El muerto novio
Cuento por Washington Irving
Sobre uno de los más altos picos del Odenwald, región salvaje y romántica de la Alemania superior, próxima a la confluencia del Mein y del Rhin, se elevaba en otro tiempo el castillo del barón Yon, Ladsliorl. En la actualidad está arruinado y casi sepultado entre los troncos de árboles y los negros abetos, sobre los cuales, sin embargo, puede distinguirse su vieja torre de atalaya, esforzándose, como su primer poseedor, en llevar erguida la cabeza y dominar todo aquel país. El barón era un digno vástago de la ilustre familia de Ralzenellenbogen, que heredó, con las ruinas del hogar paterno, todo el orgullo de sus antepasados. A pesar de que las pasiones belicosas de sus predecesores hablan disminuido mucho las propiedades de la familia, el barón se esforzó en conservar alguna apariencia de su primer esplendor. Los tiempos eran tranquilos y los nobles alemanes hablan abandonado sus viejos e incómodos castillos, edificados, como los nidos de las águilas entre las montañas, para construir en los valles residencias más agradables. Pero el barón permaneció orgullosamente en su antigua fortaleza, acariciando con un amor hereditario e inveterado todas las antiguas discordias de familia: hallábase, pues, indispuesto con la mayor parte de sus más próximos vecinos, por disensiones de sus abuelos. El barón no tenía más que una hija, pero la naturaleza, como para compensarle la falta de muchos hijos, había derramado sobre ella todos sus dones. Todas las nodrizas y comadres del país aseguraban a su padre que no había quien la igualase en belleza en toda Alemania. ¿Y quién podía saberlo mejor que ellas? En primer lugar el barón la había colocado bajo la dependencia de dos tías solteronas, que habían prodigado algunos años de la primavera de su vida en una de las pequeñas cortes alemanas donde se habían perfeccionado, en todos los ramos de conocimientos necesarios a la educación de una joven; y gracias a sus instrucciones la hija del barón era un prodigio de perfección. En la época a que nos referimos tenía diez y ocho años, bordaba admirablemente, y había hecho un tapiz lleno de episodios sacados de la historia de los santos, con tanto talento que parecían las figuras otras tantas almas del purgatorio. No encontraba mayor dificultad en leer; y hasta había hecho considerables progresos en escribir, pues podía poner su nombre sin que faltase ninguna letra, y tan correctamente que sus tías lo podían leer sin anteojos. Sobresalía en hacer primores de todas clases, bailaba todas las danzas de la época, tocaba el harpa y la guitarra, y tenía en la punta de los dedos todas las más tiernas baladas de Minnieliders.
Nadie mejor que sus tías, que en su juventud habían sido unas grandes coquetas podían servir de vigilantes guardianes y censores de la conducta de su sobrina, porque no hay dueña de tan rígida prudencia, ni tan decorosa y mirada, como una coqueta rancia. Rara vez perdían de vista a la joven; nunca salía ésta sola del castillo, y siempre tenían aquellas algún sermoncillo que hacerle sobre el estricto decorum y la obediencia implícita: en cuanto a los hombres, oh! habían cuidado tanto de tenerla apartada de ellos, y la habían inspirado una desconfianza tan absoluta, que a no mediar la conveniente autorización no se hubiera atrevido a mirar al caballero más lindo del mundo, ni aun en el caso de haberle visto espirar a sus pies.
Los buenos efectos de este sistema brillaban de un modo portentoso: la joven era un modelo de docilidad y de juicio. Mientras otras disipaban su juventud en el torbellino del mundo, y se exponían a verse atropelladas y echadas a uno u otro lado por la mano del primer recíenvenído, ella florecía en silencio bajo la protección de sus inmaculadas tías celibatas, como florece el capullo de la rosa entre las espinas que la guardan. Sus tías hablaban de ella con orgullo y exaltación, y decían que sí todas las jóvenes del mundo estaban en peligro de extraviarse, este era un motivo de dar nuevas gracias al cielo por la imposibilidad que había de que sucediese nada semejante a la heredera de Ralzenellenbogen.
Entretanto el barón Von Landshort debía conceptuarse feliz en no tener más hijos; la pobreza le obligaba a hacer diariamente nuevas economías en su casa, poique la providencia le había enriquecido con gran número de parientes pobres. Cada uno de estos poseía las disposiciones afectuosas propias de aliados humildes; se mostraban prodigiosamente adheridos al barón, y aprovechaban todas las ocasiones posibles para venir a alegrar el castillo con su presencia. Estas buenas gentes celebraban todas las fiestas a expensas del barón, y cuando se veían hartos hasta no más, declaraban que nada había más delicioso sobre la tierra que las reuniones de familia.
