN. –Debe usted darme tiempo para considerar su proposición.
MISTRESS CHEVELEY. –No. ¡Debe usted decidir ahora!
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Déme una semana!… ¡Tres días!
MISTRESS CHEVELEY. –¡Imposible! Debo telegrafiar a Viena esta noche.
SIR ROBERT CHILTERN. –¡Dios mío! ¿Qué le habrá traído a usted a mi vida?
MISTRESS CHEVELEY. –Las circunstancias. (Va hacia la puerta.)
SIR ROBERT CHILTERN. –No se vaya. Accedo. No presentaré el informe. Me las arreglaré para que me hagan una pregunta sobre el asunto.
MISTRESS CHEVELEY. –Gracias. Sabía que llegaríamos a un acuerdo amistoso. Entendí su carácter desde el prin-cipio. Lo analicé.Y ahora puede mandar que llamen a mi coche, sir Robert.Veo que la gente va a cenar, y los ingle-ses siempre se ponen románticos después de una comida, y eso me aburre terriblemente. (Sale sir Robert Chiltern. Entran lady Chiltern, lady Markby, lord Coversham, lady Basildon, mistress Marchmont, el vízconde de Nanjac y mister Montford.)
LADY MARKBY. –Bueno, querida mistress Cheveley, espero que se haya divertido. Sir Robert es muy entrete-nido, ¿verdad? ,
MISTRESS CHEVELEY. –¡De lo más entretenido! Lo he pasado muy bien hablando con él.
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