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La era del espíritu (página 2)

Enviado por Rubén S. Pitt


Partes: 1, 2

            A Contrario sensu, siempre que la raza humana ha intentado por sus propios medios alcanzar a Dios, ha fracasado. El modelo se repite tanto en individuos como en sociedades y culturas, que crean formas  y mecanismos para, al modo de Prometeo,  arrebatarles el fuego a los dioses. El primer y más conocido intento (desde ya fallido), se remonta a la construcción de la torre de Babel. Según lo relata el libro de Génesis, la idea era "construir una torre que llegue al cielo". El resultado, ya lo sabemos, fue la "confusión del idioma", de allí el nombre de "Babel" ("confusión" en hebreo). De Babel deviene "Babilonia", y el espíritu babilónico de las falsas religiones que halla su expresión final en los caps. 17 y 18 del Apocalipsis, el último libro de la Biblia.

El modelo opuesto a esta representación, lo hallamos en el cap. 2 del libro de los Hechos, en los albores del cristianismo. No es aquí el hombre que intenta elevarse hacia Dios, sino Dios descendiendo al hombre mediante el Espíritu Santo, inaugurando la Era del Espíritu. En vez de lenguas confundidas, cada uno de los oyentes, de las más variadas naciones, oía a los apóstoles hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. La unidad del Espíritu estaba recuperada, pero en una expresión rica y múltiple, variada y diversa. Conforme lo había anticipado Jesús en los evangelios, esta "Era del Espíritu" había comenzado y posibilitaría llevar adelante el  plan divino a consumarse cuando en nuestra gran cita cósmica a los pies de Cristo, "habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn. 10: 16).

Los hechos y misterios de la fe cristiana, que desde el principio fueron creídos por la Iglesia y fijados en las escrituras del Nuevo Testamento, deberían aún hoy afectar hondamente nuestra vida. ¿Porque en general es tan absoluta la indiferencia e incredulidad respecto de  la verosimilitud de una abrupta interrupción de la historia por obra de una intervención divina? Jesús parangonó nuestros tiempos a los del diluvio: "La venida del Hijo del Hombre será como en tiempo de Noé… no entendieron hasta que llegó el diluvio y se los llevó a todos" (Mat. 24: 37-39).

3. Una Presencia inasible

            Quizás una de las múltiples causas radique en la natural dificultad que tenemos en advertir, interpretar o percibir la secreta obra del Espíritu. Dificultad que no solamente reside en la finitud de nuestra mente, o en el entorpecimiento propio de nuestra sensibilidad espiritual como fruto de una naturaleza que ha heredado la impronta de la Caída, o "pecado original", sino también como consecuencia de la propia particularidad o dinámica del accionar del Espíritu. A un erudito maestro de Israel le fue dicho por Jesús en una entrevista nocturna (Jn. cap. 3): "Si no naces de nuevo no podrás ver (entender) ni entrar en el Reino de Dios" "El viento (en griego pneuma, que significa tanto "viento" como "espíritu") sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a donde va". Allí tenemos los dos grandes escollos resumidos en uno solo concepto: Nuestra incapacidad natural frente a un obra sobrenatural.

            De esto deviene que ésa Presencia Espiritual nos es extraña, desconocida, invisible, inasible, es un Soplo, es versátil, su acción que es como "un suave murmullo" (1 Reyes 19:12), actúa sin ostentaciones, nos confunde, e incluso tal vez hasta nos irrita.  Porque estamos acondicionados para lo concreto, palpable, definible. Y la idea de Alguien cuyos movimientos no detectamos, cuyo obrar nos resulta impensado… termina inquietando y perturbando nuestro razonamiento y nuestras emociones.

Y como se nos figura que cada vez que  intentamos acercarnos al Misterio, invocarlo, conjurarlo, impelerlo a mostrarse, definirse, fracasamos en la empresa, nos sentimos tentados, (frustrados e impotentes), a recluirnos, replegarnos, en definitiva, a ignorar y descreer, como un modo de escapar al llamado y al compromiso. Huída que nos permite seguir transitando nuestra rutina, nuestro habitual estilo de vida… y, porque no decirlo, cometer sin presiones de conciencia nuestras transgresiones a la Ley de Dios.