El barón aunque pequeño de cuerpo tenía una, alma muy grande, y se llenaba de orgullo y satisfacción a la idea de ser el hombre más notable del pequeño mundo que le rodeaba. Gustábale narrar largas historias sobre los francos y antiguos guerreros, cuyos retratos parecía estaban haciendo visajes alrededor de las paredes, y nunca hallaba un auditorio más atento, que el de los que engordaban a sus expensas. Aficionado en extremo a lo maravilloso, creía a pie juntillas en todos aquellos cuentos sobrenaturales que circulan con abundancia en las montañas y en los valles de Alemania; pero la fe de sus huéspedes superaba la suya: oían todas aquellas historias con los ojos y la boca abierta, y en ciertos pasares manifestaban el mayor espanto, aunque las oyesen por la centésima vez. Así vivía el barón Von Landsliort, oráculo de su mesa, monarca absoluto de su pequeño territorio, y dichoso sin comparación, por estar persuadido que era el hombre más sabio de su siglo.
En la época en que pasa esta historia, se hallaba reunida en el castillo una gran parte de la familia para tratar de un asunto de la mayor importancia: tratábase del recibimiento del novio destinado a la hija del barón. Hablase entablado de antemano una negociación entre el barón y un viejo gentil-hombre de Baviera, a fin de reunir sus dos casas con el matrimonio de sus hijos. Los preliminares se habían conducido con la mayor etiqueta: los jóvenes habían sido prometidos sin conocerse, y fijada la época en que habla de celebrarse el matrimonio. Con este motivo, el novio, que era el joven conde de Von-Altenburg, había recibido su licencia para dejar el servicio, y se hallaba en vísperas de recibir a su prometida de manos del barón. El mismo habla escrito desde Wurtzburgo a su futuro suegro, anunciándole el día y la hora en que debía llegar al castillo.
Púsose todo el castillo en conmoción; y desde el más más chico hasta el más grande todos se ocuparon en los preparativos necesarios para recibir como era debido al conde. Adornaron a la novia con gran primor y esmero; y como ambas tías que asistían al acto, se hubiesen agarrado en disputa con motivo de los adornos que mejor sentaban a la joven, ésta había aprovechado la ocasión para seguir las inspiraciones de su propio gusto que por fortuna era delicado. Así, pues, tenía el aire tan amable, como puede desearlo una muchacha que va a casarse, aumentando la turbación de la esperanza el brillo de sus encantos. Las emociones que hacían ruborizar su rostro, las dulces palpitaciones, de su seno y la languidez de sus miradas, lodo revelaba el dulce tumulto de su tierno corazón. Las tías no hacían más que dar vueltas en torno suyo, porque las tías solteronas son a propósito para tomar grande interés en negocios de esta naturaleza. A cada paso la aconsejaban respecto al modo como debía conducirse y hablar y recibir al amante que se esperaba.
El barón por su parte andaba muy agitado, porque aunque nada tenía que hacer, su natural colérico e inquieto no le permitía estarse pacífico cuando todos los demás se movían. Así pues, recorría todo el castillo con la mayor ansiedad, subía y bajaba, distraía a los criados de sus ocupaciones para exhortarles a ser activos y diligentes, y murmuraba en cada sala y en cada cuarto, lo mismo que un abejorro en un ardiente día de verano
Al mismo tiempo se había matado un becerro, los bosques de las inmediaciones habían retumbado con los gritos de los cazadores; los gatos se reunían en torno del hogar, las cuevas habían producido océanos de vino del Rhin y de Ferne-wine, y hasta se había puesto a contribución el gran tonel de Heidelberg. Cada cosa estaba dispuesta para recibir al huésped distinguido con gaudeanius y alegría, según el verdadero espíritu de la hospitalidad alemana…. Entretanto pasaba el tiempo; las horas sucedían a las horas, y el huésped no parecía. El sol que había derramado sus rayos inclinados sobre los verdes bosques del Odenwald, doraba ya las cumbres de las montañas. El barón subió a la torre más alta del castillo, y abrió tamaños ojos esforzándose en descubrir algo del conde y de su comitiva. Por un momento creyó verle, y en efecto distinguió algunos caballeros adelantarse con lentitud en dirección al castillo; pero cuando se hallaban casi al pie del monte, retrocedieron de improviso en diferente dirección. El último rayo del sol desapareció. Los murciélagos empezaron a revoletear en el crepúsculo. La campiña se oscureció más y más, y ya nada vio el barón sino a un campesino que volvía de la labor.
Mientras que los habitantes del castillo de Landsliort estaban sumidos en la mayor perplejidad, en otra parte del Odenwald acontecía una escena muy interesante. El joven conde Von Altenburg seguía tranquilamente su camino, llevando su cabalgadura ese trole moderado con que camina un hombre al matrimonio, mucho más cuando, como le sucedía al conde, teme las consecuencias que puede tener una unión en que él no ha intervenido. En Wurtzburgo había encontrado un joven compañero de armas con el cual había servido en las fronteras: llamábase Herman Von Starkenfaust, y era uno de los jóvenes más valientes y nobles de la caballería alemana. El castillo de su padre estaba próximo a la vieja fortaleza de Landshort, pero ambas familias permanecían extrañas y hostiles una a otra a causa de una disputa hereditaria. Al punto que se reunieron los dos jóvenes, se contaron sus aventuras: el conde refirió la historia de su proyectado enlace con una joven señorita a quien no había visto, pero de cuya hermosura y gracias tenía las noticias más alhagüeñas.
