Indice1. Introducción 2. La Evolucion Agraria 3. La Pesca Maritima 4. La Actividad Industrial
Si en el periodo transcurrido desde los inicios de siglo hasta nuestros días la población española se ha duplicado al pasar de 18,6 a 38,6 millones de personas (1986), es obvio que tal incremento aparece como resultado de una trayectoria discontinua, debido a los desiguales aportes que resultan de la dinámica vegetativa y de los factores de generales que la justifican. En este sentido no es difícil percibir la existencia de un proceso escalonado en una serie de fases sucesivas, que gradualmente ponen de manifiesto los sensibles cambios producidos en la combinación de las dos grandes variables sobre las que se basa el excedente natural. Y así, mientras las altas tasas de natalidad (33,7 %.) y mortalidad (28 %.) alcanzadas en 1900 denotan la pervivencia dilatada de un régimen demográfico histórico en los comienzos del siglo, la situación experimenta un cambio sustancial a partir del segundo decenio, cuando, superadas las situaciones de mortalidad catastrófica, el país se incorpora al ritmo de crecimiento características de un modelo de transición. Desde entonces será el declive continuado de la mortalidad ordinaria el principal factor causante de la tendencia a la alta, que se mantendrá en el futuro a pesar de la brecha producida por la guerra civil. Más aún, el hecho de que a partir de 1952 el índice de defunciones descienda ya por debajo del 10% es una prueba de esta firme posición a la baja, hasta culminar en una tasa que en nuestros días (7,7 %.), se sitúa en unas cifras claramente inferiores a la media europea; una tendencia asimismo reflejada en el caso de la mortalidad infantil, que ha experimentado un retroceso llamativo, ya que de 70 en 1950 se ha pasado en tres décadas a menos de 10, lo que la coloca en uno de los niveles más bajos del mundo. Ahora bien, si el aumento de población en sus episodios más brillantes está determinado por el control sobre la muerte en una sociedad pronatalista, es lógico que la mejora del balance sufre una recesión a medida que las tasas de fecundidad y natalidad se asemejan a los niveles típicos de un régimen demográfico moderno. A tales formas se identificará la población española de manera definitiva en la década de los sesenta, para iniciar desde entonces una reducción sorprendente que amortigua la importancia del saldo vegetativo. Todo ello es el resultado lógico de la brusca caída de la tasa neta de reproducción que, calculada en 1,38 hijos por mujer, no alcanza el mínimo para la renovación generacional.
Una población concentrada.- La intensidad de los movimientos poblacionales ha configurado un territorio fuertemente contrastado desde el punto de vista demográfico. Su reflejo más claro está en las diferencias observadas en la distribución espacial de los efectivos humanos que reproducen las diferencias de riqueza. La imagen de oposición se observa al comparar la situación de las provincias más pobladas con las menos habitadas. Tomando como base aquellas que en la actualidad superan el millón de habitantes, es llamativo el hecho de que, ocupando apenas la quinta parte del territorio, hacen suya más de la mitad de la población (54,1 %) superando en veinte puntos el porcentaje alcanzado por las mismas en 1960. No se trata de un aumento aportado en condiciones de igualdad, sino claramente protagonizado por Madrid y Barcelona cuya primacía desbanca al resto. Pues al absorber entre ambas la cuarta parte de la población, han conseguido duplicar el peso relativo que les correspondía en la década de los sesenta, hasta una cifra de densidad de 600 hab./km2. La otra cara viene dada por la crisis en que se encuentran las 10 provincias con una cifra de habitantes más reducida. Pero la situación se presenta en este caso a la inversa: habitadas por una población equivalente a tan sólo el 5% del censo, su superficie es del 22% de la española, lo que se transforma en un bajísimo nivel de ocupación, en la mayor parte de los casos inferior a 25 hab./km2.