No obstante, si se ha despertado en nosotros la voluntad de acceder al "Reino del Espíritu", y ansiamos descubrir el modo de "asirlo", para transformarnos en receptores de una capacidad sobrehumana que nos enrole en la magna tarea de descubrir y llevar a la práctica el mayor de los enigmas ("¿Cual es nuestra misión en este mundo, si es que la hay?") el camino se nos presentará expedito.

Al comparar la acción del Espíritu Santo con la del "viento" conlleva, por definición, una imposibilidad de domesticación. Es que el Espíritu, como el viento, no tiene origen, no tiene fin, no se detiene nunca. No lo podemos encerrar, no se somete a esquemas. Si es que tiene premisas, y a mi criterio no hay duda que sí las tiene, ellas nos son absolutamente desconocidas, por lo que su obrar se nos antoja errático, antojadizo. Aún aquel eminente apóstol que fue Pedro, el principal discípulo del Señor, vaciló seriamente según Hechos cap. 10 cuando en una visión Dios le ordenó por tres veces que comiera lo que para le Ley mosaica era impuro o inmundo. ¡El mismo Dios "había cambiado de parecer"!

Pedro se resiste, pero la insistencia divina quebranta la obstinación del apóstol: "Lo que Dios ha purificado, tú no lo llames impuro". Más tarde, vía la predicación del propio Pedro, el Espíritu Santo es derramado sobre los no judíos (paganos o gentiles), y se nos dice que "todos los defensores de la circuncisión" se quedaron boquiabiertos y estupefactos frente a este novedoso, y hasta ese momento impensable y profano, comportamiento del Espíritu divino. Aunque es harina de otro costal, créanme que todavía hoy mismo, a dos mil años vista, los cristianos y las instituciones eclesiásticas no han terminado de asimilar esta libertad del Espíritu.

4. Vida y libertad

            Vivimos, pues, la Era del Espíritu. Que nos lleva inexorablemente a la plenitud en Cristo y en Dios, y a la consumación de la historia. Pero, vaya paradoja, es un Espíritu que "sopla donde quiere". Es independiente, ignoramos gran parte de su actividad. Es la expresión de la soberanía divina. De un Dios que 700 años antes de Cristo ya  declaraba mediante el profeta Isaías (cap. 55): "La palabra que sale de mi boca no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos" La Palabra es el aliento de Dios, el Verbo de Dios, y el Espíritu de Dios. Como el viento, el Espíritu tiene PODER. Derriba estructuras, trastorna los planes humanos, y prepara el terreno para el Gran Cambio que se avecina. Para lograr esos objetivos, persuade íntimamente al humano, (no contra su voluntad, pero lo torna voluntario), lo convence de su error, lo induce a transitar sendas de justicia, y lo advierte del juicio postrero. Y lo que es más importante en la realidad que hoy nos toca vivir, lo capacita para ser parte activa en esa gigantesca tarea de construcción de una nueva humanidad.

            Pero la obra del Espíritu no se agota en el Poder, sino que apunta a crear Vida interior en el ser. Su obrar no es mecánico ni legal ni externo. En las Escrituras el Espíritu es comparado con el Agua (Jn. 7: 38-39). Sin el agua, no existe la vida. Los científicos se desvelan en la búsqueda de agua en otros planetas, Marte por ejemplo, sabiendo que su existencia sugeriría la posibilidad de vida. Ya en el principio de la Creación, "el Espíritu de Dios iba y venía sobre la superficie de las aguas" (Gen. 1:2). Cuando Jesús promete "vida abundante", cuando a la samaritana le ofrece el agua que "se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna", cuando en la fiesta judía de los Tabernáculos asegura que de aquellos que creyeran en El, brotarían "ríos de agua viva" (Jn. 10: 10; 4:14; 7: 38), está hablando del Espíritu Santo. Al cual Pablo en Romanos 8: 2 define como "el Espíritu de vida en Cristo Jesús" que nos libera de la ley de la muerte.

