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Regla ética de veracidad

Enviado por manujuan


    1. Decir la verdad, mentir, ocultar, informar parcialmente
    2. En favor de la verdad
    3. Revelación limitada y engaño

    Decir la verdad, mentir, ocultar, informar parcialmente:

    Decir la verdad es a menudo muy difícil, mentir por omisión, una de cuyas maneras es callar, puede hacernos culpables de ocultar la verdad. Sin tener en cuenta de la intención, los resultados son los mismos: los pacientes esperan que se les diga la verdad y cuando no, sentimos que el diálogo se convierte en un fraude. Hay áreas específicas en el tratamiento profesional en que la lucha entre el callar y el señalar ciertas características de alguna manera involucra sacrificar el pacto de honestidad que se supone tenemos con el prójimo. Existen situaciones en que el paciente que tratamos pueda asumir una actitud hostil ante ciertas opiniones. Usted puede sospechar que la respuesta a lo que usted le diga puede ser hostil, que se niegan a que les indiquemos ciertos tratamientos para tratar ciertos síntomas. En nuestra opinión la elección de ocultar cierta información a la respuesta presumida no es honesta y el paciente tiene el derecho a que se le informe de sus problemas de salud. El profesional tiene el deber de informar aun a costa de sufrir el síndrome de ajusticiar al mensajero que trae la mala noticia. Es todo un desafío que debemos asumir para beneficio del paciente el hacerles saber de la manera más humana posible y que pongamos toda la compasión que se merece. Muchos profesionales tienen miedo de decirle a su paciente que tiene un cáncer o que sospechan que puedan tenerlo. ¿A quién tratan de proteger? ¿Estamos reteniendo información que la persona requiere desde el punto de vista moral ético y legal? La actitud aparentemente bondadosa se convierte en un bumerang para el paciente porque así como el ocultar un cáncer incipiente, y mentir por omisión no es bondad ni es corrección, es simplemente cobardía. Creemos que la razón más importante de retener información es el miedo. Otras razones podrían ser la falta de competencia, la pereza mental o la apatía, que como el mentir por omisión merece nuestra repulsa. Creemos que ponernos en esta situación raya en lo no ético, por nuestro deseo de complacer al prójimo y hacerlo feliz. Cuando hacemos esto violamos nuestra integridad, y causamos un perjuicio al paciente o al amigo. Nosotros como profesionales a futuro no tenemos la tarea de controlar la felicidad, los sentimientos o reacciones de nuestro paciente. Tenemos la obligación de proteger su bienestar y su mejor calidad de vida aun a costa de embarcarnos  en alguna situación que podría parecer embarazosa. Decir la verdad puede tener consecuencias aparentemente negativas para nuestros pacientes, o nuestras relaciones con ellos. Adhiero al gran héroe uruguayo Artigas cuyo lema era "Con la verdad no ofendo". El profesional tiene que estar preparado para decir la verdad de manera con el suficiente tacto de que si el paciente se siente ofendido será por no comprender el sentido de lo que se le dice. A veces no es la letra sino la música la que da el sentido a nuestro verbo. Los problemas pueden resolverse mejor cuando la verdad se dice de una manera cariñosa y demostrando nuestro sincero deseo de ayudar. El sentido de nuestro consejo es que el paciente cambie una actitud por otra más positiva. Esto le permite cambiar el buscar un remedio para ello, aunque no resulte muy confortable escuchar ciertas verdades en ciertos momentos. Debemos tener en cuenta la personalidad del paciente y el estilo de comunicación más conveniente. Expresar la verdad considerando al prójimo requiere de nosotros una actitud gentil, honesta, hacerlo con tacto, acomodando nuestras palabras para cada individuo, teniendo en mente su personalidad y estilo de comunicación. La buena noticia es que el ser franco, nos liberará tanto a nosotros como a nuestros pacientes. Esto sucede a pesar de posibles respuestas iniciales negativas, que son parte de un proceso normal (negación, ira, queja, depresión y aceptación). Esta es una reacción humana natural cuando hemos recibido advertencia sobre una situación negativa de envergadura. Se debe ser franco, honesto y objetivo para dar a nuestros pacientes la verdad aun cuando esto pueda lanzar este proceso del que hablábamos (negación, ira, queja, depresión y aceptación). Ellos deben pasar por este proceso prioritariamente a aceptarnos a nosotros y a nuestro tratamiento que ellos necesitan. Nosotros debemos apoyarlos durante estos tiempos difíciles y no tomarnos las cosas en forma personal. La decisión está tomada. Siempre es mejor decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