Como ambos amigos seguían un mismo camino, convinieron pasar el día juntos, y partieron de Wurtzburgo de madrugada, habiendo el conde indicado a su comitiva el camino que iba a seguir para que pudiese alcanzarle.
Por el camino fueron contándose sus escenas y aventuras militares, pero el conde fastidió algún tanto a su compañero por su obstinación en pintarle los supuestos encantos de su novia.
Mientras tanto habían penetrado en las montañas del Odenwald y atravesaban un desfiladero peligroso y solitario. Bien sabido es que los bosques de Alemania están siempre tan infestados de ladrones como sus castillos de espectros; y en la época a que nos referimos eran aquellos muy numerosos y traían atemorizado todo el país. He aquí la razón porque no parecerá extraño que nuestros caballeros fuesen atacados en medio del bosque por una partida de estos bandidos. Defendiéronse los dos amigos tan obstinadamente que dieron lugar a que la comitiva del conde llegase en su castillo. A su vista los ladrones emprendieron la fuga, pero no sin herir antes mortalmente al conde. Trasladóse a este con mucho cuidado a la ciudad de Wurtzburgo; llamóse a un monje cuya habilidad en el arte de curar era asombrosa; pero por más que se hizo todo fue inútil: el infeliz joven tenía contados los momentos de su vida.
Conociéndolo así, suplicó con voz moribunda a su amigo que partiese al punto para el castillo de Landshort, e informase al barón de todo lo sucedido. Aunque el conde no estaba perdido de amores por su desconocida novia, era no obstante muy exacto en el cumplimiento de su palabra, y por lo tanto hizo los mayores esfuerzos para determinar a su amigo a que se pusiese en camino. «Hasta que hayas desempeñado esta comisión, le dijo, no dormiré tranquilamente en mi tumba!» A una súplica hecha con tal solemnidad y en semejantes momentos, no había nada que oponer. Starkenfaust procuró calmarle, le prometió cumplir fielmente sus deseos y le dio la mano como prenda solemne de su compromiso. El moribundo se la estrechó con reconocimiento, pero en breve cayó en un delirio: habló de su novia… de sus compromisos… de la palabra que había dado. .. Pidió el caballo que debía montar en el castillo de Landshort, y espiró figurándose que ponía el pie en el estribo.
Starkenfaust tributó un suspiro y una lágrima de soldado al infeliz destino de su camarada, y se puso a reflexionar sobre la desagradable misión de que estaba encargado. Estaba triste y perplejo porque iba a presentarse como huésped, sin haber sido invitado, ante una familia enemiga, y cuya alegría iba a destruir con noticias contrarias a sus esperanzas. Pero al mismo tiempo sentía en su corazón cierto deseo de ver aquella beldad tan famosa que con tanto cuidado encerraban los muros de Katzenellenbogen, porque era admirador del bello sexo, y porque su carácter excéntrico le llevaba a emprender las mas extrañas aventuras.
Antes de partir lo dispuso todo para los funerales de su amigo, que debía ser enterrado en la catedral de Wurtzburgo, al lado de algunos de sus ilustres parientes.
Ya es tiempo de volver al lado de la antigua familia de Katzenellenbogen que esperaba impaciente a su huésped, y sobre todo a la cena y al ilustre barón que dejamos tomando el fresco en la torre del castillo.
Cuando vino la noche y no vio llegar a su huésped, el barón desesperado bajó de la torre. La cena no podía aguardar más; los manjares estaban demasiado cocidos, el cocinero se hallaba poco menos que en la agonía, y todos los habitantes del castillo presentaban el aspecto de una guarnición reducida al hambre. Así, pues, el barón se vio obligado aunque a su pesar, a dar las órdenes necesarias para que se sirviese la cena en ausencia de su huésped. Sentáronse a la mesa, y ya iban a empezar la cena cuando el sonido de una corneta anunció la llegada de un extranjero. Al oírlo el barón se apresuró a salir al encuentro de su futuro yerno.
Habíase bajado el puente levadizo y el extranjero permanecía de pie delante de la reja del castillo. Era un elegante caballero montado sobre un caballo negro. Tenía el rostro pálido, pero sus ojos brillaban, y todo su porte respiraba una dignidad melancólica. Algo incómodo al barón ver a su yerno vestido con tanta sencillez y tan solo, pues creyó que era una falta de respeto a la solemnidad del momento y a la importante familia con quien iba a enlazarse. Más reflexionando que solo la impaciencia le habría inducido a adelantarse, y que su comitiva le seguiría a corta distancia, se calmó al punto.