Cuando hablamos de recrear en la experiencia personal y colectiva la dinámica de la Iglesia Primitiva, se nos desafía a dar un salto histórico de dos mil años y reaprender la palabra prístina de Jesús y sus apóstoles, hoy contenida en el Nuevo Testamento y, en mayor o menor medida, creída, practicada y proclamada por los verdaderos cristianos, no interesa la denominación a la que pertenezcan o el apodo que se les endilgue. Lo único que puede diferenciar a una persona de otra, lo grafica Juan el apóstol en su primera epístola: "El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida". (5:11). Y por ende no tiene el Espíritu ("y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de El", señala Pablo (Rom. 8:9).

            Estas tajantes afirmaciones simplifican nuestra posibilidad de escoger, si vamos a edificar sobre el único fundamento que está puesto, Jesucristo, (1 Cor. 3: 11) o vamos a continuar edificando sobre la arena. (Sermón del Monte, Mateo 7:26).

            Resulta sintomático, y todo un precedente, que una de las más elevadas definiciones del Espíritu haya sido dada por Jesús a una mujer cuyas creencias eran heterodoxas respecto de la religión imperante en su época. En efecto, a la samaritana le es revelado que  "Dios es Espíritu" y que "los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad" (Jn. 4: 23-24). Lo ratifica Pablo el apóstol cuando declara: "El Señor es el Espíritu", y luego añade: "Y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 Cor. 3: 17).

Ya Jesús había anticipado en la parábola del Buen Pastor, que cada oveja suya "se moverá con entera libertad, y hallará pastos" (Jn. 10: 9). Es que en esta Era ese Espíritu que se mueve con libertad, independiente de coacciones, trasmite a sus seguidores ése mismo ánimo, insuflando en ellos la percepción, la apropiación y el ejercicio de la libertad. Libertad que el propio Jesucristo prometiera: "Si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres"  (Jn. 8: 36). Libertad que nuevamente Pablo se encarga de enfatizar: "Manténgase firmes, Cristo nos libertó para que vivamos en libertad" (Gál. 5: 1).

Sin embargo, y como no podría ser de otra manera teniendo en cuenta la naturaleza humana, la admonición apostólica no tarda en hacerse oír: "Ustedes han sido llamados a ser libres; pero no se valgan de esa libertad para dar rienda suelta a sus pasiones. Más bien sírvanse unos a otros con amor" (Gál. 5: 13). Aquí está la clave. Somos libres… para la santidad. Somos libres… para servir. Somos libres… para amar. Y puesto que el prójimo es el objeto principal de ese amor práctico, la verdadera libertad, lejos de dividir, une. Y une porque respeta el derecho y la libertad del otro. Solo habiendo saboreado la verdadera libertad de Dios, podemos regocijarnos en la libertad del otro, y no nos sentiremos tentados a someterlo, ni lo rechazaremos por pensar, sentir o vivir de un modo diferente.

5. Espíritu de amor

En la Era del Espíritu, pues, la verdadera libertad se articula principalmente en el ejercicio del amor. La Escritura inspirada lo corrobora: "Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado" (Rom. 5: 5). Invito al lector a leer una y otra vez el cap. 13 de la 1ª carta a los Corintios, en el Nuevo Testamento de la Biblia, el más sublime himno al amor que jamás se haya escrito: Si no tengo amor por mi hermano, (y aún por mi enemigo – Mat. 5:44) – dice Pablo- de nada me sirve la posesión de dones sobrenaturales, ni el talento natural, ni la capacidad teológica, ni la pertenencia religiosa, ni la manipulación del poder espiritual, ni las expresiones externas de la filantropía, ni siquiera la fe milagrosa capaz de "mover montañas", ni aún el martirio..!

