Descargar

La caverna, una historia imaginable (página 2)

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2, 3

El muchacho se hacía cómplice. No sólo ganaba el favor de Julián, cuanto más se dilatasen, más tarde partirían, y por ende, quites que le hacían a la faena. En realidad de poco iba a servirles. Con todo y con eso, el retrasado no llegó a tiempo. Pablo no pudo alargar tanto la ración, como sus ganas de comer se la acortaron. Terminó el primero. Ni visos de que Julián fuese a bajar.

Fue Luís Molián quien tiró por el medio. Se acercó a las escaleras, abocinó la boca con las manos, y alzó la voz un tanto:

— ¡¡Vamos hijo!! ¡¡Que tenemos el sol en la puerta!!

Los vidrios de la ventana que daba al patio desde el escalerón, se estremecieron, y un sombrero colgado en la pared cayó sobre la cómoda. El resto, fue visto y no visto: Julián bajó las escaleras a toda prisa, mientras se remetía los faldones y se abrochaba el cinturón. Cogió la gorra de la ventana y se la puso. Al tiempo, los otros que salían por la puerta.

El sol no había salido aún, y quieras que no, cierto repeluzno hacía estremecerse. El sombreado nítido de la mañana, casi frío, con sus colores opacos y su promesa de luz, contagiaba una sensación de imprevisto. La jornada cumpliría tajante o no, según cómo y cada cual. Pero ellos lo tenían claro, estaban en las mismas y con los mismos, la nueva tarea sería como la de ayer y la de anteayer.

Los tres hombres subieron a la carreta, que tomó el carril hacia el río.

El cielo recorta onduladas las cimas de los montes, como el embozo azul de una gran sábana. Los árboles, quietos, se reparten hasta la carretera y con las huertas como vigilantes, y bajan por la ladera, chorreados y sedientos, tomillos, romeros y retamas, hasta concentrarse como una multitud cerca del río, buscando el agua.

Ángela, confundida en el umbral, se les quedó mirando, hasta verlos desaparecer por la vaguada.

—Anda hijo, que vas bien… Ni te has lavado… Ni has desayunado… Ni nada de nada… ¡Vaya plan!

II

Casi al tiempo, la niña que asomó a donde estaba la madre. Llevaba un camisón medio raído, e iba descalza y despeinada.

— ¿Dónde va mi niña tan temprano…? Pobrecita mía. Te han despertado, ¿verdad?

—Ha sido papá.

—No hace falta que lo digas, hija.

Ángela la estrujó contra sí, y ella se cogió a su saya.

—Vamos, que te voy a lavar.

El cuartucho se parecía a un cuarto de aseo. Su lavabo era un lavabo especial, sólo de lavarse las manos, de lo alto que se ofrecía y por lo reducido. Era el espejo un cuadro milagroso de idos colores a un rincón, el cristal impreciso, que en vez de mirarse, se antojaba mirar a un extraño del otro lado de una ventana. Retrete y bañera no se avenían, pues se enfrentaban atravesados, el uno blanco, la otra azul.

Ángela entró, despejando el suelo con los pies de una toalla tirada, el jabón revenido y un estropajo.

— ¡Qué hombres! Si parece que se revuelquen por el suelo en vez de lavarse.

Luego se atrajo a la niña, que iba medio temerosa, pues de temprano, la luz no alcanzaba aún el fondo del cuarto. Cuando salió traía los zapatos cambiados y un tiznón en la frente.

— ¡Jesús…! ¡Angelita, qué te has hecho!

—Yo no he hecho nada mamá.

La madre, ni le había quitado las roñas, ni la había mojado siquiera. Del grifo no manó ni gota de agua.

—Otra vez la dichosa 'lávula'. Mira que se lo vengo diciendo: Pablo… que la 'lávula' no está bien… Que el agua se atasca…

Fue entonces hasta la garrafa, le puso la toalla en la boca, y la volcó hasta empaparla. Con ella restregó luego a la niña, que ya lloraba cuando la vio, hasta que estuvo segura de tenerla limpia, con el pelo mojado, y roja la frente. Después la peinaría.

— ¿Vamos a traer agua del río?

—No Angelita, el río está muy lejos y luego te cansas. Mejor nos vamos casa de la hornera, eh. Por azúcar y arroz, y harina de maíz.

Toda la aldea era una calle. Pero más que de calle tenía la forma de una cayada. Ancha y silenciosa, se afinaba luego, y se perdía, hasta volver, cambiando el sentido en torno a un cerrete. Las casas se conformaban en grumos unas con otras, y de una planta, medio en línea a uno y otro lado. Solamente al principio, alguna se apartaba mirando al río, disidente y engreída. La aprendiza de calle al final no sabía, y terminaba en los corrales, entre un alboroto de gallinas y el mugir de las vacas.

—Dónde va la Angelita… Que parece un ángel… Con esa cara de buena y esos rizos… Qué bonica que es.

La niña, halagada, giró sobre sí, dándose la vuelta.

—Pero cucha, si lleva los zapaticos cambiados… Qué traviesa.

La hornera, regañona, agitó su mano en dirección a la cría.

A la madre se le vio confusa.

—Pero qué tonta, si he sido yo misma. Dónde tendrá una la cabeza…

La hornera vestía toda de negro, si no fuera por ir medio enharinada, y su pañuelo, del mismo color, se anudaba con decisión por encima de sus cabellos. La mujer sonrió asomando los dientes, como dos orejas los picos del nudo, que parecía una coneja.

—Pues arroz no me queda, ni tampoco azúcar. Harina sí que tengo. Como no quieras también unas hogazas…

—Me llevaré la harina. Si no tienes lo que quiero…

—Hasta que mi esposo no venga, es que no tengo de nada. Con lo de la huerta, poco tiempo le queda al pobre para llegarse al pueblo. Natural…, si es que estamos en todo el golfo. ¿Y los tuyos…? También muy atareados…

—A ver que se hace.

Madre y niña salieron, dejando a la tahonera enfrascada y revuelta, entre las harinas, la masa en la artesa, y en sus bordes, dos pilas de pan contra la pared.

—Si te portas bien, te dejo en casa de la Chola, para que juegues con el niño.

—Sí mamá, verás como sí.

Y allí soltó a la angelica, que corrió de contenta al ver como el niño salía de la casa.

La niña aún tenía los zapatillos cambiados.

III

— ¡Pablo…! ¡Si no vienes, yo me voy!

A aquellas horas, como siempre que no iban a la alameda, Pablo permanecía en el cobertizo, en la parte de atrás de la casa. Allí pasaba su tiempo tumbado en la gandula, que no por haragán siempre tenía a la mano, pues de aquella posición, decía, le venían a la mente los mejores pensamientos. Luego pasaba a la práctica, inventando algo entre las maderas, los hierros, o las mil cosas que allí se amontonaban. Pero seguro que lo que urdiese, tenía relación con la caza. Era su pasión.

Saltó de la hamaca, cuya lona ya se hoyaba con el peso, y se puso a revolver, sin encontrar, en unos cajones. Al poco llegó al comedor. A pesar de la hora, la madre se esforzaba limpiando, y la niña que no se desprendía de ella ni de casualidad, jugaba a su lado tirada por el piso, con su muñeca de cabeza rala.

—Yo también voy —dijo la pequeña asiéndose a Julián.

Éste, a su vez, la cogió por las axilas, y la bamboleó a derecha e izquierda, mientras la besaba.

— ¿A dónde quieres ir tú, chiquitaja?

—Con vosotros.

Pablo se dejó caer en una silla, desmadejado, transpuesto de calor y de fatiga. ¿Qué experimento se traería hoy?

—Ya hay que tener ganas. No estarás harto de río todos los días… —dijo al hermano.

—Si vuestro padre os oyera, os iba a poner de tontos que no habría por donde agarraros —Se pronunció Ángela Torcal.

Poco iba a inmiscuirse en nada su marido, que a aquella hora dormía la siesta en siete sueños. Y cuando dormía, dormía de verdad. Los ronquidos lo acompañaban todo el tiempo, y no cesaban hasta poco antes de verlo asomar por las escaleras.

—Es que a lo que vamos, es a bañarnos. ¿Es así o no, Julián?

Ella movió la cabeza.

—Como queráis. Si os gusta… —Se encogió de hombros.

—Y yo también voy, mamá.

—No hija, tú eres muy chiquita y el río es muy profundo. Tú te bañas aquí. Y cuando estés arreglada, te llevaré con el niño de la Chola. ¿A que sí?

—Si mamá. Pero luego él me dice cosas.

—Que te dice cosas… ¿Y qué te dice?. Pero si no sabe ni hablar…

—A mí sí que sabe. Me pisa el zapato: "Hoy te piso, mañana pones. Hoy te piso, mañana pones…"

— ¡Qué lástima, mi niña! Como si fuera una pollita. Pues deja tú, que ya se lo diré yo a su madre.

Los dos hermanos salieron, y echaron a andar bajo un sol de justicia. Llegados por el camino hasta el cruce con el río, Pablo se extrañó de que su hermano siguiera adelante.

—Pero bueno, ¿tú a dónde piensas ir?

—No esperarías que te lo dijera en casa.

—Pues que de malo hay.

—De malo nada. Donde pensaba que fuéramos, es al Molino Viejo. Allí bajan del pueblo para bañarse, chicos y chicas. Tú ya me entiendes.

—Claro que te entiendo. Pero también entiendo lo chalado que estás. Tú sabes que para ir allí, tenemos que recorrer más de cuatro kilómetros… ¡con este sol!