Ciudades: elementos básicos de población.- La concentración poblacional en el espacio ha traído consigo el progresivo fortalecimiento de los núcleos urbanos como los escenarios preferentes de residencia y organización de la sociedad española. De este modo, la industria y la centralización de los servicios han operado en España como mecanismos que actúan a la vez en la impulsión de la urbanización, convirtiéndola en uno de los reflejos más emblemáticos de la transformación de la sociedad y el territorio. Desde luego, la importancia del fenómeno es indiscutible, teniendo en cuenta la creciente capacidad de las ciudades para absorber la mayor parte de los efectivos humanos a lo largo del proceso de expansión que se ha mantenido invariable hasta nuestros días. Si adoptamos el listón de los 10.000 habitantes, convencionalmente admitido para incluir a un núcleo dentro de la categoría de urbano, la conclusión es que se reafirma el significado de la ciudad como soporte principal del poblamiento, teniendo en cuenta que en los municipios superiores a este nivel se hallan censadas casi las tres cuartas partes de la población española. Sin embargo, desde el punto de vista temporal, la conclusión obtenida se centra en la idea de que la realidad urbana se corresponde a una dimensión superior, por encima de los 20.000 habitantes, la cual permite no sólo resolver las imprecisiones que una cifra más baja origina al comparar la estructura y tipología del poblamiento entre los distintos espacios regionales, sino también disponer de una base demográfica lo suficientemente sólida como para desempeñar sin equivocaciones las actividades urbanas propiamente dichas.
Pues han sido, en efecto, las ciudades que rebasan esa escala las que verdaderamente han protagonizado la dinámica de crecimiento, que encuentra sus bases principales en la industrialización o en las ventajas administrativas como capitales de provincia. Concentrando globalmente el 63% de la población, su entidad actual es la consecuencia lógica de un proceso de consolidación gradual que les ha permitido elevar con creces la importancia que les corresponde demográficamente, hasta el punto de triplicar el modesto porcentaje alcanzado a comienzos de siglo. Pero también es verdad que durante este periodo la superioridad se ha decantado preferentemente a favor de las que se sitúan en la cima de la serie, al comprobar que los mayores índices de aumento poblacional son una característica especial de las que, antes del fuerte despegue registrado en los sesenta, disponían de un potencial de incremento superior. Es por esto que las tasas de progresión más importantes hagan posible la emancipación total de los núcleos urbanos que, sobrepasando las 100.000 personas, han conseguido concentrar nada menos que el 43% de la cifra de habitantes, en tanto que hace tan sólo cuatro décadas estaban ocupadas por apenas la quinta parte. Sobre estas bases descansa la configuración de un sistema urbano que, a pesar de las semejanzas morfológicas, refleja fuertes contrastes que se manifiestan en una clara jerarquización. Dentro de esta gradación cabe subrayar, en primer lugar, la relevancia de los grandes complejos urbanos de Madrid, Barcelona y Bilbao, que ya desde comienzos de siglo se afianzan como entidades de dimensión metropolitanas, cuyo funcionamiento va más allá del de municipio de cabecera para proyectarse sobre un área de influencia progresiva e intensamente urbanizada, con la que establece una fuerte relación. De ahí posean unas características que poco tienen que ver con las que se observan al mismo tiempo en el resto de las ciudades españolas (debido a su especial desarrollo en las fases más esxpansivas y a la problemática surgida con la crisis). Ello justifica el alcance de los procesos de cambio internos que en ellos tienen lugar como consecuencia de la serie de alteraciones producidas por el paso de un modelo centrado en el crecimiento industrial, a otro en el que tiende a reinar el poderío económico sobre el que cimentar los pilares de su nueva personalidad. Tras haber perdido su anterior poder de atracción migratoria, la actividad de estos complejos se apunta en varias direcciones principales, orientadas a un relanzamiento de su posición. Y es que si la desindustrialización de las áreas va acompañada de una tendencia a la creación de instalaciones periféricas, no es menos claro que a la vez el crecimiento industrial se decanta hacia las iniciativas de alta densidad tecnológica y a la puesta en práctica de planes decididos a crear un marco espacial apto para su establecimiento: los "parques tecnológicos". En un segundo escalón es preciso señalar el peso adquirido por las capitales regionales, cuya solidez demográfica y económica, ha experimentado una sensible revitalización gracias a la centralidad que les confiere su condición de capitales autonómicas. Los casos de Valencia, Sevilla, Zaragoza y Valladolid lo ejemplifican con precisión hasta el punto de sustituir en gran medida las posibilidades de crecimiento de los núcleos urbanos existentes en su propio ámbito regional. Competidores en cierto modo de los anteriores, manifiestan a la vez un fortalecimiento creciente, que se plasma en la formación de una amplia corona periurbana y en la adopción de planes acomodados a objetivos similares, ya perceptibles en la renovación de sus tejidos industriales y en la red de servicios capaces de intensificar su capacidad polarizadora a nivel regional. En cambio frente a esta supremacía, el panorama ofrece mayores diferencias en las capitales provinciales o en los núcleos urbanos con capacidad de influencia espacial más limitada. En este nivel los contrastes responden a las diferencias en la base económica que los sustenta, y es fácil observar que sólo cuando la industria o expansión de otro tipo de actividades, como el turismo o el comercio a gran escala, lo permiten, la ciudad incorpora nuevos factores de impulso que se reflejan en su evolución demográfica y en su estructura social.