En consecuencia, acá no juega el cumplimiento mecánico del deber, ni siquiera la obediencia a la ley divina como leif motiv. Ya que "toda la ley se resume en un solo mandamiento: "Ama a tu prójimo como a ti mismo". Lo cual sucede sencillamente porque "si a ustedes los guía el Espíritu, no están bajo la ley" (Gal. 5: 14, 18). Y a modo de remate de lo expresado, oigamos nuevamente a Pablo: "EL AMOR ES EL CUMPLIMIENTO DE LA LEY" (Rom. 13:10). Ah, dirá alguno, pero yo amo a Dios, ¿no es ello suficiente? Dejemos que responda el apóstol Juan (1 Jn. 4: 20): "el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto".

El capítulo 25 del evangelio de Mateo (vs. 31 a 46) siempre me ha parecido a mí el paradigma del concepto final y definitivo de Dios respecto de la criatura humana y de los valores que se sopesarán en última instancia a la hora del juicio postrero. El Juez supremo (en este caso "el Hijo del Hombre, el Rey" (vs. 31, 34) coloca a su derecha a "las ovejas", las llama "benditos" y "herederos del Reino", y les revela que todo acto de amor que ellos en vida realizaron por su prójimo, en realidad lo hicieron por El. Resulta singular la ignorancia de "los justos" (v. 37) respecto de su propia condición. Tres veces preguntan "¿Cuándo?". Esa expresión de sorpresa sólo evidencia el modo natural e instintivo con que hicieron el bien a sus semejantes, sin especular con un reconocimiento o recompensa, y a punto tal de ni siquiera darse cuenta del alcance de sus actos.

Sintetizando alrededor de esa particular elección y distinción que Dios hará a la hora de dictar sentencia, diríamos que: 1) En el amor al prójimo está implícito el amor a Dios. 2) Ese amor revela nuestra justicia… y promueve nuestra absolución. 3) Nuestra ignorancia del Cristo de Dios, sea cual fuere su grado, se redime en el reconocimiento del prójimo. Y todo ello, porque solo siendo portadores del Espíritu de Cristo, es posible acceder a una expresión de amor que en el Día Final, incline la balanza del favor divino.

A veces se supone que la aplicación de una estricta disciplina o intimidación es el mejor camino para fomentar la virtud y los buenos sentimientos. Esto ocurre a menudo con instituciones sociales, políticas y religiosas de cualquier signo que, desconfiando de la libertad, e incluso de la libertad del Espíritu, han pretendido suscitar por decreto el amor, la convivencia y la comprensión colectivas. Con suma frecuencia el resultado ha sido la rebelión por parte de quienes se pretende regimentar. Es que el Espíritu invita a un amor libremente recibido y libremente expresado. No fuerza, no obliga, no actúa coercitivamente. Por eso seduce primero al individuo en lo íntimo del corazón, porque es esa dinámica interna la única que puede traer consecuencias comunitarias auténticas.

            En medio de la deserción de la multitud que había seguido al Maestro solamente por la multiplicación de los panes y los peces, a la cual Jesús desenmascara ("Ustedes me buscan, no porque hayan vistos las señales -de mi condición mesiánica-, sino porque comieron pan hasta llenarse"), y quedando ya solo con sus discípulos, no los retiene, sino que les dice: "¿También ustedes quieren marcharse?". Por boca de Pedro es expresada la voluntad de "los doce": "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn. 6: 26, 67-68). Es típico de los Evangelios que el Señor más bien desaliente a sus seguidores, porque sabía que sólo el amor surgido de una íntima acción del Espíritu podía producir una relación genuina y permanente con El ("Nadie puede venir a mí si (primero) no lo atrae el Padre que me envió" Jn. 6: 44.

            La acción del Espíritu transforma los corazones armonizándolos a la Ley divina a través de un proceso interno. Que no es lo mismo que un conformismo pasivo por parte del individuo a instituciones que supuestamente existen para promover la piedad y las buenas obras. El exceso de adaptación a la sociedad tal cual es, y no como debiera ser, o a las meras expresiones externas de la espiritualidad, hace que el sujeto insatisfecho embote su percepción y le impida alcanzar la verdadera libertad.

