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El muerto novio (Washington Irving) (página 2)

Enviado por latigo negro


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El barón refirió sus mejores y más largas historias; y nunca lo hizo con más gracia, o al menos nunca produjeron mejor efecto. Verdad es que el barón, a semejanza de los personajes elevados, tenía demasiada dignidad para permitirse ninguna frase chistosa, pero acompañadas las que profería con un vaso de excelente Hockheimer, es decir de un buen vino añejo, propio de la cueva del barón y servido en su mesa, cualquier chanza por pesada que fuese, debía producir un efecto irresistible. Muchas cosas buenas se dijeron, tanto por los ingenios más pobres como por los más mordaces, cosas que solo podrían repetirse en ocasiones semejantes; muchos dichos lisonjeros aunque engañosos se murmuraron al oído de las señoras, que fueron, sin embargo, acogidos con sonrisas; y últimamente un sobrino del barón berreó una o dos canciones, obligando a ambas tías a ocultarse el rostro con los abanicos.

A medida que la noche adelantaba, su tristeza aparecía más profunda, y se hubiera dicho que los chistes del barón aumentaban su melancolía. Poco a poco, las conversaciones que tenía con su novia se hicieron más misteriosas; algunas nubecillas comenzaron a anublar la serenidad de la frente de la hermosa joven, y un leve estremecimiento se notó en su gracioso cuerpo. Una historia triste produjo otra aún más triste, y el barón fue causa de que se desmayasen algunas señoras al contar la novela del caballero fantasma que robó a la hermosa Leonor; historia horrible pero verídica, que algún tiempo después se puso en verso y que todo el mundo ha leído dándole cumplido crédito.

El novio escuchaba con grande atención. Al concluirse la historia exhaló un profundo suspiro, y con un tono solemne pidió permiso para retirarse. Todos quedaron sorprendidos, y el barón positivamente petrificado. -Como exclamó; ¿vais a salir del castillo a media noche? Por qué? Todo se ha dispuesto para recibiros; y si queréis descansar se os conducirá al aposento que he preparado para vos. El huésped movió la cabeza triste y misteriosamente. -Es menester que mi cabeza descanse esta noche bajo otro techo, dijo.

Esta réplica, y el tono en que fue pronunciada, hizo, temer al barón algún triste acontecimiento; pero reuniendo todas sus fuerzas renovó sus hospitalarios ofrecimientos. El huésped movió silenciosamente la cabeza, y sin responder a los nuevos ofrecimientos que se le hacían y sin despedirse otra vez salió de la sala con paso mesurado y continente solemne. El barón siguió al huésped hasta el patio del castillo en donde le aguardaba su caballo negro dando muestras de la mayor impaciencia.

Montó en él, y al llegar bajo la bóveda que formaba la entrada alumbrada solamente por una antorcha, se detuvo, y con voz sepulcral dijo: -Ahora que estamos solos voy a informaros del motivo de mi partida, he contraído un compromiso solemne, a que no puedo faltar -Pero, dijo el barón, no podéis enviar a cualquiera en vuestro lugar. -Ah! replicó el barón animándose; aguardad a mañana; mañana conduciréis a vuestra novia a la iglesia. No ! no ! contestó el extranjero con un tono más solemne ; mi compromiso no me permite tener novia, ni amante ; los gusanos ! los gusanos me aguardan ! Yo soy un muerto! Me han asesinado los ladrones í Mi cuerpo descansa en Wurtzburgo deben enterrarme a media noche la tumba me espera debo cumplir mi palabra! Y clavando las espuelas en los costados de su caballo negro, desapareció fugaz como el relámpago, perdiéndose a poco los pasos de su corcel entre los silbidos del viento de la noche.

El barón consternado y fuera de sí volvió apresuradamente a la sala a contar lo que le había sucedido. Esta opinión le atrajo la indignación de todos los concurrentes y particularmente la del barón, quien le consideró poco menos que un ateo; de suerte, que se vio obligado a abjurar su herejía tan pronto como le fue posible, y a volver a la fe de los verdaderos creyentes. El barón se regocijarse con él no se resolvieron a abandonarle en su desgracia.