Se trata de un factor clave que, unido a los efectos de crecimiento generados por la propia industria y los servicios, va a tener una responsabilidad muy directa en el profundo declive experimentado en la evolución de las extensiones agrarias. Y así, a través de un proceso de debilitamiento continuado la poca importancia del sector queda reflejada en el hecho de que, representando tan sólo el 14% de la población activa y apenas el 5% del PIB, aparece definitivamente alejada de los valores ofrecidos en 1960, cuando se llega al inicio de la fuerte desviación que, finalmente, ha desembocado en la situación actual. Sin embargo, pese a estos datos, también es cierto que paralelamente la dinámica de la agricultura y la ganadería españolas, acusa las repercusiones de su integración en el funcionamiento del sistema económico propio de una sociedad y economía desarrolladas lo que le lleva al lugar que le corresponde actualmente. Todo ello pone en relieve la configuración de un panorama nuevo, que responde a la intervención conjunta de los dos factores que han operado de forma más decisiva en el cambio del sector agrario: de un lado, y como soporte fundamental del proceso de cambio, la tendencia hacia la modernización de las estructuras y sistemas de aprovechamiento; y, de otro, el reajuste e intensificación de las producciones. Entre ambos se impone una relación directa, que se refleja en la diferenciación de los espacios agrarios españoles. Es evidente que el paso de una agricultura tradicional, basada en la disponibilidad de una importante mano de obra y en una débil capacidad para generar excedente comercial, a otra que tiende a la asimilación de toda una serie de avances técnicos, se debe a éstos últimos. La aplicación de los criterios que acompañan a la puesta en práctica de la Concentración Parcelaria desde mediados de los años cincuenta alcanzará una importancia fundamental en aquellos espacios donde, ampliamente asumidas las ventajas potenciales por el campesino, la dispersión de las parcelas entorpecía gravemente la distribución de los sistemas de trabajo. Pese a tratarse de una reforma técnica, el reflejo de sus resultados es importante, sobre todo teniendo en cuenta la extraordinaria dimensión de la superficie concentrada -más de 6 millones de Ha- y la importancia de sus repercusiones en las regiones que más directamente acusan la puesta en práctica de tal iniciativa como el caso de Castilla y León, Castilla-La Mancha y del valle del Ebro, donde el balance final, ha sido positivamente valorado, al menos como instrumento capaz de favorecer un empleo más efectivo de los medios de producción. La ampliación del regadío, con las numerosas implicaciones que lo caracterizan, representa otro de los grandes pilares de la renovación agrícola. Aunque son conocidos desde antiguo los deseos por contrarrestar los inconvenientes de la aridez e irregularidad pluviométrica de la mayor parte del país mediante la realización de obras, los mayores avances coinciden, sin embargo, con los programas elaborados en la primera mitad del siglo XX (Plan de Obras Hidráulicas de 1902 y Plan de Obras Públicas de 1933). El cumplimiento de sus objetivos básicos a partir de los 50 se realiza mediante una dotación de embalses compleja y bien desarrollada, que, al tiempo que regulariza los caudales hídricos, posibilita una utilización varia para la producción hidroeléctrica y para el incremento de agua con fines agrícolas, gracias a una capacidad de retención que se encuentra entre las más elevadas de Europa. Del mismo modo es importante el significado de las operaciones llevadas a cabo por el Instituto Nacional de Colonización (1939) y de Reforma y Desarrollo Agrario (1971) a cuya iniciativa se deben los proyectos de colonización que salpican el país en un intento de recuperación de espacios deprimidos, como las vegas del Guadiana. Y, junto a la gestión oficial, bastante importancia presentan las actuaciones promovidas a partir de la iniciativa privada, que, con riesgos, asume en las últimas décadas un importante protagonismo en este aspecto, ostentando también una responsabilidad importante en el desarrollo de una superficie regada, que en nuestros días sobrepasa los tres millones de Ha, equivalentes al 15% de las tierras de cultivo. Ahora bien, si ambas líneas de actuación desean el acondicionamiento del terrazgo con el fin de mejorar sus diferentes usos, hay que tener en cuenta la actuación desempeñada posteriormente, y con el mismo propósito, por la creciente dependencia de las contribuciones industriales, que han sustituído de manera acelerada a los elementos de producción tradicionales, como alternativa obligada a un modelo asentado sobre la existencia de