—No querrías que fuéramos en mulo…

—Y por qué no.

—Se nota que no conoces a papá.

Pasado un rato, el sol abrasaba tan despiadado, que hizo mella en los dos excursionistas. Ambos sucumbían, y a punto estuvieron de volverse. Al final optaron por el frescor del río, y descansar. Lo vadearon después varias veces, y otras tantas lo cruzarían entre alamedas, caminos, juncos, y pequeñas huertos cerca de la carretera.

—Buen invento esto del río, Pablo.

—Como que si no, no llegamos.

Mejor era cansarse buscando salida en aquel laberinto, que no asfixiarse mirando impacientes hacia el molino, transidos por el calor.

Al fin llegaron hasta unas lomas, que venía a dar con las ruinas. Pegado al muro, el salto alargaba su lengua de agua abundante y cristalina. Abajo, un remanso tentador y una explanada de arena. Había gente.

— ¿Ves? Lo que te dije.

—Pues yo no veo nada, como no sea a cuatro críos…

—Tú espera y verás.

No bajaron hasta el cauce. Un puente lo cruzaba desde el molino, encima del salto. Arrodearon por arriba y se metieron en él. Las más de las muchachas tomaban el sol, en un saliente de arena que se adentraba en el terreno. El resto se bañaban, o pretendían subir a unas rocas para tirarse. Demasiada agua para tan poco menester.

—Qué… Ya lo has conseguido. Pero no pareces muy contento —dijo Pablo.

Julián hizo una mueca de insatisfacción.

—Porque no he visto a la que quería ver.

— ¡Vaya! Vas de sorpresa en sorpresa.

Bajaron hasta el común de los bañistas, que a ellas en nada incumbían, al parecer, pues estaban en el saliente, aisladas, como en un mundo aparte.

— ¡Vaya, hombre! ¿Qué haces tú por aquí? —Saludaba Julián a un conocido.

—Es que soy de Fuenfría.

Acababa de descubrir, ni más ni menos que a un amigo de Emilia, vecino al decir de él, y compañero en la universidad. Llevaba el pelo repeinado por el agua y la piel roja de tanto sol. Pendía por su pecho una correíta de cuero con un colgante, y en torno a su muñeca una pulsera trenzada de plástico.

—Y Emilia, ¿no ha venido?

El conocido se extrañó.

—Qué va. Ella no viene aquí casi nunca. Pero bueno… ¿entonces sois dos? —Señaló primero a uno y luego al otro.

—Eso parece —dijo Julián.

—De veras que no me había fijado. No sabía que fuerais dos gemelos.

—Pues ya ves, a la vista está. No hay ningún truco.

El otro forzó una sonrisa.

— ¿Y de dónde sois? Si no es mucho preguntar. De aquí no.

—Pues no, no somos de Fuenfría. Nosotros somos de Parada.

— ¿Parada?

—Sí Parada. También le dicen la Junta. Se refiere a lo mismo.

Julián casi se arrepiente de dar su procedencia a aquel pisaverde. De más sabía lo burlones que podían ser los del pueblo con los de la aldea. Pero bueno, se supone que un universitario, y medio compañero, no tendría tales prejuicios.

—Mala cosa, no. Allí poca diversión tendréis. Seguro que ni siquiera habrá un bar —dijo el pueblerino.

—Sí que lo hay. Un bar no, una taberna.

El otro, sentado en la arena, como lo estaban ellos, se removía intranquilo y socorraneaba a cada gesto.

—Y de agua potable y electricidad, nada de nada, no.

Julián se paró un momento. ¿Por qué seguía la corriente a aquel medio palurdo, que así los consideraba a ellos al parecer sin conocerlos de nada? Perdidos al río.

—No, no hay electricidad, pues como dependemos de esta 'villa', aún esperamos que allí tengan ocasión para llevarla. De eso hace ya, ni se sabe… —Recalcó— Pues es sabido, que las cosas de ese 'palacio' van despacio. En cambio el agua, sí que la disfrutamos en nuestra vivienda. Casi seguro, que antes que en Fuenfría. Mi hermano, aquí presente, ingenió un sistema sencillo y muy barato para su instalación, y que os podemos ofrecer si acaso os interesa. ¿Verdad Pablo?

Pablo hizo un levísimo asentimiento.

— ¿Y cómo no lo ha divulgado al resto de los vecinos?

—Pues seguramente, y sálvese quien pueda, porque más sabe el tonto en su casa, que el listo en la ajena.

—No te pongas así, chaval, que aquí no tiramos piedras a nadie.

—Sólo faltaba eso.

—Y también te digo, que es a veces a nosotros a quienes tiran los tejos.

— ¿Y eso? ¿Pues quién te quiere tanto?

—Son cosas mías… Y a propósito… ¿Conoces bien a Emilia?

—Sólo la conozco. Ni bien ni mal, pues no pasa de ser eso, una conocida. Aunque a Emilia la conoce todo el mundo.

—No te estarás metiendo con ella.

—Ni me meto ni me saco. Una mujer como Emilia a la fuerza la tiene que conocer la gente.

El tal compañero pareció amoscarse, y se fue para el remanso, haciendo mutis con la más forzada de las diplomacias. Ellos, tras remojarse los pies desde la arena, pasaron de nuevo por el puente.

Por si alguna otra chica les fuera conocida, que no era el caso. A ninguna conocieron, y mira que miraron y remiraron. Tampoco iban a perder nada por asegurarse.

No tardarían mucho en volverse hacia la aldea.

IV

A Julián se le erizaban los pelos, sólo con ver los árboles. Primero era, cortar y trasladar los troncos hasta la carretera. Luego sería, reponer los que se habían perdido. Después… Su padre se lo tenía bien pensado. Las alamedas se alternaban río abajo, de forma que siempre había por cortar, por limpiar o entresacar. Y así todo el año.

Luís Molián iba en el pescante de la carreta, y los muchachos atrás, sentados sobre las lonas. El traqueteo hacía dar saltos a los tres hombres y a todo el equipo. Los hundilones y las profundas rodadas en el camino, se alargaban por toda la cuesta y hasta el mismo tajo. Cuántas veces habrían pasado ya por allí…

— ¡Arre, arre ya! —Luís chasqueaba el látigo con destreza.

— ¡Padre! Cuándo vamos a trasplantar ya —Preguntaba Julián, añorando la llevadera tarea.

—En cuanto acabemos este lote. Todo a su tiempo —repuso el padre, todo entregado a su papel de carretero.

—Y para cuándo la sierra mecánica.

—Y para cuándo la camioneta… Y para cuándo el tractor… Y para cuándo arreglar la casa… Para cuándo, para cuándo… Pero qué pocas luces. Si con lo que os lleváis vosotros solos cada año, adiós ganancias.

Y arreó la caballería, serio y enhiesto, que sólo se le movía el brazo con las riendas.

Pablo, taciturno, daba el parabién a lo que el padre había dicho, sin abrir la boca. Nadie en su sano juicio, podría decir que los dos muchachos no fueran gemelos. Aparte eso, no parecían tener más en común que vivir en la misma casa.

La carreta entró hasta el mismo tajo. Mientras ellos bajaban los aperos, Luís desenganchó los mulos, y los llevó cerca del río.

¡Cuánto calor podía pasarse junto a los árboles, pese al frescor que emanaban! Pablo miró hacia arriba, donde los pájaros, medio invisibles en los álamos, gorgeaban, sin visos de que fueran a callar, y la envidia le corroía. De buena gana, si fuera posible, les hubiera echado una red por encima, y los hubiera encerrado a todos. A Julián aquellas cosas le daban lo mismo, lo que él no entendía era, como estaban dale que te pego a la dichosa sierra, ¡en aquellos tiempos!, a pique de echar la asadura; ellos, con tan poca costumbre. Su progenitor, tan habituado, seguro que no lo entendía, no iba a caer en ese detalle. Y el muchacho deseó con todas sus fuerzas que se secara todo, incluso el río.

— ¡Ya! ¡Sacadla ya!

Los dos hermanos dejaron de aserrar y suspiraron, extrayendo del corte el utensilio.

El progenitor, se ajustó con destreza el lazo de cuero a los tobillos y comenzó a trepar dando saltos como una rana. Subió tronco arriba hasta que las ramas y el grosor decreciente se lo impidieron. Ató al árbol la cuerda que traía enrollada y volvió a bajar. Los dos muchachos a la vez tiraron, hasta que el álamo cedió.

— ¡Tronco va! —gritó el padre.

—Tronco va… Tronco va… Como si no lo estuviéramos viendo —dijo Julián entre dientes.

La misma maniobra se repitió de tres en tres durante toda la mañana. Primero abatir el árbol. Competir luego con el hacha hasta limpiarlo, para dejar un largo mástil, trocearlo… Cargaron la carreta tantas veces, que ya perdieron la cuenta. Las mismas que llevaron el cargamento hasta la carretera. Parecía ilógico: cortar, limpiar, cortar, transportar, de tres en tres, siempre lo mismo. Pero no era así. Al menos en teoría. De aquella forma, descansaban de una tarea en la siguiente.

— ¿Todavía no tienes hambre? —dijo Pablo al hermano.

—Si te digo, que si no me lo dices, ni me acuerdo siquiera… ¿Te lo crees?

No podía creérselo mucho, pues aguantar con aquel trabajadero, sin probar bocado desde la noche anterior, no era muy creíble. Se querría salir con la suya.