-Mucho siento, le dijo el recíenvenído, incomodaros…
Interrumpióle el barón con un diluvio de cumplimientos y de saludos, porque a decir verdad tenia formada una alta idea de su cortesía y de su elocuencia. El huésped procuró aunque en vano detener aquel torrente de palabras, más viendo que sus esfuerzos eran inútiles, bajó la cabeza y se resignó a escuchar. Al fin hizo el barón una pausa. Habían atravesado el patio del castillo, y ya iba el huésped a romper el silencio, cuando fue interrumpido de nuevo por la llegada de la parte femenina de la familia, que acompañaba a la trémula y ruborizada novia. Al verla el joven la contempló por largo rato, expresando en su semblante bastante emoción. Una de las viejas tías dijo algunas palabras al oído de su sobrina; ésta hizo un esfuerzo para hablar, levantó hacia el extranjero con timidez sus hermosos ojos azules, miróle como a hurtadillas, y los volvió a fijar en el suelo; sus palabras espiraron en sus labios, que se animaron con una sonrisa encantadora, y sus mejillas se sonrosaron. Imposible era, en efecto, que una joven de diez y ocho años predispuesta de antemano al amor y al matrimonio no se diese por contenta con tan cumplido caballero.
La hora no era la más a propósito para discurrir. El barón, exigió que se dejasen las explicaciones para el día siguiente, y señalando el camino de la sala del banquete todos se dirijieron a ella.
El caballero presto poca atención a la conversación que se entabló; y apenas probó bocado; pero se mostró absorto en la hermosura y gracia de su prometida. Habló con ella en voz baja, más bien para ser comprendido que oído, porque el lenguaje del amor nunca es claro; ¿pero qué mujer tiene el oído tan duro que no pueda oír el cuchicheo de su amante? Los modales del caballero tenían tanta ternura y gravedad que parecían ejercer un efecto poderoso sobre la joven. Escuchábale con la mayor atención, palideciendo y ruborizándose a la vez: cuando le contestaba, se atrevía a mirarle a hurtadillas y al contemplarle tan gallardo exhalaba un leve suspiro de felicidad. Era evidente que ambos jóvenes se habían comprendido. Las tías, señoras muy versadas en los misterios del corazón, declaraban que hablan quedado enamoradas a primera vista.
La cena fue alegre, o al menos ruidosa, porque los convidados participaban de esos violentos apetitos que excitan las bolsas vacías y el aire de las montañas. El barón refirió sus mejores y más largas historias; y nunca lo hizo con más gracia, o al menos nunca produjeron mejor efecto. A la menor cosa maravillosa, el auditorio se mostraba asombrado, y si por acaso se mezclaba algún incidente gracioso, todos reían a la vez. Verdad es que el barón, a semejanza de los personajes elevados, tenía demasiada dignidad para permitirse ninguna frase chistosa, pero acompañadas las que profería con un vaso de excelente Hockheimer, es decir de un buen vino añejo, propio de la cueva del barón y servido en su mesa, cualquier chanza por pesada que fuese, debía producir un efecto irresistible. Muchas cosas buenas se dijeron, tanto por los ingenios más pobres como por los más mordaces, cosas que solo podrían repetirse en ocasiones semejantes; muchos dichos lisonjeros aunque engañosos se murmuraron al oído de las señoras, que fueron, sin embargo, acogidos con sonrisas; y últimamente un sobrino del barón berreó una o dos canciones, obligando a ambas tías a ocultarse el rostro con los abanicos.
En medio de esta semi-bacanal el huésped permanecía grave y silencioso, y semejante conducta era extraña e inexplicable. A medida que la noche adelantaba, su tristeza aparecía más profunda, y se hubiera dicho que los chistes del barón aumentaban su melancolía. A veces parecía abismado en sus reflexiones, y otras se mostraba inquieto como si no se hallase a su gusto. Poco a poco, las conversaciones que tenía con su novia se hicieron más misteriosas; algunas nubecillas comenzaron a anublar la serenidad de la frente de la hermosa joven, y un leve estremecimiento se notó en su gracioso cuerpo.
Nada de esto se ocultó a la atención de los concurrentes, y la inconcebible tristeza del novio dio en tierra con la alegría general: desde entonces empezaron los cuchicheos, se cambiaron unas miradas con otras, y hubo movimientos de cabeza y encogimientos de hombros. Las risas y canciones fueron menos frecuentes, y tras de algunas leves pausas vinieron los cuentos bárbaros y las leyendas sobrenaturales. Una historia triste produjo otra aún más triste, y el barón fue causa de que se desmayasen algunas señoras al contar la novela del caballero fantasma que robó a la hermosa Leonor; historia horrible pero verídica, que algún tiempo después se puso en verso y que todo el mundo ha leído dándole cumplido crédito.
El novio escuchaba con grande atención. Tenía los ojos fijos en el barón, y a medida que la historia llegaba a su fin se levantaba gradualmente de su silla, y crecía más y más hasta el punto que parecía un gigante a los ojos del barón. Al concluirse la historia exhaló un profundo suspiro, y con un tono solemne pidió permiso para retirarse. Todos quedaron sorprendidos, y el barón positivamente petrificado. -Como exclamó; ¿vais a salir del castillo a media noche? Por qué? Todo se ha dispuesto para recibiros; y si queréis descansar se os conducirá al aposento que he preparado para vos.
El huésped movió la cabeza triste y misteriosamente. -Es menester que mi cabeza descanse esta noche bajo otro techo, dijo. Esta réplica, y el tono en que fue pronunciada, hizo, temer al barón algún triste acontecimiento; pero reuniendo todas sus fuerzas renovó sus hospitalarios ofrecimientos.