abundante mano de obra. De este modo, la sincronía entre los procesos expuestos es clara si se considera hasta qué punto el aumento de los rendimientos y de la productividad, y la consecuente reducción del barbecho, aparecen como fenómenos asociados a la mecanización y motorización generalizadas de las tareas más diversas y del empleo masivo de los diferentes productos químicos (fertilizantes y fitosanitarios) como componentes incorporados al funcionamiento y gestión económicos de las explotaciones. Sólo así se explica esa relación directa que tiende a consolidarse entre la tecnología utilizada y la intensificación de las ganancias, requisito indispensable para amortizar el capital fijo adquirido y afrontar en las mejores condiciones posibles la diferencia financiera existente entre el coste de los insumos externos y el nivel de precios realmente percibidos por el agricultor. Pero la operatividad de esta asociación plantea a menudo serios problemas de desequilibrio cuando se analizan las estructuras físicas de aprovechamiento, cuya formación refleja la persistencia de una herencia histórica, indestructible frente a los intentos reformistas. Pues es evidente que la funcionalidad del sistema depende de las economías conseguidas, hasta el extremo de condicionar seriamente la viabilidad de las explotaciones en las que la relación entre ambas variables genere déficits permanentes. De ahí la selectividad que las nuevas proposiciones imponen al funcionamiento de las economías agrarias españolas, al provocar entre ellas la aparición de unas perspectivas de supervivencia que no coinciden. La diferencia parece lógica si se considera la importancia que poseen las unidades de producción de pequeño tamaño, toda vez que los 2,34 millones de explotaciones registrados en el Censo Agrario de 1982, más de las tres cuartas partes (75,8%), tienen una dimensión inferior a las 10 Ha, representativas, en cambio, de una fracción muy débil (15,2%) de la superficie agraria útil (SAU), aunque no hay que olvidar el peso desproporcionado que ocupan dentro de esta categoría las que ni siquiera sobrepasan las 5 Ha. El contrapunto viene impuesto por el rango de las que, por encima del centenar, y equivaliendo sólo al 2,3% del total, hacen suyo el 42,5% de la SAU. Con todo debemos tener en cuenta el papel que desempeñan las explotaciones de tipo medio (entre las 50 y 100 Ha), típicas en muchas regiones de la explotación familiar agraria, cuya menor importancia en el cómputo general ha experimentado en tiempos recientes una notable progresión, debido a las perspectivas de aumento de extensión propiciadas por el éxodo rural, por la crisis o extinción de las antiguas reglas comunales y por las formas de arrendamiento que favorecen esta orientación a la alta. Sobre esta base se organiza una gama productiva heterogénea, que descansa sobre la importancia ostentada por las tierras de cultivo, representativas en 1988, con un total de 20,4 millones de Ha, del 40% de la superficie de aprovechamientos, casi diez puntos por encima del correspondiente a las áreas forestales y relegando a un segundo término las destinadas a otros usos. Aunque la distribución de las producciones se corresponde con las posibilidades permitidas por el potencial ecológico, es lógico que existen rasgos que necesitan el significado de las orientaciones culturales más importantes del panorama agrario nacional. El más claro de todos es el que remite a la considerable entidad superficial de los cultivos herbáceos, en torno a los cuales se dispone más de la mitad de toda la superficie utilizable. Pero, teniendo en cuenta el peso netamente mayoritario (66,4%) que, dentro de este grupo, poseen los cereales -a los que se destinan, sin olvidar los barbechos, un total de 7,9 millones de Ha- es más lógico centrar la valoración en función de los tres títulos que sustentan el núcleo básico de la producción española. Pues la importancia que aún presenta la "trilogía mediterránea" aporta un argumento claro a la hora de calcular el curso más acertado de la producción y las dimensiones de la problemática en que esta se encuentra. Los cereales -y dentro de ellos la cebada y el trigo,- y el olivo y el viñedo ocupan por este orden la posición más importante en la serie cultural con un protagonismo superficial (68,5% de la superficie cultivada) que eclipsa el resto de dedicaciones. En cambio, más condicionadas por el potencial ecológico, las dedicaciones de mayor solidez en el mercado exterior como frutales, hortalizas, flores y cítricos, traducen una tendencia más estabilizada, lo que no dificulta la consecución de altísimos niveles de producción, gracias a un notable desarrollo técnico y al enorme esfuerzo de capitalización.