Si estaría en lo cierto, que no transcurrió mucho, cuando lo vio por momentos, como se llegaba hasta el ato y pellizcaba un trozo de pan.

Hacía ya mucho, que los que regresaban para el mediodía, habían pasado. Sólo los dos hermanos aún subían una y otra vez con la madera, acrecentando sin tregua la pila de troncos que se amontonaban, en el improvisado muelle. Éste, estaba cortado a pico del mismo terreno, al lado de la carretera. Desde allí, cuando completaran, los cargarían en el camión. Pero eso no sería hasta la tarde o al día siguiente. Mientras tanto, Luís se movía sin parar entre los álamos, como un roedor, buscando y catando los más propicios para hincarles el diente. A esa hora el sol caía a plomo hasta renguir con su peso a todo bicho que osara moverse. Con tal intensidad, que hasta los pájaros estaban traspuestos y no cantaban, como si se hubiesen ido. Sólo seguían incólumes, los madereros y el río; éste, todo en silencio, que parecía aún tomar fuerza.

Por fin. Los muchachos vieron con alivio, como el padre se acomodaba junto a las alforjas, y se acercaron hasta él en busca del almuerzo.

Luís Molián cortó primero de la hogaza, y luego la pasó a los muchachos.

—Cuanto más hagamos ahora que somos tres, menos quedará para cuando os vayáis y me quede solo.

Aquello si que era verdad, que más lógico no podía ser. Lo que ellos pensasen, no lo sería tanto.

Pablo callaba, cortaba y tragaba casi sin mover los dientes. Julián por el contrario preparaba uno a uno cada bocado.

—Lo bueno hubiera sido poner la serrería. Menos trabajo daba y más rendimiento. Y sobre todo, quitarse de este laberinto.

El padre mordió la carne sobre el pan, y de un tajo cortó el trozo con su navaja.

—Julián tú no sabes de eso. Lo que cuesta montar un local apropiado… Y las máquinas… Y con qué las mueves… Además, como en todo, hay que saber. Si vosotros os atrevéis…

El muchacho tragó aprisa.

— Quiá padre. Con la universidad ya tenemos bastante.

—Sí, todos tenemos bastante —apostilló el progenitor.

V

Emilia se levantó y se desperezó cuan larga era. Se puso su bata azul, se soltó el pelo, y se lo recompuso.

La penumbra en el dormitorio, no hacía honores a un día tan espléndido. El sol descubrió su figura nítida y vivaz cuando descorrió las cortinas. Salió al balcón.

Un único transeúnte, la calle desierta, rompió la monotonía mirándola. Y la muchacha, descarada, puso los brazos en jarras, marcó cadera, y le sacó la lengua. El desconocido abrió mucho los ojos y dio un traspié, saliendo descontrolado hasta aferrarse con las manos a un palo de la luz. De inmediato recobró la compostura. Se estiró las mangas de la camisa, y su aviesa mirada fue a estrellarse en el balcón vacío, pues la inconsciente se había ocultado.

Ella se entretuvo luego, en toquetear esto y lo otro aquí y allí, sin buscar nada en concreto.

La chica se quitó la bata, y tan escasa de ropa, que nada llevaba, se miró al espejo. Volvió a mirarse de costado y por detrás, y se dio su aprobación.

Sus libros, caídos en desgracia y polvorientos, dormían en un rincón. Otros serían ya con el nuevo curso, los que obtuvieran el favor de la estudiosa. La ropa sucia yacía salpicada por el suelo cerca de la puerta, y sobre la mesita se revolvían lápices de labios, pañuelos de papel, el cepillo, la pintura de las uñas, y una bolsa vacía bajo la lámpara. El armario abierto, mostró sus tesoros en todo el esplendor: vestidos y complementos, quisicosas. Verde aquí, negro allí, ropa larga, ropa corta… Emilia, sentada sobre la cama, los mira y los remira, hasta desistir indecisa. Se puso la bata de nuevo y volvió a sentarse. Estaba pensativa.

Toda una mañana. Tan larga y tan sin nada que hacer. Con las ganas que cogiera las vacaciones… Y ahora tantos días y días… Ya era demasiado. Total, para un rato con las amigas… Menudo interés en hacer todos las tardes lo mismo. Mejor sería que el verano fuera más corto, o que las vacaciones, como mucho durasen quince días. Ni siquiera leer, que tanto tiempo le ocupaba, le servía ya. El tedio le había invadido.

La madre interrumpió sus pensamientos. Menos mal, pese a ser domingo, habría de ir a la tienda.

—Eres muy aburrida hija. Con la de cosas que hay por hacer. Y si no, invéntate algo. Seguro que estarías mejor si tuvieras que ir a la viña…, o a recoger, como hacen tantas. Da gracias a Dios.

—Tú no lo entiendes. Lo mío no está aquí —Se restregaba las uñas con los dedos, fija la vista en sus manos

— ¿Que no está aquí? ¿Dónde entonces? Una está donde está cada día. Si piensas como tú, ningún sitio es bueno, pues acabarás diciendo lo mismo de todos.

La mujer se movía de un lado para otro, empeñada en ordenar las mil cosas que la niña tenía por el medio.

—No entiendes nada. En la universidad es diferente.

Qué bien. Comprar el pan y el café le supondría atravesar todo el pueblo. Un largo paseo, y un sitio a donde ir. Y quién sabe, a lo mejor alguna novedad surgía. Se puso de nuevo, y se remató, hasta sentirse con todos su perejiles. Iba aprisa por la calle, que, como era domingo, ningún movimiento tenía, pues por no pasar, no pasaban ni pájaros. Segura de no ser observada, se ocupó entonces, en ensayar maneras de moverse. Ahora cimbreándose por la cintura, ahora moviendo cadera y trasero… mirada recta, andar recalcado para retemblar los pechos… ¿Y si probara a inclinarse…? Como para recoger algo que se le hubiese caído… Mejor que no. Paso normal. No fuera a ser que alguien la tomase por lo que no era.

Aflojinados a la sombra, unos desocupados se daban palique, menos dos, que jugaban a las cartas en un banco. En el centro de la plaza, la fuente lo encharcaba todo. Los niños jugaban con el agua, entregados a que la inundación no fuera a menos. Ella cruzó sonriente, el rostro fijo hacia adelante. Pasó junto a los niños, que como niños ni la tuvieron en cuenta. Ante los hombres otro fue el cantar, pues todos se giraron para seguirla con los ojos hasta que entró en la otra calle. No era para otra cosa. La muchacha, con aquellas modélicas piernas, la falda a medio muslo, escueta y abultada su blusa, como caireles de oro hasta los hombros sus cabellos sueltos, y con aquellos ojos… a la fuerza la tenían que mirar. Aunque ella no quisiera. Pero sí que quería. 0 mejor mitad y mitad. Si la miraron, eran unos mirones. De no mirarla, su personal estima se iría por los suelos. ¡Lo que tiene que soportar para sentirse guapa! No le hubiera importado dar la vuelta y repetir. Eso de que la siguieran con los ojos, embobados, le hacía sentirse irresistible y dominadora.

Distinto sería al cruzarse con Ismael, su compañero de estudios.

—Qué guapa que estás, Emilia.

—Porque puedo.

El sonrió.

—Ya lo veo, ya… Pues podías venir por el club de vez en cuando. Todos te echan de menos.

Ella también sonrió.

—Todos me echan de menos… ¿Y tú?

—Yo también me meto.

A todo esto, sus miradas apenas si se cruzaron.

Nada más dijeron, cada cual siguió su camino como si llevaran prisa. Pararse para hablar, hubiese sido cuanto menos, fatigoso…

Desde lo alto, antes de bajar la cuesta, el arrabal se descubría casi a vista de pájaro, con sus calles retorcidas, y sus casas deslumbrantes plenas de luz. Abajo del todo, la arboleda tapaba el río y se aventuraba por la ladera hacia lo alto, tímida y exigua, hasta llevar, exhausta, sus últimos árboles hasta las fuentes.

Que el horno estuviera allí, no era por casualidad. El viejo molino quedaba cerca, aunque ya de nada sirviera. También la leña y el agua, con la carretera y las fuentes, quedaban más asequibles por aquel entonces. La tahona, era una medio tienda al mismo tiempo, que se ampliaba con comestibles y mercerías.

Poco duró la transacción. Entrar la muchacha, y salir con la compra, casi se confunden. Y ya no volvió por donde había venido. No es que le incomodara cruzar todo el pueblo otra vez, es que se le aflojaron las ganas de subir la cuesta cuando salía, toda empapada en sudor, y con la ropa pegada al cuerpo.

El regreso tal vez se le alargase por la carretera, pero gran parte del camino discurría junto a los árboles, y casi todo era llano hasta su casa.

No iría por la mitad, cuando el compañero de estudios surgió en un recodo, y se dirigía hacia ella. Por la mirada ausente y sus andares decididos, casi mecánicos, se entendería que algún asunto urgente lo reclamaba.

— ¿Otra vez éste…? Pues sí que le ha cundido —Dijo Emilia en voz alta.

Y la muchacha quedó detenida junto al muro que separaba del río. Agitó una pierna, nerviosa, con ganas de seguir su camino. Al verlo aproximarse, se sobrepuso, alzando la voz:

— ¡Qué te trae por aquí! ¡No andarás buscándome!

El chico no se paró, y dijo, sin perder el paso:

— ¡¿En busca tuya yo…?! ¡Aunque quisiera, cómo iba a saber que estabas aquí!