El huésped movió silenciosamente la cabeza, y sin responder a los nuevos ofrecimientos que se le hacían y sin despedirse otra vez salió de la sala con paso mesurado y continente solemne. Las tías estaban petrificadas, la novia bajó la cabeza, y una lágrima brilló en sus ojos. El barón siguió al huésped hasta el patio del castillo en donde le aguardaba su caballo negro dando muestras de la mayor impaciencia. Montó en él, y al llegar bajo la bóveda que formaba la entrada alumbrada solamente por una antorcha, se detuvo, y con voz sepulcral dijo: -Ahora que estamos solos voy a informaros del motivo de mi partida, he contraído un compromiso solemne, a que no puedo faltar -Pero, dijo el barón, no podéis enviar a cualquiera en vuestro lugar. – Imposible. Debo cumplir mi misión en persona. Debo ir a la catedral de Wurtzburgo. -Ah! replicó el barón animándose; aguardad a mañana; mañana conduciréis a vuestra novia a la iglesia.
No! no! contestó el extranjero con un tono más solemne; mi compromiso no me permite tener novia, ni amante; los gusanos! los gusanos me aguardan! Yo soy un muerto! Me han asesinado los ladrones í Mi cuerpo descansa en Wurtzburgo deben enterrarme a media noche la tumba me espera debo cumplir mi palabra! Y clavando las espuelas en los costados de su caballo negro, desapareció fugaz como el relámpago, perdiéndose a poco los pasos de su corcel entre los silbidos del viento de la noche.
El barón consternado y fuera de sí volvió apresuradamente a la sala a contar lo que le había sucedido. Al oír su relación se desmayaron dos señoritas, y otras se pusieron malas a la sola idea de que hablan cenado con un espectro. Algunos opinaron que acaso el extranjero seria el cazador salvaje famoso en las leyendas alemanas. Otros hablaron de espíritu de las montañas, de los demonios de los bosques y de seres sobrenaturales, con cuya existencia se ha asustado a las buenas gentes de la Germania, desde tiempo inmemorial. Uno de los pobres parientes se aventuró a decir que bien podía ser todo alguna chanza, algo pesada en verdad, del joven caballero; y que la singularidad del capricho se avenía muy bien con la melancolía del personaje. Esta opinión le atrajo la indignación de todos los concurrentes y particularmente la del barón, quien le consideró poco menos que un ateo; de suerte, que se vio obligado a abjurar su herejía tan pronto como le fue posible, y a volver a la fe de los verdaderos creyentes.
Mas cualesquiera que fuesen las dudas que tuviesen, todas quedaron completamente disipadas a la siguiente mañana con la llegada de varias cartas confirmando la noticia del asesinato del joven conde y su entierro en la catedral de Wurtzburgo.
Puede concebirse fácilmente el terror que semejante noticia causarla en los habitantes del castillo. El barón se regocijarse con él no se resolvieron a abandonarle en su desgracia. Paseábanse por los patios o se reunían en grupos en la sala, moviendo las cabezas y encogiendo los hombros a la idea de los pesares que afligían a un hombre tan bueno, y bebían animosamente a fin de conservar sanos sus espíritus. Pero la situación de la desposada-viuda era la más lastimosa. Perder a su marido aun antes de haberle abrazado, y qué marido! ¿Si el espectro era tan gracioso y tan noble, que no habría sido el hombre vivo? Así, pues, la joven aturdía la casa con sus lamentos.
La noche del segundo día de su viudedad, se hallaba en su habitación acompañada de una de sus tías que había insistido en dormir con ella. Esta, que sabía y contaba a las mil maravillas la historia de los aparecidos de toda la Alemania, se había quedado dormida justamente en la mitad de uno de sus más largos y hermosos cuentos. La habitación se hallaba bastante apartada del castillo y sus ventanas daban a un jardín pequeño. La joven descansaba en su lecho contemplando pensativa los rayos de la luna que penetraban en el aposento, cuando el reloj del castillo dio las doce, a la vez que del jardín se elevaban los dulces sonidos de un sonoro instrumento. Levantóse con presteza, y asomándose a la ventana vio una forma humana que se ocultaba debajo de los árboles. Esta figura misteriosa alzó la cabeza y un rayo de la luna inundó con su luz su rostro. ¡Cielos y tierra! La joven reconoció al espectro su desposado! En aquel momento sonó en su oído un grito apenas articulado, y su tía que se había despertado al oír la música, y se había aproximado de puntillas a su sobrina, cayó desmayada en sus brazos. Cuando la joven miró de nuevo al jardín, el espectro había desaparecido.
De entrambas mujeres, la tía era la que exigía mayores cuidados, pues su terror la había desvanecido. Declaró que no quería dormir más en aquella habitación; pero la sobrinita, por la primera vez de su vida pensó distintamente, y con la mayor energía se opuso a que trasladasen su dormitorio a otra parte. La consecuencia de esta discusión fue el determinarse que la joven dormirla sola; pero obtuvo de su tía la promesa de que no contarla a nadie la historia del espectro por temor de que se la privase del único placer melancólico que le había quedado en la tierra, el de habitar el aposento bajo cuyas ventanas venia la sombra de su desposado durante sus oraciones nocturnas.