Dentro de las actividades económicas, no le corresponde, en principio, a la pesca marítima un lugar destacado. Representativa de sólo el 0,54% del PIB y de un porcentaje similar del empleo (0,78%), su importancia queda muy oscurecida por los demás componentes del entramado productivo, aunque de hecho existen aspectos que matizan la modestia de esta valoración. Ya que si, por un lado, su importancia es comparativamente mucho más alta que la que posee en la mayor parte de los países desarrollados, no hay que olvidar tampoco que se trata al tiempo de un sector capaz de ejercer efectos múltiples, difíciles de cuantificar, sobre el amplio abanico de tareas vinculadas, directa o indirectamente, con la pesca marítima. Mas aún, la dimensión objetiva de la pesca en España desborda con creces los límites de los escenarios litorales en que se desenvuelve para adquirir una relevancia notable como capítulo esencial de la economía tanto por la importancia de sus producciones en la composición de la dieta alimenticia como por el hecho de encontrarse sujeto simultáneamente a las normas de distribución global y al cumplimiento de sus objetivos, en un campo de actuación propenso a la puesta en práctica de medidas fuertemente restrictivas. De ahí que su trayectoria se coloque en una especie de oposición permanente que ha dado lugar, llegando incluso a bloquear en ocasiones las propias perspectivas de desarrollo de la actividad pesquera, a la necesidad de compatibilizar el fuerte condicionamiento impuesto por la demanda interior y el ejercicio de unas operaciones necesariamente planteadas a gran escala, debido a las insuficiencias que sufren las posibilidades de utilización de los recursos propios. Pues, en efecto, es bien sabido de qué modo el pescado constituye un elemento fundamental de los hábitos alimentarios españoles -no en vano presenta el consumo medio más elevado de Europa- y asimismo hasta qué punto el abastecimiento del mercado su subordina principalmente a la necesidad de aprovechar los caladeros extranjeros, con todas las implicaciones que ello supone en orden a la disponibilidad de una flota moderna, acomodada a este tipo de existencias. Sólo así se explica el sinfín de tensiones que han acompañado su evolución desde el momento en que comienza a plantearse la necesidad de superar imperiosamente las limitaciones propias de un estadio artesanal y de hacer frente a las rigurosas normativas que han tendido de forma sistemática a la reglamentación internacional de las capturas y técnicas utilizadas con tal fin. Los primeros pasos dado en este sentido se remontan a la aplicación de la Ley de Protección y Renovación de la Flota Pesquera (1961), cuyo objetivo esencial consiste en corregir la diferencia asociada a la existencia previa de una elevadísima cifra de pequeñas embarcaciones -34200 en 1960-, de las que dependía en estos momentos casi las tres cuartas partes del tonelaje de pesca conseguido. La drástica reducción de su número, que declina en un 67,2% en apenas quince años, contribuye a cimentar las bases de su dinámica futura, ya que, gracias a ello, es posible la ampliación de las áreas de pesca y el aumento continuado de las capturas, que por primera vez sobrepasan el millón de toneladas a finales de los sesenta, hasta alcanzar su punto culminante en 1976 con un total de 1,6 millones. Lógicamente tal progresión es consecuencia del rápido afianzamiento de la pesca de altura e industrial, al gracias a un notable aumento numérico de los buques de más de 100 Tm de registro bruto (TRB) y del despliegue de los programas de expansión llevados a cabo por las asociaciones de armadores, consolidados como grupos empresariales de sólida capacidad de influencia corporativa en la estructura pesquera. Sin embargo, ni tales avances consiguieron una verdadera distribución dimensional de la flota ni su utilización estuvo muy bien ligada al desarrollo de unos sistemas de extracción acordes con los recursos biológicos nacionales e internacionales. Por el contrario, el comportamiento posterior de la estrategia pesquera se identifica más bien con una visión rentabilista a corto plazo, que sobreexplotando la riqueza ictológica del litoral propio, mantiene un exceso de confianza en las posiblidades de los caladeros mundiales, debido al amplio margen abierto por su situación en régimen de acceso libre. Bajo estas indicaciones, tiene lugar un repunte significativo de la construcción de embarcaciones, que ha dado lugar a una flota sobredimensionada de más de 17.000 buques, aunque de hecho su estructura no sea homogénea como antaño. No olvidemos que junto con la existencia excesiva de las que ni siquiera alcanzan las 20 TRB (75% del total) sobresale con la personalidad propia el grupo de las que por encima de 150, y representanto tan sólo el 6,7% de