6. Palabra y Espíritu

            En realidad, la legítima acción del Espíritu, no fomenta el statu quo, ni elimina los conflictos, ni siquiera las divisiones. Ya lo había anticipado Jesús cuando en sus siempre tan mal interpretadas palabras adelantaba: "No vine a traer paz, sino espada" (Mat. 10:34 y su contexto). Es que el Don del Espíritu no "adapta", sino que es como una espada que separa. La conversión cristiana no es un mero tratar de ajustarse a los requisitos de la Ley, o de preceptos religiosos, sino que es libertad revestida de amor, y por ende letal, o cuanto menos peligrosa, para lo "políticamente correcto" o institucionalmente anquilosado, porque se nutre de un contenido que lo diferencia claramente del consenso acomodaticio.

Estamos comparando la obra del Espíritu con la acción de una espada. Esta no es una metáfora antojadiza. La "armadura" del creyente, dice Pablo apóstol, incluye "la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Ef. 6: 17). Y tan eficaz es esa "espada", que el autor de la carta a los Hebreos, afirma: "La Palabra de Dios es viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, (…) y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón" (4:12). Semejante "bisturí" divino, hace que "Ninguna cosa creada escape a la vista de Dios. Todo está al descubierto, expuesto a los ojos de Aquel a quien tenemos que rendir cuenta" (4:13).

            Con modestia y equilibrio, no obstante, lamento disentir de quienes suponen que el Espíritu, por ser la expresión de la fuerza divina, se torna avasallante, es arbitrario en su accionar, provoca estados de mística ebriedad o trances o despersonalización, y que su dedicación preferida sea derribar personas, enderezar corcovados o emplomar muelas, y que allí se agota su accionar. Respecto de los dones milagrosos de la Iglesia Primitiva, ya alertaba el apóstol Pablo: "El don de profecía (predicación) está BAJO EL CONTROL de los profetas (predicadores, maestros, pastores), porque Dios no es un Dios de desorden (confusión) sino de paz". Independientemente de la soberanía divina capaz de realizar portentos y milagros según su voluntad, es la palabra profética la que define el campo -y me atrevería reverentemente a decir EL LÍMITE-, del accionar del Espíritu. La irrupción del Espíritu en Pentecostés, incorpora la Palabra del Antiguo Testamento, la trasciende, pero no se aparta de ella ni la contradice ni la deroga, sino que la utiliza, interpreta y aplica a los fines del Nuevo Pacto.

            Es del todo imposible suponer que pueda haber contradicción entre la Palabra Escrita (La Santa Biblia) y el Espíritu. De las cartas destinadas a las siete iglesias, en los caps. 2 y 3 de Apocalipsis, se dice: "Escribe… escribe… escribe" y ello siete veces. Pero también siete veces en el contenido de las cartas se expresa: "El que tiene oídos para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias". La palabra se escribe, se registra, queda fijada e inamovible por todas las generaciones. Genera un canon bíblico. Pero siempre, esa Palabra escrita, y hasta la consumación de los siglos, será lo que "dice" el Espíritu, y va dirigido a quien tenga oídos para oír. La Palabra es el continente, y el Espíritu es el contenido. La forma y el fondo se conjugan. Así lo grafica Pablo: "Hablamos, no con las palabras que enseña la sabiduría humana sino con las que enseña el Espíritu, de modo que expresamos VERDADES espirituales en TéRMINOS espirituales" (1 Cor. 2: 13).

            En esta Era del Espíritu, pues, urge retornar a los documentos originales del cristianismo, es decir, a los libros históricos, doctrinales y proféticos del Nuevo Testamento, unánimemente aceptados por la Iglesia antigua luego de un proceso dinámico de formación del canon, y que hoy en día nadie que se precie de cristiano osaría relegar a mera literatura religiosa, sino, por el contrario, reconocerlo como el instrumento del Espíritu por antonomasia.