    Mucha gente no tiene inconveniente en pensar que, en ciertas circunstancias, lo mejor que puede hacer es mentir. Engañar sobre una enfermedad grave, inventar el motivo de haber llegado tarde a la cita, atribuirnos méritos inexistentes, modificar las cifras a las notas de consumo y mil situaciones más. Pero los moralistas dicen de modo categórico que "nunca es lícito mentir". ¿Nunca? ¿Ni para evitar daños mayores? ¿Ni para salvar a la humanidad con una pequeña mentira? Así parece, pues el adverbio "nunca" no admite excepciones. Pero vendrán de nuevo los moralistas en nuestra ayuda para tranquilizarnos: "de que nunca sea lícito mentir, no se sigue que haya siempre obligación de decir la verdad". Ocultar la verdad es a veces no sólo conveniente, sino incluso obligatorio, por ejemplo, cuando se debe guardar un secreto. Dejemos por el momento lo anterior e intentemos profundizar sobre la importancia de la veracidad. Esta virtud lleva a manifestar, con las palabras o los hechos, aquello que el individuo piensa en su interior. Sabemos que "la palabra es la expresión oral de la idea". De ahí que, por ley natural, aquello que yo expreso es algo que debe coincidir con lo que pienso. Si mi palabra no refleja la idea, estoy violentando el orden natural de las cosas, voy contra la ley de Dios. Por eso se dice que la mentira es intrínsecamente mala, es decir, no es mala porque alguien la prohíba, sino que es mala en sí misma. Y algo de suyo malo no puede producir nada bueno, aunque sean muy buenas las intenciones de quien actúa. Pero aún podemos profundizar en nuestro razonamiento sobre la veracidad, hasta que alcancemos su razón más alta: la verdad es algo divino, un atributo de Dios. "Yo soy la verdad", dijo Jesucristo (Jn. 14, 6). No sólo "anuncia" la verdad, no sólo explica lo verdadero -que también lo hace- sino que por Sí y en Sí "es" la verdad misma: posee la verdad en la totalidad de su plenitud.

    Quizá lo anterior nos aclare por qué no existen "mentiras piadosas", ni mentiras inocuas. Un mal moral, aun el mal moral de un pecado venial, es mayor que cualquier mal físico. No es lícito cometer un pecado venial ni siquiera para salvar de su destrucción un país entero. Mentir es ir contra Dios. Sin embargo, decíamos que, con la restricción mental, puedo no decir la verdad cuando injustamente traten de averiguar algo de mí. Lo que diga en ese caso podrá ser una respuesta no exacta, evasiva o confusa, con un sentido verdadero y otro falso, pero no una mentira. Podríamos decir que la restricción mental es un medio lícito de autodefensa cuando no queda otra salida. El político que sabe cómo esquivar a los periodistas que buscan acorralarlo es prototipo de quienes practican este difícil arte. Mentir no es sólo faltar a la verdad. No es, sólo, decir una cosa por otra. Mentir también es no decir la verdad completa, existiendo el deber de hacerlo o exigiéndolo así las circunstancias.  Sobre todo cuando, por una verdad a medias, se induce a otro a decir o hacer algo que, con la verdad plena, no habría dicho o hecho, o habría dicho o hecho de otra manera. Desde luego hay mentira por omisión, con similares efectos.

    Omitir parte de la verdad a quienes no tienen derecho a ella es cosa distinta. El derecho a la información, que no es igual al derecho de información, tiene límites. Tengo derecho a saber, pero no a saber todo. Hay tipos, grados y/o niveles de información a los que no puedo ni debo acceder, pues no me corresponden. No son, por extensión, míos; ni objeto de mi propiedad.

    Tradicionalmente se ha definido la mentira como la "locutio contra mentem", es decir la palabra dicha, que no corresponde a lo que se piensa. La esencia de la "locutio" (la palabra) es expresar el contenido de la mente, de ahí que en la definición clásica, la mentira sería entonces la locución no coincidente entre la expresión verbal y el contenido conceptual correspondiente de la mente. En ese sentido el que miente utilizaría su facultad de hablar en contra de su propia esencia, que consiste en expresar mediante palabras el contenido de lo que en realidad se piensa.