las unidades y la quinta parte de la tripulación concentran más de la mitad del tonelaje y la potencia. Se trata, pues, de una situación que implica fuertes diferencias internas a la hora de encarar los retos a que le somete el drástico replanteamiento internacional de la política pesquera. Es la razón que justifica el fuerte impacto provocado por las severas restricciones jurídicas a la libertad de pesca, que tienen su principal exponente en la supervisión de las técnicas de captura bajo criterios de control ecológico y, sobre todo, en la delimitación de las Zonas Económicas Exclusivas hasta las 200 millas, definitivamente sancionada por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1982). Inevitablemente, y aunque nuestro país se acoge también al mismo principio, la medida ocasiona de inmediato la aparición de tendencias selectivas, las cuales se manifiestan en la reconversión de la flota y en la evolución de las regiones marítimas, iniciando un proceso de ajuste que se intensificará tras la incorporación a los esquemas de la "Europa azul", en virtud de la importancia que España posee en todo lo relacionado con el sector a nivel comunitario. Por lo que respecta al primer punto, las trabas al libre acceso subordinan el funcionamiento de esta actividad a la creación de convenios bilaterales con los países dotados de caladeros altamente productivos, de los que proceden los dos tercios de las capturas realizadas. Acuerdos por lo general planteados a la baja o sujetos a controles muy estrictos, que a veces derivan en situaciones gravemente conflictivas, con perjuicios muy notables para la producción y el empleo. La adhesión a la CEE ha permitido resolver en parte esta problemática, aunque sin anularla por completo, toda vez que, tras las difíciles negociaciones previas a la adhesión los acuerdos firmados establecen la fijación rigurosa de licencias y cuotas anuales para las diferentes especies así omo la subordinación a las reglamentaciones que determina la Comunidad para el reparto entre sus miembros de los acuerdos de pesca suscritos por ella con terceros países. En estas condiciones, cabe entender el ligero descenso observado en el volumen de captura -ya por debajo del millón de Tm anuales- y, ante todo, el significado de las distintas respuestas que tratan de buscar otras salidas a los imperativos a los que ha de adecuarse forzosamente la evolución de la pesca marítima. Respuestas que se decantan en tres direcciones principalmente: de un lado, hacia la creación de empresas mixtas, en colaboración con armadores extranjeros, de las que ya en 1989 existían un total de 130 sociedades con 251 buques, la mayor parte de ellas en conexión con iniciativas británicas, argentinas y mexicanas; de otro, hacia la renovación intensiva de la flota que faena en aguas internacionales, contando para ello con la ayuda comunitaria y de acuerdo con el descenso del número de barcos y de la consolidación de una dotación más competitiva y polivalente; y, por último hacia el fomento de los cultivos marinos en parques y viveros, aprovechando las posibilidades que ofrece la acuicultura y la construcción de arrecifes artificiales, de las que no cabe dudar al menos si se tiene en cuenta que las estimaciones realizadas preveen la posibilidad de la puesta en práctica a corto plazo de cerca de 80.000 Ha explotadas con este fin, en un intento por rebajar el deterioro progresivo de la balanza comercial pesquera, cuya cobertura ha llegado a situarse en los últimos años en torno al 40%. Desde el punto de vista espacial, la repercusión de estos cambios ha acentuado la relación entre las distintas áreas en las que la pesca constituye un elemento imprescindible de su riqueza económica. La relación entre las atlánticas (88% del total desembarcado y el 83% de su valor económico) y las mediterráneas no sólo es clara sino que incluso se ha ido acentuando con el tiempo. La supremacía en este sentido de las regiones Noroeste, Subatlántica, Cantábrica y Canaria se mantienme como una constante, si bien sólo en el caso de la Noroeste es perceptible en los últimos años una tendencia progresiva, que contrasta con el ritmo estacionario que poseen las demás. Por el contrario, el fuerte retroceso experimentado en las Mediterráneas, especialmente en la Surmediterránea y Balear, únicamente aparece contrarrestado en la región de Tramontana (Cataluña), que se afianza dentro del área, como el único escenario capaz de afrontar satisfactoriamente la crisis generalizada en que se dirige hacia el futuro la problemática situación del sector, en un clima favorable a originar fuertes rivalidades entre las regiones, debido a sus desiguales estructuras de partida y a sus distintas perspectivas de proyección a gran escala.
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