— ¡Cosas peores se han visto!

El muchacho llegó hasta ella y se puso a su lado contra el muro. Casi no se atrevía a mirarla. Quedó fijo con la vista en el balate del otro lado de la carretera. Emilia observó su perfil que bien poco le dijo.

—Anda, dime la verdad, no seas tímido… Has venido por mí.

—No lo es, pero si así fuera, qué. Acaso te importa —Hizo un recorrido global de ella, con los ojos.

—A mi me va a importar… Acaso será esta la primera vez que he estado contigo…

La muchacha soltó la compra en el suelo, y se sentó sobre el murete. Los dos quedaban atorados sin saber qué decirse. Al poco, con todo su inconveniente, ella recogió las piernas hasta su altura, cogiéndolas con los brazos bajo las rodillas. Así apoyaba los pies en el filo del muro, muy pegados a sus nalgas. Si el chico se ponía delante, no iba a sustraerse al panorama. Y fue lo que ocurrió.

Ismael se puso ante ella, a remirarla con ojos ávidos.

—Que piel más suave tienes —dijo, pasándole la mano por las rodillas.

—Tú toca, toca, que tienes tajo —Reía— Lo que te encuentres para ti.

É1 no supo si creérselo o tomárselo a broma.

—Y qué dorada que estás —Siguió bajando— ¿Dónde tomas el sol?

— ¡En la terraza!

Y le soltó una torta, que se puso blanco. Ismael se quedó mirándola sin creérselo. Luego echó a andar carretera adelante.

— ¡Si será atravesada! —Levantó despechado el brazo— ¡Primero se insinúa, y luego se hace la estrecha! —dijo en voz alta para que pudiera oírlo.

Ella se bajó del murete y comenzó a tirarle piedras.

— ¡Qué atrevido! ¡Y qué caradura!

Emilia siguió su camino, entre ofuscada y pesarosa.

Pero es que si no le tira las piedras, era capaz de no creérselo.

VI

Desde la ventana, lo primero que divisó fue la motocicleta. Una casualidad. No era frecuente que Julián estuviera en su habitación a aquellas horas. Después de lavarse, se sentaban en el pequeño porche hasta la hora de la cena. Ya se había puesto el sol, y hacía más de una hora que volvieran del trabajo. Presintió al momento, que el motorista no estaba allí por gusto. Algún problema tenía. Por mucho que lo observó, no lograría percibir en él ningún movimiento.

Volvió a fijarse con detención. Ahora lo veía claro. La persona que estaba sobre el talud, junto a la carretera, era una mujer; sentada allí, inmóvil, y la moto a su lado vencida contra el balate.

Bajó del dormitorio y salió de la casa sin decir nada. Ya no podía verla, la vegetación se interponía. Anduvo hasta la carretera, y ya no se lo pensó, enfiló hacia la desconocida. Su sorpresa fue mayúscula. La mujer sentada allí, fija como una estatua, era Emilia.

¿Qué demonios le pasaría? ¿Por qué estaba allí a aquellas horas? Seguro que no era meditando.

Se atusó el pelo y se miró de arriba a abajo, para constatar lo que sabía, que no estaba presentable. No era cosa de volver y remediarlo. Menos, cuando la muchacha se había apercibido de su presencia.

— ¿Qué haces tú por aquí?

Emilia se sorprendió al reconocerlo.

—Anda, pero si eres… tú. ¡Cuanto me alegra verte!

Y tanto que se alegraba, como que veía el cielo abierto.

La chica fue hasta él y lo besó en la mejilla. Luego comenzó a remirarlo.

— ¿Y tú cual eres?

—Yo soy Julián. ¿No me conoces?

—Como los dos sois iguales…

—Bueno, si tú lo dices… —Se encogió de hombros.

Que bien se habría fijado. Poco interés despertaría en ella, para no distinguirlo, aunque fuera en un detalle. Y mira que lo había visto veces en el pueblo, por no decir en la universidad.

— ¿Te ha ocurrido algo?

Emilia señaló la motocicleta.

—Se ha parado de pronto. Por más que le insisto no hay forma de que arranque.

Julián enderezó la máquina, y recorrió todo el motor, observando. Mientras, ella miraba inquieta tras él, como queriéndole achuchar con los ojos.

Por último, el improvisado mecánico desenroscó el cierre de la gasolina.

—Pues gasolina sí que tiene.

—Eso ya lo sé yo. Como que le eché antes de salir.

El rostro de Julián enrojeció ligeramente.

Emilia vestía unos vaqueros azul claro y una camisa de manga larga, blanca y con bordados. Sus zapatos, que eran grises, aparecían con roales de grasa. É1 la contemplaba, y no se lo creía. Con la de veces que hubiese querido verla a solas. Qué condenada…

—Si Pablo estuviera aquí…

— ¿Te refieres a tu hermano?

—Seguro que él, daba con la tecla en un momento.

En el rostro de Emilia se dibujó la esperanza.

—Y por qué no lo llamas… No vivís aquí.

Julián se sorprendió.

— ¿Cómo sabes eso? Nunca te he dicho tal cosa.

—Pues porque lo sé. Además te he visto que venías de allí —Señaló hacia la aldea.

El muchacho volvió a mirar y remirar la moto. No era que no le encontrase nada, es que le parecía impecable. La dejó caer de nuevo contra el talud.

—Y a dónde ibas. Si se puede saber…

—Pues, ni más ni menos que a dar un paseo. En el pueblo bien poco hay que hacer.

—Eso será porque tú quieres.

— ¿Porque yo quiero?

Julian soltó una carcajada.

—Eso. Con tanto quehacer que hay por aquí… No tienes más que venirte.

Será para que te cante, claro —se dijo ella— Qué más quisieras.

Por disimular, hinchió su cara con una sonrisa, y lo miro insolente.

— ¿Te refieres al río…?

— ¿También…? ¿También sabes eso?

—Todas las del pueblo lo saben. Con decirte que os llaman Los del Río.

Julián le lanzó una mirada asesina.

—Mira que gracia oye… ¿Y eso?

—Las chicas dicen, que el único sitio seguro para buscaros es el río.

El otro encajó los dientes.

—Eso no es verdad. También vamos al pueblo. Y cuando no hay vacaciones, ya sabes donde encontrarme. A ti es, a quien no hay quien te localice.

—Puede. Pero ellas dicen eso de vosotros, y dicho queda. De mí dirán otra cosa.

É1 nunca se habría imaginado que fueran tan famosos. Para ellas seria…, porque otra cosa.

—Pablo no vendrá hasta más tarde. Hace poco que se ha marchado con la carreta. A las fuentes. Por una cuba de agua.

—Y ahora yo qué hago. Cómo voy a volver —Aunque no lo aparentó estaba nerviosa—Si al menos pasara alguien.

— ¿Y eso te preocupa? Olvídate mujer, que estás en buenas manos.

—Eso quisieras tú.

La muchacha, pese al infortunio, no perdía el humor.

Julián sonrió, algo mohíno.

—Deja, que voy a esconder la moto, que mientras que él viene daremos una vuelta.

—No sé, no sé… Es que es muy tarde ya.

VII

No sin cierto recelo, la muchacha se dejó llevar. Una luna casi completa, como un disco de plata, parecía estar colgada del cielo por encima de los montes. De poco servía aún, el atardecer no estaba tan en las últimas, como para necesitar que nadie le alumbrara.

Pronto dejaron la carretera, y en un cruce de caminos, la pareja tomó por una senda plagada de árboles a ambos lados. Sin solución de continuidad las filas de frutales. Primero fueron los manzanos, cargados a tope del incipiente fruto. Más allá se sucedían los melocotoneros, los perales…

— ¿Nunca has venido aquí?

—Aquí exactamente no. Pero sí que he estado más de una vez en la huerta de mi tío. Dónde va a parar…

—Qué. Que lo de tu tío es mejor…

—Todo lo contrario —Se volvió hacia él— ¿Puedo coger una manzana?

—Como poder, claro que puedes. Además, esto no es mío. Lo que pasa que todavía son muy pequeñas y están verdes.

Emilia, que ya había entrado en el bancal, desistió. Mejor lo sabría él.

Pasaron de largo unas plantaciones de hortalizas, hasta el límite con el río. Allí, pese al avance del verano, los rosales aún conservaban casi todas las flores. Sin duda que el frescor del río las protegía. Julián se afanó en cortar rosas que todas le parecían insuficientes. Ella lo miraba sin abrir la boca, y pensó, si no le habría dado algo. A cada flor, el muchacho le amañaba un largísimo rabo, y aquello sí que Emilia no lo entendía. Se maravilló aún, de que aquello lo hiciese con toda la naturalidad del mundo. ¡Con la de espinas que tiene un rosal! Ni imaginaba, lo duros que Julián tenía los dedos. Sus callos eran tan vetustos, que ya no los atravesaría ni una afilada aguja.

En menos que se cuenta, el improvisado florista trenzó con habilidad una hermosa guirnalda.

— ¡Ay que bonito Julián! Y de distintos colores… No pincharán, no.

—Tú deja al maestro aunque sea un burro —Le colgó por el cuello el floreado collar.

—Hombre, muchas gracias. Qué sorpresa.

La muchacha miró y remiró las ristras de rosas, y emocionada, le estampó en la cara un sonoro beso.