    En la moral clásica no se ha justificado nunca la mentira de forma directa pero sí a través del artilugio de la "restricción o reserva mental". Este se da cuando la persona se expresa de tal manera que las afirmaciones utilizadas son objetivamente verdaderas pero pueden inducir a error en la persona que lo escucha, ya sea por la utilización de términos ambiguos o ininteligibles o por la revelación parcial de la verdad. La restricción mental no constituiría para la moral clásica ninguna perversión de la esencia de la palabra puesto que la expresión verbal es fiel al contenido que está presente en la mente del que habla. Por otra parte el error en el que cae quien escucha, no sería buscado directamente por quien habla -ya que este usa correctamente su facultad de locución- sino a la mala interpretación del mensaje emitido, por parte de quien lo recibe.

    En favor de la verdad:

    Por nuestra parte, creemos que la fundamentación ética de la norma de veracidad, está en el Principio de Respeto por la Autonomía de las personas. No defender el derecho de las personas a tomar decisiones sobre sus vidas, que no perjudican a otros, sería violar su derecho a la autonomía. Y las personas no pueden tomar decisiones sobre sí mismas si no reciben la información veraz para hacerlo.

    Algunos objetan que la verdad absoluta no existe, de manera que el profesional nunca podría estar completamente seguro de lo que ha sucedido o va a suceder. Y si eso es así no tendría obligación de afirmar algo sobre lo que no hay certeza. Este argumento es parcialmente verdadero, puesto que el conocimiento del hombre es limitado. Pero el deber ético de cumplir con la norma de veracidad no consiste en decir la verdad absoluta sino aquella que estamos en condiciones de afirmar en un determinado tiempo y lugar. Otra objeción es la de aquellos que piensan que si se omite una información (es decir, se oculta una verdad merecida) de hecho no se miente positivamente y que todo profesional tiene deber de no decir datos falsos, pero no tiene la obligación de decir la verdad merecida. Creemos que si es cierto que la regla de veracidad lo que posibilita es que la persona ejerza su derecho a la Autonomía, lo que realmente importa para esto es disponer de la información necesaria, y por tanto merecida.

    Todos los argumentos anteriores en relación a los conceptos de verdad y mentira así como las justificaciones hechas del deber de decir la verdad están basados en argumentos de tipo deontológico. Sin embargo, basándose en una argumentación consecuencialitas, también los utilitaristas defienden la regla de veracidad. Ellos postulan que, de aceptarse la mentira, se resquebrajaría la relación de confianza que debe existir entre el profesional y la persona, dificultándose la misma relación contractual. Los utilitaristas dirían que un mundo basado en la mentira sería un mundo peor que el basado en la verdad. De ahí que consideren que la veracidad es una norma más útil para la convivencia social que el contrario.

    Siguiendo la primera definición vista más arriba, la regla de veracidad sería claramente inmoral en los casos en que se quiera engañar a la persona para hacerle daño o explotarla; pero en aquellas situaciones en que el engaño es imprescindible para lograr beneficiar o no perjudicar a la persona, la calificación de inmoral se hace más difícil. En dichas circunstancias parece justificable decir que la regla de veracidad debe quedar subordinada al principio de no perjudicar a los demás. El ejemplo clásico en este sentido es el del asesino que persigue a la víctima que piensa matar, y pregunta si he visto donde ha ido. Si yo lo sé, la veracidad me obligaría a decirle la verdad, pero con mi información hago que el homicida ejecute su delito. Si le miento, transgredo la norma, pero respeto el deber de toda persona de defender la Autonomía de los demás, que implica como nivel mínimo de obligatoriedad defender su vida e integridad personal. Teniendo en cuenta este ejemplo, podemos decir, que el deber de decir la verdad es una obligación "prima fascie", al igual que en el caso de la norma de confidencialidad. Es decir, debe cumplirse siempre que no entre en conflicto con el deber profesional de respetar un principio de superior entidad, que en este caso es el de Autonomía y el de Beneficencia.