La habitación se hallaba bastante apartada del castillo y sus ventanas daban a un jardín pequeño. ¡Cielos y tierra! La joven reconoció al espectro su desposado! En aquel momento sonó en su oído un grito apenas articulado, y su tía que se había despertado al oír la música, y se había aproximado de puntillas a su sobrina, cayó desmayada en sus brazos. Cuando la joven miró de nuevo al jardín, el espectro había desaparecido. De entrambas mujeres, la tía era la que exigía mayores cuidados, pues su terror la había desvanecido. La consecuencia de esta discusión fue el determinarse que la joven dormirla sola; pero obtuvo de su tía la promesa de que no contarla a nadie la historia del espectro por temor de que se la privase del único placer melancólico que le había quedado en la tierra, el de habitar el aposento bajo cuyas ventanas venia la sombra de su desposado durante sus oraciones nocturnas. ¿Cuánto tiempo hubiera tardado la buena señora en faltar a su promesa? Difícil es decirlo; y mucho peligro corría el secreto si se atiende a cuan aficionada era a hablar de cosas maravillosas, y el gran triunfo que hubiera sido para ella ser la primera en contar una historia tan terrible!

Lo cierto es que no tuvo que luchar por mucho tiempo contra la tentación, porque una mañana a la hora del desayuno, vinieron a decirle que la joven había desaparecido. -El espectro! el espectro ! ha sido arrebatada por el espectro ! En seguida contó en breves palabras la horrible escena del jardín, concluyendo que el aparecido debía haber robado a su desposada. Dos criados confirmaron su opinión, porque habían oído los pasos de un caballo en la montaña a eso de la media noche, y no les quedaba duda que era el espectro montado en su negro corcel que se llevaba a su desposada a la tumba. Todos los que oyeron su relación se estremecieron al notar aquella horrible probabilidad, porque en Alemania son muy comunes los acontecimientos de esta naturaleza según lo atestiguan muchas historias auténticas.

¡Qué situación tan lamentable para el pobre barón! ¡Qué cruel alternativa para un padre amante, miembro de la gran familia de Katzenellenbogen! Su hija, su única hija, ha sido arrastrada a la tumba, o bien se halla él a punto de tener por yerno a algún demonio de los bosques y por nietos una comparsa de espectros. Como le sucedía siempre quedó completamente desconcertado y todo el castillo en desorden.

El barón en persona acababa justamente de ponerse las botas de montar, de ceñirse la espada, y estaba a punto de cabalgar cuando fue detenido por una nueva aparición. Veíase aproximarse al castillo una dama montada en un palafrén y acompañada de un caballero. A poca distancia de él puso su caballo, a galope y al llegar a la puerta se bajó y arrojándose a los pies del barón abrazó sus rodillas. Era su hija perdida, y su compañero, el novio muerto! El barón quedó anonadado. Contempló a su hija y al espectro y casi dudó de la evidencia de sus sentidos. Habían desaparecido su palidez y melancolía. El caballero (pues nosotros hemos sabido siempre que no era un espectro) se anunció con el nombre de Sir Hermán Starkenfaust.

Refirió su aventura con el joven conde, cómo se había apresurado a llegar al castillo para contar el desgraciado acontecimiento de la muerte de su amigo, y cómo la elocuencia del barón le había impedido hablar ; no echó en olvido que había quedado prendado de la desposada, confesando que por tener el gusto de pasar algunas horas a su lado, había consentido que durase aquella equivocación ; también refirió los apuros en que se había visto para hacer una retirada honrosa, hasta que la historia del barón le sugirió la idea de su excéntrico comportamiento ; cómo temiendo la hostilidad hereditaria de la familia del barón había repetido sus visitas clandestinas, de qué modo había penetrado en el jardín ; cómo la había suplicado, y obtenido de ella que le siguiese, y en una palabra de qué modo se habían desposado en una capilla de las inmediaciones. En cualquier otra circunstancia el barón se hubiera mostrado inflexible, porque tenía en mucho su autoridad paterna, y no cedía tan fácilmente en las querellas de familia; pero amaba a su hija, la había llorado como perdida y no podía menos de regocijarse al verla viva, y de que su marido no fuese un demonio, por más que la familia de éste estuviese indispuesta con él.