7. Unidad y diversidad

En nuestro sucinto aporte de consideraciones en torno a un tema que por su naturaleza nos cautiva y supera (en las cosas divinas siempre el Mensaje es mucho más que el mensajero) podríamos recapitular brevemente diciendo que el Espíritu que sopla en el Mundo y preside la Iglesia, está también en medio de cualquier compañía de "dos o tres" que estén reunidos en el Nombre de Jesús. (Mat. 18:20). Su propósito es conducir al individuo y a la humanidad, al "cumplimiento de los tiempos" y a la plenitud de Cristo como Señor absoluto del universo y de la historia. Por eso es tanto el Espíritu "de la promesa", como "la garantía de nuestra herencia hasta la redención final" (Ef. 1: 13-14). Y por lo mismo, la Novia (la Iglesia) junto con el Espíritu, pronuncian sus palabras postreras en los últimos versículos de la Biblia: "Ven, Señor Jesús", pero también, "El que tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida" (Apoc. 22: 17, 20).

            El Espíritu, pues, lo dijimos, es tanto de unidad como de diversidad. Es Espíritu soberano y libre, pero promueve la santidad y se expande en el amor. Es el autor de la Palabra (las Sagradas Escrituras: 1 Pe. 1: 11; 2 Pe. 2:21) y a la vez quien la interpreta, desarrolla y aplica. Produce convicción, conversión y transformación. Y será el ejecutor de la Resurrección del cuerpo: "El mismo Espíritu que vive en ustedes, es el que levantó a Jesús de entre los muertos, y que también dará vida a vuestros cuerpos mortales" Rom. 8:11).

            Por eso como creyentes somos disuadidos por Jesús de la idea de apresurarnos a intentar  "arrancar la cizaña" intempestivamente, y se nos llama a esperar pacientes el curso y la consumación del Reino de Dios. El fruto siempre se da en la espera. Nuestro Señor no apaga la mecha que humea ni quiebra la caña cascada, da a cada cosa el tiempo y la oportunidad de su maduración. En esta espera muchas veces sólo "conocemos en parte" y "vemos obscuramente", como evalúa Pablo el tiempo presente; pero "vendrá lo perfecto", y entonces "conoceremos como fuimos conocidos" (1 Cor. 13), y lo que es "en parte" se acabará.

Las reflexiones a que estas notas nos han conducido inevitablemente suscitan variados interrogantes: ¿Porque si es tanta la grandeza de esta divina manifestación vemos todavía un mundo fragmentado, no solo en lo político, social, económico y étnico, sino en lo religioso? Y, lo que es más dramático, ¿Por qué nos vemos precisados a contemplar doloridos a las Iglesias cristianas divididas, los fieles en colisión con las autoridades de la institución a la que pertenecen y criticándolas acerbamente? ¿Por qué las crecientes contradicciones teológicas, por qué tantas heterogéneas modalidades de culto, la proliferación de las sectas, y la babilónica confusión a que nos referíamos en nuestra segunda nota?

            A riesgo de ser tildados de sacrílegos o heterodoxos, nos atrevemos a reivindicar la Diversidad, tanto de las elaboraciones teológicas como experimental (Ver "La variedad de la experiencia religiosa", de William James), como una posibilidad legítima de encarar el cristianismo, por más que muchas veces esa diversidad haya quedado reducida a expresiones de segmentación, fraccionamiento, y aún de desavenencia, consecuencia inevitable de la anarquía humana y de nuestra crónica insuficiencia en orden a la captación de las verdades divinas. Pero decimos firmemente que el Dios que "escribe derecho en renglones torcidos" usará eficazmente esa misma variedad, al modo de instrumentos musicales aislados y de sonido inconexo y caprichoso, para producir la gran sinfonía final, donde cada uno tendrá su propio lugar en el concierto divino.  Pero también donde, segura y dolorosamente, todo cuanto haya sido sustancialmente opuesto al Supremo Bien, será definitivamente destituido de la gloria de Dios.