Aquello para el muchacho fue, el no va más. Sus pensamientos se le adelantaban, y se veía junto a ella, transportado, como tantas veces soñó. Siempre con ella, sólo suya. No es que ya la quisiese, él sabía que el querer era otra cosa. Pero si siempre le había atraído, ahora estaba seguro que ya no podría pasar sin ella.

Julián echó a andar en dirección al río y la llamó atrayendo con la mano.

—Ven, que quiero enseñarte una cosa.

— ¡Pero hombre! —Vaciló tras él indecisa— ¡¿Y si tu hermano ha venido ya?! Mira que es muy tarde.

—No te apures, mujer, que sólo es un momento.

Pasaron por un puente. Era de un arco, y todo él estaba hecho de troncos. Muy robusto y bien pensado. Cómo no, si Pablo había sido su constructor y su arquitecto. Se estructuraba con varios tramos en cadena para formar la bóveda, y dos recias barandas lo reforzaban más todavía, pues estaban hechas de troncos montados en cruz. Algo sencillo, pero de una terminación esmerada.

— ¿Te gusta el puente?

—Ah, sí. Sí que me gusta. Parece de película.

—Lo hemos hecho nosotros —dijo él, orgulloso como un niño.

—Pues mira qué artistas…

—En realidad fue Pablo quien lo diseñó, pero yo también le ayudé.

Emilia se giraba a cada trecho indagando la vuelta mientras no paraba de tocar la guirnalda, nerviosa.

—Bueno, ya lo he visto. Ahora, vámonos.

—No, si lo que te quería enseñar no es el puente. Ven.

Ahora sí. La luz de la luna se les hacía imprescindible, pues ni a bien querer, sin ella no verían tres en un burro. El camino casi se ahogaba con tantos romeros y zarzales a sus orillas. A ella se le antojó ver entre la maleza, multitud de ojos que la miraban. Se cogió del brazo de Julián.

—Oye, tengo miedo —dijo en voz baja— ¿Por qué no nos vamos?

— ¿De qué te da miedo, muchacha?

—Son esas cosas que brillan.

—Ah, eso… Son luciérnagas. ¿Nunca las habías visto?

Ella no contestó.

— ¿Para dónde me llevas, desnortado?

—Quiero enseñarte un secreto.

—A saber, el secreto que tú quieres enseñarme…

É1 sonrió.

—Se trata de una caverna que descubrí por casualidad. No es muy grande…

Vaya por Dios —se dijo ella— Menudo interés tengo yo ahora en la espeleología.

— ¿Y Pablo, no lo sabe?

—También. Pero a él no le van mucho estas cosas.

La senda los había llevado a mitad del monte. Allí, mirando hacia el valle desde el camino, el espectáculo sobrecogía. La panorámica se ensancha a la derecha hasta coger al pueblo, muy arriba, y vuelve abarcando la noche, para perderse lejos de la aldea. Los campos se han vestido de tonos lechosos, y el río, cual papel de aluminio, refleja las aguas, metálico y opaco. A lo lejos, por no ser menos, las montañas parecían cubiertas de un manto de nieve, vago y desvaído. Sólo las alamedas, que están varadas junto al río, cruzan el paisaje como una cinta irregular y decidida. Parece que estén dormidas como estáticas nubes de ceniza, con sus sombras y sus claros sembrados de hojas canas.

No era menos. La Luna desde arriba, atrás de ellos, persistía en su empeño de tornarlo todo de plata. Un plateado incierto, como una mentira. Las luces del pueblo titilaban, y Emilia podía ver, sólo con imaginarlo, lo que ocurría en cada calle o en cada rincón. La aldea en cambio, tan escasa de luz que sólo se adivinaba por el parpadeo exiguo en alguna que otra ventana, no era fuente de su inspiración. De ella, poca idea podría darse.

—Ha pasado un coche.

— ¿Y qué?

—Si estuviésemos allí, me habría acercado al pueblo.

—Puede que sí, y puede que no. A saber de quién se trata

VIII

—Aquí es —dijo Julián.

Cuando dejaron el camino, la cogió de la mano, y la pareja subió un buen trecho pendiente arriba. Al fin el muchacho se detuvo. Y ella que lo agradecía, pues llegaba jadeando y a punto de desplomarse.

—Qué demonio de hombre —dijo entre dientes.

Frente a ellos, pegado al monte, había una retama, y a su vera un pino pequeño. Julián abrazó la planta y lo cimbró hacia el árbol. Sin soltar, despegó un brazo para extraer una cuerda que escondía detrás. Con ella la amarró al tronco.

Al despejar, apareció un agujero oscuro, como boca de lobo. La tal entrada no sería más grande que uno de ellos.

—Todo dispuesto.

Emilia se quedó de una pieza.

—Que chalado que estás. No esperes que yo me meta por ahí.

Julián sí que se introdujo. Para ello hubo de agacharse y entrar a gatas. Ella sintió pánico cuando lo vio perderse en la oscuridad, como si la abandonara. ¿Y si ya no salía y se quedaba sola en aquel lugar? Sólo de pensarlo se le ponían los pelos de punta. De pie ante el tal secreto, comenzó a mirar en todas direcciones, que le iba a dar algo.

Poco duraría su aflicción. En unos momentos, dentro hubo luz. La muchacha se asomó. Julián había encendido una vela, que estaba en un saliente de la pared. Al lado derecho, aparecían unas lonas enrolladas y un cajón. En el otro, unos libros apilados sobre el suelo y una garrafa de plástico. Y en el centro estaba él que desde el fondo la llamaba.

Emilia entró. Lo mismo que Julián hiciera, hubo de entrar a cuatro manos y rastreando las rodillas. Aquello no era tan pequeño como él decía. Como si otra habitación fuera, por el fondo se adentraba otro tanto. Las paredes, irregulares y sin forma, eran parte de roca y parte de arenisca. Incluso colgaban del techo varios grupos de estalactitas. Sin embargo, la humedad brillaba por su ausencia y el suelo estaba relleno y liso. Lo primero que ella hizo fue quitarse la guirnalda que colgó en un hierro de la pared. Algunas de las rosas se habían le estropeado al entrar.

Emilia comenzó a mirar todo alrededor y por el techo, y asomándose al fondo hizo lo mismo.

— ¿Dónde está la otra entrada?

— ¿Otra entrada?

—Claro. Otra abertura… Cómo si no has podido meter ese cajón tan grande.

Julián rió.

—Por la chimenea. Tú me dirás por dónde.

—Por eso… Y cómo es que yo no la veo.

—No sé. Pablo la taparía. Él fue quien lo trajo.

—Pues vaya trabajadero.

Julián la cogió por la nuca. Ella se sobresaltó.

—Pero qué cosas tienes. ¿No crees que le sería más fácil desarmarlo, y volverlo a montar?

Ella se separó de él riendo.

—A ver si te crees, que yo voy por ahí metiéndome en cualquier sitio.

—Ya verás… menudo problema… Y qué, ¿te gusta?

— ¿La cueva quieres decir…? Para lo que es… Porque aquí sólo vendrás de higos a brevas… Ya veo que te entregas a la lectura.

—Bueno, sí. Es mi sitio para meditar y apartarme de todo. Aquí puedo refugiarme a solas y en silencio.

—Pues vaya con el retiro —dijo ella entre dientes.

— ¿Cómo?

—Que no es mal retiro no.

—Seguro. Aquí puedo refugiarme a solas y en silencio.

—No lo dirás porque ahí abajo tengas mucho ruido… —Emilia, de pronto se dobló hacia delante— ¡Jolines!, ¡mira cómo me he puesto! —Comenzó a sacudirse el pantalón.

Tenía los vaqueros perdidos de tierra por los perniles y las rodillas, y lo mismo los hombros y el cuello. Casi seguro que en la cabeza también pillaría algo. Por si no fuera bastante, la camisa se había descosido un trozo por el costado desde la axila.

—Se te ha roto la camisa.

Emilia se giró para verlo, y por el descosido le desbordó el sujetador, abultado y redondo.

—Cómo te lo has hecho… Vaya fuerza de tetas que tienes, chica.

Ella ejecutó un mohín de fastidio

—Qué gracia…

De seguida se recompuso y dio un pisotón en el suelo con todas sus fuerzas.

— ¡También las aventuras que te buscas! ¿Ahora cómo me presento yo así en ningún sitio?

Julián la tranquilizó, sonriendo con sorna.

—No te apures, mujer, y siéntate, que estás en tu casa — Le indicó la caja.

—Chico… Esto se ha acabado —dijo ella sentándose—Tenemos que irnos. No sé si sabrás que son casi las once y media.

Julián, sentado en el suelo, se levantó.

— ¡Pues venga, vámonos! Yo quería que te fueras con la camisa arreglada…

—Difícil lo veo. Cómo no seas mago… —encaró hacia él, la cabeza vencida sobre el hombro.

—Mago no seré, y no puedo sacarte la solución de una chistera, pero si aguardas un poco, puedo sacarla de debajo de tu culo.

La muchacha se quedó con la boca abierta.

—Qué cerdo que eres —recalcó de una en una cada palabra.

Julián, que se sentó otra vez, estiró ambas piernas y pataleó contra el suelo dando carcajadas.

—Pero qué has pensado, mujer.

—Pues qué voy a pensar, lo que tú me has dicho.

Todavía estaba perpleja. Qué cosa tan inopinada.

—Anda, levántate y deja libre el asiento.

Y además insistía. Vaya con Julián.

Éste quitó la tapa, y dentro del cajón, aparecieron cosas para todos los gustos: herramientas, vasos de plástico, cepos, pequeñas redes de caza, y hasta un trozo de jabón. De entre tanto, escogió una cajita roja.