El barón perdonó al punto a la joven pareja. Pero lo más mortificada por tan inesperado desenlace fue la que había contado la historia del mentido espectro, lamentablemente desvirtuada con la presentación del caballero, y lo que sentía quizá aún más, era que el solo espectro que había visto en su vida hubiese sido falso, pero en cambio su sobrina se conceptuaba muy dichosa de haberle encontrado en carne y hueso.

Siendo el menor de once hermanos, Washington Irving nace en abril de 1783, siete años después de la declaración de independencia de los Estados Unidos, en el bellísimo valle del río Hudson. Cuando regresó a América en 1806, comenzó su carrera literaria, aunque también terminó la de abogado, oficio que no llegó a desempeñar nunca. Escribió artículos desde Inglaterra bajo el pseudónimo de Geoffrey Crayón. Frecuentó a Walter Scott, se hizo íntimo de Lord Byron y de Tom Moore. Se entrevistó con Walter Scott y acabó en París, donde publicó Bracebridgle Hall (1822) y Tales of a Traveller (1824). Everett le nombró miembro personal de la Embajada de los Estados Unidos en Madrid, encargándole la traducción al inglés de los viajes de Colón, de Martín Fernández de Navarrete.

La corriente del Romanticismo en el momento en el que tomó a España como fuente de inspiración tuvo una grandísima influencia en esta obra que reseñamos hoy. Mientras se daba el aldabonazo con el Hernani en la Comedia Francesa y Gautier cruzaba los Pirineos, atraído por el afán orientalista, para pasar su primera noche en el Patio de los Leones de la Alhambra. Mientras tanto, Irving conocía a Obadiah Rich, quien le introdujo en la alta sociedad española de Madrid. Así fue como escribió The Life and Voyages of Cristopher Colombus, publicada en Londres en 1828 y que cosechó un gran reconocimiento dentro y fuera de su país.

Sus investigaciones sobre historiadores antiguos de Granada le hicieron concebir la idea de un nuevo libro sobre la conquista de Granada. Fijó su residencia en la fortaleza nazarí – la época más deliciosa de su vida, según él mismo nos cuenta – y allí concibió y redactó su obra La Alhambra, publicada en 1832, año en que regresó a los Estados Unidos donde fue recibido con honores.

Aunque estuvo viajando durante una década, su interés por España no decreció. En 1842 el gobierno estadounidense lo nombró ministro plenipotenciario de Estados Unidos en nuestro país. La fascinación de Irving por España se basaba en sus sueños de niño y en su obsesión por soñar épocas pasadas. Y España también supo comprenderlo a él, legándoles una admiración transmitida de padres a hijos. El propio autor nos cuenta que los borradores de algunos de los Cuentos de la Alhambra fueron escritos, en realidad, durante su estancia en la fortaleza granadina, pero otros fueron agregados posteriormente, tomando siempre como base las anotaciones realizadas por Irving in situ.

Cuando en 1832 aparecieron Los Cuentos de la Alhambra su éxito fue inmediato. En menos de un año ya había varias ediciones en Inglaterra, Estados Unidos y Francia (traducidos por Fournier). Saborear la inmensa poesía contenida en Los Cuentos de la Alhambra es una experiencia gratificante que nos recuerda que fueron no pocos los autores extranjeros que desde el siglo XVII hasta el XX pisaron nuestro territorio y se enamoraron de él.

 

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Látigo Negro

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