            Si los verdaderos cristianos han nacido de un sólo y mismo Espíritu. Si Jesús en su oración sacerdotal de Jn. 17 pide al Padre: "Permite que alcancen (sus discípulos a través de todos los tiempos) la perfección en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me enviaste" (v. 23). Si Pablo el apóstol ruega a los creyentes (Ef. cap. 4) "Esfuércense por mantener la unidad del Espíritu (…) hay un solo cuerpo y un solo Espíritu", y "todos llegaremos a la unidad de la fe" a "una humanidad perfecta" (vs. 3, 4, 13). Si la promesa misma de Jesús es que habría "un solo rebaño y un solo pastor" (Jn. 10: 16)… entonces… ¿porque contemplamos un cristianismo dividido?

Una división que no solamente data del gran cisma (entre la Iglesia de Oriente y Occidente, a casi mil años vista), ni de la Reforma Protestante del siglo XVI, que a su vez trajo innumerables subdivisiones, muchas veces por asuntos de segunda importancia. Una división que a su vez se perfilaba larvada o patente en los primeros siglos de la Iglesia, donde las diferencias doctrinales generaban mutuas excomuniones (Situaciones como el hecho de que hubo un momento en que la mayor parte de la Iglesia Antigua en las personas de sus representantes oficiales e iglesias locales de importantes ciudades y aún de regiones enteras, se había vuelto arriana, es decir, negaba la Deidad de Nuestro Señor Jesucristo).

Esto no debe extrañarnos demasiado, y creo que por dos razones. Primeramente, porque las divisiones ya eran moneda corriente en la Era Apostólica. Léase para corroborarlo, el primer capítulo de la carta a los Corintios, en el Nuevo Testamento. En segundo lugar, porque, profetizados por Cristo mismo, y ratificado por los apóstoles (Pablo, Juan, Pedro, en sus escritos inspirados), innumerables falsos profetas y maestros se levantarían para cuestionar, desautorizar, modificar y destruir la fe de los creyentes, tal y como había sido originalmente entendida, recibida y predicada.

Sin embargo, instalado el hecho de que parece existir un abismo infranqueable entre el ideal divino de la Unidad, y la natural inclinación humana (y pecaminosa) que tiende a desvirtuar y hacer abortar todo proyecto en esa dirección, todavía debemos ser muy cautelosos a la hora de poner a todos en la misma bolsa. Muchas diferencias doctrinales en realidad han enriquecido el caudal teológico, y la variedad de criterios, prácticas y escuelas hermenéuticas, han permitido, en un marco de libertad y diversidad, ayudarnos a aprender a aceptarnos, escucharnos, y amarnos en la pluralidad, siempre y cuando no se descuide el trasfondo innegociable: Cristo es el camino, la verdad y la vida, y el único mediador entre Dios y los hombres, y por ello, el único Redentor del género humano a cuyas plantas debemos caer rendidos en nuestra condición de frágiles mortales pecadores..

8. Los fragmentos compartidos

Puestos a salvo los conceptos fundamentales del Evangelio, es posible hablar de un sano ecumenismo, donde no se renuncia a la convicción propia, sino que se la comparte. Donde se reconoce que nadie tiene "el todo" sino que somos fragmentos de ese todo, fragmentos legítimos, relativamente completos en si mismos, pero todavía en una etapa inconclusa y temporal en que la Iglesia como una, como la Esposa de Cristo, pura y sin mancha, solo puede ser discernida por la fe, y en una proyección escatológica.

La difícil tarea de los cristianos de discernir entre las diferencias constructivas y las semillas de herejía sembradas por el maligno, ha dado como resultado a través de la historia de la iglesia a un vaivén pendular que nos fue llevando ora a la rigidez dogmática e intransigente, ora a la permisividad, el relativismo y la complicidad. Sin embargo, el abuso del poder, y especialmente del poder religioso, en cualquiera de sus manifestaciones, termina por aplastar la originalidad, la frescura, la variedad, la riqueza, que el mismo Evangelio presupone, so pretexto de "cuidar la sana doctrina" o "defender la ortodoxia".