—Toma, ya puedes empezar.

— Empezar qué…

Emilia abrió la caja. Dentro había una madejilla de hilo y dos agujas.

Pero qué detalle. Qué tío.

No paraba de mirar el rudo estuche, y entre verlo y que no sabía que hacer la duda se dibujó en su rostro.

—Me da corte.

— ¿Corte, de qué?

—Tendré que quitarme la camisa.

—Ves tú… eso sí. En ese detalle no había caído. Pero si quieres apago la luz.

Ambos se echaron a reír.

—Qué tonto eres… Si me prometes que no vas a mirar…

—Dalo por hecho que así lo haré —Los ojos de Julián se movieron inquietos.

Y se volvió para la pared.

—Si quieres, también puedo encender mi mechero, como la vela está un poco alta…

—No te preocupes, tengo buena vista.

Y cómo no iba a tener buena vista con aquellos ojos —pensó Julián.

Emilia se había sentado de nuevo sobre el cajón. La llama de la vela comenzó a crepitar, haciendo que su sombra se proyectara temblorosa, como poseída de pronto del mal de sambito.

Después de todo, allí no se estaba mal. Una temperatura más que idónea, había remitido los sudores de afuera y el recogimiento era tal, que de tener claustrofobia alguien encerrado allí se tiraría de los pelos.

—Oye. ¿No tendrás agua por casualidad?

— ¿Agua…? Toda la que tú quieras. Pero si tienes la fuente al lado…

Ella miró en rededor.

— ¿Dónde? Yo no veo nada. Cómo no tengas un pozo escondido…

—Me estoy refiriendo a la garrafa. La tienes a tu derecha.

— ¡Ah no! Eso sí que no. Yo no bebo de ahí. A saber lo que tendrá. Prefiero aguantarme.

—Pues no hay otra cosa. Como no bajes al río…

—Es que, me da reparo de ese plástico tan sucio.

—Pues es agua limpia. Además está protegida con unas gotas de lejía.

— ¿He oído bien? ¿Has dicho lejía…? Qué asco.

Pese a tanto desacierto, Julián aguantaba frente a la pared, por no romperle el hechizo.

—Que no, mujer. Así está tan en condiciones como la que puedas beber en casa.

Emilia lo puso en duda, pero al cabo, su sed pudo más. Destapó la garrafa, mojó un dedo, y se lo llevó a la boca.

—Oye, pues sabe bien. Y está fresca.

—Ten mucho ojo —gesticuló hacia atrás con el brazo— Si te la embocas, puedes echártela encima. Y verás que fresquita te vas a poner.

—Eso quisieras tú.

—Mejor abre el cajón y coge un vaso.

—Ni hablar. Hasta ahí ya no llego.

No se paró en contemplaciones. Mejor volcó el recipiente hasta mediarlo. Ya no hubo obstáculos.

IX

Hacía más de dos horas que los Molián habían cenado. Ángela y Luís permanecían aún en el porche. Sentados frente a frente, medio se miraban en la penumbra, sin nada ya que decirse. Eso sí, de no ser porque estaban preocupados, llevarían más de una hora durmiendo. Angelita dormía desde antes de la cena, y Pablo aprovechaba para echar un rato en el cobertizo. Aquello no era una novedad.

Al fin, Luís Molián habló de nuevo:

— ¡Es que hay que ver! Se va sin decir nada, como si nosotros no fuéramos nadie. Este hijo nuestro necesitaba una lección —Hizo una pausa— Si cada día está peor… Más protestón y más rebelde.

Ella no se entretuvo para contestar.

— ¡Calla, calla!, que no tienes tú poca culpa.

— ¿Culpa yo? Y de qué tengo yo culpa. ¿De tenerlos a cuerpo de rey, que todo se me figura poco…?

Ángela se tapaba la boca con la toquilla, mientras daba leves impulsos a la mecedora.

—No es eso. Es que si no fueras tan atravesado los niños te tendrían más apego y no harían estas cosas.

Su marido se echó hacia adelante, cogidas las manos a los brazos del sillón.

—De modo, que si ellos hacen algo mal, lo hacen porque yo soy recto, que es como un padre debe ser…

—Que no, que no van por ahí los tiros. Las criaturas no se atreven ni a contar lo que hacen o dejan de hacer, porque saben, que sea lo que sea tú nunca lo ves bien y les riñes.

Luís quedó parado un momento.

—Es que si no los corrijo yo, quién lo hará. A lo mejor tú… que todo se lo consientes. Mira Pablo. Él siempre está contento con todo, y se atiene a razones. Pero este saltalunas…

Ella sonrió en la oscuridad, porque no se atrevía a reír.

—Pablo es distinto, tú lo sabes. É1 es más reposado y se inventa su vida. No necesita gran cosa. No que Julián siempre está como buscando alguna cosa. Pero fuera, fuera… Por él mismo, poco saca en claro.

—Muy bien. Pues desde hoy, punto en boca. Tú vas a ser quien se enfrente a ellos. Veremos lo que sacas… Pero esta noche no. De ésta yo me encargo.

Ella miró complacida hacia las huertas.

—Pues yo casi me lo imagino. Si no anda en busca de alguna… es porque ya la ha encontrado. Estará en el pueblo, casi seguro,

—Ojalá sea como dices. Pero en cuanto venga, si es que viene, le voy a decir cuatro palabras. Nada más que cuatro.

Dentro de la casa, apenas algo se distinguía. La lámpara de petróleo estaba en las últimas, y la luz de la luna no se adentraba tan lejos. No obstante, la pareja tenía la luz suficiente para adivinarse, los dos enfrentados y oscuros, los pies casi rozando.Por la ventana que daba a la parte de atrás, podían ver, a poco que se asomaran, la luz que Pablo tenía colgada del techo. Debajo estaba él, manipulando una caja de madera, con una puerta enrejada a cada extremo. Éstas bajaban y subían mediante una cuerda y unas carruchas en una madera vertical. Algo no debería de ir bien, pues desde arriba tiraba y tiraba una vez y otra.

— ¡¡Pablo!! —llamó el padre.

El muchacho tardó en contestar.

— ¡¡Qué quieres!!

— ¡¡Ven aquí!!

El hijo vino hasta el porche, y esperó callado contra la pared.

—Por qué no coges la linterna y te das un garbeo por ahí, no sea que a Julián le haya ocurrido algo… Yo ya no estoy para esos trotes. Pero antes de irte, apaga el quinqué no vaya a prenderse fuego.

Pablo no dijo nada, pero cuando volvió al cobertizo, maldijo entre dientes a Julián y al dios que lo fundó. Se dijo, que su hermano ya era grande para saber lo que hacía. Como que ya era mayor de edad lo mismo que él.

—Vaya un fastidio. Con lo poco que me queda… y tener que esperar otro día. Porque éste, cuando no ha venido ya, es que no viene. Verás tú mañana, que bien le va ir en la alameda. Y yo, para cuando lleve la trampa, seguro que el bicho ya se ha ido.

Al poco, salió por la parte de atrás con la linterna, que maldita la falta con la luna que hacía. Sus padres se quedaron allí, renegando, mientras él cruzaba los estercoleros, en dirección a las huertas.

X

Emilia cosía y cosía, y un cosquilleo se instalaba en su interior sin poder evitarlo. Miraba de reojo a Julián, tan en su papel de no mirarla, y supo, que su desasosiego tenía origen en aquel desnortado, que sin ella comerlo ni beberlo, le iba robando el alma.

— ¡Vaya aguja! Pero si esto parece una estaca. Y de las grandes.

Julián rompió su promesa por unos momentos, y la miró de soslayo.

Pudo verla sentada en su cajón, la piel arrebolada, con su costura sobre las rodillas, cruzado el pecho de blanco por el sostén. El pelo se le venía hacia adelante como un despropósito, ella la cabeza vencida, tapándole la cara.

—Cómo está la chiquilla —murmuró; para enlaza de seguido:

—Son las que usa Pablo para remendar sus redes, le gusta mucho la caza. Él ya no viene por aquí. Si quieres, puedes quedártelas. El hilo también debe ser delicado, verdad.

—El hilo tiene un pase. Lo que me temo es, que los agujeros que se abren estropeen la tela.

Harto de mirar a ningún sitio, el muchacho volvió a desdecirse, y miró a Emilia sin disimulos. No obstante ella ni se inmutó. Y claro que lo había advertido. Seguro que ya ni se acordaba de estar en sujetador.

—Sabes una cosa, Julián… Me gustas.

É1 se sorprendió apenas. Casi lo venía barruntando. De todas formas su cara se iluminó, y se contuvo, a punto de explotar con un grito.

Tardaría un poco en reaccionar.

—Yo, no hará falta que te diga nada —Los dos callaron— Lo que si quiero es que tú me expliques algo: ¿qué ves en mí ahora, que antes no hablas visto?

Emilia no se lo pensó.

—Tú no eres como otros. Lo que pasa que apenas si te conocía.

Julián se dio la vuelta, descarado, y fue hacia ella, abrazándola por detrás, por no molestarla en su costura.

—Pero qué haces, hombre. Vuélvete ahora mismo. No ves como estoy.

De más sabía él como estaba.

Pero ella lo dijo con una tranquilidad, y con tan poco énfasis, que no se lo creyó. Por si las moscas, volvió a torturarse frente a la pared como un niño castigado.