¿Cuánto tiempo hubiera tardado la buena señora en faltar a su promesa? Difícil es decirlo; y mucho peligro corría el secreto si se atiende a cuan aficionada era a hablar de cosas maravillosas, y el gran triunfo que hubiera sido para ella ser la primera en contar una historia tan terrible! Lo cierto es que no tuvo que luchar por mucho tiempo contra la tentación, porque una mañana a la hora del desayuno, vinieron a decirle que la joven había desaparecido. Su habitación estaba vacía, la cama estaba como si nadie la hubiese tocado…. la ventana estaba abierta, y el pájaro había volado!
El asombro y la consternación que causaron estas noticias pueden imaginárselo los que han sido testigos de la agitación que los desastres de un hombre de algún valor causan entre sus amigos. Hasta los pobres parientes dieren por un momento treguas al abastecimiento de sus estómagos; y la tía que hasta entonces no había podido articular una palabra levantó las manos y exclamó:
-El espectro! el espectro! ha sido arrebatada por el espectro!
En seguida contó en breves palabras la horrible escena del jardín, concluyendo que el aparecido debía haber robado a su desposada. Dos criados confirmaron su opinión, porque habían oído los pasos de un caballo en la montaña a eso de la media noche, y no les quedaba duda que era el espectro montado en su negro corcel que se llevaba a su desposada a la tumba. Todos los que oyeron su relación se estremecieron al notar aquella horrible probabilidad, porque en Alemania son muy comunes los acontecimientos de esta naturaleza según lo atestiguan muchas historias auténticas.
¡Qué situación tan lamentable para el pobre barón! ¡Qué cruel alternativa para un padre amante, miembro de la gran familia de Katzenellenbogen! Su hija, su única hija, ha sido arrastrada a la tumba, o bien se halla él a punto de tener por yerno a algún demonio de los bosques y por nietos una comparsa de espectros. Como le sucedía siempre quedó completamente desconcertado y todo el castillo en desorden. Al momento mandaron hombres a caballo con encargo de registrar todos los caminos, senderos y valles del Odenwald. El barón en persona acababa justamente de ponerse las botas de montar, de ceñirse la espada, y estaba a punto de cabalgar cuando fue detenido por una nueva aparición. Veíase aproximarse al castillo una dama montada en un palafrén y acompañada de un caballero. A poca distancia de él puso su caballo, a galope y al llegar a la puerta se bajó y arrojándose a los pies del barón abrazó sus rodillas. Era su hija perdida, y su compañero, el novio muerto! El barón quedó anonadado. Contempló a su hija y al espectro y casi dudó de la evidencia de sus sentidos. El último, al parecer, había ganado mucho desde su visita al país de los espíritus. Sus vestidos eran esplendidos, y llevaba erguida su cabeza, respirando su presencia nobleza y gallardía. Habían desaparecido su palidez y melancolía. Su bello rostro parecía animado con el brillante colorido de la juventud, y sus negros ojos expresaban toda la alegría de su corazón.
En breve se aclaró todo el misterio. El caballero (pues nosotros hemos sabido siempre que no era un espectro) se anunció con el nombre de Sir Hermán Starkenfaust. Refirió su aventura con el joven conde, cómo se había apresurado a llegar al castillo para contar el desgraciado acontecimiento de la muerte de su amigo, y cómo la elocuencia del barón le había impedido hablar; no echó en olvido que había quedado prendado de la desposada, confesando que por tener el gusto de pasar algunas horas a su lado, había consentido que durase aquella equivocación ; también refirió los apuros en que se había visto para hacer una retirada honrosa, hasta que la historia del barón le sugirió la idea' de su excéntrico comportamiento; cómo temiendo la hostilidad hereditaria de la familia del barón había repetido sus visitas clandestinas , de qué modo había penetrado en el jardín; cómo la había suplicado, y obtenido de ella que le siguiese , y en una palabra de qué modo se habían desposado en una capilla de las inmediaciones.
En cualquier otra circunstancia el barón se hubiera mostrado inflexible, porque tenía en mucho su autoridad paterna, y no cedía tan fácilmente en las querellas de familia; pero amaba a su hija, la había llorado como perdida y no podía menos de regocijarse al verla viva, y de que su marido no fuese un demonio, por más que la familia de éste estuviese indispuesta con él. Sentíase, sin embargo, ofendido, y con razón, a la idea de la falta de veracidad del caballero que se había hecho pasar por muerto no siéndolo; pero algunos ancianos amigos que se hallaban presentes, antiguos militares, le aseguraron que en casos de amor eran disculpables toda clase de estratagemas, y que el caballero tenía derecho a pretender un privilegio especial, por haber servido en las filas de la caballería.