    El profesional no sólo está vinculado por la regla de veracidad en el primer sentido que definimos antes (no decir lo falso) sino en el segundo, decir lo que la persona tiene derecho a saber. Los códigos de ética para profesionales generalmente no hablan, como tal, de la regla de veracidad, pero de hecho la plantean cada vez que formulan deberes que tienen que ver con un adecuado conocimiento científico y con una información veraz a sus clientes. Es decir, no admiten como éticamente justificado que -por causa de la ambigüedad o de la falta de información- la persona adquiera del profesional expectativas que no corresponden con la realidad o con la verdad, ya sea de los procedimientos que se usarán en el curso de la intervención o aún de su propia capacitación profesional para resolver ciertos problemas. De ahí que deba evitar todo tipo de engaño o ambigüedad explícitos, y hacer todo lo posible para que su actuación no induzca involuntariamente a malentendidos. Por otro lado debe evitar la ocultación de la debida información, necesaria para preservar la legítima autonomía de los individuos.

    Revelación limitada y engaño:

    Claro está que la verdad es un bien moral esencial. Sin embargo, ¿qué ocurre si la verdad entra en conflicto con otros bienes morales esenciales, como la vida en sí, la libertad o la beneficencia? ¿Se puede justificar una mentira si ésta salva una vida humana o a una comunidad, o si se evita otro mal superior? ¿Estaban en lo correcto San Agustín y Kant cuándo admitieron sin excepciones la labor de decir la verdad, o estaban en lo correcto los confesores y los casuistas cuándo insistían en la consideración de las consecuencias, intenciones y circunstancias y cuándo consideraron algunas mentiras como menores o ajenas de importancia moral? Históricamente, la mentira benevolente de un médico hacia un paciente enfermo y preocupado se consideraba el acto menos malo de todos. De hecho, los casuistas y los confesores consideraban un acto benevolente mentirle a los pacientes.

    Tratar de decidir que decir en las relaciones médicas o en contextos clínicos, por lo general, se encuentra separado por argumentos falsos. Uno de esos argumentos exige que no existe ninguna responsabilidad moral en el acto de revelar la verdad, ya que en los contextos clínicos resulta imposible. Este argumento se centra en la enorme complejidad de asimiento y luego de comunicación de la verdad médica concreta en todo su sentido. Este argumento, comprendido en abstracto, es respetable, sin embargo, en su aplicación resulta falaz.

    Podemos reconocer y fácilmente admitir la complejidad epistemológica al igual que una falla humana inevitable para alcanzar "la verdad absoluta". No obstante, estos reconocimientos no hacen del hecho de decir la verdad un acto imposible y no anulan o incluso reducen la obligación moral de ser veraz. El doctor que se detiene consideradamente antes de responder a las preguntas de un paciente enfermo, ansioso y vulnerable se enfrenta con una problemática moral clínica más que con una perplejidad filosófica. La cuestión de la verdad, en este punto, no consiste inevitablemente en la cognición humana limitada de tratar de entender la complejidad total de la enfermedad de un individuo en particular. Más bien, es la pregunta de lo se descubre de una información conocida con el propósito de asegurar que el descubrimiento ayude al paciente o con el fin de mantener la confianza, lo cual puede hacer en un paciente vulnerable más daño que bien.

    La misma idea se puede expresar de maneras diferentes. Más que hablar acerca de la verdad epistemológica versus la verdad moral, podemos referirnos a la verdad abstracta versus la verdad contextual. La verdad objetiva, cuantitativa y científica es abstracta y, no obstante, no se encuentra desvinculada al escenario clínico. La verdad relacional, contextual y clínica siempre apunta a la incorporación o a la aplicación de lo que es objetivo y a su vez abstracto. Sin embargo, ambas palabras no constituyen sinónimos ni tampoco son reducibles. Un juicio clínico es diferente de uno de laboratorio, y lo mismo resulta válido para la verdad abstracta y clínica. La verdad clínica lucha por su aplicación a las preguntas de los pacientes sin ocasionarle a éstos perjuicios innecesarios. No puede ignorar la objetividad, pero no es reducible a ella. La verdad clínica/moral es contextual, circunstancial, personal, comprometida y relacionada tanto a la verdad objetiva/abstracta como a los valores clínicos de beneficencia y no-maleficencia.