De forma distinta le castigaban sus pensamientos. —Hay qué ver como son las mujeres, les suplicas casi de rodillas una vez y otra y casi te desprecian. Luego se cruzan contigo de casualidad, ¡y se fijan en ti! Quién lo entiende.

—Sabes qué vengo pensando… Que a lo mejor tienes algún otro descosido. Si lo ves bien, no estaría de más que te mirara por si las moscas —A Julián le brillaron los ojos, embalado como una moto.

Ella esbozó una sonrisilla…, sólo para ella, pues Julián tan ocupado como estaba en mirar a la pared, no podría verlo.

—No digas tonterías, hombre. Deja de mirar tanto para allá y mira mejor tu reloj… Y abreviemos, que esto está hecho.

Menos mal, pues Julián ya pensaba, si no le ocurriría a ella como a Penélope, la mujer de Ulises, que tejía y destejía, dando coba, por no dar cabida a los pretendientes.

É1 miró su reloj en efecto, y no se explicaba, como las horas pasaban tan rápido. Volvió hasta ella, y con toda la naturalidad del mundo, le ayudó a ponerse la camisa, no fuera que el cosido le saltara de nuevo. Al cabo la estrechó entre sus brazos y la besó en la boca. Ella permaneció abrazada, inerte, hasta que Julián la separó de él.

— ¡Venga, vámonos!

Emilia se vino a sus cabales, y ambos se dispusieron a dejar la cueva.

Ni siquiera se ocuparían en apagar la luz.

Ya se inclinaba Emilia para salir, cuando afuera se oyó un gran estruendo y la salida se cegó con una polvareda. El golpe retumbó sordo en la cavidad y ellos se estremecieron.

Una roca había tapado la entrada.

Julián tiró de ella, que parecía transportada a otro mundo.

— ¡Ay Julián, qué ha pasado!

— ¡No me lo explico, ha caído la roca!

Se acercó a la angostura y le empujó con todas sus fuerzas. No se movió ni un milímetro.

— ¡Nada…! ¡Menudo follón!

Ella se echó a llorar, al comprender que estaban atrapados. Y allí permanecía sobre el cajón, tan perpleja como apurada. Julián tomó carrerilla desde el fondo de la cueva, y soltó a la roca una fuerte patada. Que si quieres. Comenzó a patearla una y otra vez, con el mismo resultado. Se sentó luego y empujó con la espalda. Al fin cayó rendido, con el pie destrozado y chorreando de sudor.

— ¡Qué va a pasar ahora, Dios mío! ¡Cómo saldremos de aquí! —Se lamentaba la muchacha— ¡Nos asfixiaremos!

—Anda… Pues no tiene la cueva por donde respirar…

Julián se puso a su lado y la abrazó. A ella las lágrimas se le agotaban y comenzó a temblar como si tuviera frío.

—Pues lo primero que haremos será apagar la luz. Si nos quedamos sin vela será difícil conseguir nada.

De inmediato fue hasta el saliente y así lo hizo.

Ella, arrebujada contra él, más parecía que se hubiese dormido.

—Dime algo Emilia, si no, no podré soportarlo. Me siento tan culpable…

La muchacha reaccionó de manera insólita:

— ¡Vamos hombre! No vayas a cagarte ahora.

XI

Aquello fue para Julián, como si en vez de apagar la vela, hubiese encendido un reflector. Desenrolló una de las lonas, y se tumbó en ella, boca arriba, las piernas cruzadas y las manos bajo la nuca. Luego comenzaría a maquinar acelerado, que ya casi vislumbraba una salida.

—Qué haces, chico. ¿Adónde estás?

—Estoy aquí a tu lado, en el suelo. Sobre una lona.

—No me digas que quieres dormirte.

— ¿Y qué? Tampoco estamos en ninguna bulla. Sin luz y con este sosiego no se está tan mal —Quería inspirarle confianza.

Ella se agachó y fue buscando a tientas, hasta topar con sus botas. Siguió piernas arriba, tocando y tocando sin ningún empacho, hasta rematar en la cabeza. Se echó junto a él. Julián no tuvo más sensación de ella, que si hubiese estado allí todo el tiempo, tan absorto estaba en sus cavilaciones.

—Julián… ¿Has estado aquí con más chicas?

É1 no contestó.

—Te he preguntado, que si has venido aquí antes con alguna.

—Que no… Calla, que estoy reflexionando.

Reflexionando… Éste lo que se está es durmiendo —Pensó ella.

Lo cogió por el pecho y lo zarandeó.

—No te duermas, gandulón.

Entonces, Julián habló solemne, como si sacara a la luz un descubrimiento.

—Ya tengo la respuesta. Si hacemos palanca, la potencia se multiplicará y podremos mover la roca. La pregunta es, con qué… He ahí la cuestión. Lo más de que disponemos es de un martillo.

—Y rompiéndola poco a poco… Golpeándola…

— Cualquier cosa has dicho. A ese paso ni en toda la noche. Ni quizás mañana. Y eso sin parar todo el tiempo. Ves tú, por la veta de arenisca…, por la pared…, a lo mejor. No es muy ancha, y con suerte abriríamos lo justo para salir en unas horas.

Cómo era posible que ella estuviese tan tranquila ahora. Lo escuchaba atenta, pegada a él, y abstraída en sus palabras. ¿Sería por agotamiento, o es que veía en el muchacho, la seguridad y la fortaleza que le confortaban? Lo que fuera, lo cierto es, que a su lado lo mismo le daba estar dentro que fuera.

Los dos juntos se trasvasaban en las palabras, e inmersos en la oscuridad los ojos se acostumbraron a ella. Al tiempo, la luz de la luna, tan difusa ahora, se les fue viniendo desde la entrada, y ellos no se lo creían. Los dos se extrañaron. ¿Acaso la oquedad no se habría cerrado del todo? Cuando Julián se percató, no esperó a levantarse. Fue reptando por el suelo, hasta quedar boca abajo junto a la roca, mirando al exterior. Una estrecha franja, de arriba a abajo, había quedado por cubrir. Pudo ver, bendito sea el Cielo, como el pino de la entrada se había roto por la base, y se inclinaba hacia él, casi al alcance de su mano.

—Qué haces.

—Poca cosa, mirando a la luna.

Se levantó y saltó sobre ella en la escasa claridad, para ir a tientas hasta el saliente. Encendió su mechero y prendió la vela. Emilia, sin saber qué pretendía, tuvo la sensación, de que encender luz no era sino el principio del final. Lo adivinaba en sus palabras.

—Déjame tu cinturón.

La muchacha, boca arriba, lo miraba al claroscuro y desde abajo, grande y protector. En lo alto, los grupos de estalactitas, casi geométricos, adornaban aquel el techo redondo, como a una cúpula. 0 al menos así le parecía a ella.

— ¿Y para qué quieres mi cinturón?

—Intentaré empalmarlo con el mío para ver de enganchar el tronco que está fuera.

—Bueno. Si sirve para algo…

Se puso en pie y se lo sacó de los pantalones.

Desde luego que Julián no era un hombre corriente. ¿Cual se hubiera parado en una cosa así, en aquellas circunstancias?

É1 pareció adivinar lo que pensaba.

—La necesidad hace milagros. ¿No crees?

Menos mal, el cinturón de la dama era tan fuerte como el suyo. Abrochó uno con el otro e hizo un lazo con la hebilla libre. Luego se arrodilló, y comenzó a lanzarlo por la hendidura.

Por ver si aquello surtía, Emilia se acercó y lo observaba. Las correas salieron y entraron tantas veces, que ambos perdieron la cuenta. —Si no fuera de noche —se lamentaba Julián. Terminó por desistir. Mas por no quedarse corto, hizo otra tentativa. Mira por donde, los cinturones quedaron enganchados. Emilia hizo palmas y saltaba de alegría.

— ¡Toma ya! Si lo que tú no hagas…

—Sólo tienes que pedir por esa boca.

—Por ahora, con que me saques de aquí me conformo.

Mucho esfuerzo le costó al muchacho y la ayuda de ella, para introducir el pino. Las ramas se lo impedían. Pero éstas quedaron tan magulladas con el golpe, que, al cabo, colarían a la fuerza.

—Y ahora qué —Se impacientaba Emilia.

Julián no dijo nada. Se fue hasta el cajón, y rebuscó el martillo. Con él, se puso a dar golpes a una roca.

Ella no decía nada. Para qué importunarlo… ¡Pero qué disparate! —se dijo— pues creyó que cambiaba de plan, para abrir otra salida. Qué tonta. No era eso. Julián recogió los trozos de piedra que se desprendieron y los llevó a la angostura. Apretaba el tronco entre la pared y la roca, que no pareció moverse. Sin embargo repitió aquello una y otra vez, al tiempo que calzaba con las piedras. Más de media hora duró la operación. El espacio libre fue creciendo, lo mismo que crecía en ellos las ansias de escapar de aquella trampa.

Llegada a un punto, la roca venció, y caería rodando por la ladera, pues se oyó un rumor como el crujir de ramas y unos ruidos sordos al alejarse.

Los dos tórtolos se abrazaron.

Luego, él la transportó en brazos por toda la cueva y hasta la entrada.

Emilia se cogía a su cuello con una risilla…

—No corras tanto, anda. Y ten cuidado, no sea que se me vuelva a romper la camisa.

Cuando ella pasó la dichosa angostura, no las tuvo todas consigo. Aparte de tropezar con las piedras, le entró tierra en un ojo, y por si no era bastante, una araña se descolgó ante sus narices y le entró en la manga. Salió a toda prisa, y se apartó de un lado, por la ladera, todo lo que fue capaz.