            Cuando en Pentecostés el único y mismo Espíritu se expresa en lenguas (idiomas), no suprime la variedad ni impone un "esperanto" espiritual. Mostrando así que no debe confundirse diferencias con enemistad, ya que tales diferencias aportan la posibilidad de una expresión variada de la multiforme gracia y sabiduría de Dios. El Espíritu sana las enemistades, pero mantiene las diferencias: hombre, mujer, judío, pagano, esclavo, libre, rico, pobre, sabio, ignorante, blanco, negro, conservador, progresista, etc. La figura del cuerpo humano identificando a la iglesia, tanto en su aspecto local como universal, por ejemplo en 1 Cor. 12, tiene como propósito enfatizar que la multiplicidad de miembros, funciones, capacidades, etc. coadyuvan al crecimiento del cuerpo. "Todo el cuerpo crece y se edifica en amor, sostenido y ajustado por todos los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro" (Ef. 4: 16)

            Es que en esta Era, el Espíritu, como el ángel de la espada llameante impidiendo a nuestros primeros padres retornar al paraíso perdido evitándoles disponer (prematuramente) del fruto del árbol de la vida, retrasa la posesión apresurada de la verdad (1 Cor. 13: 12). Es por eso que no hay dogma, ni institución, ni tradición, ni pronunciamiento alguno que pueda acaparar la verdad, disponer del monopolio del Espíritu Santo, al modo de los antiguos fariseos que se habían "adueñado de la llave del conocimiento" Luc. 11:52.

En un sorprendente reconocimiento respecto de su propia Iglesia, el religioso dominico Christian Duquoc, en un párrafo de su obra "El Único Cristo" (Edit. Sal Terrae, 2005, IV Parte Cap. I) declara: "Los errores prácticos de la Iglesia en el curso de la historia, sus juicios errados que son hoy objeto de arrepentimiento oficial, prueban lo peligroso que es, so pretexto de poseer la palabra de Dios y de estar asistido por el Espíritu Santo, situarse en el centro que organiza la relación de los fragmentos, es decir, ocupar visiblemente el lugar de Dios"

            Y ello es así porque a la eterna e inmutable Verdad, se llega sólo por fragmentos, progresivamente. Para Pablo el "conocimiento de Cristo" seguía siendo en su vida y experiencia algo a la vez alcanzado y por alcanzar: "No es que ya lo haya conseguido todo, o que ya sea perfecto (…) sigo adelante esperando alcanzar aquello (…) sigo avanzando hacia la meta" ¿Y mientras tanto? "Vivamos de acuerdo con lo que ya hemos alcanzado" (Filip. 3: 12, 14, 16). Por eso, en esta etapa intermedia entre la presunción y el conocimiento pleno, "el que cree que sabe algo, todavía no sabe nada como debiera saber: Pero el que AMA A DIOS, es conocido por él" (1 Cor. 8: 3).

BIBLIOGRAFÍA

Duquoc, Christian. El único Cristo. Editorial Sal Terrae; Santander (España), 2005.

Las citas bíblicas han sido generalmente tomadas de la Nueva Versión Internacional (NVI). Sociedad Bíblica Internacional; Miami, Florida, EE.UU., 1999. No obstante, en ocasiones se ha adaptado ligeramente el lenguaje para adecuarlo al contexto.

 

 

 

 

 

Autor:

Ruben S. Pitt

EL AUTOR.

Rubén S. Pitt (65). Nacido en la provincia de Córdoba, Argentina, actualmente residente en La Rioja. Autor de artículos periodísticos de temática religiosa. Pensador cristiano, ha revistado como miembro activo de comunidades eclesiales.

MONOGRAFÍA redactada en la ciudad de La Rioja, Argentina, en el curso del mes de octubre de 2008.

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