    En algunas culturas, los doctores y las enfermeras creen que resulta incorrecto mentir acerca de una diagnosis o prognosis mala. Por cierto, resulta dificultoso decir la verdad, pero pensándolo bien, existen muchos beneficios respecto a decir la verdad y muchas razones para no mentir. Determinar lo apropiado de la reducción de una revelación total es una cosa, pero tratar de justificar una mentira descarada es totalmente otra. La mentira y la decepción en el contexto clínico son tan negativas como continuar con intervenciones agresivas hasta el final. Ambas técnicas se pueden calificar como una tortura.

    En algunas ocasiones, un miembro determinado de la familia puede ser designado como la persona encargada del proceso de toma de decisiones por un paciente incompetente que posteriormente recupera la competencia. Entonces, ¿quién recibe qué tipo de información? Por lo general, la familia y el paciente pueden mantenerse informados y concordar acerca de las opciones, pero no en todos los casos la situación se manifiesta de esta forma. Nuevamente, el médico tiene que hacer un juicio no sólo acerca de la competencia del paciente sino acerca de qué información el paciente puede manejar y cuándo la familia debería tomar ésta en sus manos. Si los miembros de la familia le dan al doctor o a la enfermera información médica importante desconocida por el paciente, generalmente se le diría que la ética médica profesional requiere que a un paciente se le den tales informaciones. Sin embargo, al igual que en el caso de otras variaciones contextuales, se requiere de un juicio médico sensible y sutil en extremo.

    Podemos apreciar la influencia del contexto clínico en una revelación exacta cuando observamos un nuevo campo emergente como la medicina genética. ¿Qué verdad debería ser comunicada a un paciente que ya ha sufrido una prueba de diagnóstico que indica la posibilidad de que desarrollará una enfermedad incurable? ¿Deberían revelarse los simples hechos? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién? ¿A quién? ¿Después de qué tipo de evaluación del paciente? ¿Qué pasa si el paciente tiene una historia de tendencias suicidas?

    Si una prueba genética revela la predisposición a ciertas enfermedades, ¿quién interpreta la predisposición o el riesgo en aumento? ¿Qué debería ser revelado a un paciente aprensivo? Si una prueba genética indica que una cierta enfermedad en cierto punto se va a manifestar, para la que no existe ni cura ni terapia, ¿debería ser revelada simplemente la manifestación eventual de ésta? El paciente puede morir de otra causa antes de que se presente la enfermedad genéticamente potencial. Si la prueba genética sugiere que una mujer de cuarenta años de edad tiene un 20% de probabilidades de desarrollar un cáncer que aumenta a medida que pasa el tiempo, ¿cuándo debería revelarse la información? Todas estas preguntas llegan a un punto simple pero, a su vez, importante; la revelación de la verdad en un contexto clínico requiere de un juicio clínico y no es cuestión de una simple afirmación acerca de lo que es objetiva o científicamente cierto o de decirle todo al paciente y dejar que éste tome su propia decisión.

    La veracidad es el fundamento de la confianza en las relaciones interpersonales. Por lo tanto, podríamos decir que, en general, comunicar la verdad al paciente y a sus familiares constituye un beneficio para ellos (principio de beneficencia), pues posibilita su participación activa en el proceso de toma de decisiones (principio de autonomía). Sin embargo, en la práctica hay situaciones en las que el manejo de la información genera especial dificultad para los médicos. Ello ocurre especialmente cuando se trata de comunicar "malas noticias", como son el diagnóstico de enfermedades progresivas e incurables o el pronóstico de una muerte próxima inevitable. En estas circunstancias, no es inusual caer en la tentación de tener una actitud falsamente paternalista, que nos lleve a ocultar la verdad al paciente. Se cae así, con alguna frecuencia, en el círculo vicioso de la llamada "conspiración del silencio" que, además de representar nuevas fuentes de sufrimiento para el paciente, puede suponer una grave injusticia (principio de justicia). Lo anterior no excluye la necesidad de reconocer aquellas situaciones en las que podría ser prudente postergar la entrega de la información al paciente, en atención al principio de no maleficencia, como podría ocurrir, p.ej., en el caso de pacientes con depresiones severas que aún no hayan sido tratadas. Por tanto, para que la comunicación de la verdad sea moralmente buena, se debe prestar siempre atención al qué, cómo, cuándo, cuánto, quién y a quién se debe informar. En otras palabras, para el manejo de la información en medicina se han de aplicar con prudencia los cuatro principios básicos de la ética clínica: no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia.

     

    Juan Manuel Carrera

    Estudiante de Medicina de la Universidad Buenos Aires.