Así, pues, todo se arregló a las mil maravillas. El barón perdonó al punto a la joven pareja. Las fiestas empezaron en el castillo. Los parientes pobres abrumaron al nuevo individuo de la familia con protestas de adhesión; era tan galante, tan generoso… tan rico! Por lo que hace a las tías, es cierto que se escandalizaron al ver que de nada había servido su sistema de estricta reclusión y de obediencia pasiva; pero lo atribuyeron al descuido que habían tenido en no mandar poner rejas en las ventanas. Pero lo más mortificada por tan inesperado desenlace fue la que había contado la historia del mentido espectro, lamentablemente desvirtuada con la presentación del caballero, y lo que sentía quizá aún más, era que el solo espectro que había visto en su vida hubiese sido falso, pero en cambio su sobrina se conceptuaba muy dichosa de haberle encontrado en carne y hueso.-Aquí concluyo, queridos lectores, se acabó el cuento. {Ti por S. C.)
EL MUERTO NOVIO
CUENTO POR WASHINGTON IRVING
Sobre uno de los más altos picos del Odenwald, región salvaje y romántica de la Alemania superior, próxima a la confluencia del Mein y del Rhin, se elevaba en otro tiempo el castillo del barón Yon, Ladsliorl. El barón era un digno vástago de la ilustre familia de Ralzenellenbogen, que heredó, con las ruinas del hogar paterno, todo el orgullo de sus antepasados. A pesar de que las pasiones belicosas de sus predecesores hablan disminuido mucho las propiedades de la familia, el barón se esforzó en conservar alguna apariencia de su primer esplendor. Pero el barón permaneció orgullosamente en su antigua fortaleza, acariciando con un amor hereditario e inveterado todas las antiguas discordias de familia: hallábase, pues, indispuesto con la mayor parte de sus más próximos vecinos, por disensiones de sus abuelos. El barón no tenía más que una hija, pero la naturaleza, como para compensarle la falta de muchos hijos, había derramado sobre ella todos sus dones. Sobresalía en hacer primores de todas clases, bailaba todas las danzas de la época, tocaba el harpa y la guitarra, y tenía en la punta de los dedos todas las más tiernas baladas de Minnieliders.
Rara vez perdían de vista a la joven; nunca salía ésta sola del castillo, y siempre tenían aquellas algún sermoncillo que hacerle sobre el estricto decorum y la obediencia implícita: en cuanto a los hombres, oh! habían cuidado tanto de tenerla apartada de ellos, y la habían inspirado una desconfianza tan absoluta, que a no mediar la conveniente autorización no se hubiera atrevido a mirar al caballero más lindo del mundo, ni aun en el caso de haberle visto espirar a sus pies. Los buenos efectos de este sistema brillaban de un modo portentoso: la joven era un modelo de docilidad y de juicio.
Entretanto el barón Von Landshort debía conceptuarse feliz en no tener más hijos; la pobreza le obligaba a hacer diariamente nuevas economías en su casa, porque la providencia le había enriquecido con gran número de parientes pobres. Estas buenas gentes celebraban todas las fiestas a expensas del barón, y cuando se veían hartos hasta no más, declaraban que nada había más delicioso sobre la tierra que las reuniones de familia.
Aficionado en extremo a lo maravilloso, creía a pie juntillas en todos aquellos cuentos sobrenaturales que circulan con abundancia en las montañas y en los valles de Alemania; pero la fe de sus huéspedes superaba la suya: oían todas aquellas historias con los ojos y la boca abierta, y en ciertos pasares manifestaban el mayor espanto, aunque las oyesen por la centésima vez. Así vivía el barón Von Landsliort, oráculo de su mesa, monarca absoluto de su pequeño territorio, y dichoso sin comparación, por estar persuadido que era el hombre más sabio de su siglo.
En la época en que pasa esta historia, se hallaba reunida en el castillo una gran parte de la familia para tratar de un asunto de la mayor importancia: tratábase del recibimiento del novio destinado a la hija del barón. El mismo había escrito desde Wurtzburgo a su futuro suegro, anunciándole el día y la hora en que debía llegar al castillo. Las emociones que hacían ruborizar su rostro, las dulces palpitaciones, de su seno y la languidez de sus miradas, lodo revelaba el dulce tumulto de su tierno corazón.
El barón por su parte andaba muy agitado, porque aunque nada tenía que hacer, su natural colérico e inquieto no le permitía estarse pacífico cuando todos los demás se movían. Así pues, recorría todo el castillo con la mayor ansiedad, subía y bajaba, distraía a los criados de sus ocupaciones para exhortarles a ser activos y diligentes, y murmuraba en cada sala y en cada cuarto, lo mismo que un abejorro en un ardiente día de verano. Al mismo tiempo se había matado un becerro, los bosques de las inmediaciones habían retumbado con los gritos de los cazadores; los gatos se reunían en torno del hogar, las cuevas habían producido océanos de vino del Rhin y de Ferne – wine, y hasta se había puesto a contribución el gran tonel de Heidelberg.
Cada cosa estaba dispuesta para recibir al huésped distinguido con gaudeanius y alegría, según el verdadero espíritu de la hospitalidad alemana… El barón subió a la torre más alta del castillo, y abrió tamaños ojos esforzándose en descubrir algo del conde y de su comitiva. Por un momento creyó verle, y en efecto distinguió algunos caballeros adelantarse con lentitud en dirección al castillo; pero cuando se hallaban casi al pie del monte, retrocedieron de improviso en diferente dirección. Los murciélagos empezaron a revoletear en el crepúsculo. La campiña se oscureció más y más, y ya nada vio el barón sino a un campesino que volvía de la labor.