— ¡No te vayas, chiquilla…! ¡Con la de lobos que hay por ahí!

Emilia se vino rauda y se aferró a él.

—Tú sí que estás hecho un lobo.

Julián se quedó contemplado el agujero, que aún se recortaba con la luz de la vela. Al fondo veía la guirnalda. No entraría por algo así. Para qué la querría ella, desflorada y rota. Y movió la cabeza mientras decía: quién me lo iba a decir a mí, la cueva intacta y Emilia y yo hechos leña.

La retama pronto se enderezaría, pero el pino…

Más arriba, el hueco que la roca había dejado se cortaba oscuro. Todavía no se explicaba, como pudo caer, si siempre la había visto allí, encajada y segura entre los salientes, hasta el punto, de que alguna vez probó a moverla y ni se había estremecido.

XII

Emilia llevaba en el bolsillo la cajita roja de la costura. No se le olvidaba. No sólo porque él se la había regalado, es que la sentía apretada bajo el pantalón, todo el tiempo. De no usar falda siempre la llevaría allí, para notarla a cada paso.

Si la ida fue inesperada y desconcertante, la vuelta era, como caer por un tobogán. Bajaban uno tras el otro, cogidos a trechos y el pensar ligero, olvidándose de todo. Solamente una cosa, inquietaba a la muchacha; qué ocurriría cuando llamase a la puerta y aparecieran sus padres. Cómo conducirse para salir airosa.

—Emilia, no dices nada.

—Es que me preocupa no haber regresado ya.

— ¡Toma! Y a mí también. Qué te crees.

—No es lo mismo.

—Eso es lo que tú te piensas. Porque no conoces a mis padres.

— ¿Ah, pero es que ellos tampoco lo saben?

—Qué va. Si lo supieran no estaría yo aquí.

Pero bueno —se dijo ella— ¿Es que este chico lo hace todo al buen tun tun? A que salimos de Poncio y nos metemos en Pilatos. Así no acabamos ni en toda la noche.

A Julián le parecía vivir en un sueño. Cómo podía ser real todo aquello. ¿No estaría Emilia representando un papel? Demasiada buena actriz iba a resultar desde luego. Pero la duda parecía amartillarle en la cabeza. ¿Y no se olvidaría de todo mañana, como si nada hubiera ocurrido? Aunque a ella le hubiese dado lo mismo, él no podría.

—Tantas veces como he ido tras de ti, y nunca me hiciste caso. Por no decir otras, que ni he logrado verte.

Ella lo miró resplandeciente a la lechosa luz.

—Es que no salgo casi nunca. Los hombres aquí, no me van. Me agobian. Se me vienen solamente por mi fachada.

Julián la miró de arriba a abajo y sonrió.

—Es que tu fachada, es mucha fachada. Qué esperas si no…, no se entra en la casa por el patio.

Emilia soltó una carcajada.

—No es eso. Tú no lo entiendes. ¿Por qué han de acudir a mí de esa manera, sin yo llamarlos?

—Mujer, es lo propio, eso ocurre siempre. Algo les darás tú para que te busquen. Aunque no te des cuenta —Movió el índice junto a su cara, cerrando un ojo— No quieras decir, que a ti no te gusta que te miren, o que te deseen.

—Pues claro que me gusta. Pero de ahí a pretender sacarme tajada por fuerza, va un trecho. Sabes qué te digo… que ojalá terminasen las vacaciones mañana mismo. Estoy harta de Fuenfría. En la ciudad es distinto. Nadie se fija en nadie. Hay tanta gente, que no eres especial ni única. Y aunque así fuera… El ambiente es otro. No irás a decirme, que en la facultad por ejemplo, no te he hecho ningún caso.

—Si… ya verás. Siempre con prisas. Que parecía que tuvieras compromisos pendientes.

Emilia rió a carcajadas.

—Qué quieres. Si es que los hombres me rifan…

Por fin llegaron a la carretera. Ella respiró aliviada.

Frente a frente, Julián la miró serio.

—Ahora iremos a mi casa. Esperemos que estén de buenas. Y ojalá que Pablo no se haya acostado ya.

—No. Yo no voy.

—Pues te quedarás aquí sola. Tú verás.

En ese preciso instante, desde el otro lado de la carretera, alguien los enfocó con una linterna.

Julián se giró presuroso, y se tapó la cara, deslumbrado.

— ¡Quién va!

La linterna se apagó.

—Yo mismo voy. Pablo.

Y vino hasta ellos.

Julián vio el cielo abierto y si cabe más aún que Emilia.

— ¿Qué haces aquí a estas horas? No estarás de caza —le preguntó.

—Pues según se mire. Lo menos llevo hora y media buscándote. Me vine a esperar, por no volver a casa con las manos vacías. Hará veinte minutos que estoy aquí.

—Conocerás a Emilia, no.

—De vista.

Ella se adelantó y le dio un beso.

—Se le ha estropeado la moto. Hemos querido esperar a que vinieras, para que tú la mires.

—Muy tarde ya para andar con la moto, no.

—No tanto. Aún era de día cuando ocurrió —dijo Emilia.

—Pues si que habéis esperado, eh.

Bajar la motocicleta de donde Julián la había escondido y repararla Pablo, fue cuestión de un momento. Se inclinó sobre la moto, tocó algo en el motor, y la arrancó sin más. Como que el hermano pensó, si no sería un truco.

—Pues qué tenía — Julián estaba maravillado.

—Ya verás… La pipa floja.

— ¿La pipa?

—Si la pipa. Es el contacto para la bujía. Es que se parece a una pipa, no lo ves —Señaló en la moto.

Pues bueno —se dijo Julián— Cuando él lo dice…

Si aquella tarde Pablo hubiese estado allí, seguro que Emilia se hubiera ido como si tal cosa. Y Julián se tiraría de los pelos. Gracias a su mala cabeza, que la metió en aquel laberinto.

Ahora sí que no se le escapaba.

Pablo se fue primero hacia la aldea. Así lo acordaron. De aquella forma, preparaba el terreno a los dos tórtolos, no fuera, que por el padre, Emilia cogiese una mala impresión.

XIII

Julián empujó la puerta. Ángela estaba al fondo, dominando la estancia como una estratega. Dormitaba en un sillón, acurrucada y hueca como una gallina.

—Te parecerá bonito llegar a estas horas.

É1 se sobresaltó. No supo, si ella lo había oído al entrar o es que hablaba en sueños, pues su cabeza estaba vencida sobre el pecho, casi oculto el rostro por la inflada toquilla.

Por si acaso le contestó:

—Ya sabrás madre, por lo que ha sido.

Ángela alzó la vista atravesada, sin levantar la cabeza. Su mirada interrogó al muchacho.

—Ni me creo lo que ha dicho Pablo, ni lo que tú me digas.

—Pues sólo tienes que levantarte y salir fuera. Ella está ahí. Puede decírtelo.

—Pregúntale a mi compañero, que es más embustero que yo — Gracias a que ella estaba sola, de lo contrario…

Luís Molián se había acostado nada más llegar Pablo, y éste no le anduvo a la zaga. Ni uno ni otro quisieron estar allí. El uno, porque sabía que no podría contenerse. Y como él hablara, se iba a aguar la fiesta. Pablo, porque se caía de sueño, y por no andar de mentirijillas, ni inmiscuirse en las cosas de Julián.

Ángela sacó una mano, y despachó al hijo hacia la entrada,

—Anda, y no te quedes ahí como un buje. Dile que pase.

Emilia se quedó en el umbral, vergonzosa, por más que Julián le instaba a entrar.

Nada más verla, la madre se levantó.

—Pase, pase usté, no se quede ahí en la puerta como una pasmarota.

—Es que es muy tarde ya, señora. Y tampoco quiero molestarles.

—No por Dios, no digas eso mujer. Y no tengas ningún reparo que a nadie molestas.

La mujer, tapada la boca con mano y toquilla, el pelo medio en la frente, se le acercó. Al momento, sus ojos pregonaron la buena impresión que Emilia le causaba. Al fin entró ella, y se fue yendo del lado de la pared, por donde pendía la lámpara. Casi pegada a ésta, colgaba también una fotografía, grande y enmarcada como un cuadro. Ángela se veía en él como en una ventana, si no fuera porque la Ángela que allí aparecía era mayor y tenía el pelo cano. En el centro de la habitación estaba la mesa, con un hule alazanado de perdidos dibujos y cuyos picos caían justos cubriendo las patas. En la tarima dormía un brasero apagado, y en lo alto, un plato cubierto con la servilleta. Junto a éste, media hogaza de pan y dos melocotones.

De estrafalario, el comedor no acomodaba a Emilia, que hasta pasado un rato no logró acostumbrarse. Entonces tomó asiento.

—Claro mujer, así estarás más cómoda.

También se sentaron ella y Julián, y los tres a corro, como si un grave asunto se llevaran entre manos.

—Entonces, ya está arreglada la moto… —Hizo una pausa— Si es que mi Pablo tiene unas manos… Sin desmerecer a mi Julián que es un solo para todo —Puso su mano en la pierna del muchacho.

Emilia lo miró, cómplice.

—Sí, se ve que también es muy apañado.

Ángela Torcal torció el gesto apenas.

¡Uy, uy!, que aquí hay gato encerrado —Malició la mujer— Para mí, que éstos se tienen más apego de lo que parece.

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente