I
—Madre…, no por mucho madrugar se amanece antes.
La mujer, junto a la cama, lo sacudía por el hombro. El día avanzaba inflexible desde la ventana dentro de la habitación. Para que no hubiese dudas, ella había abierto las hojas de par en par. Poco efecto surtiría en el muchacho, que ni siquiera se había estremecido.
—Tú, por dormir, eres capaz de inventarte cualquier cosa.
El muchacho estaba vuelto hacia la pared, con los ojos cerrados y tapado hasta las orejas.
—Que a lo mejor es un invento lo que acabo de decir… ¿no es verdad? Lo mismo podía haber dicho, vísteme despacio que tengo prisa.
La madre encajó los dientes y se puso en jarras, mientras lo miraba a donde únicamente podía mirarlo, al pelo de la cabeza.
—Ni eso tampoco hijo, ni eso… ¿Tú prisa…? Sólo faltaba que te vistieran además. Y poquito a poco, para que el señor no sufra sobresaltos… ¡Salta ya de la cama, alma de Dios, que te están esperando!
E hizo un aspaviento hacia él con los brazos, llena de rabia. Acto seguido, asió las mantas por el extremo y tiró de golpe, dejando en paños menores cama y yaciente.
El muchacho no se alteró. Se hizo un ovillo, y quiso encogerse aún más como si tuviera frío.
—No me explico hijo, como no te cueces ahí —dijo resignada— ¡Tanta ropa…, con el tiempo que hace!
Roja de impotencia lo contempló un momento, y abandonó el dormitorio, elevando los ojos y meneando la cabeza.
— ¡Ay Dios mío…! ¡A quién le habrá salido este güevón!
Se recogió la saya y bajó las escaleras a toda prisa.
Quienes esperaban, no eran sino el padre y el hermano. La pequeña, tan ajena, andaría aún en siete sueños. Dónde podría estar si no, una niña de su edad a aquellas horas.
Cerca de la ventana, la pared se adorna de un cuadro apaisado, que a la poca luz, se antoja como un paisaje. De cerca, lo mismo podría ser una escena campestre que un mito griego, de lo desvaídos y ocultos que tenía los colores. Una cómoda se ubica, justo entre la escalera y el pollo de hornillas, y por el medio, cuatro sillas escapadas y la mesa, campan a su aire. El resto se ocupa, con retratos y unas pleitas, colgados de la pared, y en un extremo hay una garrafa con el enredo de mimbre, un arca pequeña, y la caja con cositas de la niña. Medio aparte va la cocina, que parece empotrada en el rincón de puro estrecha.
— ¿Qué, todavía no da señales?
La mujer se acercaba hacia ellos. Ahora se desvió a la cocina y recogió la cafetera.
—Sí marido, ya se levanta.
Los dos hombres, que esperaban sentados uno junto al otro, la están observando.
Llegada hasta la mesa, llenó los dos tazones y les puso azúcar. Luego se fue a la fresquera. De allí extrajo una bandeja con tres bollos, un trozo de queso, y otro de mantequilla. De improviso la soltó sobre el pollo y se cogió el mandil, agitándolo de arriba a abajo, mientras decía:
— ¡Cómo no llegue a presentarse para antes de que terminéis, hoy se va sin desayunar! Por la madre que a mí me trajo. ¡Vaya que si se va!
—Claro que sí, si te lo vengo diciendo… —Le apoyó Luís Molián.
El marido de Ángela Torcal, siempre tuvo fama de hombre duro, y muy severo. Sólo después de casados pareció atemperarse. Sin duda que aquel cambio se lo debía a ella. Una vida tan rústica y solitaria como la que llevara, tampoco era para propiciarle otro carácter. Mientras que en la aldea no pasaba de ser un arisco y taciturno al que nunca vieran reír, de puertas adentro no llegaba a tanto. Casi era tierno y afable.
Ángela lo amaba sin condiciones. Casi de forma visceral. Su marido sabía, que cualquier desavenencia por causa de él, nunca iba a más. Pero no por eso descuidaba su conducta. Aunque fuera difícil de advertir, muy veladamente se corregía. No era éste el caso de Ángela, que en sus convicciones era inflexible, pues se sabía el pilar de la casa.
Las tazas dejaron ya de humear. A los dos hombres tampoco les llevaría demasiado terminar el desayuno. Pero seguro que el retrasado de arriba llegaba tan impuntual, que no llegaba. No sería la primera vez.
A aquello de sancionar al hermano, Pablo no le veía la punta. Se esmeró en dar coba al desayuno y procuraba untarse el pan con parsimonia. Bebía después de la taza a pequeños sorbos, que intercalaba con minúsculos trozos de queso. Más que como el hombre que ya era, parecía comportarse como un niño medio anoréxico.
— ¿No tienes hambre, hijo?
—Claro que sí, madre.
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