Mientras que los habitantes del castillo de Landsliort estaban sumidos en la mayor perplejidad, en otra parte del Odenwald acontecía una escena muy interesante. El joven conde Von Altenburg seguía tranquilamente su camino, llevando su cabalgadura ese trole moderado con que camina un hombre al matrimonio, mucho más cuando, como le sucedía al conde, teme las consecuencias que puede tener una unión en que él no ha intervenido. En Wurtzburgo había encontrado un joven compañero de armas con el cual había servido en las fronteras: llamábase Herman Von Starkenfaust, y era uno de los jóvenes más valientes y nobles de la caballería alemana. Al punto que se reunieron los dos jóvenes, se contaron sus aventuras: el conde refirió la historia de su proyectado enlace con una joven señorita a quien no había visto, pero de cuya hermosura y gracias tenía las noticias más alhagüeñas.
Como ambos amigos seguían un mismo camino, convinieron pasar el día juntos, y partieron de Wurtzburgo de madrugada, habiendo el conde indicado a su comitiva el camino que iba a seguir para que pudiese alcanzarle. Por el camino fueron contándose sus escenas y aventuras militares, pero el conde fastidió algún tanto a su compañero por su obstinación en pintarle los supuestos encantos de su novia.
Mientras tanto habían penetrado en las montañas del Odenwald y atravesaban un desfiladero peligroso y solitario. Bien sabido es que los bosques de Alemania están siempre tan infestados de ladrones como sus castillos de espectros; y en la época a que nos referimos eran aquellos muy numerosos y traían atemorizado todo el país. Defendiéronse los dos amigos tan obstinadamente que dieron lugar a que la comitiva del conde llegase en su castillo. Trasladóse a este con mucho cuidado a la ciudad de Wurtzburgo; llamóse a un monje cuya habilidad en el arte de curar era asombrosa; pero por más que se hizo todo fue inútil: el infeliz joven tenía contados los momentos de su vida. Aunque el conde no estaba perdido de amores por su desconocida novia, era no obstante muy exacto en el cumplimiento de su palabra, y por lo tanto hizo los mayores esfuerzos para determinar a su amigo a que se pusiese en camino.
Starkenfaust tributó un suspiro y una lágrima de soldado al infeliz destino de su camarada, y se puso a reflexionar sobre la desagradable misión de que estaba encargado. Pero al mismo tiempo sentía en su corazón cierto deseo de ver aquella beldad tan famosa que con tanto cuidado encerraban los muros de Katzenellenbogen, porque era admirador del bello sexo, y porque su carácter excéntrico le llevaba a emprender las más extrañas aventuras. Ya es tiempo de volver al lado de la antigua familia de Katzenellenbogen que esperaba impaciente a su huésped, y sobre todo a la cena y al ilustre barón que dejamos tomando el fresco en la torre del castillo. La cena no podía aguardar más; los manjares estaban demasiado cocidos, el cocinero se hallaba poco menos que en la agonía, y todos los habitantes del castillo presentaban el aspecto de una guarnición reducida al hambre. Así, pues, el barón se vio obligado aunque a su pesar, a dar las órdenes necesarias para que se sirviese la cena en ausencia de su huésped.
Al oírlo el barón se apresuró a salir al encuentro de su futuro yerno. Habíase bajado el puente levadizo y el extranjero permanecía de pie delante de la reja del castillo. Algo incómodo al barón ver a su yerno vestido con tanta sencillez y tan solo, pues creyó que era una falta de respeto a la solemnidad del momento y a la importante familia con quien iba a enlazarse.
Interrumpióle el barón con un diluvio de cumplimientos y de saludos, porque a decir verdad tenia formada una alta idea de su cortesía y de su elocuencia. El huésped procuró aunque en vano detener aquel torrente de palabras, más viendo que sus esfuerzos eran inútiles, bajó la cabeza y se resignó a escuchar. Al fin hizo el barón una pausa. Una de las viejas tías dijo algunas palabras al oído de su sobrina; ésta hizo un esfuerzo para hablar, levantó hacia el extranjero con timidez sus hermosos ojos azules, miróle como a hurtadillas, y los volvió a fijar en el suelo; sus palabras espiraron en sus labios, que se animaron con una sonrisa encantadora, y sus mejillas se sonrosaron.
El barón, exigió que se dejasen las explicaciones para el día siguiente, y señalando el camino de la sala del banquete todos se dirijieron a ella. El caballero presto poca atención a la conversación que se entabló; y apenas probó bocado; pero se mostró absorto en la hermosura y gracia de su prometida. Habló con ella en voz baja, más bien para ser comprendido que oído, porque el lenguaje del amor nunca es claro; ¿pero qué mujer tiene el oído tan duro que no pueda oír el cuchicheo de su amante? Los modales del caballero tenían tanta ternura y gravedad que parecían ejercer un efecto poderoso sobre la joven.
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